viernes, 11 de febrero de 2011

MIS CLASES DE HISTORIA DE LA FILOSOFÍA


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HISTORIA DE LA FILOSOFÍA


Temario oficial

1. El origen de la filosofía. La filosofía antigua. Los orígenes del pensamiento filosófico: los presocráticos. Sócrates y Platón. Aristóteles.

2. La filosofía medieval
Razón y fe: de Agustín de Hipona a Guillermo de Ockham. El problema de la existencia de Dios: Anselmo de Canterbury y Tomás de Aquino.

3. La filosofía moderna. El Renacimiento y la Revolución Científica. La filosofía racionalista: Descartes. La filosofía empirista: Locke y Hume. La Ilustración. El idealismo trascendental: Kant.


4. La filosofía contemporánea. El materialismo histórico: Marx. La crisis de la razón ilustrada: Nietzsche. La filosofía analítica y otras corrientes filosóficas del siglo XX. La filosofía española.


TEMARIO OFICIAL DEL MEC

1. Análisis y comentario de textos filosóficos, empleando con propiedad y rigor los principales términos y conceptos filosóficos.
– Participación en debates, utilizando la exposición razonada del propio pensamiento.
– Exposición por escrito de la propias reflexiones sobre las preguntas filosóficas básicas, incorporando críticamente el pensamiento de los distintos autores estudiados.

2. El origen de la filosofía. La filosofía antigua:
– Los orígenes del pensamiento filosófico.
– Sócrates y Platón.
– Aristóteles.
3. La filosofía medieval:
– Filosofía y religión. Agustín de Hipona.
– Tomás de Aquino y la filosofía escolástica.
4. La filosofía moderna:
– El renacimiento y la revolución científica.
– El racionalismo continental: Descartes.
– La filosofía empirista: de Locke a Hume.
– La Ilustración. El idealismo trascendental: Kant.
5. La filosofía contemporánea:
– La filosofía marxista: Carlos Marx.
– La crisis de la razón ilustrada: Nietzsche.
– La filosofía analítica y sus principales representantes.
– Otras corrientes filosóficas del siglo XX.
– La filosofía española.


MIS TEMAS DE HISTORIA DE LA FILOSOFÍA

I. El origen de la filosofía. La filosofía antigua. Los orígenes del pensamiento filosófico: los presocráticos. Sócrates y Platón. Aristóteles.

I.1. El origen de la filosofía


La Filosofía es un «saber de segundo grado, racional y crítico». Este tipo de saber ha ido definiendo su perfil a lo largo de una tradición de doctrinas y teorías, dentro de una genealogía precisa. ¿Cuándo aparece en la historia del hombre?

Para consolidarse, la filosofía necesita un terreno abonado por múltiples saberes previos, como lo fueron los mitos, la magia, la religión y las técnicas, pero dentro de un determinado grado de madurez. Ese grado de madurez determinado lo traerá el saber de la ciencia: la geometría, la aritmética, la astronomía…

Determinar el origen de la filosofía supone tener que plantear un problema especial, el de la llamada «filosofía oriental» (y, en general, también las «filosofías» de las culturas primitivas): ¿son todas las «filosofías» homologables con la tradición filosófica griega?

Karl Jaspers planteó en la llamada «teoría del tiempo-eje» que la Humanidad en su conjunto y en sus diferentes culturas habría llegado en la Antigüedad a un grado de madurez espiritual equiparable y a un mismo tiempo aproximado: el tiempo-eje de la reforma espiritual de Jeremías y de los profetas en Palestina (VII-VI a. C.), del rey Numa Pompilio que institucionaliza la religión oficial de Roma (VII a. C.), de Lao-Tse y Confucio en China (VI-V a. C.), de Buda en la India (VI-V a. C.), de Zaratustra en Persia (VI a. C.) y de los filósofos griegos: Tales, Anaximandro, Anaxímenes, Pitágoras, Heráclito y Parménides.

Jaspers, de este modo, lo que hace es unificar de manera muy genérica lo que, en realidad, siguió cursos evolutivos muy diversos. No hay tal uniformidad, aunque sí hay contactos culturales a diversas escalas. Lo que sucedió tuvo que ver sobre todo muy probablemente con la difusión de la cultura del hierro en estas áreas geográficas que van del Mediterráneo a China, lo que puede dar razón de este nivel cultural homogéneo. La llamada «madurez espiritual» no era unánime, como podría falsamente pensarse, sino que mantenía sus distancias y sus singularidades. Y su historia posterior no es una historia homogénea. Una es la historia que arranca de Grecia y otras las distintas historias orientales (Persia, India, China…), africanas o precolombinas. El punto de inflexión que va a darse en Grecia, luego heredado por Roma, después reelaborado en la historia de la Europa medieval, en el Islam y el judaísmo medievales, y, finalmente, reconstruido en la deriva de la ciencia moderna desde el siglo XVI al XXI, supone una tradición con unos rasgos propios, que a partir del siglo XIX y XX han demostrado tener capacidad de irradiarse universalmente.

Cuando hablemos de «historia de la filosofía» entenderemos en sentido estricto la historia de la filosofía occidental. Desde ella podrán interpretarse también las contribuciones que pueden hallarse en otras «sabidurías», pero sin suponer que se está tratando de un mismo y único proceso histórico, sino más bien que se trata de distintas divergencias culturales: culturas orientales, culturas precolombinas, culturas africanas, cultura occidental…, en suma, círculos culturales constituidos por rasgos culturales, de modo que son estos rasgos los que se hallan expuestos a un recíproco intercambio, y nunca la totalidad de una cultura por otra. Ahora bien, determinadas culturas contienen determinados rasgos culturales que tenderán a universalizarse por la misma lógica de su naturaleza: el fuego, la rueda, las matemáticas… y también una cierta metodología crítico-racional (a sabiendas de que ella misma es muy abierta y heterogénea, pero que recibe una cierta unicidad por contraste con otras metodologías que no acceden a ese nivel crítico-racional).

En el intercambio de las distintas culturas se tratará de ver qué contenidos son susceptibles de universalizarse, de cada caso particular a todas la demás, para que puedan construirse sentidos civilizatorios en el futuro.

A partir de Platón, que se apoya en los matemáticos Pitágoras y Tales, en el geógrafo Anaximandro, en el astrónomo Filolao, y en toda la tradición de dos siglos de los phísicos y sabios griegos, además de en los mitos y los poetas, la racionalidad que allí se gesta ha adquirido una densidad de contenidos tal (gracias a lo que aprendieron, entre otras cosas, en Egipto y en Mesopotamia), una potente interdependencia con las nacientes ciencias y un potente nivel crítico sobre el resto de los saberes, incluido el religioso, que va a conseguir un punto de inflexión por el que ya no podrá confundirse con el resto de «sabidurías» («filosofía» oriental, etc.), fundamentalmente por estas dos razones: porque el resto de sabidurías («filosofías») mantienen una fuerte dependencia del saber religioso y porque son tradiciones que discurren de hecho al margen de la racionalidad científica. La historia de la filosofía occidental es la historia de una fuerte interdependencia con el desarrollo científico y de una fuerte capacidad de independencia respecto del saber religioso. Aunque la filosofía occidental cuenta en su historia con una estrecha interrelación con la religión (fundamentalmente con la religión cristiana), desde San Agustín (s. IV) a Kierkegaard (s. XIX), se trata de una relación estrechamente crítica, de tal modo que es en su interior mismo donde se ha gestado el moderno ateísmo.

I.2. La filosofía antigua.

La filosofía antigua abarca entre diez y once siglos de duración, desde los orígenes griegos de la filosofía hasta el comienzo de la filosofía medieval: desde el siglo VI a. C. hasta la caída del Imperio Romano de Occidente, en el 476. El final de la filosofía antigua se entrevera con el principio de la filosofía medieval marcada en sus inicios por el pensamiento cristiano. Con la filosofía de San Agustín (354-430), e incluso con otros Padres de la Iglesia anteriores y con los apologetas, es habitual situarse ya en la filosofía medieval.

Cabe señalar cuatro grandes etapas en el desarrollo de la filosofía antigua:

1ª) Los orígenes del pensamiento filosófico, centrado sobre todo en la Physis, desarrollado por los presocráticos. Siglos VI y V a. C.

2ª) El cambio de dirección que imprimen los sofistas y Sócrates, preocupados por la Polis y las leyes. En la segunda mitad del siglo V a. C.

3ª) La dos grandes sistematizaciones filosóficas: Platón y Aristóteles. Siglo IV a. C.

4ª) Las filosofías helenísticas con sus múltiples escuelas: académicos (platónicos), peripatéticos (aristotélicos), cínicos, epicúreos, estoicos, escépticos, neoplatónicos…, junto con el desarrollo de la «ciencia alejandrina». Desde finales del siglo IV a. C. al siglo V d. C.

I.3. Los Presocráticos

Los principales filósofos presocráticos fueron:

Tales de Mileto: aprox. 640-545 a. C.
Anaximandro de Mileto: aprox. 610-545 a. C.
Anaxímenes de Mileto: aprox. 585-524 a. C.
Pitágoras de Samos: aprox. 582-507 a. C.
Heráclito de Éfeso: aprox. 544-484 a. C.
Parménides de Elea: aprox. 540-470 a. C.
Empédocles de Agrigento (o de Acragas): aprox. 492-434 a. C.
Anaxágoras de Clazomene: 500-428 a. C.
Demócrito de Ábdera: aprox. 460-370 a. C.

Si preguntáramos por las filósofas tendríamos que hablar de Temistoclea de Delfos (VI a. C.), de Teano la pitagórica (VI-V a. C.), de Aspasia de Mileto (s. V a. C.) y de Diotima de Mantinea (s. V a. C.), pero en medio de incertidumbres en las fuentes y de falta de datos.

Organizados por afinidades, corrientes o escuelas, tendríamos:

Los milesios: Tales, Anaximandro, Anaxímenes
Los pitagóricos: Pitágoras, Filolao de Crotona (médico y astrónomo: s. V a. C.)
Los eleatas: Jenófanes de Colofón (570-475 a.C.), Parménides de Elea, Zenón de Elea (aprox. 490-430 a.C.), Meliso de Samos (n. hacia 470 a.C.).
Heráclito, que tendrá seguidores, pero de manera dispersa y sin fundar escuela.
Los pluralistas: Empédocles y Anaxágoras: ambos coinciden en el pluralismo, y con los atomistas.
Los atomistas: Leucipo (n. c. 460 - m. en el 370 a. C) y Demócrito; serán seguidos posteriormente por los epicúreos.


I.3.1. Del mito al logos.


A la época en que aparece en Grecia este nuevo orden científico-filosófico suele caracterizarse con una expresión: el paso del mito al logos. No hay que pensar, por ello, que los mitos no tienen su propia lógica o que son ilógicos, sino más bien que hay unos tiempos ordenados mitológicamente y otros en los que este modelo de orden va quedando desplazado por otro más poderoso.

Así quedaban ordenados los tiempos pretéritos a la filosofía: para los antiguos poetas griegos todas las cosas procedían de Caos*. Saliendo de él, Gea (la Tierra) genera a Urano (el Cielo), y de la unión de ambos se forman los titanes y de éstos los dioses olímpicos, de quienes a su vez se generará una raza de mortales, los hombres. Urano fue destronado por Cronos y éste por Zeus, quien reina desde entonces en el Olimpo decidiendo sobre los mortales. En la Ilíada y la Odisea leemos las historias de la estrecha dependencia de los hombres con quienes trazaban el fatum de sus vidas, las deidades olímpicas. En otras culturas encontramos mitologías con características similares.

Pero cuando los primeros filósofos, Tales y Pitágoras y los demás geómetras descubren los teoremas que les han dado renombre inmortal, las «lógicas» de las genealogías de los dioses y las del logos matemático se enfrentan como dos fuerzas irreconciliables. Una de las dos «lógicas» deberá imponerse a la otra, al ser incompatibles.

Es la historia del paso del Mito al Logos, que todavía no se ha cerrado en el conjunto de las culturas. Aun así, lo que los mitos tienen de poético no está expuesto a perecer.

I.3.2. Physis, cosmogonía y arkhé: los primeros temas filosóficos.

Los presocráticos no partirán, como lo hará la teología judía y cristiana, de la idea de «creatio ex nihilo» o creación monoteísta. Enclavados en sus genealogías mitológicas, pero saliendo de ellas, buscarán explicaciones cosmogónicas compatibles con el orden de la physis. La physis o naturaleza apuntaba al fluir o manar de la realidad, al proceso mismo de la propia autoproducción material. El verbo «phío» significaba nacer, brotar, crecer de una raíz. La physis debería, pues, tener un «arkhé» o un principio fundamental del cual saldrían el conjunto de las cosas que se hallan en este cosmos (Kosmos: orden, por tanto lo contrario al caos). Sus escritos acostumbraban a llevar por título «Periphyseon» («Sobre la naturaleza»). Las respuestas que van a ir apareciendo sobre el arkhé de la physis constituirán los primeros esbozos filosóficos:

Tales propondrá el agua. Anaximandro, el apeiron o lo indeterminado. Anaxímenes, el aire. Pitágoras buscará en los números y en la dualidad cielos-tierra las claves de este orden. Heráclito hablará del fuego cósmico. Parménides del Ser único verdadero frente a las apariencias múltiples engañosas. Empédocles propondrá la teoría de los cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego. Anaxágoras preferirá mejor las semillas o spermata. Demócrito defenderá los átomos, con su movimiento y el vacío, como origen de todo.

Estas distintas respuestas pueden clasificarse del siguiente modo:

• Teorías monistas sobre la physis o basadas en un único arkhé: Tales (agua), Anaximandro (apeiron), Anaxímenes (aire), Heráclito (fuego) y Parménides (el Ser).

• Teorías dualistas sobre la physis o basadas en la relación entre dos principios: Pitágoras (dualidad cielos-tierra).

• Teorías pluralistas sobre la physis o basadas en múltiples principios: Empédocles (los cuatro elementos o raíces), Anaxágoras (infinitas semillas), Demócrito (infinitos átomos).

Los casos más oscilantes dentro de esta clasificación son los representados por Heráclito y Parménides, puesto que su monismo ha de ser interpretado de manera más compleja. Heráclito parece más que una postura monista en sí una deriva hacia otro enfoque: la total predominancia del devenir sobre cualquier visión estática. Parménides puede ser interpretado como una oscilación con cierto dualismo, en cuanto que al lado del Ser inmutable, los mortales nos movemos en una realidad fenoménica plural, falsa, sí, pero en medio de la cual discurre nuestro modo de conocer.

Por su parte, el dualismo de Pitágoras está ya teñido de pluralismo, por cuanto también apela a los números como principio conformador.

En todo caso, sí vemos en estos comienzos filosóficos un esquema que va a continuar en lo sucesivo: una tendencia o bien a una metafísica monista o bien a una pluralista, con una casuística diversa, entre las cuales, el dualismo es una situación intermedia recurrente.


I.3.3. Los milesios: Tales, Anaximandro y Anaxímenes.


Tales. Tales de Mileto en los albores del siglo VI a. C. insistió en este orden de ideas: «Lo más fuerte es la necesidad, porque domina todo». Los poetas habrían llenado la naturaleza de dioses, pero éstos, deberían seguir el impulso de un principio anterior. Este arjé fuente de todas las cosas ha de ser el Agua, rueda de la vida, que lo llena todo… «La semilla de todas las cosas tiene una naturaleza húmeda; el Agua es, así pues, el principio natural de todas las cosas». Al lado de esta idea fundamental, otras muestran también un talante de observación de los procesos de la physis, cuando se le atribuyen también las ideas de que «la piedra magnética posee alma porque mueve el hierro» o que los peces habitaron las montañas (por los fósiles), al lado de supuestos cosmológicos como que la Tierra flota en el agua, que es la sustancia primigenia.

Por lo que parece, Tales fue el primero en preguntarse por un arkhé capaz de explicar la physis de manera no mítica. Encontró el principio de todas las cosas en el Agua: la tierra flota como un corcho sobre el agua, donde no hay humedad no hay vida, en las montañas se encuentran fósiles marinos, lo que indica que antes allí hubo agua… Homero había atribuido al dios Océano la progenie de todas las cosas (Ilíada, XIV, 246). Ahora se apelaba a un principio material. El antropomorfismo y el zoomorfismo de los mitos queda superado aunque se manifiesta ahora una concepción «hilozoísta», al concederle a la realidad natural vida: «las cosas inanimadas tienen alma…y el cosmos está animado y lleno de divinidades» (DK 11 A 3). La «physis» para Tales es divina, pero no es un dios; ahí estriba la diferencia con sus predecesores.

Según Herodoto Tales llegó a predecir un eclipse. Se le atribuyen conocimientos astronómicos, matemáticos, de ingeniería y de política. Se dice que llegó a tener conocimiento de los tres teoremas matemáticos siguientes: 1) el diámetro divide al círculo en dos partes iguales; 2) los ángulos de la base de todo triángulo isósceles son iguales; 3) de dos líneas rectas que se cortan entre sí, los ángulos opuestos por el vértice son iguales (DK 11 A 20). Al margen de que hubiera sido capaz o no de estas tempranas demostraciones matemáticas, interesa resaltar el uso de la «idea de identidad», que sin duda manejó; el pensamiento mítico no se sirve de la identidad sino de la analogía antropomórfica o zoomórfica y de la magia del contagio (por la contigüidad o por la génesis).

Anaximandro. Anaximandro de Mileto, a quien se atribuye el primer mapamundi, refuta la teoría de su compatriota Tales, indicando que el arkhé ha de hallarse no en algo determinado y, por tanto, en algo más remoto que el agua. Sólo de lo puramente Apeiron o totalmente indeterminado e indefinido pueden surgir el conjunto de cosas determinadas.

Homero utiliza ápeiros para aplicar al mar inmenso, que no tiene un límite conocido. Anaximandro insufla en este concepto algo más, muy próximo a la idea moderna de infinito. Lo apeiron es lo que está más allá del límite de las cosas determinadas, lo indeterminado, ilimitado e «infinito». En este sentido lo apeiron abarca a todas las cosas y es su origen. Este cosmos surge del apeiron, en donde surgen las cosas contrarias (húmedo y seco, etc.) y la multiplicidad.

Las ideas cosmológicas de Anaximandro estaban muy elaboradas en consonancia con ideas físicas elaboradas entre la observación empírica y la geometrización: la Tierra tiene forma cilíndrica y no se cae porque se halla en el centro equidistante de todo. El aire y el fuego rodean a la Tierra. También contempló ideas protoevolucionistas, porque según Anaximandro los primeros animales habrían surgido del agua y los mismos hombres descenderían de los peces.

Anaxímenes. Anaxímenes de Mileto retoma la búsqueda sobre un elemento primigenio natural, pero con fuerza y sutilidad suficiente para explicar su influjo sobre todo lo demás: «Del Aire todo procede; y todo está lleno de aire y envuelto en aire; los dioses mismos proceden del Aire; y el mismo alma es un aire que exhalamos al morir». Los cuerpos nacen por la condensación o la rarefacción del aire.

Si todo procede del aire, entonces son los distintos grados de condensación y rarefacción los que producen los distintos cuerpos. El aire cuando se condensa da lugar al viento productor de nubes y éstas de agua, de donde con mayor condensación surge la tierra; y, por otra parte, al rarificarse, se convierte en fuego. Aporta un mecanismo de transformación más detallado que el de sus predecesores de la escuela milesia.

I.3.4. Heráclito de Éfeso

Muy cerca de Mileto, en el Asia Menor, se encuentra Éfeso, otra importante polis jonia. Aristócrata destinado a gobernar, renunció a ello para dedicarse al conocimiento de la physis y a la reflexión sobre los dioses y los hombres. Eligió los aforismos, a veces ambiguos y paradójicos, para transmitir sus nuevas concepciones sobre el logos. La Antigüedad le conoció como «el oscuro», porque no en vano «la verdadera naturaleza gusta de ocultarse» (DK 22 B 123).

El primer principio es ese Logos que todo lo llena, sea lo que sea, como un Fuego cósmico. El primer principio es sin duda un cambio constante, un Devenir, un fluir que transporta sin cesar a los perecederos entes. Panta rei: todo fluye y nada permanece. Y «nadie se baña dos veces en el mismo río».

El logos: la palabra, la escritura, el pensamiento, la ley de las cosas… es ahora además, con Heráclito, la realidad que todo lo envuelve, pero también una realidad en perpetuo cambio. Su cambio sigue las pautas del fuego, el encenderse y apagarse, que afecta lo mismo al cosmos, que se reproduce cíclicamente, como a la vida de la polis. El fuego expresa también la guerra de opuestos de que está hecha la physis; discordia de la que surge una armonía que vemos en el orden de las cosas como resultante de la acción de los contrarios. Es, pues, un devenir dialéctico, que sigue una lógica y que avanza apoyándose en los contrarios, como una flecha surge de la cuerda elástica y del arco rígido.

En cuanto a su cosmogonía, Heráclito se expresa así: «Este mundo, el mismo para todos, ninguno de los hombres o de los dioses lo ha hecho, sino que existió siempre, existe y existirá en tanto fuego siempre vivo, encendiéndose y apagándose según medida» (DK 22 B 30).

La unidad de la physis queda complejamente concebida con Heráclito al componer su concepto desde sus dinamismos interiores (el fluir, el fuego, el logos de contrarios), de manera que ahora tendrá total primacía lo que cambia sobre lo que permanece. Precisamente la tesis de Parménides, su estricto coetáneo, consistirá en dar toda la primacía a lo que permanece y retirársela a lo que cambia. Un siglo más tarde, Platón construirá su teoría de las ideas intentando superar la tensión de estos dos modelos antagónicos, y superando la posible recaída en el escepticismo secundado por la vía matemática que plantearán los pitagóricos.

I.3.5. Parménides y los eléatas.

Parece que Parménides sigue a Jenófanes de Colofón, quien había mantenido unas novedosas tesis teológicas: «Si los animales pudieran dibujar, representarían a los dioses a su imagen y semejanza». Criticaba, así, la adoración que los griegos hacían de los dioses antropomorfos del panteón politeísta. Quizás, en el «nicho ecológico» que dejan los dioses politeístas en su retirada, pueda haber concebido Parménides su idea del «Ser verdadero».

Dos caminos pueden recorrerse: el de la Verdad o el Ser y el de la falsedad o el No-ser, según Parménides. El primer principio es el mismo Ser uno y único antes de que aparezca mezclado en nuestros sentidos, antes de volverse falsamente múltiple y confuso. Ese Ser es imperecedero, inmutable, indivisible e inmóvil. Por la vía de la verdad llego a él, por la vía de la falsedad quedo envuelto en las apariencias del movimiento. En este sentido, uno de sus discípulos más conocidos, Zenón de Elea, desde esta ciudad itálica donde se encuentra su escuela, recorrerá la Grecia antigua divulgando las doctrinas eleáticas, y mostrando que nada en realidad se movía, valiéndose de las famosas paradojas como la de la carrera de Aquiles y la tortuga: el más veloz de los guerreros no coge nunca a la tortuga (en el mundo real del Ser) porque ha de recorrer primero la mitad, y la mitad de la mitad, y así sucesivamente al infinito.

La vía de la verdad se guía por la necesidad lógica y nos comunica lo verdadero del ser, la «verdad ontológica»; la vía de la falsedad sigue los pasos de lo que nos enseñan los sentidos, empujándonos por la pendiente de las apariencias, antagónicas e irreconciliables con el verdadero ser. Entre las dos vías no hay mediación posible: «el ser es y no puede no ser; y el no-ser no es y no puede llegar a ser». Parece que Parménides descubrió la función gramatical del «ser» como sujeto y no sólo como predicado, no sólo «esto es» sino «el Ser es», y, de esa manera, habría construido una metafísica concebida desde una función lógico-gramatical en detrimento de la «lógica de la experiencia», y en esta ontología el devenir es imposible (todo lo que es, lo es ya siempre y sin cambio).

Meliso de Samos, también de la escuela eleática, se opondrá a su maestro en uno de sus puntos controvertidos: para Parménides el Ser era infinito en el tiempo (no puede tener principio ni fin) pero finito en el espacio (completo, cerrado, acabado, redondo), mientras que para Meliso, el consumador, el Ser es infinito en el tiempo pero también en el espacio.

Platón situará el mundo del movimiento de Heráclito en la realidad sensible y tendrá que buscar otra alternativa lógica que dé respuesta a la extrema tesis de Parménides mediante la «teoría de las ideas»: hay un mundo inteligible que no se confunde con el mundo sensible; la tarea del ateniense consistirá en mostrar los nexos entre ambas realidades.

I.3.6. Pitágoras y los pitagóricos.

Pitágoras nace en la isla de Samos, en Jonia, pero se establece en Crotona, Italia, muy cerca de Elea. Allí fundará una escuela, la pitagórica, que será a la vez secta religiosa y grupo de investigación matemático y de explicación cosmológica de la realidad natural. Los que pertenecían a la secta llevaban vida de comunidad, compartiendo los bienes, dentro del ascetismo; debían, además, guardar secreto sobre las doctrinas profesadas, que aspiraban a la purificación (kátharsis), en la creencia de la reencarnación y en concordancia con la religión órfica; a ella llegaban a través de una vida dedicada al estudio, que tenía un fuerte componente matemático. Platón, en sus viajes a Italia, conocerá las doctrinas pitagóricas y quedará fuertemente influido por ellas.

El trabajo de la secta y el secretismo místico-religioso hace en ocasiones difícil distinguir cuáles son las contribuciones de Pitágoras y cuáles las de sus seguidores, si bien sobre las figuras más conocidas sí tenemos referencias bastante fiables, como sobre el médico Alcmeón de Crotona (s. VI-V a. C.), el cosmólogo Filolao (s. V a. C.), el matemático Eurito (s. V a. C.) o el estadista Arquitas de Tarento (s. V-IV).
Es muy conocida la atribución al fundador de la escuela, el teorema sobre el triángulo rectángulo: la suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa. Además de innumerables hallazgos matemáticos, los pitagóricos descubrieron en la música un canon de comportamiento racional que extendieron al resto de la physis. El principio organizador de la realidad son ciertas proporciones, como las de los intervalos musicales que siguen estrictamente relaciones numéricas: la octava (1/2), la quinta (3/2), etc.

En los Cielos y en la Tierra, en lo recto y en lo curvo, en lo estático y en el movimiento, en todas las mitades de las cosas hay un logos oculto y divino que ha dispuesto las proporciones del cosmos, que es una physis ordenada matemáticamente: los Números nombran a todas las cosas y todas reciben del número sus partes y proporciones. Imaginados los números como conteniendo extensión, el 1 representará el punto, el 2 la línea, el 3 el triángulo y el 4 la pirámide. Estos números son primarios y primeros principios de las cosas, y su suma arroja el 10 (tetractis = 1+2+3+4), que es por ello un número divino. Aristóteles recoge, en este sentido, que los pitagóricos consideraban al número lo mismo como principio que como materia de las cosas mismas. Algunos especialistas concluyen que esta visión fisicalista de los números va a propiciar que la matemática griega desconozca el número cero.

Los pitagóricos manejaron unas tablas de opuestos, atribuida a Alcmeón, en las que todo respondía a una estructura dual, de manera que la realidad surgía así, paralelamente a su dimensión numérica, como la combinación de contrarios: límite/ilimitado, par/impar, uno/múltiple, recto/curvo, cuadrado/oblongo, derecho/izquierdo, estático/dinámico, masculino/femenino, luz/oscuridad, bueno/malo.

La tarea de matematización de lo real chocó con un obstáculo invencible, en el contexto de la composición extensional en que los pitagóricos trabajaban: el descubrimiento de los «números irracionales», que amenazaban la racionalidad que hasta la fecha habían encontrado. Un cuadrado de lado 1, por ejemplo, no es conmensurable con su diagonal. Y, en general, cualquier diagonal de cualquier cuadrado (lado 1, lado 2, lado 3, etc.) es un número irracional: √2, √8, √18, etc.

Según la cosmología pitagórica, que partía de la perfección del número 10, el mundo tuvo un comienzo: surgió de un centro ígneo (Hestia). La tierra no ocupa el centro del cosmos, sino que en él existe un fuego central alrededor del cual gira circularmente la tierra esférica, la luna, el sol y los cinco planetas conocidos, más la antitierra que nunca vemos y que tuvieron que postular para alcanzar el número perfecto. Las distancias que separan a los astros del fuego central corresponden a la graduación de la escala musical. Influidos por el orfismo creían «que el alma es inmortal, y que transmigra en otras especies de seres vivos» (DK 14.8a); por eso no debían matar ni comer animales porque podría haberse reencarnado algún hombre. La salud y la enfermedad se explican por la armonía o falta de armonía en el cuerpo, teoría que recogida por Hipócrates llegará hasta nuestros días.

Esta filosofía también discurrió en el mundo antiguo como una doctrina del buen vivir, afectada de misticismo, de religiosidad y de vida ascética y comunal. La purificación del alma y del cuerpo se consigue a través de la búsqueda de la armonía con estas recetas: sana alimentación, aprendizaje de las matemáticas, conocimiento de la música y de las doctrinas filosóficas de la escuela.

Parece que esta filosofía contó con la contribución de las mujeres. Se dice que una sacerdotisa de Delfos, Temistoclea, desarrolló un pensamiento matemático y filosófico en el siglo VI a. C. que sería recogido por Pitágoras. También se narra que una discípula de Pitágoras, Teano, desarrolló conocimientos sobre cosmología en el siglo VI-V a. C.

El influjo del pitagorismo sobre Platón ha sido muy notable: la importancia de las matemáticas en el proceso del conocimiento y el dualismo alma-cuerpo lo toma de los pitagóricos. El tema de la inmortalidad del alma, tan socrático, le llega también de esta corriente itálica. Platón ha sido, por otra parte, uno de los mayores difusores de las doctrinas pitagóricas.

I.3.7. Empédocles de Agrigento.

El agua, el aire y el fuego ya habían sido esgrimidos por separado como principios. Pero la doctrina de las cuatro raíces que propone Empédocles (Tierra, Agua, Aire y Fuego) es mucho más que una teoría de mera síntesis. Amor y Discordia unen y separan estos cuatro elementos y de ahí proceden todas las cosas. Además, en la escala cosmogónica, el Amor (o Amistad) y la Discordia (Odio) aparecen como las fuerzas que ordenan los grandes ciclos: el cosmos está regido según ciclos y va de la unidad a la pluralidad, y de la pluralidad a la unidad. Cuando triunfa el amor surge la unidad, cuando lo hace la discordia surge este mundo plural. El pluralismo de Empédocles trata de mediar y superar el problema de la unicidad y de la pluralidad, o si se quiere del Ser y del Devenir. Cada uno de los elementos es inengendrado e imperecedero (como el Ser parmenídeo), pero su mezcla da lugar al cambio y a la alteración (para asumir el devenir heraclíteo).

La idea de ciclos cósmicos, una especie de eterno retorno, es típica de las cosmogonías griegas. La cosmogonía de Empédocles lo representa de manera clara: si partimos del «Esfero» donde reina absolutamente la Amistad vemos que los cuatro elementos se hallan perfectamente mezclados. Pero la Discordia, principio de separación, comienza a disgregar esta unidad. De la acción combinada de la Amistad y la Discordia se despliega este cosmos y se forman las cosas. La discordia alcanza su triunfo y toda la tierra se concentra en el centro y en esferas concéntricas el agua, el aire y el fuego. Pero el ciclo recomienza cuando la Amistad mezcla todo de nuevo en el Esfero.

Empédocles se interesó, siguiendo a los pitagóricos, en la doctrina de la purificación de las almas. En las Purificaciones señala que puede purificarse el alma mediante ciertos ritos y prácticas y ascender por el ciclo de las reencarnaciones hacia seres superiores. Iguales todos los hombres, es la proporción de la mezcla de las cuatro raíces lo que les diferencia. Abstenerse de actos impuros, como comer animales, nos lleva por un camino de purificación en la composición de nuestros elementos. De este modo, se desarrolla una ética y una antropología, connivente con su cosmogonía.

La tradición nos ha transmitido una imagen excéntrica de este siciliano: creyéndose superior, gustaba ser tratado de manera reverencial; y deseando demostrar que se había convertido en un dios, moriría al arrojarse al Etna.

I.3.8. Anaxágoras de Clazomene

Con Anaxágoras volvemos a la Jonia (Anatolia o Asia Menor, en la actual Turquía), a Clazomene, aunque, por la presión persa contra los jonios, se trasladará muy joven a Atenas, donde influirá directamente sobre Pericles y Protágoras, y, más tarde, sobre Sócrates y Platón. En su última etapa es desterrado de Atenas por asebeía o impiedad y
Pasa a instalarse en una colonia jonia, en Lampsaco.

La filosofía en su conjunto había aportado hasta la fecha una interpretación mucho más materialista que la procedente de los mitos y de las religiones. Con todo, ahí está la religiosidad órfica de los pitagóricos y la creencia común de la existencia de divinidades. Anaxágoras representa en este proceso un salto notable, no definitivo, hacia concepciones menos espiritualistas: «El sol es una piedra incandescente y la luna está hecha de tierra».

La realidad está hecha, para el meteco ateniense, de semillas infinitas. La observación de los procesos metabólicos de la alimentación le habría llevado a considerar que unas cosas se transforman en otras con facilidad (los cereales y verduras, por ejemplo, en nuestra carne), y que, por tanto, el elemento original habría que concebirlo como una multiplicidad de semillas, distintas por sus formas, colores y sabores, que, por otra parte, son divisibles hasta el infinito, porque no son elementales.

Pero esta realidad material ha de ir acompañada por una fuerza cósmica ordenadora. La realidad es al principio un migma desordenado, como una sopa de semillas o spermatas. Por eso, no bastan las semillas sino que ha de haber un Entendimiento (Nous cósmico) que mezcle lo igual con lo igual para que surjan las «homeomerías» y de la composición de éstas todas las cosas. El Nous es «infinito e independiente (o autónomo), y no está mezclado con cosa alguna, sino que existe solo y por sí mismo… Es la más sutil y pura de todas las cosas… y todo lo que tiene alma… lo controla el Intelecto, y él controló la rotación universal e hizo que todo girara en el principio… puso todo en orden…» (DK 59 B 12). El Nous no es un dios pero sí algo divino: es la materia más sutil con capacidad de actuar sobre las cosas materiales e imprimirles movimiento y su primer orden en el origen. Después, la pura mecánica de las cosas mismas basta como fuerza ordenadora.

I.3.9. Demócrito y los atomistas

Se atribuye a Leucipo la fundación de la escuela atomista, pero su figura histórica es muy desconocida y controvertida. Demócrito, según el mismo confiesa, habría sido su discípulo. Demócrito es el último de los presocráticos y vive del 460 al 370, siendo diez años incluso más joven que Sócrates (470-399). Platón conoce el éxito de las ideas de Demócrito y plantea su filosofía enfrentada a la del atomista, convencido de que lo que hoy llamaríamos «mecanicismo» no es la verdadera vía de salida.

Demócrito, y con él los atomistas, alcanzan el primer modelo materialista que no precisa de ningún principio ajeno a la realidad física, porque resuelven los problemas de la composición desde un estricto mecanicismo. Se trata de un materialismo fisicalista. El mundo está compuesto de átomos, unidades corpóreas indivisibles. Frente al monismo del Ser de Parménides, el pluralismo, pero con muchas de las características del ser de los eléatas. Ahora bien, el «no-ser» existe relativamente, pero no es otra cosa que el vacío. Esto es, existen los átomos y el vacío, y el movimiento de éstos en el vacío, sin necesidad de ningún otro elemento cosmológico, ni físico ni metafísico, mediador. Todo se reduce a materia física, movimiento y vacío.

Los átomos son cualitativamente iguales, y como el ser de Parménides, son compactos, sin vacío interior, plenos, eternos… y, ahora, son indivisibles e infinitos. Varían entre sí por sus características externas: por su tamaño y figura (redondos, lisos, cóncavos, ganchudos…), lo que junto con el movimiento y los choques que se producen entre ellos explican la formación de todas las cosas.

La cosmología atomista se organiza según la serie de movimientos, choques y composiciones necesarias, y conforman, desde niveles de desorden previos, nuevos niveles de orden o cosmos. El arriba y el abajo, el centro y la periferia se producen asimismo en este ordenamiento.

Los átomos del alma reciben los impactos de los átomos exteriores y se produce la sensación y el conocimiento. Demócrito llamó «ideas» a sus átomos, porque son la realidad última que con sus formas distintas nos producen conocimiento al impactarnos. Las «ideas» de Platón nada tendrán que ver con esto, originándose desde entonces un antagonismo radical. Aristóteles, por su parte, no podrá admitir el vacío ni que pueda explicarse la physis, el cosmos y la ética sin las causas finales. Epicuro retomará la física de los atomistas, y, en parte, también su ética, basada en la búsqueda del equilibrio y de la serenidad de vivir sin temores hacia los inexistentes dioses ni hacia otras causas de mal ánimo. Durante siglos se impondrán los modelos platónico y aristotélicos, siempre con una corriente subterránea de adeptos al atomismo, pero a partir del siglo XVII sufre un repunte importante, con Gassendi y otros atomistas modernos, hasta que los nuevos descubrimientos científicos sobre la estructura de la materia, a través del desarrollo de la química, harán que el nombre de «átomo» sea recogido, pero dentro ya de una nueva constelación gnoseológica en la que la confrontación entre el mecanicismo y la teleología ha de ser nuevamente replanteada.


I.4. Sócrates

I.4.1. El contexto de la filosofía socrática: los sofistas


Dejamos atrás los tiempos de Homero (probablemente S. VIII a. C.) y su guerra de Troya, de Hesíodo (c. siglo VIII-VII a. C.) y su genealogía de los dioses, de los siete sabios de Grecia, entre los cuales Solón de Atenas (circa 640-559 a. C.) o el gran legislador protodemocrático, de Simónides de Ceos (s. VI-V a. C.) el creador de la mnemotecnia, de Baquílides (VI-V a. C.) o uno de los famosos cantores de los Juegos Olímpicos y, en el momento del esplendor de la tragedia griega (Esquilo, Sófocles y Eurípides), y a través del siglo de Pericles, nos adentraremos en la etapa del florecimiento de Atenas. Irrumpimos en la época de los sofistas y de Sócrates, en la segunda mitad del siglo V a. C.

Dejamos atrás también a los presocráticos, cuyas ideas serán tenidas en cuenta en la articulación poderosa que las teorías de Platón compondrán. Pero Platón no puede ser entendido sin Sócrates y, ambos, sin los sofistas.

Los presocráticos profundizaron sobre todo en el tema de la physis. Representan la etapa phísica de las cosmologías y las cosmogonías y los comienzos de la metafísica. Con los sofistas y Sócrates se profundiza en los temas políticos, morales, culturales, jurídicos y éticos. Representan especialmente la etapa antropológica.


Primera y segunda generación de sofistas.


La palabra sophistés (sofista) significaba algo similar a sophos (sabio), pero ahora se trata de un sabio dispuesto a enseñar regladamente lo que sabe; los sofistas son, en ese sentido, los que introducen la educación sistemática dirigida a las futuras clases dirigentes e, incluso, a las clases medias de ciudadanos, en el contexto del nuevo modelo de gobierno democrático, que tanta raigambre tomará en Atenas. Platón hará que la palabra sofista reciba una acepción negativa (sofista = embaucador, engañador), que es la que ha llegado a nosotros. Los sofistas se presentaban a sí mismos como maestros de virtud (areté) y convirtieron este magisterio en una profesión remunerada, en un momento en que la Polis necesitó elevar el número de ciudadanos con competencias oratorias, retóricas, jurídicas y políticas.

La educación que ofrecían iba dirigida a desenvolverse en el foro, los juicios, las asambleas y los cargos públicos, y para ello desarrollaban programas que comprendían el conocimiento de los mitos y de los poetas, del derecho y la política, y del dominio del lenguaje a través de la gramática, la retórica y la erística o arte de disputar.

Dos generaciones de sofistas suelen distinguirse. La 1ª compuesta por Protágoras y Gorgias, cuyas ideas alcanzarán gran fama, y la 2ª, consecuencia de las enseñanzas de aquellos pero sobre todo de las nuevas necesidades educativas, constituida por una gran variedad de posturas en torno a los temas que se vuelven urgentes: el problema del buen gobierno y de la justicia, centrado en torno a la contraposición entre el nomos y la physis. En el contexto de esta segunda generación algunos han llegado a confundir a Sócrates con un sofista más, pero será proverbial su enfrentamiento a ellos, los cuales, a su vez se enfrentan entre sí. Son Pródico de Ceos, Hipias de Elis, Trasímaco de Calcedón, Calicles, Critias de Atenas, Alcidamante, Antifón de Atenas… al final del siglo V y al principio del IV a. C.

Protágoras fue el sofista más famoso y el mejor pagado. Platón parece respetarle mucho. Para Protágoras, mientras que la physis nos resulta inaccesible, sí tenemos por contra dominio sobre el nomos (norma, costumbre, ley o cultura). Tras el relativismo de la diversidad de costumbres, sí se pueden establecer ciertas «verdades» mediante convención. Protágoras representa la defensa del convencionalismo político y moral. Lo que los hombres deciden conviniéndolo o acordándolo, eso es la verdad, lo que vale. La ley surge de la naturaleza, pero de la naturaleza de los hombres, del modo natural de los hombres de llegar a acuerdos: «El hombre es la medida de todas las cosas».

Frente a la postura constructiva de Protágoras, a pesar de introducir un primer relativismo en las leyes, que antes no había, Gorgias va a desbaratar cualquier intento de conexión entre las supuestas leyes de la physis y las del nomos, mediante una doctrina radicalmente escéptica e incluso nihilista.

Para Gorgias estos son los tres cerrojos de todo intento de conocer: 1º) el nihilista, «el Ser no es», contra Parménides. 2º) El escéptico, «El Ser no puede conocerse», contra todos los presocráticos. Y 3º) el subjetivista o solipsista, «el Ser no se puede comunicar», contra toda la tradición anterior. Gorgias somete a una crítica nihilista todo el programa presocrático anterior y se sitúa en la línea más escéptica y relativista posible, enfrentado a otros sofistas que pretenderán salvar el valor de la «cultura» (del nomos), una vez que el saber sobre la physis ha quedado en entredicho. Ha nacido el nihilismo. Desde esta visión extremamente negativa, sólo es salvable la retórica (el arte de hablar), como instrumento de intercambio y de dominio entre los hombres.

En la segunda generación podemos destacar las posturas sobre la distinta legitimidad del poder que van a representar Calicles y Trasímaco, por una parte, y Hipias y Antifonte, por otra.

Calicles y Trasímaco representan la postura de que el poder es el ejercicio del más fuerte y que lo que se llama justicia no es más que esto. Critias y Antifonte se opusieron a esta tesis. Pero incluso Calicles y Trasímaco no argumentaban sus posturas del mismo modo.

Para Calicles, el nomos es malo en cuanto trata de suplantar a la physis o ley del más fuerte. La physis es superior y preferible al nomos, si se quiere que gobiernen quienes deben: los más fuertes.

Para Trasímaco se trataba más bien de describir lo que había: que las leyes eran arbitrarias y que no seguían más criterio que la utilidad, pero Trasímaco frente a Calicles no aspiraba a destruir el nomos.

Hipias, distanciándose tanto de Calicles como de Trasímaco, ve en el nomos el principio de la corrupción, pero ahora, al contrario de Calicles, porque es fuente de opresión hacia los débiles. Hay que volver a la naturaleza pero no para recuperar la ley de la fuerza sino para no caer en las artificiosas convenciones. Platón le dedica a Hipias dos diálogos (Hipias mayor e Hipias menor).

Antifonte vio en la physis un criterio igualador, en un sentido similar a Hipias, porque por naturaleza son iguales los bárbaros y los griegos, prefigurando así la igualdad de todos los hombres. La physis es superior al nomos, pero no es prescindible (frente a Hipias). El nomos o ley es artificial y mudable, pero lo mismo que está expuesto a ser malo también puede ser bueno.

En esquema, el mapa de ideas trazado por los sofistas abarcaba el siguiente panorama:
Según Gorgias no había conexión posible entre la physis y el nomos, ni forma de salvar a ninguno.

Según Protágoras el nomos podía hacerse compatible con la physis, como si fuera una segunda naturaleza.

Según Calicles e Hipias el nomos debía ser rechazado, ya porque había que admitir la lógica del más fuerte (Calicles), ya porque había que proteger a la mayoría, los débiles, de las corrupciones del poder (identificado con el nomos).
Según Trasímaco y Antifonte, el nomos era una realidad irreversible, pero para el primero siempre acompañaba al más fuerte (y la justicia no era sino esto) mientras que para el segundo sí era posible la justicia a condición de no alejar impropiamente el nomos de la physis.

En conclusión, para unos era bueno el nomos y para otros era malo. Para unos debía prevalecer la physis totalmente, para otros ambas esferas no tenían nada que ver y para los últimos el nomos debía completar a la physis. A pesar de las múltiples diferencias doctrinales entre ellos, podemos establecer que todos convergen en una serie de puntos compartidos:

1) El carácter no natural del nomos. Las leyes morales ya no provendrán directamente de la naturaleza. El contacto intensificado entre culturas contribuyó a esta perspectiva.

2) El convencionalismo del nomos es seguido del relativismo cultural, que podía estar combinado o no con alguna posibilidad de convergencia armónica con la physis, en medio de un subjetivismo, o de un agnosticismo, o de un escepticismo o de un nihilismo más o menos radicales.

3) La vida política pasa a ser un tema común en el que se participa como ciudadano. La areté o virtud se define en virtud sobre todo de las consecuencias y de la utilidad.

En este contexto vemos a Sócrates admitir ciertas tesis particulares de algunos sofistas pero oponerse, en definitiva, a la metodología de todos ellos. A los sofistas puede concedérseles haber descubierto bien un nivel de verdad (porque efectivamente el nomos no puede confundirse con la physis), pero queda por establecer el mapa de las relaciones entre las costumbres y la política, entre la ética y las costumbres y entre la política y la ética.

I.4.2. Sócrates frente a los sofistas

Sócrates comparte con los sofistas el abandono del estudio sobre la physis y la tesis de que el nomos es convencional. El problema reside en establecer, entonces, las reglas de esta convención, de manera que puedan permitirnos diferenciar bien lo que es justo de lo que no lo es.

Es difícil establecer la línea de separación entre las ideas de Sócrates y las que son ya desarrollos de Platón. Sócrates no escribió nada, fue su discípulo quien dedicó la primera etapa de su vida a reconstruir las ideas de su maestro en los llamados «diálogos socráticos» o de juventud. No obstante, parece haber una línea de ideas que es claramente imputable a Sócrates.

Frente a los sofistas, para Sócrates, la areté (virtud) no había de buscarse directamente en la casuística de los hechos, sino más bien los hechos particulares debían utilizarse para buscar una definición de lo que es la virtud que nos permitiera luego volver a los diferentes casos sin incurrir en un relativismo incontrolado. Sin las definiciones nos perdemos en un sinfín de enfoques relativos. Además, la teoría sobre la virtud y la justicia no sería posible sin un conocimiento profundo de la naturaleza humana. Esta postura llevará a Sócrates al desarrollo de una nueva vía de la que surgirá la reflexión ética en sentido preciso y una nueva antropología, que aún estaba por diferenciar correctamente de las leyes de la physis. Cuando Aristóteles quiera destacar las principales aportaciones de Sócrates lo dirá así: «Dos son, pues, las cosas que cabe atribuir con justicia a Sócrates: los razonamientos inductivos y las definiciones universales.

Sócrates fue un ciudadano ateniense de clase media, que se involucró intensamente en la vida política y cultural de su ciudad y que acabó adquiriendo un gran renombre por su conducta sin tacha, porque se opuso tanto a la corrupción de la tiranía como a la de la democracia y por la novedad metodológica que introdujo en la investigación de los asuntos de la polis. Tuvo que prestar sus servicios al Estado en las batallas de Potidea, Delio y Amalfi, en las que destacó como un hoplita ejemplar. Dedicó su vida a la investigación de lo justo, lo verdadero y lo bello, y a definir aquellos conceptos político-morales como la amistad, la piedad, el deber… Su fama histórica se vio aumentada al haber sido condenado injustamente a tomar la cicuta, acusado de corromper a los jóvenes y de introducir nuevas divinidades en la polis. Su actitud investigadora y el hecho de que tuviera discípulos hacen que pueda aparecer confundido como un sofista más, pero Sócrates no fue un sofista profesional porque no cobraba por sus lecciones y porque su enseñanza seguía un método antitético al de los sofistas.

Frente a los sofistas, que decían saber, Sócrates afirma: «Sólo sé que no sé nada», queriendo indicar que la primera actitud en toda investigación es no partir de prejuicios ni de pretendidas verdades establecidas (mitos, leyendas, convenciones…). Por eso, la primera recomendación en la investigación de todo problema parte de una necesidad: «Conócete a ti mismo», pues no hay nada más fácil que el autoengaño y la confusión de ideas. Las ideas han de construirse desde conceptos bien definidos, y, entonces, entre lo que se piensa y lo que se hace no puede haber distancia, porque nadie elige lo malo sobre lo bueno. Obrar siguiendo el deber es algo natural al espíritu humano cuando a través de sus ideas ve claramente el problema de las cosas que se plantean: «Nadie obra mal a sabiendas, sino por ignorancia». De ahí, la importancia del conocer, del correcto conocer; y, por eso, la trascendencia de un método que ayude a seguir la buena dirección.

El padre de Sócrates era cantero y su madre comadrona. Metafóricamente hablando puede decirse que, al igual que su padre, fue «cantero», pero las piedras que trabajó fueron las definiciones de los conceptos de las virtudes que la polis precisaba en su edificio. En la línea de esta metáfora, es sabido que Sócrates afirmaba ante sus conciudadanos que imitando a su madre, Fenereta, él también era comadrona, porque practicaba el mismo método, llamado mayéutica (arte paritorio), en cuanto su enseñanza ayudaba a sacar a la luz las ideas que debían encontrarse en el alma de todo hombre mediante un diálogo racional. Por eso, con Sócrates, mayéutica va a pasar a significar el arte de hacer preguntas que vayan inductivamente extrayendo aquellas respuestas que nos han de llevar a la comprensión del problema y en su caso a la correcta definición del concepto buscado.

Pero, a pesar de la importancia del concepto de justicia buscado racionalmente, las leyes, en tanto que están establecidas en la polis, tienen valor por sí mismas, porque son en primera instancia un acuerdo entre los ciudadanos y un pacto de cada uno con su ciudad, y, por ello, quien no esté de acuerdo con las leyes ha de marcharse a otro Estado. Sócrates pudo huir y vivir exiliado evitando la muerte, pero aunque había defendido su inocencia ante el Jurado, debía cumplir con las leyes de la ciudad y por ello aceptar la condena de muerte.

El método socrático: el método mayéutico. Podemos dividir el método seguido por Sócrates en tres etapas sucesivas a recorrer.

1º) La ironía. En primer lugar, partiendo de la ignorancia propia, indagar en las doctrinas al uso (en su caso, en la de los sofistas) y comprobar su consistencia. Para ello el método adecuado es el irónico, es decir, extraer las conclusiones que se derivarían de las tesis defendidas por los demás, mostrando que se contradicen. Los sofistas dicen saber, pero se contradicen: he ahí la ironía.

2º) La mayéutica. Este paso es el que da el nombre al método en su conjunto y tiene una función positiva: alumbrar las ideas verdaderas, mediante un diálogo racional que todos puedan ir consensuando. Se trata de la dialéctica (diálogo razonado, compuesto de discursos cortos y puestos en común) frente a la retórica y la erística de los sofistas (diálogos largos y envolventes para tener razón). La dialéctica que Sócrates propone consiste en el arte de conducir la investigación a través de preguntas y respuestas, rehuyendo los callejones sin salida y dejándose guiar por la fuerza de la lógica inductiva.

3º) La definición. Las indagaciones del diálogo mayéutico van dirigidas a alcanzar el objetivo final de la definición del concepto sobre el que se trate: belleza, deber, valor, amistad, piedad... De la consideración de casos particulares, se llega por inducción, cuando es posible, a una definición universal. La inducción ha de tener la capacidad de llevarnos del análisis de casos particulares, mediante una buena conducción racional (evitando las tesis parciales, los callejones sin salida y las contradicciones) a un concepto general que acoja toda la casuística.

Las principales diferencias de Sócrates con los sofistas son:

1. Sócrates no cobra por sus enseñanzas (su investigación y enseñanza no está bajo el influjo del mercado o del triunfo), y no busca formar «excelentes» ciudadanos (triunfadores) sino «buenos» ciudadanos (cumplidores de su deber). La areté no se traduce ya como «excelencia política» sino como «virtud ética». Su propósito es distinto: el deber de todos frente al triunfo de algunos.

2. Su método es distinto: la mayéutica frente a la retórica.

3. Su posición no es relativista, en cuanto busca verdades universales e imperecederas. Verdades que son ahora no ya resultado de un desiderátum superior (las normas dadas por los dioses e inscritas en la tradición) sino fruto de un demonio interior (Sócrates decía oír la voz de un demon que le guiaba en los casos más conflictivos), «demonio» que seguramente puede traducirse bien por la «voz de la conciencia».

4. Su posición no es escéptica, aunque parta de que «sólo sé que no sé nada». Esta «ignorancia» es un método que obliga a toda investigación a no establecer supuestos dogmáticamente sobrentendidos.

5. Su convencionalismo no es del mismo signo que el de los sofistas. Los pactos que proponía Protágoras procedían, según parece, de hechos externos ligados directamente a la utilidad, mientras que el ateniense ejemplar defendía que los pactos debían pasar todos el tribunal de la racionalidad de cada uno, en tanto esta racionalidad es idéntica en todos. Las leyes, aunque son intersubjetivas, con Sócrates pasan a revestirse de objetividad, cuando siguen la virtud. En los casos en que las convenciones o normas no sean universalmente compartidas, ha de imponerse el criterio del Estado sobre el del individuo aislado: las leyes han de cumplirse siempre. Pero la obediencia del ciudadano bueno ha de ser compatible con la radicalidad crítica.

6. Sócrates trata de fundar una nueva moralidad: las costumbres han de basarse en una conducta ética que procede no directamente del cálculo utilitario sino de una clarificación conceptual. Es el «intelectualismo ético» o «intelectualismo moral» donde saber y virtud se identifican, y en el cual quien obra mal es por ignorancia y, por lo mismo, sólo quien sabe lo que es la justicia puede obrar justamente. Esta concepción del saber ético es extraída por Sócrates de los saberes técnicos: solamente el que sabe arquitectura es arquitecto… de igual manera pasa con la virtud, como técnica para resolver los asuntos y los conflictos ético-políticos. El hombre no es malo por naturaleza (physis) sino por ignorancia. El colorido ético que ha de tomar la política lo lleva hasta un punto tal que vemos a Sócrates responder a la pregunta de si preferiría padecer la injusticia o cometerla: «En verdad que, puesto en esa alternativa, no me gustaría verme obligado a elegir entre cometer injusticia o padecerla. Pero si tengo que hacerlo, prefiero sufrir la injusticia que cometerla» (Platón: Gorgias, 469 b, y Critón, 49 a, ss.).

Sócrates no consideró y no entró de hecho en la problemática del mal procedente del desorden psíquico o de la falta de autocontrol o de la malicia voluntaria, porque se situó solamente ante la hipótesis del ciudadano cuerdo, libre y sano. Aristóteles reprochará a Sócrates este intelectualismo tan extremo, porque, según el estagirita, ha de diferenciarse entre las virtudes intelectuales (dianoéticas) y las virtudes éticas (desarrolladas mediante el hábito), las virtudes de la teoría de las virtudes prácticas.

Los sofistas aportaron un nuevo enfoque sobre los problemas políticos y morales, y contribuyeron al desarrollo de la filosofía apuntando una serie de limitaciones intrínsecas a la cultura (nomos), perfilando bastante bien su problemática: el convencionalismo, el relativismo, el escepticismo, el agnosticismo y el nihilismo que amenazan toda teoría y práctica político-moral. Sócrates planteó una línea de fuga para no quedar atrapado en estos callejones sin salida, línea por la que discurrió la filosofía desde entonces hasta ahora, pero teniendo en cuenta que la postura de los sofistas ha sido al mismo tiempo continuamente retomada y reivindicada.

Las escuelas socráticas:

Tras de la impactante figura de Sócrates van a desplegarse cuatro escuelas que seguirán sus enseñanzas enfatizando cada una en alguna de las múltiples aristas de su personalidad. Se distinguen tres escuelas menores y una escuela mayor, ésta la de Platón. Las tres escuelas menores están representadas por los megáricos, los cirenaicos y los cínicos. Los megáricos, seguidores de Euclides de Megara, los cirenaicos en torno a Aristipo de Cirene y los cínicos tras de Antístenes y, más tarde del célebre Diógenes de Sínope.

Megáricos:

Euclides de Megara (s. V-IV a. C.) se presentará como seguidor de Parménides, pero corregido por la influencia de Sócrates. El Ser ha de ser identificado con el Bien y han de considerarse a las diferentes virtudes como una sola en realidad.

Los megáricos se caracterizan por desarrollar la lógica, con la propuesta de paradojas siguiendo el estilo de Zenón de Elea, pero se inclinaron por situar como modo superior de dialéctica a la erística o arte de disputar, lo que les condenó al fracaso filosófico, al verse atrapados en puras paradojas lingüísticas sin concepto. De los megáricos derivarán después los estoicos, aficionados también a la lógica.

Cirenaicos:

Aristipo de Cirene (435-350 a. C.): seguidores de Protágoras, de quien aprenden que las costumbres son buenas si persiguen sensaciones agradables, sin embargo, con Sócrates conceden que para elegir entre la variedad de placeres no hay otro tribunal que el de la razón.

Los cirenaicos llevan el hedonismo defendido por muchos en la época hasta su extremo más sensual. Los epicúreos seguirán la senda de los cirenaicos, pero corrigiendo su grosero hedonismo.

Cínicos:

Antístenes (c. 444-365 a. C): seguidor de Gorgias, pero tomando de Sócrates la crítica a los convencionalismos sociales artificiosos.

Diógenes de Sínope (c. 412-323 a. C.) es el cínico más célebre. Se dice que vivía en un tonel, que caminaba entre la multitud con un candil buscando a un hombre (entre la multitud no había paradójicamente ninguno en plena luz del día, ni siquiera con un candil), que no tenía propiedades, que tiró su cuenco cuando vio beber a un niño con las manos, que cuando Alejandro Magno le prometió que le concedería lo que le pidiera, le respondió que se apartara de él, pues le estaba dando sombra. Se dice, en suma, que llevaba una vida de perro, teniendo en cuenta que Kinikós (cínico) en una de sus acepciones posibles significaba «perro». El cínico denuncia que toda cultura es corrupta y que la única salida es la vuelta a la naturaleza.

Los cínicos radicalizan la crítica social y plantean que el sabio no ha de tener familia, ni patria, ni leyes; todos los hombres y todas las mujeres son por naturaleza iguales. Las diferencias proceden del nomos, por eso nuestro ideal es seguir la vida natural y la máxima austeridad.

Podemos pensar que son escuelas menores porque quedaron atrapados en alguna limitación: o metafísica o escéptica o excesivamente simplificadora.


I.5. Platón


«Platón» es un apodo, significa: «el de anchas espaldas», nombre con el que se conoce a Aristocles de Atenas, que curiosamente suena muy parecido al de quien va a ser su discípulo más importante, Aristóteles.

Platón (427-347 a. C.) es un ciudadano ateniense que desciende de nobles por línea paterna (el rey Codro) y materna (Solón). Empezó su formación con Crátilo, seguidor de Heráclito y conoció en directo a algunos sofistas. De Heráclito tomará Platón su visión dialéctica. Hacia los veinte años se encontró con Sócrates y sufrió una profunda transformación. Arrojó al fuego sus escritos juveniles (poesías y tragedias) y rechazó la carrera política que le brindaban sus familiares (Cármides y Critias), en los tiempos de los Treinta Tiranos.

Platón toma a Sócrates como modelo de ciudadano y de persona: «es el hombre más justo de su tiempo». Durante la Democracia un tribunal juzga a su maestro y lo condena a muerte por impiedad (introduce nuevos dioses, según la acusación) y por corromper a la juventud con enseñanzas inconvenientes. Tanto la experiencia negativa del régimen tiránico como esta injusticia del régimen democrático al condenar a Sócrates (en el 399 a. C.), marcarán a Platón en el desarrollo posterior de su teoría política.

Según nos cuenta en la Carta VII inicia una etapa de viajes por Grecia (Megara…), y seguramente también por Egipto, instalándose durante un tiempo en Sicilia, en la corte del tirano Dionisio de Siracusa, después de haber sido llamado por Dión, seguidor de Platón y cuñado del tirano Dionisio, con el fin de introducir reformas políticas, que no llegaron a buen término. Durante este viaje toma contacto con algunos pitagóricos y se interesa especialmente por las matemáticas. En el 387, cuando tiene cuarenta años, regresa a Atenas y funda la Academia, muy cerca del templo dedicado al héroe mítico Academos, escribiendo en el frontispicio: «no entre nadie que no sepa geometría». Veinte años más tarde volverá a ser llamado por Dionisio (empeñado en adquirir prestigio rodeándose de los sabios más renombrados), de donde saldrá con un segundo fracaso en las reformas políticas proyectadas, y, a su vuelta a Atenas, recibirá al joven Aristóteles en su Academia.

I.5.1. Obra platónica

De la obra de Platón se conservan sus Diálogos, unos treinta, donde expone didácticamente, recurriendo al diálogo, las teorías que se construyen en el interior de la Academia, a modo de obras exotéricas, pensadas para la difusión exterior, paralelamente a las obras más esotéricas o de investigación interna.

Es habitual dividir la obra de Platón en cuatro periodos característicos:

I. Periodo socrático. Representa el esfuerzo de Platón por exponer las teorías de Sócrates, quien aparece como personaje principal en los diálogos (continuará siendo el personaje principal en casi todos los diálogos del resto de los periodos). Se centran en recordar la personalidad de Sócrates y en las ideas principales que defendió en su enfrentamiento con los sofistas: la búsqueda de definiciones a través de la mayéutica sobre cuestiones morales; son trece diálogos: Hipias Menor (o de lo falso), Hipias Mayor (o de lo bello), Ión (o sobre la Ilíada), Protágoras (o los sofistas), Apología de Sócrates (o defensa de Sócrates ante el jurado), Critón (o del deber), Alcibíades (o de la naturaleza del hombre), Cármides (o de la sabiduría moral), Laques (o del valor), Lisis (o de la amistad), Eutifrón (o de la piedad), Gorgias (o de la retórica), Menexeno (o la oración fúnebre).

II. Periodo de transición. Platón da muestras de introducir doctrinas propias, que surgen como desarrollo de las de su maestro. Se centra en la crítica a los sofistas y aparece la preocupación por la teoría del conocimiento. El valor del lenguaje, de la lógica y de la retórica son temas principales. La influencia órfico-pitagórica es patente. La teoría de las ideas se anuncia en esbozo (en el Menón). Los diálogos correspondientes a este periodo son (recordando que la línea de demarcación con los dos periodos, anterior y posterior, no es compartida por todos los expertos): Eutidemo (o el discutidor), Crátilo (o del lenguaje) y Menón (o de la virtud). (Se discute si también el Lisis, el Gorgias y el Menexeno son más bien del segundo periodo que del primero. Algunos incluyen los Hipias menor y mayor en esta etapa. Por otra parte, muchos consideran al Menón el primero de la etapa siguiente).

III. Periodo de madurez o doctrinal o dogmático. Aparecen aquí los diálogos que han tenido más trascendencia, porque la teoría de las ideas queda doctrinalmente elaborada y la posición sobre el modelo de estado ideal muy construida, al lado de una perspectiva antropológica, ético-política y de teoría del conocimiento que es la que más trascenderá históricamente. Diálogos: el Banquete (o del amor), el Fedón (o de la inmortalidad del alma), el Fedro (o de la belleza) y la República (El Estado ideal o de la justicia).

IV. Periodo de vejez o crítico. Platón se ve obligado a revisar y corregir algunas de sus tesis de madurez. Profundiza en sus propias teorías problematizando algunas de sus tesis. Sócrates pasa a ser, en general, un personaje menos central. Diálogos: el Teeteto (o de la ciencia), el Parmémides (o de las ideas), el Sofista (o del ser), el Político (o de la realeza), el Timeo (o de la naturaleza), el Critias (o la Atlántida, que queda inconcluso), el Filebo (o del placer) y las Leyes (o de la legislación). Corrige parcialmente su teoría sobre el Estado ideal en el Político y en las Leyes. Problematiza, especialmente en el Parménides y en el Sofista, su teoría de las ideas. En el Timeo traza su cosmología.

Otros escritos se han considerado de autenticidad dudosa y algunos apócrifos. Entre los dudosos hay trece cartas, pero la Carta VII, muy importante porque es una autobiografía del propio Platón, parece ser admitida por la mayoría de eruditos como auténtica, al lado de las demás cartas que muy probablemente sean casi todas auténticas o, si escritas de segunda mano, muy próximas a Platón.

Dos son los temas centrales que preocupan a Platón: la teoría ético-política y la teoría del conocimiento (ontología y gnoseología).

La teoría del conocimiento no se desliga nunca de la ontología (o teoría de la realidad) y en ellas tenemos que habérnoslas con la teoría de las ideas. A su vez, la teoría de las ideas comporta varias doctrinas particulares: la doctrina de la reminiscencia (o de la anámnesis), el método dialéctico (explorado a través del símil de la línea y de la alegoría de la caverna) y el tema de la relación entre las cosas y las ideas (por medio de la participación y de la imitación).

La teoría ético-política o sobre el Estado ideal, sobre la justicia, se desarrolla en symploké con sus teorías onto-gnoseológicas.

El primer interés y la primera motivación de Platón parece ser no sólo de carácter especulativo (la filosofía, las matemáticas, la ontología, el verdadero conocimiento…) sino de carácter eminentemente práctico: la política.

Conseguir un modelo de gobierno que supere las deficiencias de los Estados de su tiempo va a llevarle a plantearse el tema de la necesidad de la sabiduría de los gobernantes, y con ello la necesidad de las ciencias (como paso gnoseológico previo en el saber filosófico) y la de un método de conocimiento (dialéctica) capaz de ser aplicado a la práctica, mediante la sabiduría y la prudencia. Finalmente resolver los problemas políticos está también ligado al conocimiento verdadero de la realidad (ontología) y del ser del hombre (antropología). De este modo, todos los temas platónicos están estrechamente trabados: la política a la ética y a la antropología, éstas a la teoría del conocimiento y ésta a la ontología, y todas recíprocamente entre sí.

I.5.2. El problema del conocimiento

Frente al relativismo y al escepticismo de los sofistas, y tras la senda mayéutica de Sócrates que planteaba la necesidad de conceptos universales bien definidos para poder empezar a hablar con propiedad, Platón encara el problema del verdadero conocer. Pero el problema del conocimiento no sólo tenía un anclaje psicológico o antropológico: ¿qué capacidad real tiene el hombre para conocer y para discriminar lo verdadero de lo falso?, porque la envoltura era más profunda, al afectar al mismo ser de las cosas: ¿un ser en perpetuo fluir (Heráclito) o un ser inmóvil distinto a las apariencias que vemos (Parménides)?, ¿un ser único (monistas) o un ser múltiple (pluralistas)?, ¿un ser conmensurado por las matemáticas o por algo más?

La teoría del conocimiento de Platón no queda formulada de un golpe, en una obra concreta, sino en un proceso madurativo a lo largo de su vida, si bien, la República destaca como una referencia muy consistente y representativa.

En la etapa socrática había establecido que las virtudes que se busca definir no dependen de la posición subjetiva de cada uno sino que, al contrario, los conceptos universales existen de manera inmutable y nuestra misión es encontrarlos.

I.5.2.1. La doctrina de la anámnesis.

En el Menón, Platón muestra cómo un esclavo que no sabe geometría es capaz de inferir un teorema geométrico si se le conduce con las preguntas adecuadas. La verdad del teorema tiene, por tanto, una estructura ontológica coincidente con la misma razón humana. La idea que el esclavo descubre está ya, de algún modo, en su mente. El aprender tiene que ver con el recordar, con el sacar del fondo ontológico de nuestra alma lo que «ya sabemos». Platón plantea a partir de aquí, influido según parece por las creencias órfico-pitagóricas, que nuestra alma ha debido vivir una vida en un cosmos ouranós en el que pudo contemplar directamente los conceptos de las cosas (las ideas). Esta tesis epistemológica se conoce con el nombre de anámnesis, que significa rememoración o recuerdo.

Dejando al margen las adherencias culturales de la época, lo que queda de esta doctrina es que, según Platón, es la razón (el alma) quien capta la verdad de las cosas y no los sentidos. Así, más tarde, en el Teeteto vemos por ejemplo, frente al subjetivismo de Protágoras, plantear que «la ciencia no reside en las sensaciones, sino en el razonamiento sobre las sensaciones, puesto que sólo por el razonamiento se puede descubrir la ciencia y la verdad y es imposible conseguirlo por otro camino».

I.5.2.2. Las ideas. La symploké de las ideas.

En la etapa de madurez Platón ya tiene elaborada una teoría sobre los conceptos universales: la teoría de las ideas. En el Fedón habla ya directamente de las Ideas y defiende la inmortalidad del alma, en cuanto es verdad que ésta accede mediante el conocimiento a un estrato inmortal. El término «idea» (eidos) significaba en griego «lo visto», «la apariencia de lo que se veía», pero con Platón recibirá una nueva acepción, será: «lo que se ve con la razón» y, por tanto, lo inmutable de las cosas.

Las ideas captan las esencias inmutables de la realidad, pero ¿cómo se relacionan las ideas entre sí? Platón plantea (en el Sofista) que hay tres posibilidades: 1) o bien todo se relaciona con todo, 2) o bien nada se relaciona con nada, 3) o finalmente algunas ideas se relacionan con otras de modo selectivo. La primera y la segunda opción llevan al relativismo del saber, por exceso o por defecto, ya que si todo se relaciona con todo, entonces nada es falso en el fondo; y si nada se relaciona con nada, entonces cualquier composición de lugar adoptada será falsa. Así pues, sólo resta la tercera opción, si partimos del hecho de que al menos hay algunas verdades (como las de la geometría). A esta tesis de la relación selectiva de las ideas entre sí la denomina Platón symploké de las ideas. Symploké en griego significa trabazón, entretejimiento… de manera similar a la symploké que lleva a cabo el artesano cuando con los mimbres hace un cesto.

I.5.2.3. La dialéctica. El método dialéctico. La diáiresis. Regressus y progressus.

Los conceptos universales existen, pero no sólo como artificios psicológicos sino como entidades ontológicas: existen, pues, las ideas, según Platón. Pero, ¿cómo han de ser adquiridas estas ideas y cómo han de ser utilizadas en la búsqueda de sus symplokés?

Platón recurre a la dialéctica, que va más allá del mero arte retórico de unir las palabras para convencer porque pretende acogerse a la lógica de las cosas mismas. La dialéctica tiene que ver con el diálogo mayéutico, con el trabajo de las palabras para adquirir uniones verdaderas (estables). La dialéctica ha de ser pues un método de conocimiento que nos permita acceder al verdadero conocimiento.

La dialéctica puede comportar varias operaciones lógicas: 1º) de manera muy concreta y aplicada a casos: la síntesis y el análisis, y, en definitiva, la diáiresis (diéresis o división), y 2º) con un calado mayor: el regressus y el progressus.

La diáiresis es un método de establecimiento de definiciones correctas a través de sucesivas divisiones posibles donde nos vamos quedando con la parte adecuada y vamos desechando la inadecuada (en un proceso de eliminaciones sucesivas), esto es: se trenzan sucesivas divisiones sistemáticas posibles de un concepto, de manera que comenzando por un concepto que asumimos se procede a desdoblar paso a paso en aquellos otros conceptos que se van derivando (o arriba o abajo, o a la derecha o a la izquierda, etc.), y, avanzando por el sentido adecuado, llegamos al final del recorrido: la definición completa y cerrada. La diáiresis funciona habitualmente por dicotomías, pero también puede darse por divisiones de un género en especies diversas.

En el Sofista Platón se propone definir qué es un sofista y para ello define antes un concepto más sencillo: la pesca con caña. De este modo, la pesca con caña es un arte, y así: 1) el arte puede ser de producción o de adquisición; nos quedamos con lo último; 2) el arte de adquisición puede ser por cambio o por captura; nos quedamos con lo último; 3) el arte de adquisición por captura puede ser por lucha o por caza; nos quedamos con lo último; 4) el arte de adquisición por captura y caza puede ser sobre el género inanimado o sobre el animado; nos quedamos con lo último; 5) el arte de adquisición por captura y caza sobre el género animado puede ser sobre animales terrestres o acuáticos; nos quedamos con lo último; 6) que a su vez puede ser sobre aves acuáticas o sobre peces; lo último; 7) que a su vez con red o con instrumento hiriente; lo último; 8) que a su vez con arpón o con anzuelo y caña; lo último. Tenemos así una definición exhaustiva de un concepto que no cabe ser confundido con otro. Aplicando el mismo método de sucesivas divisiones se llega a establecer que el sofista es un mago del lenguaje, que convierte en verdadero lo que es falso y que hace que exista lo que no es; es también un hombre capaz de dar una lección a cualquiera en cualquier tema.

El regressus y el progressus cierran un ciclo teórico-práctico, completándose como lo hacen la sístole y la diástole o la bajamar y la pleamar. Primero, supone el esfuerzo por «regresar» hasta los conceptos más generales en cada caso investigado y por reconocer la esencia definitiva de cada asunto y, al lado de esta vertiente teórica y cognoscitiva, segundo, supone además poder mostrar la aplicación a los distintos casos prácticos de partida, en el «progreso» desde las ideas a las cosas.

El regressus de un concepto problemático (qué es la justicia, por ejemplo) se opera a través de múltiples diáiresis, pero no sólo, porque estos conceptos parciales han de ir encajándose, en symploké, entre sí, en un proceso de ascenso hacia conceptos cada vez más universales. En múltiples ocasiones Platón señala que la idea suprema es la idea de Bien (por ejemplo en la República), otras veces se acoge al Bien entendido sobre todo como Belleza, otras veces a lo que llama los géneros máximos que acompañan al Ser: Movimiento, Reposo, Lo mismo y lo Otro; y otras veces, en el Filebo cuando ha de decidir si el placer es un bien o un mal y en qué medida, recurre a lo Ilimitado, el Límite, la Mezcla de ambos y la Causa de la mezcla.

Pero cómo hace esto Platón: ¿cómo consigue tras los distintos análisis arribar a distintas síntesis y tras el escalonamiento de estas síntesis llegar a la última esencia, y desde ella descender y esclarecer progresiva y prácticamente los problemas de partida?

Platón avanza para definir conceptos mediante diáiresis. También mediante síntesis, cuando ha de ir de la pluralidad de las cosas al concepto, es decir, cuando ha de ascender desde lo múltiple a lo uno. Y mediante análisis, cuando parte del concepto y progresa a través de sus especies o clases hasta llegar al concepto del objeto de referencia, es decir, cuando desciende de lo general lógico hasta lo particular empírico.
Pero la diáiresis, y el análisis y la síntesis, y el regressus (suma de síntesis, en una dialéctica ascendente, hasta llegar a lo más alto del proceso) y el progressus (suma de análisis, hasta descender al conjunto de problemas más concretos que se tratan de esclarecer o transformar: establecer un gobierno justo, por ejemplo) no agotan toda la dialéctica, porque ¿cómo se unen todas estas estrategias parciales en un todo?

Platón necesita arrojar al conjunto del proceso mallas gnoseológicas (que distinguen, clasifican, ordenan y jerarquizan), capaces de recorrer sentidos transversales que puedan ir uniendo las partes separadas que se van componiendo. Así, Platón es capaz de avanzar «dialécticamente» en las ideas que analíticamente ya no daban más de sí, porque acierta a establecer las hipótesis operatorias que van desbloqueando los problemas. Es decir, la dialéctica no nace de una pura suma de mecánicas lógicas, porque en algún momento han de operarse saltos, conceptualizando vías de salida que no proceden de un problema ya tratado sino de un elemento que se trae «de fuera» y que como una chispa tiene capacidad de hacer surgir la llama. Ha de haber, por tanto, un continuo arte racionalizador, donde la intuición (visión intelectual o noesis) y el amor por el saber (eros o fuerza que empuja a lo bello, y que tiene influencia también sobre la belleza de la verdad) también son fuerzas importantes que contribuyen en la búsqueda del conocimiento. La dialéctica es, pues, todo este compendio articulado de diáiresis, síntesis, análisis, regressus, progressus, mallas gnoseológicas introducidas como por sorpresa que tejen buscando el todo, a través de los elementos de intuición (noesis) y del eros o amor por lo bello y verdadero.

I.5.2.4. La relación de las ideas y el mundo físico

Al lado del mundo físico y al lado de las ideas psicológicas (opiniones, creencias, imaginaciones…), que dependen del mundo físico, Platón defiende la existencia de un mundo de las ideas, con valor ontológico. ¿Cómo articula la relación entre estos dos mundos? Veamos cómo Platón defiende que la idea es universal, inteligible, inmutable y eterna:

1º) Las cosas son particulares, este objeto triangular, por ejemplo, mientras que las ideas son universales (la idea de triángulo) y tienen la capacidad de incluir todos los casos particulares.

2º) Las cosas físicas se nos muestran como ininteligibles, pero las ideas tienen la capacidad de hacérnoslas inteligibles.

3º) Las cosas son mutables pero las ideas son idénticas siempre consigo mismas (un triángulo siempre tiene tres ángulos): son inmutables.

4º) Las cosas surgen por generación y están sujetas a destrucción, mientras que las ideas propiamente nadie las crea (simplemente son conocidas o no) y son indestructibles: son eternas.
De esta forma, las ideas son la verdadera realidad, mientras que el mundo físico pasa, no a ser falso, pero sí a depender de esa verdadera realidad: su realidad empírica ha de ser interpretada y resuelta a través del mundo de las ideas.

El mundo de las ideas queda estructurado en Platón jerárquicamente. Desde los conceptos de las cosas hasta el mundo de las ideas recorremos: 1º) Las formas externas de las cosas o apariencias (eidola), como la idea de árbol o de casa que tengo al ver esos objetos. 2º) Conceptos universales (eidos), como los conceptos geométricos o los conceptos lógicos. 3º) Ideas (Eidos) o conceptos universales superiores como la idea de Bien, Belleza, Justicia, etc. de las que el resto de ideas dependen. Platón insistirá repetidas veces que la idea de Bien, el Bien en sí, es la suprema, porque todas ellas han de ser definidas en función de ella. El Bien y la Belleza se conjugan en Platón con mucha fuerza, como si la vertiente ética y la estética fueran muy complementarias. Y la idea de justicia, por ejemplo, contiene a la idea de sabiduría, prudencia, fortaleza y templanza, y en ese sentido es superior a ellas.

I.5.2.5. El símil de la línea

En los libros VI y VII de la República, Platón estudia con detalle cómo ascender desde el mundo sensible al mundo inteligible y cómo volver para conectar ambos mundos.
El primer ejemplo que pone se basa en una línea (símil de la línea) partida en dos trozos (MS y MI), los cuales a su vez quedan dividos en otras dos secciones (MS: E y P; MI: D y N).

La realidad, tanto en sentido ontológico como porque se la puede conocer (sentido gnoseológico) se diferencia en mundo sensible (MS) y mundo inteligible (MI). El mundo sensible tiene, a su vez, dos estratos de abajo arriba: el nivel de la imaginación, de las imágenes, que en griego llama eikasía (E), y el nivel de la creencia o de la fe, que en griego es la pistis (P). Entre este mundo y el superior hay un abismo que ha de salvarse a través de la inteligencia, en el regressus, es decir a través del esfuerzo por comprender las esencias de las cosas más allá de sus apariencias. Podemos acceder de este modo al mundo inteligible, donde encontramos un primer tramo: el de las ciencias (aritmética, geometría, estereometría, astronomía y armonía), que en griego es dianoia (el saber que se basa en el razonamiento discursivo: en la conexión de razones deducidas unas de otras), y desde este primer tramo inteligible podemos llegar finalmente al último tramo de la realidad, el más perfecto, que es el de la visión de las ideas supremas y del resto de ideas subsidiarias, visión intelectual (noesis) que me hace alcanzar la idea suprema de Bien desde la que puedo ya volver a la realidad física, en el progressus.

Glaucón, hermano de Platón, que dialoga con Sócrates (personaje principal), pide más aclaraciones y, por ello, en el libro VII de la República, se aclara el sentido de este símil con una alegoría: el mito de la caverna.

I.5.2.6. La alegoría de la caverna

Sócrates (el personaje que representa la postura de Platón) dice al grupo de discípulos con los que conversa (entre los que se halla, además de Glaucón, otro hermano de Platón: Adimanto) que va a contarles un mito para esclarecer el símil de la línea:

Hay un mundo subterráneo o mundo de la opinión (doxa) y un mundo de la luz exterior o mundo del conocimiento verdadero (episteme). Entre estos dos mundos, la historia discurre de la siguiente manera: en el interior más profundo de la caverna subterránea se hallan encadenados unos prisioneros que miran hacia una pared en la que se reflejan unas sombras que ellos toman por la verdadera realidad, al ser la única que conocen. Tras de esta escena, separado por un tabique, transcurre un camino por el que deambulan unos hombres que llevan a hombros unas figuras que son las que se reflejan en la pared que ven los encadenados. Un poco más atrás, todavía en el interior de la caverna, un fuego arde e ilumina esas figuras que se proyectan en la pared. Más allá hay una pendiente muy escarpada por la que es posible subir hasta acceder al paisaje exterior, iluminado por la luz del sol, en donde vemos no ya las figuras llevadas a hombros sino las cosas mismas tal como son: los árboles, los animales o al hombre «libre» que ha conseguido salir a la luz... Un prisionero es liberado de sus cadenas y tras un arduo esfuerzo sale al exterior, comprendiendo en su viaje de regreso al conocimiento (regressus), la clave de las imágenes de la pared y luego la de las figuras, y posteriormente la necesidad de salvar el abismo entre los dos mundos con un gran esfuerzo, para finalmente comprender las cosas en su mayor grado de verdad a la luz del sol.
Se plantea si el prisionero debe volver o debe disfrutar de su nueva situación. Debe volver porque la sabiduría de lo que ahora conoce le hace ver que su sentido no es el de una salvación individual sino colectiva. La vida del conocimiento verdadero se halla proyectada necesariamente a la política y a la ética. El hombre libre baja a la caverna para liberar a sus compañeros, pero con ello arrostrará grandes peligros porque le tomarán por loco o visionario y tratarán de deshacerse de él.

La eikasía (imaginación) se corresponde con el lugar de los encadenados y con las imágenes que ven, la pistis (creencia) se corresponde con las figuras llevadas a hombros por los porteadores, la dianoia (conocimiento deductivo) se corresponde con el camino escarpado que lleva a la luz exterior y la noesis (intuición intelectual) se corresponde con el mundo iluminado por la luz del sol. La eikasía y la pistis conforman el mundo de la doxa, y la dianoia y la noesis el de la episteme.

(Digamos, en un paréntesis crítico, que hay entre los eruditos una discusión en torno a si donde decimos noesis ha de decirse episteme y viceversa, basado en el equívoco provocado por una doble tradición (una la que se basa en el libro VI y otra la del libro VII de la República) donde estos dos términos se permutan. Se dice que algún trasmisor se equivocó en algún momento y hoy no podemos saber cuál sería la exacta ubicación que le daba Platón. Lo importante, no obstante, sigue igual. Del mundo de la doxa se asciende al mundo de las ideas, ya sea la episteme (episteme = ciencia), representativa de la ciencia de las auténticas realidades, que comprende a la dianoia y a la noesis; o ya sea la noesis (noesis = visión intelectual), representativa del conocimiento a través de las ideas, que comprende las ideas de la dianota y las ideas de la ciencia dialéctica última (que sería la episteme, ciencia última.) (¿Era la perspectiva de Platón la de una «vertiente noética» del problema, en donde lo general englobante es la noesis, como función intelectual («subjetiva») con capacidad de ver las ideas: ideas primero matemáticas (dianoia) y después ideas-valores (episteme) con las que se puede hacer justa política, o se fijó más bien en una «vertiente noemática», en donde lo general englobante es la episteme, como ciencia (objetiva) que se recorrería en dos tramos: la dianoia o ciencia que necesita de hipótesis y la noesis o modo de conocimiento supremo que ve directamente, sin necesidad de hipótesis? No lo sabemos, pero el resultado final nos lleva a lo mismo).

I.5.2.7. La alegoría de la caverna y la dialéctica

La alegoría de la caverna representa los distintos niveles en que el hombre puede estar respecto del conocimiento, y, en consecuencia, también respecto de diferentes niveles de realidad. Las estructuras del mundo conocido (gnoseología) y las estructuras de la realidad (ontología) se entreveran en Platón como el haz y el envés de una misma entidad. Primero hemos de considerar el no-saber, propio de la total ignorancia, aunque la naturaleza humana se encuentra normalmente en algún grado de saber. En principio nos hallamos naturalmente en el saber dado por las imágenes (eikasía), en cuanto no hemos recibido una buena educación, y tomamos estas sombras por la verdadera realidad, vivimos un mundo de ilusión, un mundo infantil. Vienen después los que están «encadenados» al camino portando objetos; éstos están en situación de distinguir las sombras de los objetos fabricados. Las sombras mentales son mejoradas con objetos fabricados y la vida de la ilusión ficticia es sustituida por otra guiada por la utilidad práctica de la relación con cosas físicas. Los caminantes creen que toda la realidad es ésta, creen que los objetos fabricados son la realidad y pueden sentirse dentro del mundo de la opinión como sabios, puesto que ellos manejan el saber del mundo de la eikasía, proyectando las sombras. Tenemos aquí ya no al ingenuo que vive en la credulidad de las cosas imaginadas sino al hombre práctico (al sofista) que maneja las cosas mismas. Éstos son engañadores (proyectan sombras) engañados (el camino por el que transitan da vueltas en torno a lo mismo y no les lleva al exterior, que ignoran). Por ello desconocen que estos objetos que transportan no son más que copias de la verdadera realidad, desconocen que hay algo más que cosas físicas. La relación entre el fuego, los objetos del camino y las sombras proyectadas tiene mucho que ver con el lenguaje en cuanto creador de historias mediante las palabras: las secuencias de sombras que los encadenados ven. El lenguaje utilizado retóricamente, como arte de convencer, iluminado por un fuego artificial, a través de unas palabras (objetos transportados) que proyectan historias fingidas, porque sólo poseen copias inconexas de la realidad exterior, es la situación más elevada que encontramos en el interior de la caverna. Para salir de la cueva hay que abandonar ese camino y dirigirse a la pendiente escarpada por donde entra la luz del exterior, pero esto no puede hacerse sino con un gran esfuerzo. Esta pendiente representa todo el proceso de educación dialéctico en el verdadero conocimiento (contrario al sofístico), a través, primero, de las ciencias. La pendiente es muy escarpada y lleva diez años recorrerla, pues se asciende por ella al comprender las estructuras formales, y sus encadenamientos deductivos, de la Aritmética (ciencia de los números), luego de la Geometría (ciencia de las figuras), después de la «Ciencia de los sólidos» (lo que hoy sería la mecánica, la dinámica… y la física atómica, que Platón sólo concibe como estereometría), a continuación la ciencia de los sólidos del cielo (Astronomía) para acabar con la Armonía, la ciencia de la realidad que podemos estudiar en la música. Mediante este esfuerzo formal, que supone pasar de concepciones físicas (sombras, objetos y palabras) al manejo de entidades ideales (ideas matemáticas) se salva el hiato que se da entre el mundo sensible y el inteligible, entre las cosas mudables y las ideas inmutables, entre lo perecedero y engañoso de un lado y, por otra parte, lo firme y verdadero. Puede salirse con este nuevo modo de ver, basado en una visión no ya de los ojos sino de la inteligencia, al exterior de la caverna. En este mundo (el mundo de las ideas, que es la verdadera realidad) nos costará mirar las cosas directamente hasta que nos habituemos bien a ellas, cegados por la diferencia que los «ojos» encuentran entre mirar sombras (a las que estamos acostumbrados) y mirar las cosas a plena luz del sol, el cual es astro del cosmos ouranos y fuente de todo lo que se ve, y que representa la idea de Bien. Sólo puede mirarse al sol directamente, y comprender la idea de Bien, fuente de todas las demás ideas, después de cinco años de estudios dialécticos. El hombre «libre» que no quiere volver a la caverna es porque no ha llevado a buen curso esta dialéctica, no conoce la idea de Bien, y, en consecuencia, conoce mal la idea de justicia, y, por ello, no ha comprendido la idea de prudencia (phrónesis) ni la de fortaleza ni la de templanza, y, por todo en conjunto, no conoce que debe bajar. El «hombre libre» que sabe que su función es volver a liberar a los prisioneros de la caverna, lo sabe porque la función cognoscitiva de las ideas (regressus) no se agota en sí misma, sino que ha de completarse mediante la aplicación a la práctica (progressus), lo que equivale al proyecto de construir una Calípolis (calos = bello), es decir, una ciudad bella, esto es: justa.

De esta manera, el problema del ascenso adecuado en el conocimiento y el paralelo problema de los distintos niveles de realidad, es decir la filosofía como onto-gnoseología, se ve necesaria y naturalmente unida a los problemas políticos y de la vida práctica. Sólo los que han accedido a la idea de Bien y que han completado su investigación con la dialéctica que les permite volver a los problemas mundanos, sólo esos son los que están capacitados para gobernar a los demás. El resto habrá de cumplir otras funciones puestas al servicio de esa polis que se desea justa, y de este modo no se concebirá que nadie pueda vivir para sus propios y exclusivos intereses olvidando el interés general.

La dialéctica significa etimológicamente: logos (lecto), razones, lenguaje llevado a través de (día: a través de). La dialéctica es en Platón la verdadera forma de conocimiento que parte de ir contraponiendo los distintos logos (palabras), y de ir superando las contradicciones a través de un ascenso progresivo que nos lleve hacia ideas cada vez superiores con capacidad de explicar a las que se hallan más abajo. La dialéctica se concreta en la República de Platón en un método de conocimiento, pero además en un modo de vivir teórico-práctico al que sólo accederían completamente los verdaderos sabios.

Como método de conocimiento comprende, primero, los pasos negativos que nos alejan del falso saber mediante la ironía y la denuncia de los falsos ídolos y utilizando el lenguaje como arte mayéutico (rechazando la mera retórica y la erística) y después, los pasos positivos, es decir las estrategias lógicas de la diáiresis, de la síntesis y del análisis, y de la investigación global a través de las mallas gnoseológicas que sean precisas para avanzar.

La dialéctica como modo de vida me lleva a la necesidad de conocer hasta llegar al nivel de la noesis y de la episteme, siempre mediado por el conocimiento de las ciencias (dianoia). Los métodos de conocimiento dialéctico (diríamos: el buen uso del lenguaje y de la razón) no agotan el objetivo superior que se busca, puesto que todas estas artes dialécticas vienen a madurar plenamente en cuanto queda establecida una ciencia suprema: la Dialéctica. Se trata ahora de la Dialéctica entendida ya no como mero método (métodos, artes o ciencias parciales) sino como la ciencia suprema de quien está en situación de ver (contemplar) las Ideas y de gobernar desde esa visión, la única capaz de ordenar con justicia los problemas de la polis. Hay, pues, muchas dialécticas en cuanto hay múltiples medios de utilizar el lenguaje para acceder al conocimiento verdadero, pero hay una sola Dialéctica, o una sola forma de conocer suprema, que es aquella que está en posesión de la idea de Bien y que tiene la capacidad de transformar el caos y engaño del mundo sensible en estructuras bien ordenadas, por la mediación de quien puede acometer este orden: las Ideas.
Pero ¿cuál es el motor que moviliza al alma humana a recorrer todos estos caminos dialécticos? Según Platón el motor fundamental es el Amor (Eros), no ya el amor a los placeres del vientre y a las emociones pasionales sino el amor a la Belleza misma, esto es, también a la Verdad y al Conocimiento. La dialéctica precisa también de la fuerza superior que moviliza al alma: el Amor del que es capaz el hombre justo, que es setecientas veintinueve veces más feliz que el tirano.

I.5.3. La teoría política y la teoría ética de Platón

¿Para qué queremos conocer? Para transformar y mejorar nuestra realidad, empezando por la vida política. ¿Qué debemos transformar en la polis? El ajuste entre las distintas funciones sociales para que sea justo. ¿Con eso basta? No, el ajuste social sólo se lleva a cabo si al mismo tiempo se ajustan las distintas almas que constituyen a cada hombre, porque una ciudad justa se hace con hombres justos. ¿Pero qué es la justicia? A esta cuestión va a tratar de responder en la República, y después en el Político y en las Leyes. La indagación sobre la justicia llevará a Platón a la necesidad de desarrollar una antropología, una teoría ética coordinada con ésta y una teoría sobre los modelos de gobierno posibles y sobre el modelo ideal imbricada con la antropología y con la ética.

I.5.3.1. La antropología platónica

Platón sigue la senda órfico-pitagórica de considerar al hombre, al ser humano, compuesto de dos principios complementarios: cuerpo y alma. Es una postura dualista, en cuanto estas dos partes son consideradas independientes. El alma tendría, con la religión órfica, la cualidad de reencarnarse en otros cuerpos. No sabemos con exactitud en qué medida compartió Platón estas creencias, pero sí sufrió su influencia, como vamos a ver.

La novedad antropológica de Platón la vemos en que insiste en la pluralidad de almas: dos, si pensamos que una es mortal (muere con el cuerpo) y otra inmortal (no depende del cuerpo), o tres almas si reparamos en que hay dos almas mortales diferentes, además de la inmortal. En suma, Platón llega a hablar de tres almas: 1º) alma apetitiva; 2º) alma irascible; 3º) alma racional.
El alma apetitiva o concupiscible está alojada en el vientre, y se guía por los instintos de la vida elemental: conservación, huida del dolor, apetito sexual y búsqueda de toda clase de placeres. Tiene la cualidad de arrastrar a las otras dos almas en su inercia, cuando las otras son débiles o muy limitadas. Es mortal, sus «bajas» pasiones mueren con el cuerpo.

El alma irascible está alojada en el pecho, y se guía por los afectos (emociones, sentimientos y pasiones) como la ira, la fuerza de espíritu, el valor, la ambición, la generosidad, el honor, la fama, etc. Este alma introduce ya en la vida social pasiones nobles, porque permiten ir más allá de las puras necesidades individuales. Tiene la cualidad de influir sobre el alma apetitiva y de obedecer al alma racional. Es también mortal, sus nobles pasiones desaparecen al desaparecer el ciudadano que las encarna.

El alma racional está alojada en la cabeza, separada del cuerpo por el istmo del cuello, indicando esta separación el salto cualitativo que se da entre lo mortal y lo inmortal, entre el alma sensible (irascible y apetitiva) y el alma no sensible. El alma racional no se guía por las pasiones ni por los sentimientos sino por las ideas, por las razones, por las conexiones eternas que ligan la realidad. Los elementos en que se mueve (verdad, belleza, bien, justicia…) son inmortales y, por ello, el alma racional es también inmortal. Tiene la cualidad de utilizar la energía de las almas irascible y apetitiva (cuando el eros concupiscible y la erótica pasional –irascible- pueden ser transformados en al amor por la Belleza en sí). Y tiene la cualidad de dirigir a las dos almas inferiores, evitando que se desboque el alma apetitiva y dirigiendo las pasiones nobles hacia buenos fines.

Sabemos que la filosofía de Platón se entrevera con ideas de la cultura de su tiempo y que para realzar, explicar más plásticamente o fijar en la memoria de los académicos sus doctrinas, recurre a continuos mitos o puestas en escena con personajes diversos. Para el tema del alma, contamos con los mitos e historias que narra en el Fedón, el Fedro, la República y el Timeo.

En el Fedón establece que hay un alma inmortal, ya que tiene la capacidad de regresar al mundo de las ideas, donde ha debido hallarse en otro momento y aprender lo que sabe.

En el Fedro refiere el mito del auriga que guía un carro de carreras tirado por dos caballos. El auriga representa al alma racional. El alma irascible es el dócil caballo blanco (al que guían el honor, la fuerza y el valor), que se deja guiar bien y que resiste los excesos del caballo negro, de ojos sanguinarios, desbocado e indómito, que representa las bajas pasiones del alma concupiscible.

En el Timeo Platón dice que el alma racional ha sido diseñada por el Demiurgo y que albergada en la redonda cabeza es semejante a la más perfecta de las figuras: la esfera, a distancia de las de abajo, gracias al cuello. Las almas sensibles han sido diseñadas por los dioses inferiores, alojadas en el corazón y en el bajo vientre, y están separadas entre sí por el diafragma, como un muro que separa una «bestia salvaje» del corazón de nobles pasiones. La médula espinal hace posible el vínculo entre el alma y el cuerpo.

En la República correlaciona las tres almas con distintos tipos de virtudes éticas: la templanza con el alma apetitiva, la fortaleza con el alma irascible y la prudencia con el alma racional. A su vez, estas correlaciones se proyectan a las tres clases sociales: el alma apetitiva se halla más desarrollada entre los productores, el alma irascible prevalece entre los soldados y el alma racional prepondera en los filósofos, que son los que deberían gobernar. La fuente de todos los problemas en el mal gobierno nace de esto: que habitualmente acceden al gobierno ciudadanos en quienes destaca o el alma irascible (timócratas) o el alma concupiscible (oligarcas, o demagogos, o los que gobiernan con más bajos instintos: los tiranos). De este modo, en la República, la antropología de las tres almas se conecta con la ética y con la política, en un sistema de pensamiento que aspira a dar coherencia y cohesión al conjunto de problemas. Entre la antropología y los temas ético-políticos Platón desarrolla una paideia, pedagogía o teoría educativa: El Estado ha de educar a los niños y niñas por igual: se educa el alma sensible con la gimnasia y la música, con las costumbres comunes, con el conocimiento de las tradiciones, desde los primeros años de la infancia y, los que den señales de tener un alma valerosa preponderante no se dedicarán a las labores productivas sino a la defensa de la ciudad, para lo que han de proseguir la educación. El alma racional se educa, primero con las ciencias de la dianoia, entre los veinte y los treinta años, y, después, los que destaquen por su inteligencia no se dedicarán a la defensa con las armas sino al gobierno de la polis. Éstos son los que han de alcanzar la ciencia Dialéctica, entre los treinta y los treinta y cinco (la teoría), y la práctica entre los treinta y cinco y los cincuenta. Finalmente, a partir de esa edad, algunos estarán preparados para gobernar.

En el estilo metafórico que tanto utiliza Platón, el alma racional es de oro, la irascible de plata y la pasional de hierro y bronce.

I.5.3.2. La teoría ética en Platón

Pude decirse que Platón desarrolla su teoría ética a lo largo de toda su obra: en todos los diálogos se ocupa de esclarecer en qué consisten las diferentes virtudes. La conducta ética idónea es la de aquel que educa y desarrolla su alma para ser un buen ciudadano, tomando como referencia paradigmática el ejemplo de Sócrates. La ética tiene que ver con el conocimiento de nuestros deberes (Critón), con desarrollar un alma valerosa (Laques) y piadosa (Eutifrón), con el cuidado de la amistad (Lisis) y con el correcto recorrido por la senda de la belleza (El banquete), no sólo buscando los cuerpos bellos, sino deseando más aún: las bellas acciones y la Belleza en sí, que se encuentra en la verdad y en el bien.

I.5.3.2.1. La teoría ética en el Filebo.

El Filebo es un diálogo de su última etapa y en él podemos apreciar una teoría bien madurada sobre cómo hemos de coordinar nuestra búsqueda de felicidad a través de los placeres y a través de la idea de perfección.

En el Filebo vuelve Platón a recordar el precepto de Delfos, que tanto había influido en Sócrates: «conócete a ti mismo». Este precepto es muy difícil de cumplir porque, por ignorancia y estupidez, lo común es engañarse a sí mismo. Tres modos hay de autoengaño: respecto de las riquezas, respecto de las cualidades físicas y, la peor de todas, en relación a las cualidades espirituales, o sea, a los que se creen que sobresalen en virtud, y, en concreto, los que se creen más sabios sin serlo. Hay, con todo, dos direcciones de autoengaño a tener en cuenta: el que es acompañado por la fuerza y el poder y el que recorre el camino de la debilidad. La ignorancia de los fuertes, que tienen la capacidad de vengarse es odiosa e infame; la ignorancia del débil, incapaz de vengarse cuando es objeto de burla, es la que propiamente se llama ridículo. Entre los que se engañan son ridículos los débiles y odiosos los fuertes.

La vida, como un verdadero teatro, está compuesta de comedia y de tragedia, esto es, en la vida con todos sus sentimientos (ira, envidia, etc.) se dan continuamente mezclados los placeres y los dolores. Toda una analítica es posible, siguiendo ejemplos concretos, como los de la venganza y la envidia en que se ha reparado, pero este camino ha de dejarse meramente apuntado y concluir la idea general: que los placeres y dolores vienen comúnmente mezclados en muchos de nuestros sentimientos.
Como la vida de placer no es suficiente para colmar nuestros objetivos, es preciso distinguir primero los placeres falsos de los verdaderos, y establecer una jerarquía entre ellos.

Hay placeres desmesurados o violentos (que se corresponden con el género de lo ilimitado, que admite frecuencia, magnitud, intensidad y escasez) y placeres mesurados, que vienen a corresponderse con los placeres puros, en el sentido de no ser dependientes de dolores ni de verse impelidos a recorrer escala alguna. Lo blanco es blanco no porque se dé en una gran cantidad sino porque no está mezclado con otro color, de ahí la pureza de lo blanco. Lo mismo el placer será más puro cuando no dependa del dolor; y estando exento de dolor, aunque no sea grande ni abundante, será más agradable, más hermoso y más real. Pero para que esto que se ha concluido argumentalmente reciba su fundamento, Platón procede a diferenciar entre las cosas que son en sí y por sí y las que tienden siempre hacia otra cosa. Lo que es en sí, es más digno, y lo que depende de otro, es inferior. Los placeres puros y en sí funcionarían en una vida de puro entendimiento, pero los hombres han de llevar una vida mixta (de cuerpo y alma), por lo que habrá que ver cuál es la mezcla de placeres, en qué proporción y jerarquía han de darse óptimamente.

Las ideas del cirenaico Filebo, personaje que da el nombre al diálogo, y la idea mayoritaria («…la masa estima que los placeres son lo más importante para nuestro bien vivir…»), defienden que el placer es algo bueno para todos los seres vivos, y que una vida de disfrute, placer y gozo es buena y preferible a una de prudencia. Frente a esto, la postura de Sócrates tratará de mostrar que es más noble y mejor una vida de prudencia que una de placer. Ahora bien, Platón apostará por salvar determinados placeres que son coordinables con la vida prudente. La buena vida ética tiene que ver con el establecimiento de una buena vida mixta, compuesta de los placeres selectos y de la prudencia. La mezcla idónea vendrá ponderada por la idea de bien. Algunas técnicas se asemejan a la idea de bien, pero todavía más algunas ciencias y aún más la dialéctica. Por ello, cuanto más intervengan las técnicas adecuadas, las ciencias apropiadas y, sobre todo, la dialéctica, tanto mejor será la mezcla.

Ha de procederse a establecer, al modo como hacen los buenos artesanos y rogando ya sea a Dionisio ya a Hefesto, la mezcla idónea del intelecto (el agua) y del placer (la miel). Será preciso en primer lugar contribuir con lo más importante: tener en cuenta todas las ciencias verdaderas y necesarias; después de esto, habrán de añadirse los placeres, pero sólo aquellos que no desestabilicen la mezcla, de modo que elegiremos los placeres verdaderos, los necesarios y los puros. Además, a la mezcla habrá que añadir la verdad, para que esté completa. ¿Por qué esto y por qué no todos los placeres? Porque los placeres verdaderos y puros son los que acompañan a la salud, a la templanza y a las virtudes. El conjunto de la mezcla ha de valorarse como buena sólo en función de lo que hace que cualquier mezcla sea buena: la debida proporción, la belleza y la verdad.

Mientras que el intelecto se concilia perfectamente con la verdad, con la buena proporción y con la belleza; el placer, al contario, acostumbra a rehuir la verdad, la medida y también la verdadera belleza, que es la que no tiene vergüenza ni se oculta. Por tanto, en la mezcla ha de prevalecer siempre el intelecto (la prudencia) sobre el placer.

Una vez que la vida humana debe guiarse por una buena, bella, proporcionada y verdadera mezcla del intelecto y del placer, nada mejor que señalar una jerarquía entre los elementos que han de entrar en esa mezcla, para que el tema de cómo hemos de vivir quede bien establecido: -1. Primero, toda acción ha de ser fruto de una mezcla guiada por la medida (de la prudencia) y por lo oportuno (el kairós). -2. Segundo, ha de procurarse perseguir lo hermoso, lo perfecto y suficiente y todo lo de esta estirpe, junto al desarrollo del intelecto. -3. Cuarto, han de ser guías las ciencias, las técnicas y las opiniones rectas. -5 Quinto, han de perseguirse los placeres puros (exentos de dolor) producidos por el alma sola. -6 Y sexto, como tenue concesión a los hedonistas, en el límite de esta jerarquía de valores, pueden perseguirse los placeres del cuerpo, pero nunca de manera desmedida.

La alternativa placer/saber o placer/intelecto o placer/prudencia se resuelve a favor de una vida mixta, como única viable en el mundo donde cohabitan alma y cuerpo, y, por tanto, como la mejor. El bien no se hará coincidir con el placer o con el intelecto sino con la vida que sea capaz de componer ambos. El problema práctico se convierte, entonces, en la búsqueda de la verdadera y correcta composición de cada uno en cada caso que nos lleve a una ética de la vida mixta, teniendo en cuenta la jerarquía de valores que sitúa la vida intelectual por encima de la vida placentera, pero sin relegar a ésta a la oscuridad del mal, en contra de una tesis que el mismo Platón se encarga de recordarnos en este diálogo era defendida por algunos.

El Filebo encara muy directa y exhaustivamente el problema de cómo gobernar nuestra vida ética. Pero esta ética ha de ser vista, además, en el contexto de su teoría moral –la República, fundamentalmente- y de su teoría política –la República, el Político y Las Leyes.

I.5.3.2.2. La teoría ético-política en la República.

La República se compone de diez libros. En ellos Platón se propone establecer los fundamentos de un Estado ideal, de una Calípolis, de un gobierno justo. Pero la justicia ha de buscarse paralelamente en el Estado y en el individuo: «el hombre justo difícilmente existirá a no ser en un Estado justo, y éste no se puede explicar ni existir en ninguna parte excepto donde haya hombres justos». De la política se transita a la ética de modo natural y recíprocamente, de la ética a la política: el individuo es siempre un ciudadano y el ciudadano ha de ser un buen ciudadano de manera personal.

En los primeros libros se propone Platón la definición de la justicia. El libro primero no llega a conclusión alguna pero introduce las dos tesis contrapuestas que se van a discutir, la de quienes piensan que «lo justo es hacer bien al amigo y mal al enemigo» frente a la de Sócrates: «lo justo es dar a cada uno lo suyo».

Los libros II, III y IV establecen la coordinación que hay entre los tres tipos de almas, las virtudes correspondientes y las tres clases sociales, después de definir la justicia como una armonía entre partes diferentes. 1) Alma apetitiva: Templanza: Productores. 2) Alma irascible: Valentía: Defensores guerreros. 3) Alma racional: Prudencia: Gobernante filósofo.

El libro V propone un comunismo de Estado para las clases de los guardianes (guerreros y gobernantes), consistente en la renuncia a los bienes materiales y la socialización de la familia (los hijos son de la comunidad), para evitar que los intereses privados se mezclen con las obligaciones públicas. Se establece la igualdad entre hombres y mujeres. Ya había quedado establecido que han de gobernar solamente quienes sean filósofos, pero aún no se ha establecido quienes merecen este título y cómo se llega a él.

El libro VI se dedica a establecer en qué consiste un verdadero filósofo. «Filósofo es quien puede alcanzar lo que es siempre igual a sí mismo», es decir, quien llega a alcanzar las verdaderas esencias de las cosas. Ha de ser un modelo de hombre (o mujer) sabio y prudente, y por lo tanto moderado y valeroso, y en suma, justo. Se hace preciso todo un plan de enseñanza, una paideia, que permita asegurar la educación de todos los ciudadanos y, especialmente de los guardianes y muy singularmente de los que han de ser gobernantes: los filósofos. En el plan de enseñanza se señala el sistema de estudios a seguir y, para ello, se fundamenta, mediante el símil de la línea, los cuatro niveles de realidad y los cuatro estratos a recorrer en el conocimiento hasta llegar al supremo.

El libro VII es continuación del anterior y plantea a través de la alegoría de la caverna un análisis minucioso del símil de la línea: qué significado tiene cada tramo de realidad, las materias en que hay que avanzar, de los tempos a seguir y de las condiciones y de la selección de los ciudadanos para cada una de estas tareas requeridas por el Estado, para asegurar la educación del filósofo. Se establece en qué consiste la Dialéctica, como remate de los saberes científicos y del resto de conocimientos básicos.

Los libros VIII y IX analizan los distintos tipos de gobiernos injustos, y su dinámica interna que los lleva a una degeneración progresiva: de la timocracia a la oligarquía, de ésta a la demagogia (democracia degenerada) y de ésta a la tiranía, para volver al comienzo del ciclo, con la imposición de la fuerza de las armas (la timocracia), etc.

En el libro X Platón plantea cómo debe utilizarse en esta Calípolis la poesía, la pintura y las demás artes imitativas, porque ve en ellas un germen de corrupción de la ciudad al tratarse de conocimientos no verdaderos… Cierra este complejo y ambicioso diálogo con el mito de Er, y a través de él establece la conexión que hay entre la vida de ultratumba y la vida de los mortales.

Justicia es en griego dikaiosyne, la virtud de la ciudad. Para Platón, la justicia tiene que ver con alcanzar un orden determinado en el Estado y a la vez un orden determinado en las almas de los ciudadanos, por ello:

1) La justicia y el convencionalismo. La justicia no consiste en un simple pacto o convención, porque el pacto, que es algo exterior, ha de volverse también interior.
2) La justicia y el poder. La justicia no puede ser el criterio del más fuerte (como defiende Trasímaco) porque el poder es un fenómeno externo, mientras que la justicia es además de poder, derecho (legislación, norma), es decir es algo esencial y, por tanto, no sólo tiene que ver con un fenómeno extrínseco (sensible) sino también intrínseco.
3) La justicia y la utilidad. La justicia no se identifica con lo útil, porque es algo más que lo útil. Ahora bien, ha de ser útil a los particulares en lo posible, y, en todo caso, ha de ser de utilidad para el conjunto de la ciudad. Se trata de subir el nivel de exigencia en el concepto de utilidad: no tanto la utilidad de los particulares cuanto la utilidad del Estado, su eutaxia, su buen orden o su armonía.

I.5.3.2.2.1. La justicia como armonía del individuo.

Tres almas actúan en el individuo: la apetitiva, la irascible y la racional. Cada alma busca sus propias finalidades: satisfacer los apetitos, desplegar las pasiones y conseguir el conocimiento. La justicia del alma en conjunto vendrá dada en función de la conjunción de dos criterios: a) atender a lo que es bueno para cada alma y b) respetar la jerarquía entre las almas.

El criterio de lo bueno o virtuoso para el alma. Lo bueno para el alma apetitiva es una vida de templanza; para la irascible una vida de fortaleza y para la racional una vida de prudencia y sabiduría.

El criterio de la jerarquía entre las almas. Cada alma llega a su objetivo bueno sólo si respeta también el principio de jerarquía: es el alma sabia y prudente quien puede dirigir las ambiciones del alma valerosa para que sea virtuosa; es también el alma prudente quien ha de dirigir el alma instintiva, para que viva en la templanza. Por su parte, es el alma valerosa, dotada de pasiones nobles, la que puede impulsar a las pasiones innobles a contenerse.

La justicia (dikaiosyne) del alma surge de la correcta integración de la prudencia (phrónesis), del valor (andreia) y de la moderación o templanza (sophrosine).

No todos los ciudadanos y ciudadanas están naturalmente dotados por igual. No se trata, en Platón, de una apelación al clasismo o al elitismo o a los privilegios de una aristocracia, sino de la constatación de que algunas personas nacen mejor dotadas para los afanes que tienen que ver con las riquezas y las posesiones, otros nacen mejor dotados para renunciar a las riquezas movidos por el honor y el prestigio social, y, finalmente, otros nacen mejor dotados para sacrificar todo por causa del afán de conocimiento. Esta naturaleza humana, tanto en las mujeres como en los varones, se pone de manifiesto a lo largo de la paideia o educación: cada alma acabará desplegando aquellas virtudes que le son propias y habrá de situarse en el plano político para el que es útil socialmente. En los que prepondera el alma apetitiva, la función política adecuada será el convertirse en productores; si se trata del alma irascible, lo conveniente es que sean guardianes defensores de la ciudad, y si se trata de un alma racional preponderante, han de prepararse para ser gobernantes. Esto nos sitúa ya en la problemática de la justicia en el Estado.

I.5.3.2.2.2. La justicia como armonía del Estado.

Partimos de que existe una correlación entre las tres almas y las tres clases sociales: productores, soldados y gobernantes. En los productores es bueno que prepondere el alma apetitiva, en los soldados es bueno que prepondere el alma irascible y en los gobernantes lo correcto es que prepondere el alma racional.

Un Estado es justo sólo si 1º) puede partir de una masa crítica de ciudadanos justos, 2º) sólo si cada clase social cumple bien con el cometido que le está encomendado, y 3º) sólo si se respeta el principio jerárquico: el mismo modelo de las almas es válido para las tres clases sociales.

Por muy bien organizado que esté el Estado, no podrá ser justo si sus ciudadanos no lo son, en una medida suficiente y cada cual en su escala.

La clase de los productores ha de ser educada en la templanza. Tienen derecho a tener propiedad privada y familia propia. Han de obedecer a la clase de los soldados y de los gobernantes.

La clase de los guardianes soldados ha de ser educada también en la templanza, pero además en el valor. No tienen derecho a tener propiedad privada ni familia propia. Vivirán en régimen «comunista», con hijos a cargo de la comunidad. Han de obedecer a los gobernantes.

La clase de los gobernantes ha de ser educada, además de en la templanza y el valor, en las ciencias y en la dialéctica, para desarrollar un alma prudente y sabia. No tienen derecho tampoco a tener propiedad privada ni familia propia y vivirán igualmente en el régimen «comunista» que afecta a todos los guardianes (soldados y gobernantes). Aunque quisieran dedicarse exclusivamente al estudio, deberán aceptar los cargos que se les encomiende y atender al gobierno de la ciudad cuando corresponda.

¿Por qué prácticamente todos los gobiernos son injustos? Cuando en lugar de gobernar los filósofos, gobiernan otros guiados no por el conocimiento sino por el alma irascible o el alma apetitiva, surgen los gobiernos injustos. Gobierno justo: la monarquía o la aristocracia, como gobierno de los filósofos. Gobiernos injustos: timocracia, oligarquía, democracia (demagogia), tiranía.

El único gobierno justo es la monarquía o la aristocracia (en el sentido de gobierno de «los mejores»; en Platón, gobierno de los fílósofos). Si el saber es sustituido por la fuerza, por el thymos, por el alma irascible o las pasiones (aunque sean nobles), tenemos la timocracia o el gobierno de los guerreros (de los generales). Son la clase social mejor preparada para gobernar después de los filósofos, pero suponen ya una desviación del gobierno justo. Los excesos en el gobierno de los generales (sobre todo por el apetito insaciable de honores y prebendas) empujarán a la clase de los productores más rica a coaligarse entre ellos e introducir la oligarquía. Tenemos ya al Estado gobernado por el alma más baja, la apetitiva. Los excesos de este gobierno de ricos, fundamentalmente la desmesurada ambición y la búsqueda de la utilidad particular, llevará a las clases medias y a las más pobres de ciudadanos a tomar el poder: tenemos la democracia. Esta democracia es en manos de Platón inmediatamente interpretada como demagogia, porque supone el gobierno de la mayoría de la ciudadanía pero regida no por el saber sino por las artimañas de quienes tienen capacidad de manipular a las masas (los demagogos) y por métodos como el sorteo de los cargos, aparentemente neutros pero que en realidad muestran la arbitrariedad en que se vive. Sigue gobernando aquí el alma apetitiva y sigue incrementándose el desorden. En este estado de cosas surge un alma apetitiva sin escrúpulos, el tirano, y se hace con las riendas del poder aprovechando el estado de confusión. La tiranía es el peor y más sanguinario de los gobiernos, porque está gobernado pro las más bajas pasiones del alma apetitiva.

Todos los ciudadanos comparten la misma educación desde la infancia, y, en función de su tipo de alma (esto es, en función de sus capacidades), van asentándose progresivamente en el lugar social que mejor les encaja. Todas las clases sociales aprenden gimnasia y música, y a leer y escribir y familiarizarse con su literatura (mitos, etc.); los que sobresalen no se dedicarán a sus asuntos privados sino que habrán de dedicarse por entero a la ciudad: serán los guardianes del Estado. Éstos seguirán el estudio de las ciencias (aritmética, etc.) y, en este proceso, aquellos en los que sobresale el alma racional continuarán sus estudios hasta cerrar el ciclo con la dialéctica, mientras que aquellos en los que no predomina, pero que sí han podido asomarse al mundo de las ideas, estarán preparados para ser los guardianes soldados y prestos a obedecer a los gobernantes filósofos.

I.5.3.2.3. La justicia en el Político y en Las leyes

Platón intentó aplicar sus ideas políticas a la práctica, muy particularmente, según sabemos, en la corte de Dionisio de Siracusa, pero en todas las ocasiones su intento resultó fallido. En sus obras de vejez, escarmentado de las insuficiencias con las que chocaba en la realidad, remodela su teoría del Estado y de la justicia.

En el Político se plantea si en la sociedad de los hombres existen abejas reinas como en las colmenas. Concluye que los gobernantes en la sociedad humana no nacen naturalmente (por physis) como entre las abejas, y, en consecuencia, el gobierno diseñado en torno a la figura del sabio filósofo se abandona. El individuo perfecto, el gobernante «dialéctico», no es producto del enjambre humano: no hay posibilidad de un rey filósofo, es sólo un ideal. Y puesto que no hay ciencia política, hay que acogerse a la segunda mejor solución: las leyes estarán por encima de cualquier voluntad particular, evitando, sobre todo, que la tendencia al surgimiento de la tiranía se haga realidad.

Las Leyes es una obra que escribe en sus últimos años de vida; se trata del más largo de todos los diálogos, compuesto de doce libros. En él entra en detalles minuciosos, partiendo de que se está sólo edificando «en teoría una ciudad, de la que imaginaremos somos los primeros fundadores». No abandona del todo el utopismo de la República pero sí se constata que aquí tiene la intención de establecer un modelo político directamente basado en lo que de hecho se daba en la sociedad de su tiempo. Se trata, por tanto, de un planteamiento más «realista». Se interesa por el emplazamiento de la ciudad, por el número de sus ciudadanos (fundamentalmente agricultores), por las máximas distancias económicas entre las clases sociales y por la distribución de las tierras y por el modo de elegir las magistraturas. Subyace, ya no el comunismo, pero sí cierto afán de igualitarismo. Se reintroduce la propiedad privada y la familia para todas las clases sociales. Se preocupa también de diseñar el funcionamiento de la familia (el matrimonio obligatorio, la necesidad de la procreación) y la importancia de la educación de la juventud; también planifica las fiestas y juegos, el trato que merecen los criminales y la salvaguarda de la piedad religiosa.

En lo que se refiere a su ideal sobre la justicia, en Las leyes insiste en la línea de rectificación iniciada en el Político y propone una situación mixta: monárquico-aristocrática y democrática. No hay ya un gobernante filósofo y, además, se renuncia a aquel orden estricto de armonía «geométrica». Habrá algo de monárquico-aristocrático y algo de democrático. Los gobernantes detentan el poder pero no van a ser la instancia superior del Estado sino las leyes, a las que deben sujetarse. El poder será ejercido por 37 guardianes de la ley elegidos por los ciudadanos. Introduce, pues, además del criterio aristocrático (gobierno de guardianes que han de ser sabios), características democráticas esenciales: el voto y la representación universal.

I.5.3.2.4. Reflexión crítica sobre la teoría de la justicia platónica

Para Platón, cuando la moderación, la fortaleza y la prudencia regulan el alma o el Estado puede hablarse de justicia. Este objetivo se alcanza con la correcta combinación de estas tres virtudes principales del alma. Y en el Estado depende del comportamiento armónico de las tres clases sociales acordes con esas tres virtudes. La Justicia es la más importante virtud de la vida política. Pero Platón ya indica que si es difícil que el hombre alcance este equilibrio, en el caso del Estado es prácticamente irrealizable.
La teoría de Platón puede seguir teniendo vigencia en cuanto en ella se nos dice que un Estado no puede ser del todo justo si ello no va coordinado con que sus ciudadanos también lo sean a su escala. Y, desde luego, la moderación, la fortaleza y la prudencia han de formar parte de la Justicia. Pero si Platón conoció alguna de las esquinas principales de la Justicia no pudo llegar a explicar bien la tendencia a la degeneración en los gobiernos, porque la ambición de riquezas y de poder, la falta de gobernantes sabios y prudentes o la influencia demagógica del pueblo no dan cuenta de toda la complejidad del funcionamiento interno de las sociedades políticas, ni de la intrincada relación externa con otros estados, donde de manera harto difícil pueden mantenerse criterios composibles con los de la Justicia platónica.

El modelo empleado por Platón se basa en recrear la estructura del Estado, las tres clases sociales jerárquicas, proyectándola desde la estructura de las partes del alma, y, de este modo, extrae una receta ideal de lo que sería la Justicia (la Calípolis o Ciudad bella y perfecta), pero cuando revisa el funcionamiento real de los tipos de gobierno (monarquía y aristocracia, timocracia, oligarquía, democracia y tiranía) constata que hay una degeneración siempre de los mejores gobiernos hacia los peores, es decir, que hay un principio «natural» de producción de la injusticia. El reto que deja apuntado Platón es cómo intervenir en esta degeneración, una vez que él mismo concede que la ciudad que tratábamos de fundar «no creo que tenga asiento en lugar alguno de la tierra» (Final del libro IX de la República, 592 b).

La idea de Justicia se halla estrechamente emparentada con la idea de Bien, pero ¿cómo reconocer el bien de la Justicia?: según Platón ha de encontrarse un componente elemental, ya que la Justicia contiene dentro de ella la utilidad. La justicia es ontológicamente (es decir, en última instancia) más ventajosa que la injusticia. Ahora bien, la justicia no se identifica con la mera utilidad. Las injusticias pueden ser provechosas a algunos particulares pero globalmente son siempre dañinas a la sociedad, y son por tanto no útiles a la verdadera política.

La teoría platónica sobre la justicia sigue teniendo interés en el mundo actual, 1º) porque establece que la relación de la política con la ética es obligada (las virtudes del alma y las del Estado corren paralelas), 2º) porque la justifica no es algo desligado de lo útil, de lo convencional o de lo extrínseco, aunque sí es también algo más que eso: es un valor intrínseco, es norma de derecho universal y ha de contener una utilidad de carácter global, eutáxico. Pero la teoría de Platón tiene una limitación: fue pensada para el contexto de su tiempo, para estados-ciudad reducidos en tamaño y complejidad y, en definitiva, muy distintos de los actuales estados-nación. Entre la armonía del alma y la armonía del Estado, a través de las virtudes elementales que configuran la justicia, hay un encaje «geométrico», pero los problemas políticos contienen otras muchas variantes (como bien sabía Platón) que influyen continuamente en ese encaje ideal ético-político. Esas variantes son todos los intereses legítimos, todas las ideas plurales, todas las contradicciones reales entre particulares, y todas las tendencias de ideas y costumbres diferentes que conforman a las sociedades civilizadas, es decir a las sociedades que ya no pueden regirse mediante una intraestructura convergente, porque necesariamente es divergente. He ahí la fuente del continuo desequilibrio social y el principio de la inestabilidad esencial de la justicia, que está cada día por conquistar y nunca del todo conseguida: armonía imposible. Armonía imposible, pero cuya búsqueda es necesaria, porque de lo contrario la degeneración actúa pos sí sola.


I.6. Aristóteles

I.6. Aristóteles
I.6.1. Obra de Aristóteles
I.6.2. La lógica y la teoría del conocimiento en Aristóteles
I.6.3. El problema de la naturaleza en Aristóteles
I.6.4. La teoría ético-política aristotélica.

Aristóteles nace en Estagira, en el 384 y muere en el 322 a. C., vivirá, por tanto, 62 años. Hijo del médico del rey de Macedonia, es enviado muy joven a estudiar en la Academia platónica. Allí transcurren dos décadas de investigaciones, desde los 17 a los 37 años aproximadamente, hasta que, muerto Platón (en el 347), abandona la escuela y se aleja del nuevo enfoque de los académicos. Continúa por su cuenta sus investigaciones, junto con Teofrasto, hasta que a sus 41 años es llamado a la corte macedónica como preceptor de Alejandro Magno (356-323), cuando éste es un adolescente de unos 13 años. Alejandro accede al trono en el 336 y Aristóteles se dirige a Atenas, donde en el 335 funda su escuela, el Liceo, que dirigirá durante doce años. De allí huye, muerto Alejandro, perseguido por los antimacedónicos, y fallece al año siguiente.
Así pues, en la vida de Aristóteles pueden reconocerse tres etapas: 1ª) la etapa de formación en la Academia platónica entre 367-347, en donde veremos obras como el Protréptico y Sobre la filosofía; 2ª) la etapa de independencia y los viajes, que culmina en sus años como preceptor de Alejandro Magno, etapa que discurre a lo largo de doce años entre el 347 y el 335, donde inicia ya sus tratados de Lógica, de Física, de Ética, de Política y de Metafísica; 3ª) la etapa de fundación del Liceo y de la continuación de sus estudios sistemáticos y peripatéticos en Atenas, entre el 335 y el 322, donde desarrolla y completa los temas que ya había abierto en la etapa anterior: al lado del platónico Jenócrates en la escuela filosófica fundada en Assos y, con Teofrasto, en la escuela fundada en Mitilene (Lesbos).
Aristóteles será conocido como el Estagirita (por haber nacido en Estagira) y sus seguidores como los peripatéticos: en el Liceo había un patio interior llamado el Peripato, donde se desarrollaban paseando algunas de las lecciones. Conservamos de Aristóteles las llamadas obras esotéricas, esto es, las enseñanzas más especializadas que tenían lugar en el interior del Liceo, pero las obras exotéricas (en expresión del propio Estagirita), normalmente escritas en forma de diálogos, dirigidas al público exterior se han perdido casi en su totalidad. Así pues, con Aristóteles ha sucedido lo contrario que con Platón, pues del ateniense lo que se ha conservado son sus diálogos y lo que se ha perdido son sus investigaciones académicas.

I.6.1. Obra de Aristóteles

Aristóteles escribió sobre temáticas muy variadas, prácticamente sobre todos los temas de la Antigüedad, a los que añadió aquellos otros que él mismo acertó a innovar e impulsar. Casi todas las historias de las ciencias actuales han de remontarse a Aristóteles cuando quieren rehacer la historia de su disciplina particular. Entre los escritos aristotélicos encontramos tratados sobre lo que más tarde acabará convirtiéndose en biología, psicología, ciencias sociales (como la política y la economía), física, astronomía, cosmología, al lado de las primeras sistematizaciones sobre ética, metafísica, poética y retórica. Además, no puede olvidarse que el Estagirita fue el primero que sistematizó (basándose en lo aprendido en la erística de los sofistas, en el concepto universal de Sócrates y en la dialéctica de Platón) la lógica, y dentro de ella su gran hallazgo: la teoría del silogismo.

Hacia el 60 a. C. un peripatético, Andrónico de Rodas, director del Liceo, organizó los escritos aristotélicos según hoy son comúnmente citados. Basándonos en su clasificación, las obras de Aristóteles se organizaron en torno a los siguientes temas:

Lógica. Escritos sobre lógica, que Aristóteles llamó Organon («Instrumento», por ser la lógica el instrumento de todas las demás disciplinas): Categorías, Sobre la interpretación, Analíticos primeros, Analíticos segundos, Tópicos y Refutaciones sofísticas.

Tratados sobre física (physis). Escritos sobre física o filosofía de la naturaleza, que contiene tanto física, astronomía y cosmología como zoología, biología y principios de psicología: Física, Sobre el cielo, Sobre la generación y corrupción, Sobre el alma, Historia de los animales, Sobre las partes de los animales.

Metafísica. Catorce tratados que Aristóteles había denominado Filosofía primera y que Andrónico situó a continuación de los de física (metà tà physiká), como si los temas «metafísicos» vinieran a completar lo que no se había dejado cerrado en los «físicos». En todo caso, la palabra «metafísica», surge fruto de una pura ordenación topológica.

Ética y Política. Las teorías éticas quedan elaboradas en varios tratados: la Gran moral (o Gran ética), Las virtudes y los vicios, la Ética a Eudemo y la obra principal: la Ética a Nicómaco. Las obras políticas son: la Política y la Constitución de Atenas. Afín a esta temática ético-política, escribió también un tratado sobre Economía doméstica.

Retórica y Poética. La Retórica se compone de tres libros, con un total de 60 capítulos y la Poética, que nos ha llegado incompleta, consta de 26 capítulos.

Obras del periodo platónico. Además, otras obras no conservadas (o sólo muy parcialmente) son conocidas por las referencias de los autores de la Antigüedad, como Cicerón. Se trata de las obras escritas en su periodo en la Academia, la mayor parte diálogos que siguen muy de cerca las enseñanzas platónicas. El Eudemo (que entronca con el Fedón platónico), el Grylo (que revisa los temas del Gorgias platónico), Sobre la Justicia (que retoma la República platónica), el Sofista y el Político, ambos de igual título que los compuestos por su maestro. Además el Protréptico, en forma no dialogada, es, junto con el Eudemo, el escrito principal de su periodo platónico, entre otras razones por haberse conservado una parte importante. El Protréptico se escribe para Temison, déspota de Chipre, con el fin de establecer las normas que han de seguir los políticos que aspiren a un gobierno justo. El modelo protréptico había sido fijado en la metodología educativa de los sofistas, y sigue en concreto el estilo de Isócrates más bien que el platónico: está compuesto como una carta personal que permite directamente el fin didáctico moral y la educación política con intención directamente proselitista. Isócrates había seguido las técnicas retóricas de Gorgias, y atraído por esta disciplina llega a fundar una de las escuelas de oratoria más importantes de la Antigüedad; pero, a pesar de seguir a este sofista en sus enseñanzas retóricas, en lo ideológico se mueve próximo a Sócrates y a Platón, dentro del ideal de revitalización ética de la política. Con todo, la conclusión que puede derivarse del Protréptico es que el pensamiento de Aristóteles empieza ya a construirse con cierta identidad propia en los mismos años de su formación «académica», lo que explicaría que muerto Platón y dirigida la Academia por Espeusipo, Aristóteles se escindiera de ellos y se instalara por su cuenta; periplo en el que le acompañaría, desde muy pronto, su principal discípulo: Teofrasto (372-287).

La filosofía aristotélica puede articularse en torno a estos grandes ejes: 1º) La lógica y la teoría del conocimiento. 2º) El problema de la naturaleza. 3º) La teoría ético-política.

I.6.2. La lógica y la teoría del conocimiento en Aristóteles

Aristóteles acierta a distinguir en Sobre la interpretación que la proposición que interesa al conocimiento se construye con enunciados apofánticos: los juicios. Los enunciados apofánticos afirman o niegan (universal o particularmente) un predicado sobre un sujeto, de modo que pueden interpretarse como verdaderos o falsos, frente a los enunciados que son meros ruegos, órdenes, exclamaciones o preguntas, donde no se establece juicio alguno y, por tanto, donde no cabe lo verdadero o lo falso.

En las Categorías desarrolla el estudio de los términos que entran en la proposición, de donde resultan los diez predicados más generales que pueden ser afirmados (o negados) de un sujeto. Una de esas categorías o predicados es esencial y las otras nueve accidentales. La sustancia es el predicado que constata aquello que constituye esencialmente a un sujeto; por ejemplo, «hombre» es la sustancia de Sócrates o «gato» es la sustancia de ese animal doméstico. Los predicados accidentales que completan al predicado esencial son: cantidad (70 kilos), cualidad (moreno), relación (triple), lugar (en el ágora), tiempo (ayer), posición (de pie), estado (vestido), acción (camina), pasión (es interrogado).

En los Analíticos primeros y los Analíticos segundos estudia el modo cómo ha de validarse la demostración científica. La estructura formal de la demostración se basa en la teoría del silogismo. Pero el silogismo sólo nos asegura la validez o verdad formal, así que para asegurar la verdad material han de conocerse las condiciones que nos permiten asegurar la verdad ontológica de los enunciados utilizados.

En las Refutaciones sofísticas Aristóteles se ocupa de poner al descubierto la estructura de los sofismas o argumentaciones falaces. En los Tópicos explora los argumentos probables utilizados en las discusiones, a modo de un análisis de la argumentación dialéctica tan utilizada por Platón.

I.6.2.1. El silogismo

El silogismo consiste en la unión de dos o más enunciados en calidad de premisas de las que se sigue un enunciado, la conclusión, que resulta necesariamente de los enunciados antecedentes o premisas. Un enunciado (premisa 1ª) más otro enunciado (premisa 2ª) dan lugar a un tercer enunciado (conclusión) que se deriva por necesidad de aquéllos. El descubrimiento del silogismo es este «derivarse por necesidad», que equivale a encontrar una de las estructuras lógicas del lenguaje.

Aristóteles puso de manifiesto que todo enunciado se compone de un sujeto y de un predicado (S es P: «Sócrates es hombre», esto es: «hombre se dice de Sócrates»). Y cuando afirmo o niego un predicado que aplico a un sujeto, tengo un juicio (un enunciado apofántico). Argumentar y razonar es el arte de unir juicios entre sí para llegar a otros nuevos o desconocidos.

Aristóteles estudió las modalidades del razonamiento silogístico, y encontró que la unión entre los diversos enunciados viene dada porque hay un término mayor, un término menor y un término medio. Veámoslo en un ejemplo que el mismo Aristóteles utiliza: «Todo hombre es mortal (premisa 1ª). Sócrates es hombre (premisa 2ª). Luego Sócrates es mortal (conclusión)». «Mortal» es el término mayor. «Sócrates» es el término menor. «Hombre» es el término medio. El término menor (Sócrates) se incluye en el término mayor (mortal) a través del término medio (hombre). El silogismo se ocupa, dentro de la teoría del conocimiento, en mostrar cómo lo particular se incluye en lo universal. Así pues, cuando disponemos de conceptos universales podemos deducir de él, silogísticamente, los casos particulares. Este es el modelo con el que funcionan las ciencias deductivas.

Aristóteles ideó tres figuras de silogismos verdaderos diferentes. Cada figura contiene cuatro modos distintos, según que la relación entre los enunciados se dé entre juicios universales o particulares, y entre juicios afirmativos o negativos. Llamemos «T» al término mayor, «t» al término menor y «M» al término medio. La figura del silogismo depende de la disposición de los términos en las premisas. Cuando el término medio es sujeto (S) en la premisa mayor y predicado (P) en la menor, tenemos la 1ª figura: Si el término medio es predicado en la mayor y también predicado en la menor, tenemos la 2ª figura del silogismo. Si el término medio es sujeto en la mayor y también sujeto en la menor, tenemos la 3ª figura. La cuarta se introduce posteriormente a Aristóteles, al disponer el término medio como predicado en la mayor y como sujeto en la menor.

En la primera figura la premisa mayor está compuesta por M (sujeto)-T, la premisa menor por t-M (predicado), de donde la conclusión será t-T.
La segunda figura, variante de la anterior, se dispone así: la premisa mayor está compuesta por T-M (predicado), la premisa menor por t-M (predicado), de donde la conclusión será t-T.
La tercera figura resulta de este modo: la premisa mayor está compuesta por M (sujeto)-T, la premisa menor por M (sujeto)-t, de donde la conclusión será t-T.
Y la cuarta figura (postaristotélica) queda así: la premisa mayor está compuesta por T-M (predicado), la premisa menor por M (sujeto)-t, de donde la conclusión será t-T.

Digamos que A es un juicio universal afirmativo (obtenido del Afirmo latino); E un juicio universal negativo (nEgo); I es un juicio particular afirmativo (afIrmo); O es un juicio particular negativo (negO). Siguiendo esto (que fue un ordenamiento posterior de la filosofía medieval), Aristóteles establecería los siguientes modos de la 1ª figura del silogismo: AAA (Barbara), EAE (Celarent), AII (Darii), EIO (Ferio). La segunda y tercera figura se derivan de esta primera, que resulta ser la fundamental. A Galeno (131-200), médico y peripatético del siglo II d. C., se le atribuye (algunos lo discuten) la cuarta figura, que también se obtiene de las anteriores.

Hay combinatoriamente 16 modos posibles para cada una de las 4 figuras, es decir, un total de 64, pero sólo 19 son legítimas, es decir, con conclusión válida. Estos 19 modos válidos del silogismo son:

1ª figura: AAA, EAE, AII, EIO: cuatro modos que la filosofía medieval llamó: Barbara, Celarent, Darii, Ferio.

2ª figura: EAE, AEE, EIO, AOO, y en la filosofía medieval: Cesare, Camestres, Festino, Baroco.

3ª figura: AAI, EAO, IAI, AII, OAO, EIO, y según los escolásticos medievales: Darapti, Felapton, Disamis, Datisi. Bocardo, Ferison.

4ª figura (o también llamada 1ª figura indirecta), que resulta de invertir en la 1ª figura el T por el t, o lo que es lo mismo, interpretar la premisa menor como mayor y la mayor como menor: AAI, EAE, AII, AEO, IEO, en los escolásticos medievales: Baralipton, Celantes, Dabitis, Fapesmo, Frisesomorum.

Ejemplos de silogismos (tomados de Jacques Maritain: El orden de los conceptos):
En Barbara: Todo ser vivo se nutre (M-T). Todo vegetal es un ser vivo (t-M). Luego todo vegetal se nutre (t-T).
En Cesare: Ningún hombre amargado está en paz (T-M). Todo hombre justo está en paz (t-M). Luego ningún hombre justo es un hombre amargado (t-T).
En Bocardo: Algún ministro no es honrado (M-T). Todo ministro es poderoso (M-t). Luego algún poderoso no es honrado (t-T).

La lógica estoica que se desarrolla a continuación de la de Aristóteles completará las bases del razonamiento lógico impulsado por el Estagirita. Actualmente distinguimos cuatro grandes divisiones fundamentales en la lógica: enunciados, predicados, clases y relaciones. La lógica de enunciados es la que iniciaron los estoicos, y que es la lógica elemental sobre la que se construyen las demás. La lógica de predicados y la lógica de clases son las que quedaron apuntadas ya en el silogismo aristotélico, y que resultan de analizar los enunciados internamente y de buscar desde ahí los nexos entre los enunciados. Y la lógica de relaciones, que es otra variante de análisis de lo que se dice en los enunciados o proposiciones. Así pues, Aristóteles descubrió el análisis interno de los enunciados, es decir, las funciones que el sujeto y el predicado ejercen y si éstos son particulares o universales, negativos o afirmativos, y acertó a describir las leyes que rigen los nexos internos entre los enunciados que así se conectan. Después lo estoicos establecerían el nivel lógico de la unión de los enunciados, pero sin necesidad de analizarlos internamente, sino tomándolos como un todo (cada enunciado) que se conecta a otros todos, es decir, fijándose en los nexos que unen entre sí externamente a los enunciados, es decir, fijándose en lo que hoy llamamos functores (y, o, si… entonces, etc.) y en sus leyes lógicas. La lógica medieval aportaría nuevos descubrimientos a las lógicas aristotélica y estoica y, posteriormente, la lógica moderna sistematizaría y desarrollaría todo ello y le daría una formulación con lenguaje simbólico, estableciendo claramente la diferencia entre la lógica formal y la lógica material.

Aristóteles no sólo exploró el razonamiento deductivo a través del silogismo, sino que también desarrolló a su lado el otro modo de razonamiento científico, es decir, la inducción, que en lugar de ir de lo universal a lo particular, recorre el camino inverso: de los particulares, por suma de casos (inducción) hasta concluir el universal. Ejemplo de inducción: todos los cuervos que he visto hasta la fecha son negros, y he visto muchos, luego todos los cuervos son negros. Como casi todas las inducciones son incompletas, el carácter demostrativo de la inducción no es tan potente, es obvio, como el de la deducción.

I.6.2.2. Clasificación aristotélica de los saberes y de las ciencias

Nuestra idea actual de ciencia procede de la que promovieron Platón y Aristóteles, pero ya no coincide exactamente con sus clasificaciones, puesto que aparte de las ciencias matemáticas, el resto estaban todavía en germen o aún no habían aparecido como tales. El saber filosófico y el saber científico se cruzaban entonces en muchos planos sin discernir bien.

Para el Estagirita, la lógica era el instrumento (el Organon) de todas las ciencias, pero ¿qué ciencias y saberes hay?

Aristóteles distingue el saber práctico del teórico. En el saber práctico encontramos: la techne, la poiesis y la praxis; y en el saber teórico, la especulación teórica. El saber de la techne (saber técnico) supone el conocimiento de los objetos materiales propios de la cultura humana, aquellos que no son producidos directamente por la physis sino artificialmente por la mano del hombre. El saber de la poiesis se produce en los objetos poéticos construidos por el espíritu humano, como la retórica o la poesía. El saber de la praxis conoce cómo actuar en la polis y estudia los fenómenos que proceden de la acción racional humana, como la ética o la política. La especulación teórica, lejos de las necesidades perentorias de la supervivencia, puede ocuparse solamente en el puro conocer.
El saber verdadero y más pleno aspira a ser deductivo, esto es, demostrativo con la ayuda instrumental de la lógica. El saber que pueda aspirar a ser demostrativo, deductivamente o, al menos, con fuerza inductiva suficiente, es al que Aristóteles tiende a llamar ciencia (episteme). Puede haber ciencia sobre los saberes teóricos como de los prácticos.

Pueden ser ciencias prácticas la ética, la política y la economía, como saberes de la praxis; y la retórica y la poesía, como saberes de la poiesis. Son ciencias teóricas las matemáticas, la teología, la física y la metafísica (que Aristóteles llamó Filosofía primera).

Hay ciencias, la mayoría, cuyos objetos están afectados esencialmente por el movimiento, es decir, que son propias del mundo del devenir, pero hay otras ciencias a las que ni el movimiento ni el devenir afecta. La matemática y la teología tienen contenidos que se dan al margen totalmente del movimiento. La matemática estudia los objetos desde el punto de vista de la cantidad (números) y la extensión (figuras). Otro tanto sucede con la teología (o saber racional sobre el motor del mundo), puesto que se trata de un «motor inmóvil», que mueve sin ser movido y sin moverse él mismo. Los números, las figuras y el motor inmóvil no son afectados por movimiento o devenir alguno, y, en este sentido, no están «dentro» de la physis. Esta afirmación Aristotélica corre paralela, por tanto, a la visión de Platón según la cual el conocimiento verdadero (la matemática y la dialéctica) se halla «más allá» del mundo sensible.

Dentro de la física, que estudia los seres que tienen en sí mismos el principio interno de su propio movimiento, hay que considerar el amplio campo de la physis del mundo griego, donde se incluyen tanto las cuestiones físicas, como las biológicas y cosmológicas: se incluye la diferencia entre el mundo sublunar y supralunar, la teoría del movimiento y del cambio, la teoría hilemórfica y la teoría de las cuatro causas.

El estudio de la física nos lleva naturalmente a la filosofía primera (la metafísica), es decir, a la búsqueda de los últimos fundamentos ontológicos. Dentro de la metafísica encontramos 1º) el estudio del ente en cuanto ente, es decir, el estudio del ente en general y no de ningún ente en particular; 2º) encontramos la teoría de la sustancia y 3º) encontramos la teología racional: a Dios (el dios racional: el motor inmóvil) como objeto final de conocimiento del cosmos; aquí se estudia la realidad independiente de la materia y al margen del movimiento propio de la physis. La teoría de la sustancia es el nexo que une a la física con la metafísica. Y el motor inmóvil se presenta como el punto de inflexión que separa y une, a la vez, a la física o reino del movimiento con aquello que ya no tiene movimiento: Theos (palabra procedente de Zeus y ésta su vez de «Cielo»), es decir, Dios, ahora convertido en el Dios racional.

I.6.2.3. La teoría aristotélica de la ciencia

La ciencia es un tipo de conocimiento determinado:

1º) Es conocimiento de cosas existentes; por tanto, no de entes meramente figurados en nuestra mente; no puede ser tampoco puros conocimientos formales, porque junto a toda forma ha de haber una materia que le dé entidad existencial. Aristóteles, no obstante, admitirá una forma sin materia, la forma pura del motor inmóvil que mueve todas las cosas existentes en el cosmos, y de ello intentará establecer una «ciencia teológica».

2º) Ha de ser conocimiento de lo universal; los conocimientos particulares no constituyen ciencia sino sólo un puro saber empírico o práctico.

3º) Para que haya conocimiento universal ha de captarse la esencia de las cosas, no sólo los elementos accidentales.

4º) Ha de ser un conocimiento necesario o apodíctico o por demostración. Apodeixis significa demostración y la demostración es más que la mostración (que indica realidad) porque ha captado lo que de necesario hay en las cosas. La ciencia no se sostiene en la pura posibilidad (hipótesis), ni en la simple realidad (en los hechos) sino en la necesidad (en las estructuras esenciales).

5º) Para que haya conocimiento necesario han de conocerse las causas de las cosas, aquellas causas que actúan necesariamente.

6º) La necesidad se alcanza por demostración, pero no todo es demostrable, porque el conjunto de las cosas singulares relacionadas deductivamente ha de apoyarse en unos primeros principios, que son ellos mismos indemostrables. Estos primeros principios han de ser aprendidos por el nous o inteligencia intuitiva. Cuando alcanzo a definir algo de modo deductivo, capto una esencia de la realidad derivada de modo lógico; pero cuando he de alcanzar una esencia que no puede ser derivada de otras, entonces ha de ser la intuición o visión intelectual la que llegue hasta el fundamento mismo del ser. La lógica como instrumento de toda ciencia ha de ser completada con la metafísica, como sabiduría de los primeros principios de las cosas.

7º) La ciencia consiste, en suma, en el conocimiento verdadero de las cosas realmente existentes, verdad que resulta de su esencia, de su necesidad y del conocimiento de su causalidad. Esta verdad lo es en la medida en que puede ser demostrada. La demostración se consigue a través de los silogismos válidos cuando se ha podido establecer la verdad de las premisas. La verdad de las premisas sólo puede establecerse por el conocimiento directo de los primeros principios, en tanto que sean evidentes por sí mismos. Los primeros principios se conforman a través de dos vertientes: una vertiente lógico formal o axiomática, que resulta de utilizar los principios de identidad, de contradicción o de tercio excluso; y una vertiente existencial aplicada a cada ciencia concreta, donde han de establecerse las definiciones fundamentales desde donde inferir el resto de los enunciados. Las definiciones que conforman el primer saber de cada ciencia se extrae del conocimiento intuitivo de la esencia de las cosas, pero, en tanto que definiciones se construyen aplicando a un género una diferencia específica, como por ejemplo, al definir «hombre», diremos: el hombre pertenece al género animal pero se diferencia del resto en que es el único que es racional; así pues: «el hombre es un animal racional».

Cuando no podemos disponer de un conocimiento deductivo hemos de utilizar el conocimiento inductivo, que sólo será plenamente científico si la inducción es completa.

I.6.2.4. La crítica de Aristóteles a la teoría de las ideas de Platón y de los académicos

¿Por qué Aristóteles se aleja de la Academia cuando muere Platón y cuando pasa a ser dirigida por Espeusipo, el sobrino de Platón? ¿Qué hacer con la teoría de las ideas, que Platón había dejado muy elaborada pero a la vez muy abierta a distintas interpretaciones? Espeusipo va a inclinarse por subrayar la vertiente pitagórica hasta el punto de tender a la absorción de la filosofía en la matemática, a través de la identificación de las ideas con los números. Este no es el enfoque que va a gustar a Aristóteles, puesto que, sin despreciar las matemáticas, va a reivindicar como instrumento de todo pensamiento el que surge de la lógica, disciplina que él desarrolla sistemáticamente por primera vez.

Este pulso entre el platonismo y el aristotelismo, entre la matemática y la lógica, se ha repetido a lo largo de la historia de las ideas en muchas más ocasiones. Vemos, por ejemplo, esta misma tensión en el siglo XX cuando los filósofos se separaron según defendieran que era la lógica la que se basaba en las matemáticas o viceversa. El tema no está aún zanjado.

Amicus Plato, sed magis amica veritas: Amigo de Platón, pero más amigo aún de la verdad. A esta frase se acoge Aristóteles cuando quiere explicar por qué se distancia de la Academia platónica. En la Ética a Nicómaco dirá: «Se puede amar a los amigos y a la verdad; pero lo más honesto es dar preferencia a la verdad».

Aristóteles defiende de hecho muchos aspectos esenciales de la teoría de las ideas. E, incluso, podría defenderse que lo que hace el Estagirita es dar una salida realista a la teoría de las ideas, dar una solución que no se vea obligada a apelar a un mundo distinto de este cosmos empírico en el que todo sucede. ¿El famoso «mundo de las ideas» imaginado trascendentemente, al que Platón había sido proclive en tantos mitos didácticos y ejemplificadores, ha de ser interpretado y pensado inmanente o trascendentemente? Esa es la cuestión. Aristóteles preferirá la interpretación inmanente y se alejará de aquellos aspectos que nos encaminen a recurrir a «otro mundo» trascendente a éste en el que vivimos. Las esencias, las ideas, no se dan de manera separada, porque ¿qué necesidad hay de duplicar el mundo? Y, si estableciéramos esta separación: ¿cómo uniríamos ambos mundos?, porque ¿qué significa que las cosas «participan» de las ideas?, o ¿qué significa que las cosas «imitan» a las ideas? Aristóteles preferirá construir una nueva teoría, que dé una buena solución a la teoría de las ideas y que no la esterilice en vías sin salida, y para ello construirá su teoría de la sustancia.

El propio Platón, en el Parménides y en el Sofista, somete a dura crítica su propia teoría de las ideas. En esta línea, Aristóteles dedicó múltiples fragmentos a criticar los puntos flacos de la teoría de la ideas de su maestro, como discípulo ejemplar que fue. Uno de estos lugares críticos es el denominado «argumento del tercer hombre» (Metafísica, 1, 9). Según la teoría (trascendente) de las ideas, los hombres, como cosas particulares han de estar representados por la idea o concepto universal de Hombre, a través de la imitación o de la copia: un hombre particular es lo que es porque imita o copia la idea universal. Pero esta idea, una vez que se la considera no como un mero concepto sino como algo con existencia ontológica (además de lógica), se nos representa como algo individual (la Idea de Hombre). Pues bien, este algo individual que es la Idea de Hombre ha de imitar o copiar, a su vez, a otra idea universal que haga posible que la Idea singular de Hombre signifique de manera universal. Con lo que nos vemos obligados a recurrir a la idea del «tercer hombre». Pero, enseguida se ve que no hemos hecho otra cosa sino abrir la puerta de un proceso al infinito. Por tanto, recurrir a un mundo ideal que justifique este mundo empírico nos obligaría a recurrir a un segundo mundo ideal de ese primer mundo ideal, una vez que lo postulamos con entidad ontológica, y, a su vez, ese segundo mundo a una cadena de mundos sin solución de continuidad hasta el infinito.

I.6.2.5. Contraste de la teoría del conocimiento de Aristóteles con la de Platón

1) Platón estableció que conocer era arrancar de las cosas empíricas (de la doxa y de la caverna), hasta desprenderse de ellas, y acabar comprendiendo las esencias (ideas) de las cosas (meras copias de las ideas), esencias que desbordan a las cosas particulares por lo que se hallarían en un mundo de ideas independiente al de la experiencia. Aristóteles, frente a Platón, insistirá en que las esencias sólo se dan en los particulares y que, por consiguiente, no pueden separase de ellas: toda forma (esencia) es inseparable de su materia (salvo la forma pura del motor inmóvil, que no tiene materia, pero que se refiere a un ente no ideal sino a un ente supremo, supremo en el orden de la generación del movimiento).

2) Platón estableció que en la episteme (ciencia), entre el conocer de las ciencias deductivas (dianoia) y el conocer superior de la Dialéctica (la intuición de las ideas), había un nexo genético, puesto que se llega al conocimiento intuitivo (noesis) a través de la visión de las formas de las ciencias deductivas, una vez que podemos deshacernos de toda hipótesis e ir directamente a la visión de las ideas mismas, como entidades eternas e incorruptibles. Aristóteles, por su parte, establece más que dos niveles (en Platón: dianoia y noesis) dos funciones inseparables que han de ir coordinadas: el conocimiento formal deductivo y demostrativo que depende del buen uso de la lógica, al lado del conocimiento material de las esencias directas de las cosas.

3) De la anterior diferencia podemos extraer la siguiente conclusión: Platón estuvo preocupado más bien en señalar la diferencia que existe entre el conocimiento científico (dianoia) y el filosófico (dialéctica), mientras que Aristóteles ensayaría la unión de ambos tipos de conocimiento (científico-filosófico), estableciendo la lógica formal como elemento común y el conocimiento intuitivo (propio del filósofo, capaz de alcanzar los primeros principios de las cosas) como el campo donde habría de operar la lógica. Así, la filosofía iría a la raíz de las cosas y las diversas ciencias extenderían sus ramas desde estas raíces, siguiendo el desarrollo de la deducción lógica. Descartes, siglos después hablará del árbol de las ciencias, siguiendo en el fondo el modelo aristotélico. ¿Quién ha resultado tener razón, Platón o Aristóteles?

4) Aristóteles ha resultado tener razón en cuanto es verdad que la ciencia consiste en el descubrimiento o reconstrucción de la misma trabazón de las partes materiales (esencias reales, que son experimentables fenoménicamente y que han de tener un anclaje fisicalista), pero Platón alcanzó a ver muy bien el distinto nivel operativo en el que actúa la razón científica y la razón filosófica. Para Platón, la ciencia (dianoia) y la filosofía (dialéctica) son ambos conocimientos verdaderos, pero la ciencia queda delimitada por los territorios en los que se anclan sus hipótesis y no puede llevar su saber más allá de estos lugares, mientras que a la filosofía se le confía llevar lo más lejos posible la exploración crítica de las estructuras racionales de la realidad, de modo que desde estas exploraciones (nunca del todo cerradas, puesto que la dialéctica es un ininterrumpido proceso de regressus y progressus, donde la razón trata de desplegarse, filtrada por las ciencias, más allá de las ciencias) pueda desplegarse no sólo el conocimiento humano sino extenderse una praxis humana que pueda transformar y mejorar (bajar a la caverna) el mundo donde vive, precisamente porque dice conocerlo.

5) Aristóteles descubrió la lógica, como instrumento universal de todo verdadero saber, y debido a este descubrimiento, la dialéctica de Platón pasó a ser reducida en gran medida a esa lógica. Por ello también, la ciencia y la filosofía tendieron a fundirse. Pero la lógica resultó desplegarse y madurar como lógica formal; y toda lógica formal precisa de una lógica material, y aquí es donde Aristóteles ha de ser de nuevo completado con lo que había visto Platón: que hemos de diferenciar la lógica material de los conceptos «cerrados» propios de las ciencias (correspondientes a las diversas categorías científicas: mecánica, astronomía, geometría, biología, química, etc.) de la lógica material propia de los conceptos abiertos (o Ideas) propios de la filosofía. Hoy diríamos que la extensión donde se mueve cada ciencia está delimitada y en ese sentido su intensión puede quedar cerrada dentro de conceptos muy delimitados (elemento químico, célula, planeta, etc.), mientras que la extensión de la filosofía no se cierra por ningún lado, por lo que su intensión solo puede consistir, a través de una dialéctica o razón crítica sin barreras, en la denuncia de los falsos saberes y en la construcción de teorías, a modo de mapas del presente, que demuestren su potencia de comprensión de la realidad frente a otros mapas alternativos.

6) El pintor renacentista Rafael dibujó, en el conocido cuadro la Academia de Atenas, a Platón y Aristóteles en el centro de un nutrido grupo de filósofos y escuelas, como figuras principales, y los representó en dos actitudes que parecen negarse la una a la otra: a Platón con el dedo índice señalando hacia lo alto y a Aristóteles con el gesto señalando hacia abajo, con la mano abierta como queriendo tocas las cosas. Sin embargo, más que negarse el uno al otro, se complementan, primero, porque Platón siempre quiso hacer política con el saber al que aspiraba, y por tanto, siempre quiso «tocar el mundo», y segundo, porque Aristóteles lo que encuentra en el mundo que no quiere dejar de «tocar» no es otra cosa que lo que esforzadamente Platón había encontrado en el mundo superior de las ideas. A la dialéctica de ascenso y descenso platónica hay que sumarle, como instrumento de gran precisión, la lógica aristotélica que pretende moverse a ras de las cosas mismas, entendiendo que son dos aportaciones en la teoría del conocimiento que se complementan y se refuerzan entre sí. Además, no hay que olvidar que el motor inmóvil, que es forma pura y acto puro, resuena al final del cosmos finito y eterno de Aristóteles como un reino de las ideas condensado en un solo elemento, tan ideal como la idea de Bien que Platón había colocado en la cúspide de todas las ideas, si bien el motor inmóvil no es una «idea separada» ya que su función le une directamente al mundo.

I.6.3. El problema de la naturaleza en Aristóteles

La Naturaleza, la Physis de los presocráticos, es estudiada por Aristóteles en su Física y en su Metafísica. Por otra parte, cuando estudie la «naturaleza humana» y los productos (tekhne, praxis y poiesis) que de ella derivan, entenderá esta «naturaleza humana» como una modalidad particular de la Naturaleza tomada en general, si bien muy singular porque el hombre es un animal racional, un animal dotado de razón o nous. El estudio de la Física y de la Metafísica se dirige al conocimiento de los entes en cuanto en ellos opera, no un nous sino una serie de causas explicativas de lo que en ese mundo sucede. Ahora bien, una vez que Aristóteles tenga ante sí al Mundo, como realidad eterna en el tiempo y finita en el espacio, es decir, como realidad cosmológica totalizada, pondrá como causa del movimiento de este cosmos unitario al motor inmóvil, que concebirá como un «pensamiento que se piensa a sí mismo», es decir, como un Nous que es incapaz de conocer el mundo, sólo lo mueve, pero que ha de poder conocerse a sí mismo. Esta coincidencia entre el nous humano y el Nous divino viene a señalar una idea muy platónica, y también muy aristotélica: en el hombre hay algo de «divino».

I.6.3.1. La teoría de la sustancia

La teoría de la sustancia viene a sustituir, para mejorarla, a la teoría de las ideas de Platón. ¿Qué es lo real, dónde está la verdadera realidad?, la pregunta se reformula de nuevo. Y la respuesta se desarrollará a través de una serie de distinciones («el ser se dice de muchas maneras») y de niveles de ser, que Aristóteles desplegará con su rigor característico.

La palabra «sustancia» en griego es ousía. Ousía tenía el significado de los bienes materiales que se poseían. Podríamos de este modo inferir que si se poseen bienes, hacienda o cosas, entonces es que poseemos «sustancia», que tenemos lo que es sustancial. Aristóteles transformará este significado común de ousía a un nuevo significado filosófico. Las cosas son lo que son porque tienen «sustancia», ousía. Para aclarar los significados que contiene este nuevo concepto Aristóteles recurrirá a establecer una serie de diferenciaciones que resultan necesarias para ir saliendo al paso de lo que la realidad «es»: es movimiento, es devenir, es transformación, es continuidad, es estabilidad, es generación, es corrupción...

I.6.3.1.1. Sustancia y accidentes

La sustancia ha de diferenciarse en primer lugar de los accidentes. La sustancia es aquello que no puede faltarle a una cosa para ser lo que es; sin embargo, si a una cosa le sustraemos o le añadimos determinadas características y de ello resulta que sigue siendo la misma cosa, entonces se tratará de los accidentes de esa cosa. Todo ser se constituye, de esta manera, en dos niveles: en lo que tiene de sustancia y en lo que le añaden los accidentes. Mientras que podríamos decir que la sustancia «es», los accidentes más bien «están» en la sustancia. Tener cabeza es sustancial para el hombre, pero tener el pelo largo o corto es accidental.

Cambio accidental y cambio sustancial. A los cambios que se originan a consecuencia de los accidentes, los llama Aristóteles cambio accidental. Un ente sufre o puede sufrir cambios continuos sin dejar de ser ese ente. El cambio que se produce a escala accidental se traduce como movimiento del ente, y puede ser: movimiento cuantitativo (crecimiento y disminución), movimiento cualitativo (alteración) y movimiento locativo (traslación). Pero cuando el cambio afecta a la sustancia entonces sólo es posible la generación (constitución de la sustancia) o la corrupción (desintegración de la sustancia). Pero, ¿qué es lo que explica estos cambios y estos movimientos?

I.6.3.1.2. Sustancia primera y sustancia segunda

La sustancia primera y la sustancia segunda no son dos tipos de sustancia sino dos maneras distintas y complementarias de referirse a algo que es sustancia. La sustancia sólo puede ser o existir en cuanto exista un «tode ti», un «esto concreto», una cosa existente, concreta e individualizada. La sustancia primera es el individuo, lo individual concreto: un hombre, un árbol, una piedra. No hay ser ni hay sustancia si no hay algo individual concreto; contra Platón, no basta la idea abstracta y separada, que no puede ser por sí misma, porque no es sustancia primera. Pero toda sustancia primera es, por el hecho de ser, también sustancia segunda, puesto que esa sustancia primera concreta ha de consistir en ser algo determinado, algo que pueda ser conceptuado y conocido. En cuanto concepto será un universal: un hombre representa a todos los hombres, una manzana a todas las manzanas. Y en cuanto que eso conocido es sustancial y no meramente accidental, se tratará de algo necesario, necesario para que sea esa sustancia y no otra. La sustancia segunda es la esencia necesaria y universal contenida en la sustancia primera. Una vez que tenemos la existencia (sustancia primera), podemos conocer la esencia (sustancia segunda), pero no al revés. La doble denominación de sustancia primera y de sustancia segunda pretende erradicar el peligro de ir directamente a la esencia sin pasar por la existencia, pretende negar la prioridad ontológica de la idea sobre la cosa. No hay idea si no hay cosa. Esta es la crítica que Aristóteles plantea a Platón y a los académicos. Ahora bien, una vez concedido esto, ha de darse toda la importancia que tiene a la esencia o sustancia segunda: en la medida en que los individuos perecen y que la especie subsiste, es decir, en la medida en que los particulares desaparecen mientras que sus ideas universales permanecen en otros, hay una prioridad ontológica, en otro sentido, de lo universal sobre lo particular. La prioridad ontológica en cuanto a que «algo es», la tiene la sustancia primera; pero la prioridad ontológica en cuanto a que «algo es lo que es», o que «algo es una cosa determinada y no otra», la tiene la sustancia segunda. La prioridad ontológica viene dada en función de dos aspectos necesarios y recíprocos del ser: 1) el ser primero tiene que existir (sustancia primera) como concreto, pero 2) el ser concreto al existir es necesariamente también algo abstracto (sustancia segunda). Pero ¿cómo se expresa esta realidad ontológica en el lenguaje?: ¿qué contiene en su vertiente lógica, esta perspectiva ontológica de la doble consistencia de la sustancia (en cuanto es existencia y es esencia)?

El análisis lógico de la sustancia lo lleva a cabo el mismo desplegarse del lenguaje. Todo enunciado dicho contiene necesariamente un sujeto y un predicado: algo se dice de algo: algo se predica de algo (sujeto). Para que haya un enunciado ha de haber un sujeto y un predicado, es decir, ha de haber un subjectum (en griego hypokeimenon: sustrato, sujeto o soporte de la enunciación) y algo que se diga de ese sujeto: los predicados, también llamados atributos y categorías. Predicado: lo que se predica del sujeto. Atributo: lo que se atribuye al sujeto. Categoría: el modo cómo un sujeto queda categorizado. Predicado o atributo y categoría vienen a coincidir, son lo mismo: predicado o atributo tienen más bien una acepción lingüística mientras que categoría tiene una vertiente más lógica. El subjectum es el sustrato, substratum (lo que está debajo), que permanece lógicamente soportando la predicación de lo que se dice de él. Este sustrato lógico o soporte lingüístico puede ser también el substratum ontológico. Así, la sustancia primera, en cuanto pasa a ser señalada lógica o lingüísticamente, se constituye en sujeto de la oración, y aquello que se predica de esa sustancia primera es la sustancia segunda, en cuanto que lo que se predica sea algo sustancial y no meramente accidental. Cuando lo que se predica es algo accidental, estamos ante los predicados accidentales. Aristóteles distingue 10 tipos de predicados: un predicado sustancial (que es la sustancia segunda o la esencia) y nueve predicados accidentales, que son: la cantidad, la cualidad, la relación, el lugar, el tiempo, la posición, el hábito, la acción y la pasión.

Es fácil, según señalan algunos analistas, que Aristóteles tuviera en mente la panoplia de preguntas que se pueden dirigir al acusado en un juicio: 1) ¿quién eres? (ousía), 2) ¿cuántos años tienes? (cantidad), 3) ¿estabas enfurecido…? (cualidad), 4) ¿qué relación tienes con la víctima? (relación), 5) ¿dónde sucedió? (lugar: ubi), 6) ¿cuándo sucedió? (tiempo), 7) ¿en qué situación estabas? (posición o situación: situs), 8) ¿cómo ibas vestido? (hábito), 9) ¿qué hiciste? (acción), 10) ¿qué te hizo la víctima? (pasión).

Con su teoría de la sustancia, Aristóteles está tratando de establecer una correlación entre el estatuto lógico y el ontológico de las cosas o, si se quiere, del Ser: para que las ideas platónicas queden totalmente insertas en el mundo y no separadas. De esta manera, en sentido ontológico, la sustancia primera es el individuo y la sustancia segunda su esencia: todo individuo tiene su esencia, y no hay esencia real sino sobre lo individual (aunque la esencia enmarque lo universal). Y en sentido lógico o lógico-lingüístico, el sujeto de la oración tiene la cualidad de poder referirse al ser individual (sustancia primera), de manera que todo lo que se predica de ese sujeto puede después ser o bien predicados accidentales o bien el predicado sustancial (la esencia o sustancia segunda).

I.6.3.1.3. Sustancia y Ser

Para Aristóteles el «ser» se dice de muchas maneras, es decir, el concepto «ser» (tó òn) se aplica a toda la multiplicidad de entes y también, por otra parte, el «ser» de un sujeto cualquiera puede decirse de muchas maneras. Su ser primario es su individualidad, pero las determinaciones de ese ser dan lugar a lo que puede conocerse de él, a lo predicado de él, y eso forma parte de ese ser individual de manera análoga o derivada (sustancia segunda; es en este sentido derivado, desde el punto de vista de su conocimiento, que Aristóteles llamó «segunda» a la sustancia).

Aristóteles llama Metafísica al estudio del ser en general; en realidad sabemos que fue Filosofía primera pero este término ha quedado traducido convencionalmente por el de «metafísica». La metafísica es un modo de conocer, una manera de acceder al conocimiento del ser, y si las demás ciencias acometen una vertiente determinada del ser (la biología estudia los entes vivos y las matemáticas los números y las figuras), lo que hace la metafísica es estudiarlo en su generalidad, en cuanto tal: el ser en cuanto ser. El estudio del ser en cuanto ser, del ser en general, tiene como objeto conocer las causas y principios supremos de los seres. Todo ente es conocido cuando llegamos a conocer sus causas. Del mismo modo, el ser en general será conocido cuando encontremos los principios que afectan a todos los seres, sus causas universales. Y no es que deba existir «un» Ser en general del que pudiéramos conocer sus características, sino que lo que quiere descubrir Aristóteles es si existen unas propiedades generales que sean aplicables a todos los entes. El principio de no contradicción ha de ser propuesto, según Aristóteles, como una de las primeras propiedades del ser: «es imposible que, al mismo tiempo y bajo una misma relación, se dé y no se dé en un mismo sujeto un mismo atributo» (Aristóteles: Metafísica, IV, 3). El principio de no contradicción es un primer principio porque no cabe ser derivado o deducido de otros. Así pues, los principios ciertos que no necesitan demostración son primeros principios: axiomas de la filosofía.
La filosofía primera ha de ocuparse de los conceptos que pueden ser aplicados a todas las cosas como los de principio, causa, sustancia, accidente, unidad, pluralidad, necesidad, movimiento, reposo, ser, identidad, diversidad, materia, forma, acto, potencia, cantidad, cualidad, relación, perfección…

La filosofía primera no puede reducirse a ser física ni matemáticas, porque los seres matemáticos no pueden separarse de las cosas sensibles (como algunos contemporáneos de Aristóteles sostienen) ni tampoco pueden ser los primeros principios, porque contra los pitagóricos los números no son causa del mundo y, por su parte, la física porque estudia al ser en movimiento pero no el resto de los principios primeros del ser en cuanto ser. La matemática y la física son parte de la filosofía, pero no toda la filosofía, según Aristóteles, porque no abarcan la perspectiva más general que cabe abordar.

I.6.3.1.4. La teoría hilemórfica

La metafísica tiene la cualidad de coordinarse con la física a través de algunos conceptos estructurales, en cuanto que son universales (conceptos) y en cuanto que son aplicables a los todos los entes de la physis. Los dos conceptos fundamentales que unen a la física con la metafísica son los de materia y forma: hylé (materia) y morphé (forma), en lo que se ha dado en llamar la teoría hilemórfica, o la teoría de la materia y de la forma.

Todo ente es un compuesto (sínolon) de materia y forma. Así pues, toda sustancia resulta de la integración de dos partes inseparables: la materia y la forma. La materia da concreción a la sustancia mientras que la forma le da su esencia. Ahora bien, ni la materia coincide exactamente con la sustancia primera ni la forma coincide totalmente con la sustancia segunda o esencia, porque Aristóteles ha de tener en cuenta tanto lo que la sustancia es necesaria o habitualmente como lo que accidental o circunstancialmente puede contener. De esta manera, Aristóteles distingue dos modalidades tanto de materia como de forma. Hay una materia prima (o primera) y una materia segunda. Hay una forma sustancial (la esencia, la sustancia segunda: lo más próximo a la idea de Platón) y unas formas accidentales.

La madera, el hierro, el barro, el papiro son modalidades distintas de materia segunda. Pero toda materia segunda se apoya sobre un fundamento indestructible, soporte de toda realidad material, que es la materia prima. Tras toda transformación de la materia subyace la materia prima: cuando la materia segunda se transforma en otra materia segunda distinta, por ejemplo la madera en leño carbonizado, lo hace sobre el fundamento indestructible de la materia prima. La materia prima es un principio de indestructibilidad del nivel material del ser. Cuando la física moderna dice que «nada se crea ni se destruye» está apuntando a lo mismo que pensaba Aristóteles con su materia prima, pero en el Estagirita ésta es incognoscible, porque nos resulta imposible determinar qué pueda ser.

Todo ente material puede ser conocido en virtud de su forma. Las formas que transformándose en el ser no crean ni destruyen a ese ser, son formas accidentales. Las formas accidentales son los accidentes de la ousía o sustancia. La materia mármol puede convertirse en una estatua, por ejemplo y, en ese sentido, adquiere una forma accidental. La forma concreta que dé a mi peinado es una forma accidental de mi cabello, pero la materia cabello tiene una forma sustancial determinada, aquella que le hace ser pelo de cabeza y no otra cosa. Pero toda forma sustancial (o esencia) tiende también a transformarse y perder (o adquirir) su esencia: eso sucede en el cambio sustancial, que es el que se da con la generación y la corrupción. Una semilla de un árbol que germina y genera otro árbol distinto supone un cambio sustancial en esa materia, en virtud de que se ha dado un cambio en su forma sustancial (además de en sus formas accidentales). Cuando ese árbol se haya convertido en humus, también habrá habido en ello un cambio en su forma sustancial. El árbol germina, aparece, y ese es el cambio sustancial de su generación; y el árbol desaparece, se destruye y corroe: he ahí el cambio sustancial de su corrupción.

Para Aristóteles, todo ser es en acto y además en potencia. Por eso, mientras que la materia es potencia (poder de actuar y posibilidad) la forma es acto (o actualidad). Que la materia es potencia significa que es en ella donde reside la capacidad del ente de convertirse en otra cosa, transformándose a escala de materia segunda (porque la materia prima no se transforma), bien porque cambian sus formas accidentales, bien porque cambia su forma sustancial. Que la forma es acto significa que es gracias a su forma (a su escala accidental pero sobre todo sustancial) por lo que un ente se da como tal (y no como otro distinto o como el mismo pero transformado) en un presente actual, en un hic et nunc, en un aquí y ahora.

La materia es potencia en el sentido de posibilidad de recibir la forma, pero también es la potencialidad de la hylé: aquello que no le es imposible y que, por tanto, se halla dentro de sus potencialidades. De este modo la materia es dynamis o potencia material. Pero esta dynamis sólo pasa a ser efectiva, es decir, transformadora, en cuanto un agente actúa a escala de la forma, «transformando» la forma. A este agente transformador lo llama Aristóteles enérgeia, y es una acción de la forma, aunque es una acción que ha de ser posible (no imposible), es decir, ha de ejecutarse a la vez de sobre una forma también sobre una materia posibilitante. Pero la forma además de ser energeia es, dice Aristóteles, enteléchia, esto es, la transformación global a que tiende naturalmente el conjunto de transformaciones de la forma; es, por tanto, la finalidad formal de la sustancia, aquello para lo que existe. El manzano tiene como entelechia o finalidad esencial el dar manzanas, pero no tiene como finalidad el dar insectos o pájaros.

Aristóteles consigue avanzar en un punto que Platón no consiguió superar bien: en la explicación de cómo deviene la sustancia a la vez que es ella misma la esencia de las cosas concretas.

I.6.3.1.5. Las cuatro causas

Aristóteles reconoce en el libro primero de la Metafísica que sus antecesores, desde los presocráticos a Platón, consiguieron dar a conocer la causa material, la causa eficiente y la causa formal. El agua, el aire, etc., eran causas materiales para Tales y Anaxímenes de la producción de la physis. El Nous de Anaxágoras, el Amor-Odio de Empédocles, el Demiurgo del Timeo platónico eran causas eficientes del mundo. Y, por último, las ideas platónicas actuaban como causas formales de la realidad. Sin embargo, no fueron capaces de descubrir la causa final, cuyo descubrimiento Aristóteles se atribuye sólo a él (aunque cabe ver indicios, cuando menos, en Platón).

Hay, por tanto, cuatro causas que operan en la realidad física (en el mundo del devenir) y a escala metafísica (en la consideración del ser en cuanto ser): eficiente, material, formal y final. Es importante determinar las causas que operan en la realidad, porque, según Aristóteles, conocemos realmente algo cuando llegamos a conocer sus causas.

La causa eficiente de una estatua es el escultor, sin ella no existiría. La causa material de esa estatua es el mármol con el que está hecha. La causa formal es la idea (eidos o forma) que el escultor tenía en mente y que consiguió imprimir en el mármol. Y la causa final es el sentido que adquiere o el motivo por el que fue hecha, por ejemplo para decorar el ágora. Más allá de estos ejemplos sencillos, las cuatro causas, y la teoría hilemórfica a que va ligada, adquieren toda su importancia cuando se aplican al funcionamiento mismo de la physis, a la estructura «metafísica» de todo ente o al sentido global del mundo.

La materia se coordina con la causa material. Por su parte, la causa material está ligada a la dynamis de la hylé. La forma se coordina tanto con la causa formal como con la final. La causa formal está ligada a la enérgeia de la forma y la causa final a su enteléchia. Recordemos que enteléchia se forma con la palabra télos, fin, y échein, que significa tener, poseer, y por tanto «lo que tiene un fin». Cuando un ente llega al cumplimiento de su enteléchia llega, por ello mismo, a su perfección. Enérgeia procede de érgon que significa obra, trabajo o acción. Dynamis queda traducido al latín por potentia (potencia o poder para producir un efecto, como, por ejemplo, que el agua moje) y por possibilitas (posibilidad de recibir un efecto, como, por ejemplo, ser resfriado por la humedad).

La teoría hilemórfica alcanza su completud con las cuatro causas, de modo que pasamos a disponer de una symploké de conceptos que tejen a la hylé y la morphé, de esta manera: A) hylé: es la materia, en la que ha de distinguirse la «materia prima» y la «materia segunda»; es, respecto de lo que está sujeto a cambio y movimiento, la dynamis (la potencia y la posibilidad). La materia es «causa material» de la existencia de los entes y de los fenómenos de la realidad. La materia no existe sin forma, no hay posibilidad de una descomposición en la que nos quedáramos sólo con la materia; puede sólo pensarse la «materia prima» como una indeterminación de la realidad, en un plano subyacente del ser que sería informe, pero esta «materia prima» no la conocemos de manera separada. La «materia segunda» siempre se soporta sobre su correspondiente «materia prima». La materia y la forma se unen activamente porque la potentia de la materia es actuada por la enérgeia de la forma. B) Morphé: es la forma, en la que ha de distinguirse la «forma sustancial» y la «forma accidental»; La forma es acto: pura actualidad. Y es, en cuanto que siempre está sujeta a transformación en el mundo del devenir, enérgeia («energía» propia del ente) y entelechia (finalidad, sentido y perfección al que tiende cada ente en función de su ser). La forma es causa formal y, en tanto que la cadena de transformaciones tiene un orden y un sentido según la physis, es causa final a la vez. La forma es eidos y es esencia.

Las causas material, formal y final resultan del solo análisis del ente, en tanto residen en su forma o en su materia. La causa eficiente resulta de poner en relación a dos entes, de modo que uno ejerza de agente y otro de paciente: para las relaciones causa–efecto entre dos entes ha de recurrirse, entonces, a la causa eficiente.

La teoría hilemórfica y la teoría de las cuatro causas conectan inmediatamente con la doctrina física y cosmológica de Aristóteles y también con su teología racional, como punto de unión de la metafísica con la cosmología y con la física.

I.6.3.1.6. La física del mundo

Aristóteles va a ser el principal responsable de que durante muchos siglos (hasta la constitución de la cosmología y la astronomía modernas) se considere que hay dos órdenes diferenciados en el cosmos: la «física terrestre» y la «física celeste». Los descubrimientos astronómicos del siglo XVI y XVII, a manos de Copérnico, Kepler y Galileo, que se cerrarán definitivamente con Newton en el siglo XVIII, llevarán a la unión de estos dos mundos separados: sólo hay una física, que afecta por igual a los cielos y a la tierra. Pero para Aristóteles y los antiguos no era así.

Los peripatéticos siguieron las enseñanzas cosmológicas de Platón y de Eudoxo de Cnido. La Tierra en el centro y sobre ella la Luna. Tras la Luna las distintas esferas. El cosmos es eterno y finito: delimitado por la última de las esferas, la de las estrellas fijas. A las explicaciones geométricas de las veintisiete esferas homocéntricas de Eudoxo, Aristóteles añade otros principios y leyes. Diferencia, en primer lugar, una «física terrestre» distinta de la «física celeste», regidas por leyes distintas. La física terrestre domina en el mundo sublunar, entre la luna y la tierra, mientras que la física celeste domina en el mundo supralunar. En el mundo sublunar encontramos movimientos que empiezan y acaban, finitos y perecederos, mientras que los del mundo supralunar son imperecederos, eternos y perfectos. El movimiento viene dado por la acción de un agente: en la tierra el movimiento se produce en línea recta mientras que en los cielos es circular, el movimiento perfecto. El cambio produce en la tierra la generación y la corrupción mientras que, en los cielos, los astros son incorruptibles. En el límite del mundo finito, moviendo el cosmos entero, ha de hallarse el motor inmóvil.

La explicación del movimiento físico lleva a Aristóteles a componer una «ciencia» física, pero ésta contiene varios puntos de intersección con la cosmología y con la astronomía. La física del mundo tiene que ver con la explicación del cambio y del movimiento aplicado a los entes. La cosmología tiene que ver con la disposición del conjunto del cosmos, que en Aristóteles se remata con la teología, y la astronomía tiene que ver con los astros, con sus movimientos y con las llamadas esferas.

Aristóteles tiene establecido que hay dos tipos de cambios: el sustancial y el accidental. Se explican por las cuatro causas y por el hecho de que todo es un compuesto de materia y forma (salvo el motor inmóvil). Por el cambio sustancial se generan y se corrompen las sustancias; por el cambio accidental sufren modificaciones, y de esta manera el cambio puede ser:

1) Cuantitativo: crecimiento y disminución.
2) Cualitativo: alteración.
3) Locativo: traslación.

¿Qué relación cabe establecer entre el cambio y ese tipo específico de cambio que es el movimiento? El movimiento de los entes se corresponde con el cambio locativo. Ahora bien, distinguirá entre el movimiento que se da en el mundo sublunar o terrestre y el que encontramos, distinto al anterior, en el mundo supralunar o celeste. De esta manera, los movimientos quedan clasificados en naturales, referidos a la tierra, y en no-naturales referidos a los cielos; estos últimos podrían llamarse «sobrenaturales», con tal de distanciarse de adherencias místicas o trascendentes. Los naturales porque tienen un comienzo y un fin, es decir, porque son finitos, propios de la Naturaleza o Physis perecedera en la que nos hallamos; y los no-naturales porque pertenecen a «otro orden natural», en cuanto son imperecederos, incoprruptibles y perfectos. Aristóteles establece, además, que junto a los movimientos naturales propios del mundo terrestre o sublunar, encontramos los movimientos violentos: aquellos ocasionados no directamente por la naturaleza sino por un agente que desencadena ese movimiento de manera violenta. Los movimientos violentos son, así, movimientos no-naturales pero que encontramos al lado de los naturales y no en el mundo celeste: son movimientos no-naturales (es decir, no establecidos por physis) pero dados en la «naturaleza». Hay, así pues, tres tipos de movimiento dentro de la doble clasificación: I) Naturales: 1º) movimientos naturales sublunares, regidos por las leyes de la physis terrestre; II) No naturales: 2º) violentos, al lado de los naturales, pero regidos por una causa eficiente específica y no directamente por physis; y 3º) movimientos no-naturales encontrados en el mundo supralunar: los movimientos perfectos.
Los naturales y violentos se dan en el mundo terrestre y los perfectos sólo los encontramos en el celeste.
Desde estos presupuestos, Aristóteles establece una serie de axiomas o leyes fundamentales que ordenan y explican el movimiento en la Naturaleza:

Hay dos tipos de movimiento: natural y no-natural:

• Movimientos naturales:
1. El movimiento natural (por physis) tiene en sí el principio de su propio movimiento.
2. Todo movimiento natural es finito, porque tiene un télos o fin:

2.1. Las cosas vivas se mueven por la motivación hacia un objeto.
2.2. Los objetos naturales se mueven hacia su Lugar Natural. Hay cuatro lugares naturales sublunares: tierra, agua, aire, fuego.

• Movimientos no-naturales:

Entre los movimientos no-naturales hay que distinguir el violento (en la tierra) y el perfecto (en los cielos).

3. Todo movimiento no-natural está causado por la acción continua de un agente. La acción a distancia no existe.
3.1. Los movimientos violentos de los proyectiles se explican por antiperístasis: la acción violenta desplaza el aire y empuja así al proyectil en línea recta hasta que desaparece el motor, por la propia resistencia del aire, y cae hacia su lugar natural.
3.2. El movimiento de los astros se debe a la acción de los motores de las órbitas celestes, y éstas, a la acción del motor inmóvil o primer motor, causa del movimiento eterno del mundo. Son movimientos circulares, imperecederos y perfectos. El éter, sustancia incorruptible, es el elemento que llena el espacio celeste.

• El vacío no existe. En el vacío no sería posible el movimiento.

De esta física que considera al mundo como un plenum o como una realidad toda llena (de tierra, de agua, de aire, de fuego o de éter) deriva el horror vacui que se extenderá como concepto y como estética de la realidad a muchos otros ámbitos. El éter será llamado por los medievales «quintaesencia» o quinta sustancia a añadir a los cuatro conocidos elementos de Empédocles, asumidos por la física aristotélica.

Cuando Torricelli y Pascal establecen con sus experimentos que existe la presión del aire, descubren, a la vez, el vacío en la naturaleza. A partir de entonces, la física moderna podrá sustituir esta axiomática aristotélica por unas leyes de la naturaleza que incluyen el vacío y que acabarán unificando el cosmos entero bajo la gravitación universal de Newton y, más tarde, con Einstein y su teoría de la relatividad, haciendo interdependientes y relativos al tiempo y al espacio, recíprocamente entre sí. El tiempo y el espacio que Aristóteles legará a la tradición, desde la Antigüedad hasta el desarrollo de la ciencia moderna, son absolutos: el tiempo eterno y el espacio delimitado y finito. La física y la cosmología modernas han vuelto a replantear la problemática filosófica del espacio/tiempo, que hoy está plenamente abierta. El «cosmos» antiguo (el aristotélico), cerrado y lleno, se ha transformado en el «mundo» moderno, abierto y en expansión.

I.6.3.1.7. La teología racional

En el límite del mundo finito, moviendo el cosmos entero, ha de hallarse un motor, pues todo efecto ha de tener su causa, pero este motor ha de ser inmóvil, ya que de lo contrario habría de ser movido por otro y así hasta el infinito, lo que contradiría la finitud del cosmos. Este motor inmóvil ha de ser inmutable, mueve sin moverse y sin ser movido, y, por tanto, no puede estar compuesto de materia, pues la materia contiene la posibilidad de cambio y movimiento. No es posibilidad en ningún grado y, por ello, ha de ser acto puro. En tanto que acto puro es también forma pura. El motor inmóvil es el único ente del cosmos que no es compuesto de materia y forma. El cosmos entero, tanto el mundo sublunar como el supralunar, está construido bajo la estructura del sinolon o compuesto, necesariamente material, pero en su límite, este compuesto queda absolutamente desmaterializado, como «cierre del círculo», porque el movimiento, el cambio y el devenir ha de obtenerse de lo inmóvil, lo inmutable y del ente perfecto que se halla fuera del devenir. Esta entidad es, para Aristóteles, Dios, Theus convertido en Theos o los cielos y el dios politeísta Zeus convertidos ahora en el motor de las esferas homocéntricas, cuya única función es mover cosmológicamente el mundo. Este Dios racional y cosmológico de Aristóteles si pudiera pensar sólo pensaría en sí mismo, no podría pensar el mundo. Dios no conoce nada, salvo a sí mismo, en una especie de solipsismo absoluto. La metafísica llega al límite del conocimiento del primer principio cosmológico con el establecimiento de esta ciencia última que es la teología. En la teología, como en las matemáticas, el movimiento no existe. Para cerrar un mundo que está en perpetuo cambio y movimiento ha de accederse a un punto metafísico sin movimiento, para no recaer en un proceso de explicaciones causales elevadas al infinito.

El Dios monoteísta ya estaba siendo configurado desde las religiones terciarias (desde el judaísmo y su posterior transformación hacia el cristianismo y, después, hacia el islam), pero ese concepto estaba siendo extraído, en paralelo, de la misma reflexión crítica que la filosofía ejercía en sus análisis físicos, cosmológicos y metafísicos. El dios monoteísta se escinde en el mismo momento de su aparición: por una parte el Dios de las religiones, que tiene caraterísticas personales (inteligencia, voluntad, es Padre y habita los cielos…) y, por otra parte, el Dios racional, que tiene características impersonales, que es motor inmóvil, y, por ello, es exclusivamente una ley que mueve el mundo. Ambos, el Dios racional y el Dios de las religiones, comparten un mismo estatuto: el ser causa. Pero por lo demás son bien distintos.

Cuando Santo Tomás de Aquino, en el siglo XIII, proponga sus vías de la demostración de la existencia de Dios, partirá expresamente de los argumentos utilizados diecisiete siglos antes por «el Filósofo», pues así se le llamará durante el medievo: el filósofo, por antonomasia. Aristóteles había dejado establecido en su teología racional, sin interferencia con la teología dogmática, que ha de haber un primer motor inmóvil, una primera causa incausada y un fin último del movimiento del cosmos en el que todos los procesos finalistas alcancen su culmen.

I.6.3.1.8. La realidad y el universo teleológico

La realidad, ya sea física, metafísica, cosmológica, o teológica, contiene un principio racionalizador que unifica todos estos estratos de ser y a todos los entes en ella contenidos. Este principio omniabarcante es la causa final.

El movimiento físico se constituye como telos: se mueve hacia su objeto en los seres animados y en los seres inanimados se mueve hacia su lugar natural.
Los instrumentos forjados por las técnicas surgen también encaminados siempre a algún fin.
La causa formal, verdadero agente metafísico de todos los entes, adquiere su sentido completo cuando queda estructurada como causa final, pues toda causa formal se encamina, en definitiva, hacia su causa final.
Además, Dios era para Aristóteles no sólo causa eficiente sino también causa final, en el sentido de que toda la realidad estaba no sólo movida sino también «atraída» desde Dios, puesto que el motor inmóvil era el principio eficiente del movimiento pero también se hallaba al final del cosmos, cerrándolo, constituyéndose en su causa final. El Dios aristotélico es tanto causa eficiente como causa final, pero no en sentido transcendente.

La irradiación e impronta de la causa final es tal que Aristóteles concebirá su ética y su política también en función de esta causa. No podía ser de otro modo puesto que el hombre es parte de la naturaleza. El fin (telos) de la ética será alcanzar la felicidad, puesto que éste es el fin general al que tienden todos los hombres. El fin de la política es la justicia, puesto que éste es el fin al que aspira todo buen gobierno.

El pensamiento teleológico de Aristóteles se halla sin duda también enraizado en su fuerte inclinación al estudio de la biología. Los seres vivos manifiestan una tendencia general a lo largo de su existencia, que conviene muy bien con la idea de finalidad. El renacuajo persigue ser rana y el capullo de seda alberga en su interior un proyecto de mariposa; teleología que no se da porque la naturaleza pueda elegir, sino porque está en la naturaleza de los seres vivos llegar a ser lo que son, de manera perfecta.

Con el triunfo de la física moderna se dará al traste con esta concepción teleológica, pues Galileo declara que en las leyes naturales no ve sino causas eficientes, pero nada le advierte de las causas materiales o formales y menos de las finales. Pero con el advenimineto de la teoría de la evolución de las especies, en el siglo XIX, la concepción teleológica vuelve a cobrar de nuevo algún significado.

No ha de atribuirse, por supuesto, a ningún efecto mágico de los nombres, sino a una de esas curiosas casualidades: «Aristóteles» se compone de aristos (virtud) y teleos (finalidad).

Frente a la teoría de las ideas de Platón, Aristóteles construye su teoría de la sustancia, que es interdependiente de su teoría lógica y que articula, como en su maestro, toda su filosofía de la naturaleza, toda su ontología y toda su gnoseología. Una práctica muy similar une a ambos filósofos: 1) establecer distinciones, niveles de realidad, capas de ser; y mostrar los sentidos y las relaciones entre esas capas: construir symplokés; 2) ligar fuertemente la matemática y las ciencias a la filosofía, pero no reducir ésta a aquellas; 3) desplegar una dialéctica de la razón que acuda a las divisiones lógicas, a los análisis y a las síntesis, y a la noésis; y en el caso de Aristóteles, a las clasificacione sistemáticas y a la lógica silogística e inductiva. 4) Elaborar una crítica y una revisión profunda de los saberes de su tiempo. 5) Ligar el saber especulativo de la filosofía al saber práctico de la ética y de la política: interesarse por la virtud, por la justicia y por la polis.


I.6.4. La teoría ético-política aristotélica

La teoría ética y política de Aristóteles se articula dentro de una idea de hombre determinada. Hay, como en Platón, una antropología filosófica.

I.6.4.1. La antropología aristotélica

En el mismo sentido que la sustancia es materia y forma, el hombre es también un compuesto inseparable de cuerpo y alma. El cuerpo es la materia y la potencia; y el alma la forma y el acto. Frente a Platón, no se hablará de preexistencia del alma ni de anámnesis ni de inmortalidad, porque la unidad sustancial del hombre es indisoluble, como en el resto de los seres naturales. Sólo el motor inmóvil funciona aparte de esta sustancialidad, para intentar establecer un cierre lógico de todo lo que existe que no incurra en contradicciones ni en recursos al infinito.

Quien piensa y siente es el hombre completo, su sustancia única en cuerpo y alma, aunque su principio activo de pensar y sentir procede del alma. En paralelo a las tres almas platónicas, pero con una impronta biológica, diferencia tres funciones en el alma:

a) alma vegetativa
b) alma sensitiva
c) alma racional.

A) alma vegetativa: el crecimiento, la nutrición y la reproducción dependen de ella; es el alma propia de las plantas, que el hombre también posee. B) Alma sensitiva: las apetencias, deseos, sensaciones y movimiento local dependen de ella; es el alma propia de los animales, que el hombre comparte con ellos; se añade jerárquicamente al alma anterior. C) Alma racional: pensar, entender, conocer… son las funciones específicas de esta razón, propia en exclusiva del hombre; es el alma superior y de la que a veces Aristóteles, emulando a su maestro, llega a decir que tiene algo de divino. En la razón hay un principio pasivo, llamado entendimiento pasivo o paciente, y un principio activo, denominado entendimiento activo o agente. El conocimiento es posible por la relación entre el conocimiento sensible y el racional o intelectivo. El conocimiento sensible estructura los datos que se dan en la mediación del entendimiento paciente del alma racional con las funciones anímicas inferiores, mientras que el conocimiento racional estructura los datos que se dan en la mediación del entendimiento agente con el paciente.

De esta manera, por el modo como se relacionan las funciones del alma entre sí, conocemos primero lo particular y desde ahí podemos elevarnos a lo universal: «no hay nada en el entendimiento que antes no haya estado en los sentidos»: éste es otro de los puntos de distanciamiento respecto de su maestro, para quien las ideas tenían existencia aparte y propia.

El proceso de conocimiento queda muy detallado, desarrollándose aquí una epistemología que sigue la pista de la psicología. Los sentidos recogen la primera información y la guardan en la memoria sensitiva. La imaginación viene a seguir el trabajo de la memoria y contribuye a formar un mundo vivido o de experiencia. El entendimiento paciente dispone los materiales elaborados sobre los que el entendimiento agente abstraerá sus conceptos: de la visión de muchos árboles distintos extraerá el entendimiento agente el concepto único y universal de «árbol». Con los conceptos será posible discurrir y establecer inferencias: inducir y deducir.

Desde esta antropología llega Aristóteles a varias definiciones de hombre que se dieron por buenas a lo largo de toda la tradición posterior: el hombre es un animal racional; y también: un zoon politikon, un animal político, un animal que no se desarolla como tal si no es en sociedad. Porque el hombre no puede concebirse sino viviendo en sociedad, toda ética se perfecciona en la política y toda política contiene una ética: ambas son inseparables y se conectan necesariamente.

I.6.4.2. La ética aristotélica

El hombre vive en sociedad, primero en el marco de la familia y después en el ámbito completo de la ciudad.

La ética de Aristóteles es finalista (teleológica, como el resto de la physis); esto quiere decir que define los bienes éticos en función de los fines que le son propios a la naturaleza del hombre, que es racional además de pasional. En tanto que racional todo hombre busca el bien (como había apuntado Sócrates). Los bienes más inmediatos y sensibles son los placeres. Pero sobre éstos, la razón busca un bien supremo: la felicidad. Felicidad es eudaimonía, por ello se dice que la ética de Aristóteles es, además de teleológica, eudemonista, porque está orientada por la búsqueda de la felicidad. Será bueno lo que conduce a la felicidad y malo lo contrario. El eudemonismo tiene puntos de unión con el hedonismo pero no pueden confundirse, porque llegan habitualmente a distanciarse mucho.

El hombre que hace lo mejor, que lleva una buena conducta y una buena vida ordena su vida a la felicidad, y puede llegar a llevar, además de una buena vida (placentera), una vida buena: feliz; pero no basta cubrir las necesidades del hombre vulgar, ni las del hombre refinado, porque no hay verdadera felicidad si el hombre no desarrolla su función superior: la contemplativa (Ética a Nicómaco, X). El pensamiento contemplativo es lo más divino que hay en el hombre. La contemplación implica una vida teórica, pero la sabiduría que esto le reporta no puede dejar de aplicarse a la vez como sabiduría práctica o prudencia (phrónesis).

La vida feliz, por otra parte, no es una vida pasiva sino una actividad continuada. Y complementariamente: la vida feliz está en conformidad con la virtud. Obra virtuosamente el que hace lo que es deseable en sí.

La eudaimonía es el bien perfecto de la vida particular; es perfecto porque se busca por sí mismo y no en orden a otro bien. Todos los bienes previos (placeres, honores, propiedades, etc.) han de ordenarse a este bien supremo. Es preciso contar con unas circunstancias de salida favorables: son precisas una vida saludable (sin exceso de dolores), bienes suficientes para vivir y si el éxito acompaña tanto mejor; por otra parte, ni los animales, ni los niños, ni los esclavos ni las mujeres pueden aspirar a una vida plena. Los animales son irracionales y los niños no tienen todavía razón; y, en la medida en que por necesidades políticas, que Aristóteles eleva a la categoría de necesidades naturales, los esclavos y las mujeres no ocupan funciones sociales que les permitan una vida dedicada al conocimiento y comprometida con el gobierno de la polis, tampoco pueden aspirar a la felicidad y han de contentarse, por tanto, con otros bienes inferiores. Por lo mismo, lo que es aplicable a los esclavos y a las mujeres lo es también a todos aquellos hombres que se vean privados de la posibilidad de llevar una vida dedicada al cultivo de la razón.

La virtud es la fuerza (areté: virtus) que hace que el hombre pueda alcanzar aquello para que está hecho: los bienes y la felicidad. Con los bienes consigue una buena vida, y con la felicidad una vida plena, perfecta. La virtud se desarrolla mediante el hábito, porque no es espontánea sino que debe consolidarse mediante el esfuerzo de la voluntad. El intelectualismo moral de Sócrates se corrige de esta manera en Aristóteles: a la razón ha de añadirse el esfuerzo de la voluntad. La virtud es un hábito voluntario y libre, porque exige además del conocimiento adecuado del fin a lograr lo siguiente: voluntad de alcanzarlo, deliberación, elección y firmeza para llevarlo a la práctica.

Según Aristóteles, las virtudes, conseguidas mediante el conocimientoy el esfuerzo de la voluntad, pueden distinguirse al comparar las acciones humanas: son un término medio entre dos extremos. Así pues, la virtud es también un saber obrar siguiendo el término medio entre dos opciones extremas o dislocadas; pero el término medio no puede interpretarse como mediocridad ni tampoco como media aritmética, porque la virtud exige siempre lo mejor.

Tabla del término medio

Por exceso Término medio Por defecto

Malicia Prudencia Simpleza
Desenfreno Templanza Insensibilidad
Temeridad Valentía Cobardía
Audacia Fortaleza Miedo
Aspereza Firmeza Relajación
Inmodestia Modestia Timidez
Prodigalidad Generosidad Avaricia
Fanfarronería Veracidad Disimulo
Pendenciero Amabilidad Adulación
Injusticia Justicia Injusticia
Etc. Etc. Etc.

Aristóteles diferenció las virtudes que específicamente afectan a la vida intelectual de las que se desarrollan en la vida no intelectual. Así pues, tenemos virtudes intelectuales: virtudes dianoéticas (dianoia y ethos), y virtudes no intelectuales: virtudes éticas. Existen las virtudes dianoéticas o intelectuales como el entendimiento intuitivo, la ciencia demostrativa y la sabiduría (estas tres propias de la razón teórica), o como el arte productivo y creador y la prudencia o el arte de deliberar bien para obrar bien (estas dos propias de la razón práctica).

Las virtudes éticas fundamentales son la templanza, la fortaleza y la modestia (en cuanto que estas tres regulan la propia alma), y, por otra parte, no menos importantes, porque ahora regulan las acciones con los demás tenemos: la liberalidad o generosidad, la veracidad, la amabilidad, etc., y, como virtud en la que se concentran las demás y que hace posible el tránsito desde la vida particular a la vida política: la justicia.

Entre las virtudes que más contribuyen a la felicidad insiste Aristóteles en la importancia de la amistad, por la capacidad que tiene de proveer de bienes la vida. Nadie elige la soledad, e incluso aunque se poseyeran todos los demás bienes, siempre se echaría en falta la amistad. Así como la justicia encaja al individuo en la polis, la amistad tiene la cualidad de propiciar el mejor de los encajes de toda nuestra vida particular.

Al igual que el hombre aspira a su felicidad privada, la ciudad también aspira a la felicidad pública, pero en este caso, la felicidad de la polis debe ser mediada por lo que llamamos justicia.

I.6.4.3. Tránsito entre la ética y la política. La justicia

Aristóteles, al igual que su maestro y yendo también más allá de los sofistas, encuentra la utilidad como un componente indispensable de la justicia, porque las leyes se construyen apuntando a «lo que es útil en común» (Ética a Nicómaco, V, 3, 1129). Pero la justicia exige más que la utilidad.

Para Aristóteles dos formas hay de ejercerse la justicia: justicia conmutativa y justicia distributiva.

La justicia conmutativa cuida de que los contratos o acuerdos entre partes se cumplan y exige la reparación de los daños causados. No afecta a toda la sociedad sino sólo a los implicados en el contrato.

La justicia distributiva pretende el justo medio entre dos injusticias y se refiere a la bien proporcionada distribución de beneficios en función de los méritos. La idea de equidad gobierna directamente a la justicia distributiva porque un reparto equitativo de beneficios incluye una proporcionalidad con los méritos, siendo inoportuno aquí la mera igualdad aritmética. Esta justicia afecta a los individuos en el conjunto de las leyes del Estado.

La justicia ordena la vida de las relaciones interindividuales y las relaciones del conjunto de la sociedad a través de las leyes del Estado, y es, por ello, de todas las virtudes la que mejor engarza los valores éticos con los valores políticos. La Justicia es, como para Platón, la virtud principal que cabe alcanzar en la vida política.

I.6.4.4. La política en Aristóteles

Aristóteles llegó a reunir para su estudio 158 constituciones de diversas polis y estados. Además, contó con una experiencia política directa: la de los años en que fue preceptor en Macedonia de Alejandro Magno.

El marco en el que se mueve Aristóteles al pensar la vida política es éste: el hombre es un animal político y el Estado una creación de la naturaleza, porque es, como las hormigas, un animal social.

Frente al método deductivo que Platón había utilizado en la construcción de la Calípolis, Aristóteles preferirá en esto el método inductivo: ha de llegarse a la idea de lo que es un gobierno justo observando todas las formas de gobierno posibles; con esta inspección se comprenderá cuál es el común denominador de la justicia y cómo han de tenerse en cuenta las cambiantes circunstancias de cada polis.

Encontramos seis tipos de constituciones, tres modelos justos y tres degenerados. El criterio viene dado por el número de los gobernantes. Puede gobernar uno (es la monarquía), pueden gobernar varios (es la aristocracia) y puede gobernar la clase popular, el demos (es la democracia). Si el monarca se corrompe tenemos la tiranía, si degenera la aristocracia abocamos en la oligarquía y si es la democracia la que flaquea, (que Aristóteles llama politeia), se declina en la demagogia.

La justicia política se define en función del objetivo que alcanzan los gobiernos. Si se consigue el bien común (el beneficio y la felicidad del conjunto) entonces se tratará de un gobierno justo. Si el objetivo es alcanzar beneficios privados, habitualmente para los propios gobernantes, entonces el fin de la política habrá degenerado y nos hallaremos en un gobierno injusto.
Gobiernos justos (uno-varios-todos): monarquía-aristocracia-democracia.
Gobiernos injustos (uno-varios-todos): tiranía-oligarquía-demagogia.

Cuanto más injustas son las constituciones tanto más inestables y, por consiguiente, tanto más imperfectas. Hay una dinámica de cambio político que acostumbra a producirse: la monarquía degenera en tiranía, contra la que se levanta la aristocracia; cuando ésta degenera al replegarse más y más sobre los intereses del clan de los selectos, entonces adviene la oligarquía, que da lugar con el tiempo a la revuelta popular, que instaura la democracia; pero ésta acaba convirtiéndose en demagogia, cuando la masa popular es movida por ambiciones contrarias al bien de la ciudad. Dentro de la inestabilidad a que está compelida la vida política, la «democracia de clases medias» es la que Aristóteles estima tener mayor estabilidad, pues potencia el equilibrio general al intervenir la mayoría y, por otra parte, equilibra la balanza entre los ricos y los pobres, evitando que ninguno de ellos predomine. Por ello, Aristóteles, que respeta cualquier gobierno que tienda al bien común, prefiere entre todos los gobiernos la democracia de clases medias.

En el conjunto de la polis la familia es para Aristóteles una unidad estructural importante. La familia se asienta en una autoridad: la del padre de familia. La esposa gobierna las tareas de la casa y la educación de los hijos, por lo que no puede ejercer cargos públicos. Los hijos están sujetos totalmente a la autoridad paterna, y, la esposa, en otra escala, es dependiente de su marido. Los esclavos son necesarios dentro de la economía doméstica y del conjunto del Estado, por ello, Aristóteles concluye que la esclavitud es una institución natural. Es bastante claro que los criterios que guiaron a Aristóteles para extraer estas conclusiones fueron de carácter sociológico e histórico: sacó las conclusiones, por inducción, del mundo en el que vivió. Describió los fenómenos que conoció tratando de darles un orden racional. Cuando las circunstancias llegaron a transformar posteriomente aquel mundo griego, la crítica política postrera podrá distanciarse de todos aquellos postulados que surgieron determinados por aquel preciso contexto histórico y, en definitiva, impulsados por aquel Aristóteles tan inclinado al «realismo» y tan crítico del utopismo de su maestro.

Si la felicidad era el bien supremo al que aspiraba el sujeto particular, ahora, el hombre completo, es decir el hombre libre más el ciudadano, no puede aspirar a la plena felicidad si no es dentro de la comunida política, y, además, formando parte activa de ella. El Estado no debe proveer sólo para que la comunidad viva, sino para que viva bien. De este modo, la ética conduce a la política, a través de la justicia, pero la política se implica en los mismos fines éticos, puesto que ha de administrar el Estado mirando a la felicidad de sus ciudadanos.


I.7. Panorámica sobre la filosofía y la ciencia helenísticas postaristotélicas

Aristóteles se nos aparece como un gran filósofo, pero no sólo: fue el iniciador de múltiples ciencias o, en algunos casos, quien llevó a un grado de madurez elevado el estado de la ciencia de su tiempo. Recordemos toda la tradición anterior sobre la que él construye su sistema de pensamiento. Entre los siglos VI-IV a.C. hemos visto aparecer lo siguiente en el tereno de las ciencias: Tales (s. VI a.C.): geometría y astronomía. Anaximandro (s. VI a.C.): geografía y astronomía. Pitagóricos (a partir del s. VI a.C.): aritmética, geometría, astronomía y armonía. Hipócrates de Quíos (s. V a.C.): matemático. Hipócrates de Cos (s. V-IV a.C.): medicina (Corpus hipocraticum). Herodoto (s. V a. C.), Tucídides (s. V a.C.) y Jenofonte (s. V-IV a. C.): historia. Heráclides Póntico (c. 388-312): astronomía. Platón (s. V-IV a.C.): astronomía, aritmética y geometría. Teeteto: poliedros regulares. Euclides de Alejandría (c. 325-265): geometría (axiomática euclídea). Eudoxio de Cnido (s. IV a.C.): astronomía. Y finalmente: Aristóteles (s. IV a. C.): lógica, gramática, astronomía, «física», zoología, botánica, biología, economía, sin olvidarnos de las sistematizaciones de la poética, la ética y la política.

Después de Aristóteles, debido en parte al impulso de sus seguidores los peripatéticos y debido también a la aportación de otras corrientes filosóficas, van a ir sucediéndose múltiples aportaciones científicas, en paralelo con la reflexión filosófica, que van a ir solidificando especialmente en el marco de la «ciencia alejandrina». Una ojeada esquemática nos arroja las siguientes aportaciones:

Siglo IV-I a.C.
Estoicismo: lógica.
Teofrasto (peripatético): botánica
Estratón de Lampsaco (340-268 a.C., peripatético): física (experimentos con el aire).
Herófilo de Calcedonia (c. 335-280 a.C.), fundador Escuela de Alejandría: medicina (disecciones de cadáveres)
Demetrio de Fálero (350-282 a.C.): biblioteconomía. Primer bibliotecario de la Biblioteca de Alejandría.
Ptolomeo II Filadelfo (308-246 a.C.), rey y 2º promotor de la Escuela de Alejandría: zoología (animales exóticos)
Erasístrato de Ceos (c. 304-250 a.C.), fundador Escuela de Alejandría: médico (anatomista)
Aristóxeno (s.IV-III a.C.): peripatético: teoría musical.
Dicearco (s.IV-III a.C.): peripatético: historiador y geógrafo.
Arquímedes de Siracusa (287-212 a.C.): física (hidrostática, estática), matemáticas, astronomía.
Aristarco de Samos (310-230 a.C.): astronomía (heliocentrismo).
Ctesibius de Alejandría (c. 285-222 a.C.): matemático e ingeniero.
Eratóstenes (276-194 a.C.): matemáticas, astronomía y geografía (mide el radio terrestre).
Apolonio de Perga (262-190 a.C.): geometría (cónicas).
Hiparco (190-120): matemáticas, astronomía y geografía.
Crates de Malos (s. II a. C.): filósofo estoico, cartógrafo (construye el primer orbe terráqueo esférico), geógrafo (hipótesis de otros continentes) y filólogo.
Posidonio (135-51 a.C.): filósofo estoico, historiador, astrónomo y geógrafo (mide el radio terrestre).
Asclepíades de Prusa (124-40 a.C.): medicina
Aulo Cornelio Celso (I a. C.): medicina
Sosígenes (s. I a.C.): astronomía. Reforma del calendario de César: calendario Juliano.
Estrabón (c. 64 a.c.-24 d.C.): geógrafo e historiador griego (s. I a.C.)

Siglos I-V d.C.
Herón de Alejandría (10-70 d.C.): geodesia, mecánica, hidráulica, óptica.
Menelao (s. I): matemático.
Rufo de Éfeso (s. I d. C.): medicina
Sorano de Éfeso (c. 98-138 d.C.): medicina (ginecología).
Areteo de Capadocia (s. II d.C.): medicina
Galeno de Pérgamo (130-200): medicina, anatomía, fisiología, patología y dietética.
Claudio Ptolomeo (s. II d.C.): astronomía (sistema ptolemaico), geografía, matemática y óptica.
Diofanto (s. III): matemáticas (álgebra).
Porfirio (c. 232-304 d.C.), neoplatónico: lógica (árbol de Porfirio).
Pappo de Alejandría (s. III-IV d.C.): matemático (comentarios a los Elementos de Euclides).
Teón de Alejandría (335-405 d.C.): matemático y astrónomo. Padre de Hipatia.
Hipatia de Alejandría (c. 355-415 d.C.), neoplatónica, matemáticas y astronomía.
Proclo (410-485 d.C.), neoplatónico, comentarios sobre los Elementos de Euclides de Alejandría, y teología.

Ciencia alejandrina

De manera muy especial, En Egipto, en Alejandría, en el contexto de ese nuevo reino legado por Alejandro Magno a los Ptolomeos, va a constituirse un núcleo cohesionador y propagador del acervo científico-filosófico acumulado. Durante varios siglos sucesivos la Biblioteca y el Museo de Alejandría va a reunir y a atraer al conjunto de sabios, científicos y filósofos de la antigüedad helenística.

La ciencia alejandrina constituye uno de los principales focos culturales, junto a Atenas, Pérgamos, fenómenos culturales de la Antigüedad. La vemos desarrollarse a partir del rey Ptolomeo I Sotero (367-283 a.C.), sucesor de Alejandro Magno en el reino de Egipto. Ptolomeo I funda el Museo de Alejandría, un centro de investigación cosmopolita, a donde llama a los sabios más representativos de su tiempo. Crea, además, una Biblioteca que llegará a contar con más de 700.000 volúmenes. Se dice que llegó a tener hasta 14.000 estudiantes.
La geometría euclídea conforma la base de la geometría actual. El sistema de Polomeo estará vigente hasta Copérnico. La medicina de Galeno será seguida hasta la medicina moderna. Eratóstenes midió el tamaño de la tierra muy aproximado al cálculo real. En conjunto, el balance que arroja la labor llevada a cabo en Alejandría cuenta con estas importantes aportaciones:

Astronomía: Hiparco (c. 190-120 a.C.). Sosígenes (s. I a. C.). Claudio Ptolomeo (s. II d.C.). Teón de Alejandría (c. 335-405 d.C.). Hipatia de Alejandría (c. 355-415 d.C.)
Biblioteconomía: Demetrio de Fálero (c. 350-282 a. C.).
Física: Herón de Alejandría (10-70 d.C.).
Geografía: Eratóstenes (c. 276-194 a.C.).
Matemáticas: Euclides de Alejandría (c. 325-265). Ctesibius de Alejandría (c. 285-222 a.C.). Apolonio de Perga (262-190 a.C.). Menelao (s. I). Diofanto (s. III). Pappo de Alejandría (s. III-IV d.C.)
Medicina: Herófilo de Calcedonia (c. 335-280 a.C.). Erasístrato de Ceos (c. 304-250 a.C.). Rufo de Éfeso (s. I d. C.). Soranus de Éfeso (c. 98-138 d.C.). Galeno de Pérgamo (c. 130-200 d.C.).
Zoología: Ptolomeo II Filadelfo (c. 308-246 a.C.).

I.8. El contexto helenístico postaristotélico: entre Platón-Aristóteles y la filosofía cristiana medieval. Las escuelas helenísticas y la preocupación por el hombre y por la vida feliz en el contexto de la cosmópolis: epicúreos, estoicos, escépticos y cínicos.

Tras los grandes sistemas creados por Platón y Aristóteles, y tras la entrada en el mundo helenístico propiciado por la expansión del imperio macedónico de Alejandro Magno desde el mediterráneo hasta la India, un nuevo panorama social, político y cultural va a abrirse y, en consecuencia, un nuevo giro en la filosofía vamos a ver desarrollarse. Es lo que en pocas palabras podemos denominar el paso de las preocupaciones enmarcadas en la polis hacia aquellas otras que han de desarrollarse en un mundo abierto e intercultural, en la cosmópolis.

I.8.1. Las escuelas helenístico-romanas.

La época clásica de la filosofía griega que acoge a los dos grandes sistemas de pensamiento, el de Platón y el de Aristóteles, da paso a la muerte de Alejandro Magno (323 a. C.) a la reconfiguración de lo que se conoce como época helenística, para dos siglos más tarde, y entre mediados del siglo II a. C. y mediados del siglo I a. C., al desaparecer Grecia como Estado independiente (Macedonia se convierte en provincia romana en el 148 a. C. y el 30 a. C. desaparece la última monarquía helenística, el Egipto ptolemaico) trasfundirse y convertirse en época helenístico-romana, por la superposición y asimilación que Roma efectuará sobre la cultura griega. Cuando en el 27 a. C. Octavio Augusto deje atrás la Republica romana para abrir paso al Imperio, la preponderancia política de Roma no hará desaparecer la savia cultural griega sino que le dará larga vida hasta el comienzo de la Edad Media al haber hecho suya, en gran medida, la tradición helénica. De ahí que se hable de periodo helenístico-romano para referirnos al pensamiento de Cicerón (106-43 a. C.), Lucrecio (c. 96-55 a. C), Séneca (c. 3 a. C.-65 d. C.), Epicteto (c. 50-120), Marco Aurelio (121-180) o Plotino (c. 205-270) y de período helenístico a secas cuando nos referimos a la etapa anterior, la de Epicuro (c. 341-271 a. C.), Zenón de Citio (c. 332-262 a. C.) o Pirrón de Elis ( c. 365-275 a. C).

Ha de matizarse, no obstante, que «helenístico» y «helénico» no son dos adjetivos idénticos. «Helénico» remite a «Héllenes», topónimo y étnico con el que los habitantes de la península helénica se referían a su tierra y a sí mismos respectivamente desde Hesíodo (s. VIII a. C.) en adelante, hasta que los romanos empezaron a llamarlos «griegos» y a su tierra «Grecia», al extender a todos los helenos el nombre de un grupo de colonos llamados Graioi o Graii. «Helenístico», por su parte, procede del verbo «hellenizein», que significa hablar griego, aplicado lo mismo a los helenos que a los «bárbaros», designando un fenómeno de aculturación. La helenización fue, sobre todo, además de un hecho lingüístico, un fenómeno que se desplegó mediante la urbanización o exportación del modelo de ciudad griega hacia las tierras bárbaras de Oriente.

Aunque el epicureísmo, el estoicismo, el escepticismo y el cinismo tuvieron fundadores helénicos, sin embargo, y como consecuencia de la expansión de los límites de influencia de lo helénico tras las conquistas de Alejandro, el desarrollo de esas filosofías se caracterizó por una especie de marca helenística cuyo rasgo principal, según parece, fue el desplazamiento del centro de sus reflexiones desde la pólis griega al individuo singular que debía sobrevivir en ese marco que los estoicos llamarían cosmópolis, la que correspondía al imperio helenístico de Alejandro Magno, en la que las relaciones interindividuales dejaban de estar tan definidas «políticamente» y quedaban ahora relativizadas y abiertas ilimitadamente, sin el límite de los muros de la ciudad propia.

Además de estas cuatro escuelas filosóficas, durante la época helenística encontramos la pervivencia de la Academia platónica (los académicos), del Liceo aristotélico (los peripatéticos); el nacimiento y desarrollo de la ciencia alejandrina, en Alejandría, con su gran biblioteca y con su Museo, la nueva capital cultural de los Ptolomeos que sustituye a Roma; también, en los primeros siglos de la era cristiana, el neoplatonismo (Plotino) y el primer desarrollo de la filosofía cristiana, primero con los apologistas o apologetas y después con la Patrística desarrollada por los Padres de la Iglesia cristiana (San Basilio, San Jerónimo, San Ambrosio, San Agustín…), que suelen tratarse al hablar de la Edad Media.

I.8.2 El epicureísmo.

Epicuro de Samos (c. 341-271 a. C.) dejó escrito, según Diógenes Laercio (s. III d. C.) en torno a trescientos rollos de papiro; hijo de padres atenienses, nació en Samos y residió en Colofón, Rodas, Mitilene y Lámpsaco mientras completaba su formación y hacía un buen número de discípulos; en el 306 se establece en Atenas definitivamente, en donde había residido a sus dieciocho años, para cumplir con el deber ciudadano del servicio militar que duraba dos años. En la que era entonces capital del mundo cultural compra una vivienda con jardín, donde el filósofo compartía sus ideas con amigos e impartía sus enseñanzas. Pero el Jardín no fue nunca la Academia de Platón o el Liceo de Aristóteles, pues los que allí se reunían estaban desengañados de la vida política exterior y, por ello, buscaban la convivencia y la reflexión para procurarse dentro del grupo la felicidad serena que cabía pretender. Para Epicuro, la adquisición de la amistad es el más grande de los bienes que la sabiduría puede proporcionar para la beatitud (makaría) de toda una vida. El principio y fin de una vida beatífica, es decir, plácida, serena y feliz, viene dado por el placer (hedoné), que es connatural al hombre. Ahora bien, aunque todo placer es un bien y todo dolor un mal, sin embargo no todo placer debe ser disfrutado o elegido, ni todo mal evitado; porque hay placeres de cuyo disfrute se seguirá el dolor, y dolores de cuyo sufrimiento se seguirá el placer. El placer, dice Epicuro, no es el del pervertido o el crápula, sino el que evita el dolor del cuerpo y las perturbaciones del alma, la cual es de naturaleza material como el cuerpo y, por supuesto, mortal. Epicuro diferenciaba entre placeres «catastemáticos» (calmados, reposados o sosegados) y placeres «cinéticos» o más dinámicos. La serenidad del alma (ataraxia) y la ausencia de dolor son placeres «catastemáticos», mientras que la alegría y la diversión son movidos o «cinéticos». El placer está vinculado inevitablemente al deseo (epithymía) y su correcta consecución a una selección satisfactoria y acertada de los deseos. Pero ¿cuál es el criterio que determina la elección adecuada del deseo correcto? Toda selección debe estar guiada por la salud del cuerpo y la serenidad o ataraxia del alma, porque éste es el objetivo de una vida beatífica; para ello es preciso conocer bien la clasificación de los deseos. Según Epicuro, los deseos son a) vanos o vacíos (ni naturales ni necesarios) y b) naturales; b.1) los naturales pueden ser sólo naturales o b.2) naturales y necesarios; b.2.1) de los naturales y necesarios unos son necesarios para la felicidad (eudaimonía), otros b.2.2) necesarios para el bienestar del cuerpo y otros b.2.3) necesarios para la vida misma. Se trata, por tanto, de rehuir los vanos deseos y de vivir esforzándose en la sabiduría para elegir los deseos más prudentes, que nos lleven no sólo a una vida feliz (eudaimonía) en donde intervengan placeres cinéticos (con aquellos placeres deseables, naturales o necesarios), sino a una vida beatífica, de beatitud (makaría), es decir una vida de ataraxia, sosiego, calma, tranquilidad, placidez y bienestar, donde los placeres más estables y seguros, los catastemáticos, aseguren una sabia vida.

¿De dónde proceden la mayor parte de los temores que hacen infeliz al hombre y le desasosiegan?. Proceden del miedo a los dioses, del miedo al destino y del miedo irracional a la muerte ¿Cómo superar estos miedos, para evitar la infelicidad?

Las preocupaciones y ansiedades generadas por la observación de los astros, interpretadas como augurios o vaticinios, constituye el mayor de los desvaríos o delirios del alma humana. Lo que los griegos denominaron mantiké y los latinos divinatio o adivinación es para Epicuro una creencia ridícula y denigrante.

La superstición es una forma inadecuada de tratarse con los dioses, motivada por un miedo muy concreto (en su origen, «superstites», porque los padres querían que sus hijos les sobrevivieran y bajo el temor contrario, rogaban a los dioses por la larga vida de sus hijos). Este comportamiento supersticioso se sustentaría si los dioses tuvieran la capacidad de agradecimiento, pero para Epicuro la divinidad no tiene gracia (cháris), es decir, no tiene sentido del pago de deudas contraídas, y, por tanto, tampoco entran en relaciones de agradecimiento ni de soborno. Lo que el vulgo hace para propiciarse el favor de los dioses es completamente inútil; además produce sufrimiento. Por tanto, la conducta idónea consiste en dejar de preocuparse de los dioses, como camino a la ataraxia.

Respecto del miedo irracional a la muerte, como recuerda en la Carta a Meneceo, aunque ésta es efectivamente el más espantoso de los males, se trata de un mal que no nos afecta, porque cuando la muerte está presente, nosotros ya no somos; y cuando nosotros somos o estamos vivos, la muerte no está presente. El cuerpo y el alma se extinguen por completo con la muerte y sufrir a causa de ella sólo tendría sentido si accediéramos a algún otro lugar, pero no es así.
Para prevenirse contra los cuatro males que asedian el espíritu del hombre, Epicuro ideó un cuádruple remedio o «tetrafarmacon»: a) liberarse del miedo a la muerte: el miedo a la muerte es irracional, b) liberarse del miedo a los dioses: los dioses no se interesan por nosotros, c) liberarse del miedo al destino. el destino no depende de los astros y d) aprender a llevar, mediante el ejercicio de buenas costumbres, una vida con el mínimo de dolor y con el placer conveniente; las necesidades naturales apetitivas son fáciles de cumplir (como beber agua ante la sed) y la mayor parte de los males son evitables fácilmente.

I.8.3. El estoicismo.

El estoicismo es una escuela filosófica helenística que toma su nombre del lugar donde su fundador, Zenón de Citio –Citio era una ciudad chipriota- (332-262 a. C.), impartía sus enseñanzas en Atenas, concretamente en la “Stoa poikilé” o «Pórtico pintado». A diferencia del epicureísmo, que mantuvo una gran estabilidad como escuela, al seguir muy de cerca las enseñanzas de Epicuro, la Estoa no fue una filosofía homogénea a lo largo de los siglos en que perduró durante la Antigüedad; y, en este sentido, suelen distinguirse tres etapas diferenciadas: Estoa Antigua, Estoa Media y Estoa Nueva.

En la Estoa Antigua son autores representativos, Zenón de Citio, Cleantes –su sucesor-, y Crisipo de Solos, que toma la dirección de la escuela hasta el 207 a. C., que destaca como uno de los grandes lógicos de la Antigüedad y que, probablemente, le debamos la organización final de la lógica estoica como un cálculo.
En la Estoa Media ha de contarse con Panecio (c. 185-109) y Posidonio (c. 135-50), director de la escuela, con aportaciones importantes y con gran influjo en el mundo romano. Cicerón (106-43) conoció el estoicismo, en buena medida, a través de las obras de Panecio.

En la Estoa Nueva, los principales filósofos fueron Séneca (c. 3 a. C.-65 d. C.), Epicteto (50-120) y el emperador Marco Aurelio (121-180).

I.8.3.1. Física, lógica y ética estoicas.

Según Zenón, se daban tres clases de discurso filosófico: física, lógica y ética. A su vez, Crisipo dividió la ética en: sobre el impulso, sobre el fin, sobre las pasiones o afecciones (pathê), sobre los bienes y los males, sobre los deberes (kathekón).

- Naturaleza, impulso y razón en el ser humano:

Crisipo afirmó que el primer impulso del animal es el de cuidarse a sí mismo, rechazando lo que le hace daño y aceptando lo que es propio según su naturaleza. Pero algunos animales, además de este impulso, han sido dotados de logos o razón, con lo que es ésta la que marca definitivamente la vida conforme a la Naturaleza. ¿Qué es la razón? La razón es lo que se añade en ese animal que es el hombre como artesana (technítês) del impulso. Los animales racionales pueden modelar y manipular sus impulsos a través del logos y cuando actúan así lo hacen diferenciándose del resto de los animales. Lo propio de cada animal es vivir conforme a su naturaleza y lo propio del hombre es vivir, en consecuencia, conforme a la razón, y ésta se guía conforme a la areté. ¿Qué es la areté para los estoicos?

- Areté y emoción (páthos):

La areté se le asigna al hombre cuando desarrolla alguna destreza, habilidad o arte en grado óptimo o perfecto. La areté viene dada como consecuencia de la praxis. En todo caco los estoicos desarrollan su teoría sobre lo que es areté, partiendo de la visión de Aristóteles, con quien coinciden y de quien divergen, también.

Para Aristóteles la areté no surge ni de la naturaleza ni contra natura sino de la repetición, de la costumbre y del aprendizaje; no se adquiere la visión o la audición por oír o ver muchas veces, sin embargo las aretaí se obtienen practicándolas primero. Del mismo modo que uno se hace citarista tocando la cítara, uno se hace valiente (andreîos) practicando la valentía. Por lo demás, para Aristótles, la areté se alcanzaba buscando el equilibrio entre el exceso y el defecto, es decir buscando el justo medio entre dos extremos; justo medio que se mide en función de nuestra naturaleza, en función de nuestras emociones (páthe). Este es el lugar donde el estoicismo y Aristóteles se separan: en la concepción de las emociones. El estagirita llama emociones a los movimientos que se dan desde el alma, repercutiendo siempre en el cuerpo, como deseo, ira, miedo, confianza, envidia, alegría, amistad, odio, piedad… y, en general, todo aquello de lo que se sigue o placer o dolor. En las emociones se dan el exceso, el defecto y lo intermedio: el miedo, la ausencia patológica de miedo (aphobía) y el actuar valiente venciendo el miedo. Desde el punto de vista de lo extremoso de las emociones padecidas en nuestra naturaleza, la areté es un hábito (hexis) a través del cual encontramos el justo medio; considerada en sí misma, la areté es una disposición anímica a actuar de determinada manera que nos viene bien; y, finalmente, desde el punto de vista de la búsqueda de lo excelente y el bien, la areté consiste en buscar lo mejor posible, lo más perfecto para nosotros, la perfección.

Los filósofos de la Estoa, tomando de Aristóteles su terminología pero rechazando su fundamento, no relacionan la areté con las emociones. Para Zenón la emoción (páthos) es un movimiento irracional y contrario a la naturaleza del hombre, porque contiene un impulso (hormê) desproporcionado o una perturbación del alma; es una enfermedad de la razón: el páthos (emoción) griego que Cicerón traduce por el morbus (enfermedad) latino. Crisipo desarrollará la teoría en sentido lógico indicando que todo páthos es un juicio (krísis) u opinión que introduce en el discurso o logos una distorsión. La pena (lypê) es una contracción ilógica, irracional; son formas de pena la piedad, la envidia, los celos, la rivalidad, etc.; los celos, por ejemplo, son una pena cuya causa radica en que otro posea lo que uno desea para sí; la envidia es la pena ocasionada por los bienes que pertenecen a otros. El miedo (phóbos) es la expectación de un mal y sus modalidades son: el terror, la vergüenza, la angustia; la vergüenza, por ejemplo, es el miedo a la mala reputación. El deseo (epithymía) es una apetencia irracional, cuyas especies son: el odio, la cólera, el amor, etc. Así, el amor es el deseo de hacer amigos por la apariencia de hermosura; el odio es el deseo de un mal para alguien. El placer (hedoné) es la excitación irracional en torno a algo aparentemente elegible, como el encanto o el goce.

Lo que son las dolencias para el cuerpo lo son las emociones para el alma. Diógenes Laercio atribuye, no obstante, a los estoicos, tres emociones buenas (eupatheías): la alegría, la precaución y la voluntad, ya que las tres son movimientos racionales del alma. Se trata, por tanto, de liberarse de todas las emociones pasionales, no de las tres racionales, estado que sólo llegan a conseguir perfectamente los sabios. El sabio es «apático» o alcanza la apatheia porque sólo utiliza las emociones nobles y controla perfectamente el resto de dolencias del alma o de juicios erróneos.

Las aretaí son, para los estoicos, sobre todo conocimientos (episteme) y no hábitos o praxis como para Aristóteles. La prudencia es el conocimiento de lo malo, de lo bueno, y de lo que no es ni una ni otra cosa. La valentía es el conocimiento de lo elegible y lo evitable. La prudencia (phrónesis) y la valentía (andreia), junto con la justicia (dikaiosyne) y la templanza (sophrosyne), son las aretaí primarias, y sus derivadas son: la paciencia, la magnanimidad, la perspicacia, etc. La maldad (kakía) será para los estoicos ignorancia, como también lo había sido para Sócrates.

-La areté, el bien (agathón), el deber (kathekon) y los indiferentes (adiáphora).

El bien es lo perfecto de acuerdo con la naturaleza racional y entraña consigo un fortalecimiento. Los bienes pueden ser respecto del alma, de las cosas externas y ni de lo uno ni lo otro. Los bienes respecto del alma se identifican con las aretaí. ¿qué clase de fortalecimiento o beneficio produce cualquier areté?: la felicidad o eudaimonía, coincidiendo aquí con Aristóteles.

El deber es aquello que una vez hecho merece elogio, porque es aquello a lo que incita la razón, como honrar a los padres y a la patria, y frecuentar la compañía de los amigos, etc. Es siempre un deber vivir conforme a la virtud, aunque hay algunos deberes que son siempre y otros que no siempre, si bien, vivir conforme a la virtud (areté) es siempre un deber.

Hay cosas que no son ni buenas ni malas, que son indiferentes (adiáphora), porque ni perjudican ni benefician para obrar conforme a la razón: la riqueza, la pobreza, la salud, la enfermedad…

El estoicismo se convirtió en la filosofía moral más importante de la época helenístico-romana, teniendo en cuenta que además del rigor que se autoaplicaban los «sabios» había un modelo más atenuado ajustable al ciudadano común. El espíritu estoico caló de tal manera que llegó a ser en buena medida la filosofía oficial de Roma y de ahí le vendría también parte de su éxito, cuyo espíritu pasaría al cristianismo y, en otro orden de influencias, a autores posteriores como Spinoza.

I.8.4. El escepticismo.

El escepticismo no es equiparable en sistematización e influencia a las dos grandes escuelas morales del helenismo, pero sí tiene importancia por la aportación que hacen como escuela crítica y su interpretación de la filosofía como combate contra los dogmatismos.

Pirrón de Elis (365-275 a. C.) fundó el escepticismo después de haber participado en las campañas de Alejandro Magno en Asia y después de haber sufrido la influencia de los filósofos indios, llamados gimnosofistas.

Skepsis, de donde viene escepticismo, significa duda y a la vez indagación, revisión. El escepticismo se propone alcanzar un estado final de suspensión del juicio o epojé pero como resultado de una crítica previa a los dogmas o presuntos conocimientos que se nos presentan. Ahora bien, esta estrategia no persigue objetivos negativos sino la misma finalidad de los epicúreos, estoicos y cínicos: la felicidad (eudaimonía), pero por otra vía. La verdadera impasibilidad (apatheia) o imperturbabilidad (ataraxia) o quietud de ánimo sólo se logra cuando se consigue acallar toda duda acerca del significado de las cosas. Apartarse de los dogmas establecidos y de las verdades evidentes supone un esfuerzo continuo, cuyo fruto es la felicidad escéptica, pero no se puede conseguir cómodamente despreciando todo saber, porque la ausencia de emociones y el dominio sobre lo que nos perturba sólo se puede lograr realmente cuando se llega a una situación tal de equilibrio que nada puede ya conmovernos ni inclinarnos hacia un lado u otro, ni a afirmar o negar (aphasia). El escéptico no ha de decir nunca: «esto es», sino «esto parece». Enjuiciar comporta una cierta pasión, de modo que de lo que se trata es de suspender el juicio (epojé o epoché) y no pronunciarse como camino hacia la felicidad. Entonces, el escéptico ¿ni siente ni padece? Sexto Empírico (f. del s. II d. C.) nos aclara que el escéptico siente frío y sed y cosas análogas, pero no añade a esos hechos en sí la opinión de creer que sean malos por naturaleza, alcanzando así una moderación que no le hace sufrir por lo que enjuicia. Al suprimir las creencias antepone la experiencia a la razón, y, así, toma la vida como regla y la pervivencia como guía práctica. El escéptico toma la vida como viene, sin emitir juicio alguno sobre ello; asentado en la epoché se halla en el camino más recto hacia la eudaimonía.

I.8.5. Los cínicos.

La escuela cínica convive con estas tres escuelas morales, planteando un modelo de vida diferente. En realidad los cínicos se organizan y se dan a conocer inmediatamente después de la muerte de Sócrates, pues en su origen son discípulos suyos, que habían adoptado alguna de sus enseñanzas como eje del vivir, del mismo modo que otros fundarán sus propias escuelas diferenciadas: a) los megáricos o la Escuela de Megara (fundada por Euclides de Megara (m. en el 340 a. C.), que funden a Parménides y a Sócrates: identifican el Ser con el Bien. b) Los cirenaicos o Escuela de Cirene (fundada por Aristipo de Cirene, 435-360 a. C.), los más auténticos defensores de la ética hedonista. Y c) los cínicos, escuela fundada por Antístenes (c. 445-365 a. C.), quien enseñó en Atenas, en el Kynosargés (sepulcro del perro), de donde vendría su nombre, los de la secta del perro; si no es que el apelativo les viniera dado por el tipo de vida que defendían, similar a la de los animales. Rechazaron la teoría de las ideas platónica y defendieron que sólo existe lo que puede ser percibido por los sentidos. Su ética se basó en la autosuficiencia y la independencia; propagaron el ideal de la vida natural y del cosmopolitismo, rechazaron las instituciones como el Estado y la familia: para el sabio no hay patria, ni leyes, ni familia ni diferencias de clase.

Diógenes el Cínico (Diógenes de Sínope, m. c. 324) se hizo famoso por sus ataques contra los convencionalismos: vivía en un tonel, se paseaba en plena luz del día con un farol «buscando a un hombre», no tenía ninguna propiedad y se alimentaba de lo que tomaba directamente de los frutos de la tierra, sólo poseía una escudilla para beber y al ver que un niño bebía con las manos, la tiró; Inquirido por Alejandro Magno, debido a su fama, para que le pidiera lo que quisiera, le respondió que lo que quería es que se apartase porque le estaba dando sombra.

Los cínicos pervivieron prácticamente hasta la caída del Imperio Romano. Fueron un movimiento itinerante en ocasiones, que acogió en su seno a las mujeres y a toda clase de sujetos, sin distinción de clase o de saber.

La escuela, en algunos momentos, se confundió de hecho con el estoicismo, de similar manera a como los académicos llegaron a converger con los escépticos, lo que da idea del sincretismo (o intento de sintetizar y conciliar doctrinas diferentes) y del eclecticismo (o mezcla de componentes distintos de corrientes diversas) en el que muchas de estas escuelas entraron entre sí a lo largo de tantos siglos de pervivencia.


II. La filosofía medieval
II.1. Razón y fe: de Agustín de Hipona a Guillermo de Ockham.


II.1.1 Panorámica político-religiosa de la edad media

La Edad Media puede ser fechada entre el 476 y el 1453 o el 1492. Lo que puede entenderse por edad media tiene que ver con unas culturas que se desarrollarán al calor de dos grandes religiones nacientes: el cristianismo y el islam.

El cristianismo empezará a desarrollarse antes de la caída definitiva del imperio romano de occidente. La implantación oficial y el éxito de las iglesias cristianas va a tener consecuencias claras sobre la cultura grecolatina, porque progresivamente, sobre todo desde el siglo IV, ésta va a ser filtrada por este nuevo credo, reconstruyendo aquellos elementos paganos que podían ser bien asimilados y rechazando todo aquello que se oponía al mandato divino del Nuevo Testamento.

Las líneas de fuerza de lo que va a ser la edad media se delinean en torno a los grandes imperios y reinos herederos del imperio romano, pero también en la medida que estos poderes temporales se alían con las nuevas religiones que van a imponer su hegemonía moral en el mundo. Se abren tiempos donde el pode temporal de los reyes y emperadores entrará en una estrecha dialéctica con el poder espiritual de los obispos y patriarcas. Las distintas culturas y estados medievales habrán de determinar dónde empieza y acaban esos dos poderes y cuál tiene preeminencia sobre cuál. En la Iglesia bizantina (a partir de Constantino I) el emperador será a la vez el primer representante de la iglesia; en la religión islámica, los califas serán también cabeza espiritual de la religión de Mahoma. En la iglesia de Roma el papa habrá de entenderse con el emperador o con los reyes católicos para fijar el delicado equilibrio entre el poder del César y el poder de la Iglesia de san Pedro.

En el 313 el emperador Constantino I el Grande (272-337) declara legal, a través del Edicto de Milán, a la religión cristiana entre el resto de religiones admitidas. El emperador Juliano el Apóstata (332-363) hacia el 361 intenta restaurar y privilegiar las prácticas de la religión pagana frente al cristianismo, pero fracasa. En el 380 el emperador Teodosio I el Grande (347-395) declara el cristianismo religión oficial del Imperio mediante el Edicto de Tesalónica.

La suerte del cristianismo y específicamente la de los cristianos que siguen el Concilio de Nicea (325), el catolicismo en suma, va a estar echada: alea jacta est. A partir del edicto de Teodosio la religión oficial del imperio romano y en lo suscesivo también de los reinos bárbaros que conquistan el Imperio Romano de Occidente. Teodosio será, por otra parte, el último emperador que gobierne el imperio occidental y el oriental; así pues, a partir de su muerte el imperio quedará escindido definitivamente. El Imperio Romano de Occidente desaparecerá en el 476, bajo el emperador Rómulo Augústulo, en manos de Odoacro. El Imperio Romano de Oriente, es decir el Imperio Bizantino, caerá en el 1453 cuando Constantinopla sea tomada por los turcos otomanos.

El padre de Carlomagno, Pipino el Breve, rey de los francos entre el 751 y el 768, protege al papa de Roma, Esteban II, frente al poder de Bizancio, y da lugar a la formación de los Estados Pontificios mediante la Donación de Pipino. Previamente, el papa Esteban II se había aliado con los francos tras el cisma que se plantea en el credo de la Iglesia entre los iconoclastas frente a los defensores de las imágenes. La iglesia de Roma se hará partidaria de las imágenes mientras que en la iglesia de Constantinopla acabarán imponiéndose las tesis de los iconoclastas. Al consagrar el papa al rey de los francos por derecho divino, el Papado buscaba una nueva protección del poder del Estado y se enfrentaba de este modo también a la protección y al imperio de Bizancio. Este proceso de escisión llegará a ser definitivo a mediados del siglo XI cuando oficialmente se declare el Gran Cisma entre Oriente y Occidente.

Carlomagno (742-814), sucesor de Pipino, nombrado también emperador por el Papa, intentará reunificar de nuevo en el centro de Europa hacia el 800 el Imperio Romano. Conseguirá durante un tiempo afianzar frente a Constantinopla una nueva potencia en centroeuropa: el Imperio Carolingio.

En 1054 se separan, después de siglos de múltiples disputas, la Iglesia de Roma de la Iglesia bizantina de Constantinopla: los cristianos se escinden en católicos y ortodoxos. La escisión se había iniciado cuando en el 330 Constantino I declaró Constantinopla nueva capital del Imperio Romano; y había tenido un nuevo punto de crisis durante el debate sobre la iconoclastia del siglo VIII. En Occidente la cabeza de la Iglesia se considerará que recae en el obispo de Roma, a cuyo servicio se ha de poner el poder temporal, pero en Oriente la cabeza de la Iglesia será el mismo emperador a quien el patriarca de Constantinopla estará supeditado, al igual que deberá estarlo el obispo de Roma.

El Sacro Imperio Romano Germánico se formó en la parte oriental del Imperio Carolingio una vez dividido, en el 962 y duró hasta que Napoleón lo disolvió en 1806. El Sacro Imperio Romano Germánico se mantuvo durante siglos como una declaración de intenciones unificadoras dentro de la cristiandad europea. Un conjunto de territorios compuesto de múltiples reinos diversos en el centro de Europa encontraron un nexo espiritual de confederación a través de esta idea de Imperio. La religión oficial será en la parte occidental de Europa la católica y en la oriental la ortodoxa y a partir de 1555 (Paz de Augsburgo) se introducirá también en Europa, apoyado en buena medida en el imperio germánico, la religión protestante como religión oficial.

Mahoma (570-632) fue el profeta fundador del Islam, nueva religión que entroncará con el Antiguo y el Nuevo Testamento, introduciendo además su propia revelación divina: el Corán, a partir del 610. El Islam se expandió rápidamente por la Península Arábica, y poco después por Siria y Palestina. Durante el siglo VII se expandirá también por Mesopotamia, Persia, Egipto y norte de África hasta penetrar en la Península Ibérica entre el 711, permaneciendo durante casi ocho siglos hasta su expulsión en 1492.
A partir del descubrimiento y de la conquista de América llevado a cabo por los españoles la religión católica se expande por América y también por Oceanía y Asia. La expansión marítima portuguesa y luego la francesa, inglesa y holandesa expandirán también en los territorios que colonizan bien la religión católica bien alguna de las modalidades de la religión protestante.

Las culturas cristiana e islámica, junto con la tradición judaica, serán los principales focos receptores de la cultura grecolatina. En el seno de estas tres religiones se producirán durante la Edad Media los principales desarrollos filosóficos y científicos herederos de la filosofía y la ciencia antiguas.
II.1.2. El problema de la compatibilidad entre la razón y la fe.


La filosofía griega se había desarrollado en nombre de la racionalidad científico-filosófica, que había venido a desplazar a la antigua «racionalidad» de los mitos y de las religiones politeístas. Pero el gran desarrollo de las religiones monoteístas (singularmente el cristianismo) coincidiendo con la reestructuración de los territorios que habían estado bajo la dominación romana y mediadas por esa nueva mezcla cultural que va a producirse, consecuencia de las invasiones bárbaras, hará que el privilegio que había alcanzado aquella racionalidad decaiga, al tener que ponerse ahora al servicio de una nueva verdad: la verdad revelada.

Platón construyó su filosofía bajo el modelo racional que la geometría imponía, aunque para ir más allá. Aristóteles añadió al modelo de la geometría y de las demás ciencias particulares el de la lógica, como instrumento de investigacón supremo. La edad media que entra se caracterizará por introducir como modelo de verdad la teología dogmática. Esta teología dogmática, expresión de la verdad más o menos directamente emanada de Dios, derivará al contacto con la filosofía en teología racional.

Lo primero que se debate entre los primeros apologistas cristianos y entre los primeros Padres de la Iglesia es si ha de rechazarse el paganismo por entero o si ha de entenderse que en parte Dios ya había iluminado a algunos de aquellos antiguos sabios, como Sócrates. Ha de decidirse, en suma, si la filosfía griega ha de ser rechazada y perseguida o si ha de ser recuperada y reinterpretada. Tras los primeros siglos de debate se impone la tesis de la recuperación del mundo grecolatino. San Agustín puede ser considerado como el exponente máximo y el defensor más definitivo de la postura integradora.

Algunos padres apologetas como Arístides, Melitón de Sardes, Justino, Atenágoras y Minucio Félix son defensores de la sabiduría griega pero otros como Taciano, Hermias, Tertuliano y Arnobio postulan que no es conciliable con el nuevo credo desde la venida del Cristo salvador. Otros, como Lactancio, mantienen tesis intermedias. Ireneo, Hipólito, Orígenes y Clemente de Alejandría fueron otros padres apologistas destacados en los primeros siglos de la Iglesia. Los apologistas representan el primer pensamiento cristiano en los tiempos en que su religión era perseguida en el imperio pero más allá de las justificaciones para salvar o condenar la filosofía griega sus aportaciones han de ser tenidas en cuenta desde el punto de vista de sus disputas teológicas y no por contribuciones estrictas a la filosofía.

Los Padres de la Iglesia continúan la tradición de los apologetas, primero en Oriente (Padres griegos): san Atanasio (296-373), san Basilio el Grande (ca. 330-379), san Gregorio Nacianceno (329-389) y san Juan Crisóstomo (347-407). Y luego en Occidente (padres latinos): san Ambrosio (340-397), san Agustín (354-430), san Jerónimo (340-420) y san Gregorio Magno (ca. 540-604). De todos ellos será Agustín de Hipona quien contribuya no sólo al desarrollo de la dogmática teológica sino también al de la filosofía de un modo fundamental.

II.1.2.1. San Agustín

Agustín de Hipona (354-430) nace en Tagaste (Numidia, África). Su madre, Santa Mónica, le educa en el cristianismo («el hijo de las lágrimas de su madre»), si bien su padre permaneció en el paganismo. Según sabremos por sus Confesiones lleva una vida apasionada durante su juventud, entregada en parte a la búsqueda de los placeres mundanos y desde los diecinueve años, cuando la lectura del Hortensius de Cicerón le despierta el afán por la sabiduría, dedicado a la búsqueda de la verdad que indaga en distintas escuelas filosóficas. Influido primero por el estoicismo se convierte al maniqueísmo y más tarde se vuelve escéptico académico hasta que descubre el neoplatonismo de Plotino. Se hizo profesor de retórica en Cartago, Roma y en Milán. Fue en esta última ciudad donde al conocer las predicaciones de San Ambrosio se convertirá al cristianismo a la eda de treinta y dos años. Volvió a África, llevó una vida de piedad y estudio, en el 391 es ordenado presbítero y en el 395 fue elegido obispo de Hipona. En sus obras combatirá sus antiguas opiniones: a los maniqueos y a los escépticos, y apoyándose en los neoplatónicos acercará la filosofía griega al credo cristiano. Combatirá también las principales herejías que entonces apuntaban: el pelagianismo y el donatismo. Conoce el saqueo de Roma por los visigodos de Alarico en el 410 y coincidiendo con el sitio de Hipona por los vándalos muere en el 430, como un personaje a caballo entre la Antigüedad y la nueva era que se abría: la Edad Media. Este periodo histórico y, en general, el pensamiento cristiano posterior, quedará marcado por la impronta de su pensamiento y de su obra. Su figura se impone como uno de los más grandes Padres de la Iglesia católica.

Obra. Entre sus principales escritos cabe citar: Contra académicos, De libero arbitrio, las Confesiones, De trinitate, y su magna y principal obra De civitate Dei. En La Ciudad de Dios se construye por primera vez en la historia del pensamiento una filosofía de la historia, que queda delineada en congruencia con el dogma cristiano.

II.1.2.1.1. Razón y fe en San Agustín

El pensamiento de Agustín de Hipona pasa por ser una síntesis muy equilibrada entre la tradición filosófica griega y la nueva dogmática cristiana que empezaba a aposentarse en los primeros concilios ecuménicos.

En el concilio de Nicea (325) se trató del tema de la divinidad de Jesucristo. Arrio, sacerdote de Alejandría, defendía que no era Dios ni tampoco eterno. Contra el arrianismo, se define dogmáticamente en este primer concilio la divinidad de Cristo: el Padre es Dios y el Hijo es igualmente Dios.

El Concilio de Constantinopla (381) añade al credo niceno que también el Espíritu Santo es Dios. El Dios uno y trino pasa a ser un dogma de fe.

El Concilio de Éfeso (431) determinó que la virgen maría es verdaderamente la madre de Dios, en cuanto es la madre de Cristo. Nestorio defendía que no podía ser madre de Dios, pues podría pensarse que la eternidad de Dios pasaba a depender de la humanidad de María.Frente a la herejía nestoriana el concilio afirma que María es madre de la parte humana de Jesucristo, y que por mediación del Espíritu Santo es entonces madre de Dios, en cuanto que Cristo es la segunda persona de la Santísima Trinidad.

El Concilio de Calcedonia (451) decidió que Cristo tiene verdaderamente dos naturalezas, la divina y la humana, y no sólo una (la divina, siendo la humana sólo aparente) como quería el monofisismo, que fue declarado herejía.

Los temas de estos cuatro concilios y las herejías que arrastraban fueron temas fundamentales tratados por San Agustín, quien cooperó en gran medida a encontrar vías de salida a estos problemas de la dogmática cristiana.

II.1.2.1.1.a. La ciudad de Dios

San Agustín escribe La ciudad de Dios motivado por la defensa del cristianismo en una época en que se pretendía inculpar a los cristianos de la visible decadencia de Roma frente al empuje triunfal de los bárbaros. Sus diez primeros libros refutan las opiniones erróneas y hostiles a la religión cristiana. Los doce últimos libros diseñan una filosofia de la historia: en los libros del 11 al 14 trata del origen de las dos ciudades, haciendo coincidir esto con los datos bíblicos; del 15 al 18 explica su progreso, interpretándolo como una lucha entre el bien y el mal (donde se ve cierta influencia del maniqueísmo); del 19 al 22 preve la senda que le está reservada a la historia de la humanidad en función de los designios divinos: la ciudad de Dios vencerá sobre la ciudad del diablo, los justos irán al paraíso y los condenados los serán eternamente. Ya san
Ambrosio había hablado de la civitas Dei frente al regnun pecati, de modo similar a como venía siendo habitual entre los apologistas y los Padres de la Iglesia, pues ya en el Apocalipsis se había introducido la diferencia entre la Jerusalén celestial y la Babilonia terrenal.
La «ciudad terrena» representa el estado civil y pagano frente a la Iglesia; esta ciudad está regida por las fuerzas del mal; pero los habitantes de estas ciudades no lo son por habitar en ellas sino porque «se aman más a sí mismos que a Dios». La «ciudad celestial» es, por el contrario, aquella constituida por los que aman más a Dios que a sí mismos. Caben en ella, por tanto, los que están dentro de la Iglesia como aquellos que aún no la han descubierto pero que en sus obras cumplen lo esencial de los preceptos cristianos. La institución en la tierra de la ciudad celestial es, o obstante, la Iglesia, por eso todos los hombres están llamados a salvarse a través de ella. Aun así, aquellos miembros de la Iglesia que incumplieran el mandato del amor a Dios pertenecerían en realidad a la ciudad del demonio.
La historia de la humanidad es la historia de la lucha de estas dos ciudades. Con la venida de Cristo la ciudad de Dios se articula institucionalmente en torno a la Iglesia, por lo que el poder temporal si quiere ponerse de parte del bien y la justicia ha de quedar supeditada espiritualmente al poder religioso. El Estado político ha de ser un Estado cristiano. La Iglesia y el Estado no están llamados a enfrentarse sino a entenderse, poniéndose la política al servicio del proyecto de salvación cristiano. Contra esta tesis de san Agustín, veremos desarrollarse otro movimiento cismático liderado en sus inicios por Donato de Casas Negras (s IV), obispo de Cartago. El donatismo se funda en la absoluta intransigencia de la Iglesia frente al Estado. La iglesia, según los donatistas, es una comunidad de perfectos, que no deben tener contacto con las autoridades civiles; las autoridades religiosas que toleran tales contactos pierden la capacidad de administrar los sacramentos. La solución agustiniana frente al donatismo es una vía media y una propuesta de dependencia espiritual pero no de exclusión del poder temporal. La Iglesia es la única sociedad llamada a ser realmente perfecta y es superior al Estado, pero ambas instituciones han de cooperar mutuamente. Sobre este modelo agustiniano se articulará la historia de la cristiandad medieval en Europa. En la práctica, este ideal cristiano funcionará como elemento aglutinador frente a otros modelos culturales y frente a otras fuerzas políticas.

Esta lucha entre el bien y el pecado se desarrolla a través de dos niveles dramáticos: 1) el esfuerzo de los hombres por no pecar, que reciben la ayuda de los sacramentos por su pertenencia al pueblo de dios (a la Iglesia). 2) La necesidad de la gracia divina para salvarse añadida al esfuerzo humano por amar a Dios. Según san Agustín el hombre «non posse non peccare» después del pecado original. Ahí interviene la Iglesia para borrar los pecados procedentes de la humana naturaleza; pero no es sólo el hombre individual el que está en pecado sino toda la especie, caída a consecuencia del pecado original. El pecado original ha cambiado la inicial historia de la humanidad y la ha dejado sometida a la necesidad de la gracia divina. Sin gracia es imposible salvarse. Las tesis de San Agustín se impondrán a las de Pelagio (siglos IV-V, coetáneo del obispo de Hipona). Pelagio es un monje cristiano fundador de la herejía que niega el pecado original. En el tema de la libertad y de la necesidad de la gracia, el pelagianismo proponía una relación entre Dios y el hombre más igualitaria; san Agustín se opone al pelagianismo e introduce el máximo dramatismo en la relación entre Dios y el hombre: es necesario pertenecer al pueblo de Dios para salvarse pero eso no basta: Dios ha de elegirnos y salvarnos con su gracia. El pelagianismo, que rechaza el pecado original, afirma, contra la tesis agustiniana, que el hombre gozaría de libre voluntad para elegir entre el bien y el mal, por lo que la gracia divina será una ayuda pero no una condición necesaria. San Agustín establece una infinita distancia entre Dios y el hombre y deja a éste a expensas de la gracia divina, después de haber sido expulsado del paraíso terrenal por el pecado original de Adán y Eva. Las tesis agustianas se imponen sobre las pelagianas y la vida espiritual se convierte de este modo en una relación máximamente dramática entre Dios (infinita bondad, infinita justicia e infinita misericordia) y el hombre. La historia de la humanidad es una lucha entre el bien y el mal (como en el maniqueísmo) pero ahora está guiada por un designio divino: la gracia, pero cómo afectan ésta a cada caso particular lo desconocemos, por lo que estamos en las manos de Dios. La ciudad del bien triunfará histórica y terrenalmente al final de los tiempos sobre la del mal, y entonces los malos serán condenados eternamente en el infierno y los buenos serán llevados ante la presencia de Dios.

El problema del pecado original también enfrentó a san Agustín con Tertuliano (160-c. 225). Tertuliano partía de la idea estoica de que todo es corpóreo; el espíritu y Dios mismo son corpóreos. El pecado original, según Tertuliano, se comunicaba de padres a hijos porque no sólo eran generadores del cuerpo sino también del alma. Se trata de la tesis generacionista o traducionista (traducere: «pasar de un lado a otro») para explicar la trasmisión del pecado original. Dios quedaba al margen de la transmisión del mal. Frente a estas tesis generacionistas la tesis oficial era la creacionista: el alma es creada directamente por Dios. Pero entonces quedaba por resolver la implicación de Dios en la trasmisión del mal. San Agustín buscará también aquí una vía media entre el creacionismo extremo y el generacionismo, aunque deja la solución sólo apuntada, no cerrada: Dios es el creador del alma pero el pecado se trasmite por mediación de los padres de cada ser engendrado, «como una llama enciende otra llama».

En el modelo agustiniano se impone, al lado de la necesidad de amar a Dios, la idea de que habrá una «massa damnata» a consecuencia del pecado original y de los posteriores pecados de los hombres. Esta massa damnata vista desde la perspectiva de la omnisciencia divina y de su gracia es una masa predestinada a la condenación frente a los predestinados a la salvación. No se quita importancia a la necesidad de esforzarse por no pecar, pero el resultado final no dependerá sólo de esto sino sobre todo de Dios: de la gracia y de la predestinación divina, cuyos designios desconocemos. Se plantea, de esta manera, el problema de la libertad humana. San Agustín no habla de determinismo absoluto ni de que la libertad humana nada valga, pero aun siendo preciso que la libertad del hombre se mueva hacia el amor a Dios, el elemento fundamental y determinante lo pone siempre Dios: la gracia y, con ella, una «predestinación» que ha de ser entendida desde la perspectiva divina y no desde la humana.

En definitiva, la filosofía de la historia de san Agustín introduce un nuevo concepto de tiempo: tiempo rectilíneo, con un alfa y un omega. El tiempo se entendía hasta la época según el mito griego de los ciclos cósmicos. Orígenes (c. 185- c. 254), Padre de la Iglesia griega, defiende la creación del mundo ab aeterno, y en concordancia con esto se hallaría próximo de la visión cíclica griega al defender la teoría de la «apocatástasis»: todos serán salvados al final de los tiempos por Dios, después de haber pasado a los pecadores por un fuego purificador. La unidad originaria de Dios con toda criatura (incluidos los demonios) será restaurada definitivamente cuando todos hayan sido purificados, lo que será posible en el momento en que todos hayan entrado en la amistad de Dios.

Con San Agustín, la historia adquiere una representación rectilínea, y queda sometida a un tiempo con principio y fin: la creación y el juicio final, donde la historia acabará. Y será una historia de salvación, donde la venida de Cristo y la intervención de la gracia divina serán los elementos principales en ese devenir. La historia se escinde, así pues, en dos mitades: antes de la venida de Cristo y después de la venida de Cristo. La historia de la humanidad más que la historia de los hechos positivos y del poder de los estados se interpretará como historia moral y espiritual, y será una historia universal (de la que puede verse un antecedente en el historiador Polibio). Todo en ella ha de quedar interpretado a la luz de la revelación divina. Sin esto, nada tiene sentido. La historia es la historia de la caída, de la redención y de la salvación o condenación del género humano. Es una historia teleológica, dirigida al fin que Dios tiene señalado; es, en consecuencia, también una historia providencialista y en progreso determinista desde la ciudad del diablo hacia el triunfo final de la ciudad de Dios.

La teoría de la historia de san Agustín se inserta en una antropología, en una teoría ético-política y en una teoría del conocimiento, que contienen fuertes componentes platónicos, neoplatóncios y estoicos. En general, la filosofía madura de san Agustín es enfrenta al escepticismo, al epicureísmo y al conjunto de herejías que se separaban de los dogmas de los concilios: arrianismo, donatismo, pelagianismo, etc.
San Agustín se inspira en Platón (a través de Filón de Alejandría) al elaborar su teoría ejemplarista: Dios crea a todos los seres desde arquetipos que están en la mente divina. De esta manera lo creado es eterno en la mente divina, pero es temporal en cuanto creado efectivamente por la voluntad divina. Frente a Mani (s. III) y el maniqueísmo, seguidores del antiguo mazdeísmo (antigua religión cuyo profeta principal fue Zoroastro o Zaratustra), que mantenían la existencia del Bien (Ormuz) y del Mal (Arimán) como la lucha de dos divinidades, san Agustín expone un mundo creado por Dios, según el ejemplarismo, donde el mal no existe sino como privación de bien. En el fenómeno de la creación ex nihilo, la voluntad divina crea todo simultáneamente pero en dos niveles: lo que crea en un principio (el tiempo, etc.) y lo que crea virtualmente, a través de la rationes seminales, concepto que toma de los estoicos.

El Obispo de Hipona se caracteriza por subrayar la idea del Dios infinito frente a la criatura finita y pecadora, pero, a la vez establece nexos de unión muy potentes entre el hombre y su creador. La teoría de la iluminación es uno de estos puentes de conexión que acercan el hombre a Dios. El hombre es un compuesto de cuerpo y alma (materia y forma), pero el cuerpo está visto al modo platónico (no aristotélico) como una cárcel de lo verdaderamente importante: el alma; la unión cuerpo-alma es accidental, no esencial. Este hombre así constituido posee un conocimiento inferior que procede de los sentidos pero junto a éste posee un conocimiento superior (la verdadera filosofía o sabiduría) que nos eleva a descubrir mediante la razón los principios éticos universales, la existencia del alma y la existencia de Dios, que no puede soportarse en el innatismo y que por tanto ha de proceder de una iluminación que Dios concede a la razón humana, que en alguna escala está creada a imagen y semejanza de Dios. Algunos paganos, como Sócrates, habrían entrevisto algunos de estos principios de sabiduría fundamentales, pero habrían permanecido en estado imperfecto al faltarles la verdad revelada.

Las verdades racionales y las verdades reveladas han de fortalecerse unas a las otras, frente a Tertuliano que defendía el «credo quia absurdum», es decir que defendía sólo la fe como vía de saber y no la razón, rechazando también la pretensión de salvar parte de la filosofía pagana. San Agustín no mantendrá ni una tesis extrema fideísta (sólo la fe muestra la verdad) ni una tesis extrema racionalista. Al racionalismo le indica: crede ut intelligas (cree para entender), pero también a los fideístas les dice: intellige ut credas (comprende para creer), pues es imposible creer contra la razón. Entre las verdades dogmáticas que más se resistieron al santo de Tagaste se encuentra el dogma de la Santísima Trinidad. Cuenta la leyenda que paseando por una playa cuando meditaba en este problema, vio a un niño que afanosamente llenaba un agujero en la arena con el agua del mar; cuando le preguntó que por qué se afanaba tanto, el niño le respondió que quería meter toda el agua del mar en el pozo, a lo que el obispo le respondió que eso era imposible; entonces, el niño (que era un ángel enviado por Dios) le dijo que mucho más difícil era que la razón humana comprendiera el misterio de la Trinidad. Sea como fuere, Agustín de Hipona defiende que ya que no se puede comprender, sí se pueden buscar analogías o metáforas en el mundo empírico, entre las cuales señaló que las tres personas divinas están contenidas en el Dios único como los tres ángulos lo están en un triángulo.

Del pensamiento de Agustín de Hipona resulta una síntesis entre la dogmática de la revelación divina (Antiguo y Nuevo Testamento) y de los acuerdos conciliares y, por otra parte, de la filosofía griega susceptible de armonizarse con el naciente cristianismo.
Participó en varios concilios regionales: Concilio III de Hipona (393), Concilio III de Cártago (397) y IV de Cártago (419), en los que se sancionó definitivamente el Canon bíblico (los libros de la Biblia aceptados por la Iglesia) del Papa Dámaso I (Sínodo de Roma de 382). Las tesis de san Agustín serán seguidas casi en su totalidad por la historia de la Iglesia hasta que con Santo Tomás de Aquino resurja una nueva sistematización del pensamiento cristiano, heredero de san Agustín, pero que ha de retomar los problemas irresueltos o solucionar problemas nuevos entre la teología y la filosofía, entre lo que dicta la fe y lo que puede seguirse de la razón.

II.1.2.2. De la Patrística a la Escolástica
La labor principal durante el periodo posterior al pensamiento de los Padres de la Iglesia es la recopilar en enciclopedias las doctrinas existentes y en peligro de perderse. El modelo de obra paradigmática es o el copismo (producción de copias) o la traducción o el comentario.
Obispos, abades y jerarcas eclesiásticos fundan a partir del siglo VI escuelas donde transmitir el saber de la Antigüedad, de la Biblia, de los primeros concilios, de los apologetas y de los Santos Pdres. El saber pasará a ser una función ejercida eminentemente por el clero, de manera que en su mayoría los señores, nobles y guerreros en general desempeñarán sus funciones políticas al margen de todo cultivo intelectual.
Boecio (480-525), el «último romano», ministro del rey ostrogodo Teodorico, escribió, seguramente en su etapa de la cárcel antes de ser decapitado, Consolatio philosophiae (donde defiende una Providencia universal); asimismo fue uno de los grandes traductores (Categorías y Peri hermeneias de Aristóteles, y la Isagoge de Porfirio) y comentaristas.
Debemos a Casiodoro (480-579) un manual de las siete artes liberales.
Por su parte, Isidoro de Sevilla (560-636) escribe una enciclopedia del saber de su tiempo: las Etimologías.
A Beda el Venerable (673-735) le debemos comentarios a la Biblia y a materias científicas y literarias.
Coincidiendo con el renacimiento carolingio, Juan Escoto Eriugena (s. IX) sigue una influencia netamente neoplatónica (en concreto del Pseudo-Dionisio) y plantea una idea de Dios muy próxima al panteísmo.


II.1.2.2.1. Algunas aportaciones científicas medievales

La edad media también transmitió, y desarrolló en algunos aspectos, la ciencia antigua que había llegado a su esplendor en la época de la Biblioteca y del Museo de Alejandría.

En la tradición árabe encontramos las siguientes aportaciones importantes:

Matemáticas: el sistema de numeración arábiga, con sus guarismos característicos que van a ser asimilados por la cultura cristiana.
Astronomía: Al-Batani: precisa la oblicuidad de la eclíptica y la precesión de los equinoccios. Azarquel: elabora las Tablas toledanas de astronomía. Al-Bitrugi: corrige el sistema ptolomeico.
Óptica: Alhazen desarrolla la óptica.
Medicina: avances farmacéuticos y propuesta de nomenclatura. aportaciones de Geber y Al-Razi que preludian la química; Al-Razi recopila el saber médico en su Liber continens. Avicena escribe el Canon de la Medicina. Abulcasin introduce científicamente la cirugía.

En la Europa cristiana encontramos las siguientes aportaciones importantes:

Matemáticas: traducción de los Elementos de Euclides. El Libro del Abaco, de Fibonacci (Leonardo de Pisa).
Astronomía: traducción del Almagesto de Ptolomeo. Las Tablas Alfonsíes y los Libros del saber de Astronomía, de Alfonso X el Sabio. Roger Bacon estudia las magnitudes del Sol y de la Luna, la causa de las mareas y descubre el erro del calendario de Julio César.
Ciencias naturales: el Speculum Naturale, de Vicente de Beauvais. La obtención de productos químicos por Alberto Magno. La medicina en las Escuelas de Salerno y Montpellier. La farmacia se separa de la medicina.

Entre los saberes pretendidamente científicos, en la alquimia, se trabaja en torno a la idea de Piedra Filosofal, la Panacea y el elixir de larga vida.


II.1.2.2. Razón y fe en la Escolástica medieval


Entre los siglos VI y XI la edad media se desarrolla en Europa como un periodo de construcción de su identidad cristiana, partiendo sobre todo de los santos padres y del mantenimiento de una tradición grecolatina muy quebrada. El principal problema filosófico planteado ha sido encontrar la recta correspondencia entre el saber filosófico y el saber teológico revelado, entre la fe y la razón. Este problema tendrá una gran impronta durante el resto de la edad media, y lo tiene, en realidad, hasta el presente. En los siglos XI y XII vemos a la filosofía judía y musulmana en su plena madurez y expansión. Fruto del contacto de la filosofía cristiana con las filosofías árabes y judías y de su propia lenta maduración al calor de la constitución de los nuevos reinos medievales europeos, en Europa va a desarrollarse una actividad filosófica in crescendo y ahora ininterumpida hasta conectar con el Renacimiento y la edad moderna. En los siglos XIII y XIV vemos aparecer las grandes sistematizaciones del pensamiento cristiano en las obras de Tomás de Aquino, Duns Scoto y Guillermo de Ockham.

Las escuelas creadas en los monasterios y en las catedrales se harán muy fuertes a partir del siglo XI. La abadía de Cluny, como ejemplo paradigmático, se funda en el 910, y en 1096 vemos a aparecer el Císter. La primera cruzada ha tenido lugar en 1096 y, en este clima de enfrentamiento religioso, la orden de los franciscanos (San Francisco de Asís) y de los dominicos (Santo Domingo de Guzmán) va a constituirse en los comienzos del siglo XIII, para combatir algunas herejías interiores que empezaban a divulgarse por Europa en el seno del cristianismo, que eran ecos de los principales problemas dogmáticos arrastrados por el cristianismo desde los primeros concilios. A partir del siglo XII vamos a asistir a la progresiva fundación de universidades: Bolonia (1119), Paris (1150), Salamanca (1244), etc. El pensamiento cada vez más elaborado y divulgado procedente de estas escuelas y universidades se conocerá con el nombre de Escolástica. En los siglos inmediatos precedentes puede hablarse de una pre-escolástica El pensamiento escolástico representa pues en general el pensamiento cristiano medieval entre los siglos XI y XIV. En las filosofías árabe y judía encontramos también una escolástica musulmana y judía respectivamente. Avicena (980-1036) y Averroes (Córdoba, 1128-1198) son los dos grandes filósofos del pensamiento musulmán. Y Avicebrón (en judío: Ibn Gabirol, Málaga, 1020-1070) y Maimónides (Córdoba, 1135-1204) los principales representantes de la filosofía judía. La continuidad que se da a esta filosofía cristiana (o en su caso musulmana o judía) hasta nuestros días por parte, sobre todo, de las instituciones religiosas, se denomina igualmente escolástica, que, cuando es fruto de derivas o remodelaciones posteriores se conoce como neoescolástica. Hubo un importante movimiento neoescolástico en España en los siglos XVI y XVII (singularmente Francisco Suárez, 1548-1617); y se han dado en los siglos XIX y XX aportaciones renovadas en la llamada neoescolástica contemporánea, en torno, por ejemplo, de universidades como la de Lovaina.

Varios rasgos dan unidad a este movimiento: 1) La compatibilidad Filosofía/Teología. En la relación entre la filosofía y la teología se considera superior a ésta, tesis en perfecta continuidad con los apologetas y la patrística. La filosofía tiene la función de ser un auxiliar de la teología: philosophia ancilla theologiae (la filosofía es sierva de la telología), es útil para comprender racionalmente los dogmas de fe. 2) El método escolástico. El trabajo intelectual de los comentarios y de las compilaciones anteriores madura ahora en un sistema específico de pensamiento o «método escolástico»: discusión y comentario de tesis filosóficas (fundamentalmente de Platón y de Aristóteles) y análisis de la compatibilidad con la dogmática religiosa. Funcionaba en este método un principio de autoridad al que los análisis debían someterse: magister dixit. El principio de autoridad supremo era la revelación divina, pero en materias filosóficas el principal magisterio estaba representado por Aristóteles (que funcionaba muy entreverado con la filosofía platónica y neoplatónica). Los análisis sobre la quaestio a debatir se desarrollaban enfrentando dos posturas posibles: el sí y el no (sic et non). Estas dos posturas se sometían a la razón dialéctica y al apoyo de textos de autoridad. Finalmente se concluía. 3) La enseñanza junto a los textos sagrados del trivium y el quadrivium. El trivium comprendía la gramática, la retórica y la dialéctica; y el quadrivium la aritmética, la geometría, la astronomía y la música.

El principal precursor de la Escolástica fue Escoto Eriúgena (810-878), irlandés a quien el rey Carlos el Calvo llama a Francia. Algunos medievalistas llevan el comienzo de la escolástica hasta su filosofía. Influido por el neoplatonismo y por San Agustín es el primer autor cristiano después de los santos padres que desarrolla un pensamiento propio. El monoteísmo religioso, matizado en el catolicismo del misterio de la Trinidad, es llevado en Eriúgena (o Erígena) a las lindes del panteísmo: un único Dios en quien están contenidas todas las cosas naturales, según distintas escalas, dentro de una concepción dinámica donde la unidad de Dios coincide con la unidad de la naturaleza. Distingue cuatro momentos de la naturaleza: 1) la naturaleza creadora no creada (Dios como principio de todas las cosas); 2) la naturaleza creada y creadora (el Verbo); 3) la naturaleza creada y no creadora (el mundo sensible creado por el Verbo); 4) la naturaleza ni creada ni creadora (Dios como fin último de todas las cosas).


II.1.2.2.1. Razón y fe a través del problema de los universales

Anselmo de Canterbury (1033-1109), monje benedictino, influido por el neoplatonismo y seguidor de la filosofía de san Agustín, destacó por el papel jugado en el problema de los universales pero, sobre todo, por el famoso argumento ontológico de la demostración de la existencia de Dios.

En la pujanza escolástica de los siglos XI y XII, el pensamiento cristiano se halla escindido en dos grandes grupos ideológicos y enfrenta a los llamados «teólogos» con los «dialécticos», o los antiqui y los moderni. Representante paradigmático de los antiqui es San Pedro Damián (1007-1072), para quien la filosofía fue una invención del diablo; el diablo habría sido el primer dialéctico al enseñar a nuestros primeros padres la pluralidad de dioses («seréis como dioses»); para la salvación de nuestra alma basta la fe sencilla, pues Dios envió como predicadores simples pescadores y no eruditos dialécticos.
La controversia ideológica quedará servida en el momento en que se empiece a difundir la puesta en cuestión de algunas de los dogmas firmemente ya asentados en la tradición de los siglos precedentes. Berengario de Tours (999-1088), uno de los primeros impulsores de la dialéctica, adoptó la tesis según la cual todo dogma debía antes pasar el veredicto de la razón. Siguiendo este principio impugnó la doctrina de la transubstanciación eucarística, ya que es imposible que la substancia del pan se transforme en el cuerpo de Cristo a la vez que permanencen los accidentes del pan. En esta misma línea dialéctica, Roscelino de Compiègne (1050-1120) defenderá que los nombres universales no designan propiamente nada existente y que no son más que «soplos de voz» (flatus vocis), abriendo las puertas del controvertido problema medieval que se va a extender durante siglos: el problema de los universales: ¿son los universales algo real o simplemente algo nominal? De las dos distintas respuestas defendidas sobre este problema veremos surgir a los «realistas» y a los «nominalistas», en un nuevo enfrentamiento que se añadirá al de los antiqui y moderni o el de los dialécticos y antidialécticos (o teólogos). El problema de los universales era ya antiguo: Porfirio lo había suscitado en su Isagoge, y Boecio lo había transmitido en su traducción, pero ahora Roscelino dará un nuevo eco al problema de los universales al aplicarlo al problema de la Trinidad, cuando concluye que lo único común a las tres personas de la Trinidad es el nombre de Dios, que por lo demás son tres dioses. Este triteísmo se dirigía contra una de los principales creencias cristianas: el monoteísmo, y sólo admitirlo como posibilidad amenazaba con destruir por dentro la cohesión de esta religión. La controversia de los universales estaba servida y avivada.

Las principales doctrinas sobre el problema de los universales serán las siguientes:

Primero: nominalismo exagerado (Roscelino) frente al realismo exagerado (San Anselmo y Guillermo de Champeaux). Y después: nominalismo moderado (P. Abelardo) como superación de las dos posturas anteriores; seguido del realismo moderado (Tomás de Aquino) con la misma finalidad de síntesis y superación. Nominalismo y realismo moderados que se estilizarán en las doctrinas de Scoto y Ockham.

Nominalismo exagerado: Roscelino de Compiègne (1050-1120). Para Roscelino sólo hay cosas particulares pero no universales: no hay colores sino cosas coloradas; no hay sabiduría sino hombres sabios. Las palabras son soplos de voz y los universales lo son también y nos son más que eso: palabras que nos ahorran nombrar una a una la multiplicidad de las cosas.

Contra él reacciona el realismo exagerado de Guillermo de Champeaux y de San Anselmo de Canterbury.

San Anselmo fiel a la síntesis medieval entre el platonismo y el aristotelismo defendía y declaraba reales los géneros (animal) y las especies (racional). Los individuos concretos tendrían su existencia incluida en una realidad más amplia diseñada por Dios, los universales. Aplica su doctrina al problema del pecado original e intenta mostrar la consistencia de su reflexión: si pecaron los primeros padres ¿cómo es que se trasmite este pecado a su descendencia, teniendo en cuenta que es Dios quien crea el alma humana? Y Dios no puede crear un alma en pecado. Lo que sucede es que cada persona participa de la naturaleza humana y fue la humanidad entera quien pecó universalmente en el Paraíso. Pecó con una culpa infinita, por eso, la expiación debe ser también infinita y sólo Cristo redentor puede proporcionárnosla.
Para San anselmo, la religión y la filosofía, la fe y la razón, han de diferenciarse y a la vez deben también complementarse. El objetivo es una síntesis donde el territorio abierto por la fe pueda ser ilustrado por la razón, para no quedar reducido a la pura fe ingenua. No se puede poner a la razón primero que a la fe, como quería el Erígena, sino que debe partirse siempre de la autoridad de Dios y de su revleación, por tanto, de la fe. «No busco entender para creer, sino que creo para entender, Y si no creyere no entendería» (Proslogion, 1).

Guillermo de Champeaux (1070-1121) fue discípulo de Rsocelino pero se distancia de él, para venir a coincidir con las tesis mantenidas oficialmente, si bien lo hace en términos muy extremos: todas las cosas particulares de la misma especie estarían dotadas de una substancia única. Los universales existirían como susbstancias reales (realismo exagerado). Las diferencias entre los particulares quedarían explicadas en función de los accidentes, que serían distintos para cada cual. Pero debe matizar su teoría cuando su discípulo Abelardo le indica que entonces la misma sustancia sería a la vez grande y pequeña, buena y mala, viva y muerta. Para salir al paso de estas evidentes contradicciones acaba declarando que lo que difernecia a los individuos de una misma especie es la esencia o sustancia cosntitutiva de cada cual; sin embargo todos los individuos de la misma especie tienen en común algo, lo que les une en un mismo universal, que no se da en los individuos esencialmente (essentialiter) sino indiferentemente (indifferenter). Los universales no son ya esencia del ser pero siguen existiendo realmente.

El nominalismo exagerado y el realismo exagerado trata de ser superado por el nominalismo moderado de Pedro Abelardo en el siglo XII. En el siglo XIII Tomás de Aquino, en una línea muy afín a la de Abelardo, inclina la balanza hacia el realismo moderado. Finalmente en el siglo XIV los argumetos siguen afinándose en las propuestas de Duns Escoto (formalismo realista) y de Guillermo de Ockham (terminismo nominalista).

Pedro Abelardo (1079-1142) fue a la vez discípulo de Roscelino y de Guillermo; recibió también clases de teología de Anselmo de Laón (1050-1117), quien había sido discípulo de Anselmo de Canterbury. Apunta contra Guillermo las contradicciones a que lleva su doctrina, y respecto de la retificación que hace (essentialiter/indifferenter) la toma como un mero subterfugio lingüístico. Contra Roscelino señala que es verdad que el universal depende de la palabra que lo designa (vox) en cuanto sonido, pero no s epuede olvidar que la palabra es portadora de significación (sermo). El problema que habrá que desentrañar será, entonces, por qué las palabras tienen un poder de significación universal. ¿Existen los géneros y las especies?: por sí mismos sólo existen en el entendimiento, pero significan cosas reales, en tanto que se refieren a lo que llama «status» de las cosas particulares. El hecho de la coincidencia en el status de las cosas particulares no añade ninguna esencia universal a las cosas. La significación de los conceptos universales existen en lo sensible en cuanto representan las formas de los cuerpos (da la razón a Aristóteles) pero si representan imágenes que simplemente han sido abstraídas o generalizadas de los cuerpos, entonces el universal está más allá de las cosas y no existe en ellas (da la razón a Platón). Abelardo se mueve en el nominalismo moderado (un nominalismo conceptualista: el universal no existe propiamente en el particular pero el concepto señala la coincidencia en el status o estado) pero con alguna concesión al realismo moderado porque el concepto expresa un modo de existencia en el estado de las cosas. El universal no es real, pero tiene un fundamento en la realidad, a través del concepto que recoge el estado de las cosas particulares.
Abelardo ha de enfrentarse a las posturas de los «teólogos» representadas entonces por Bernardo de Claraval. Sus posturas teológicas derivadas de su doctrina de los universales serán condenadas en los concilios de Soissons, en 1121, y de Sens, en 1140. Entendiendo Abelardo que había cuestiones dudosas (dubitabilia) que la teología no solucionaba le quedaba a la razón el deber de aclararlas y, de este modo, en la Trinidad, el poder (Padre), la sabiduría (Hijo) y la bondad (Espíritu Santo) significan tres modos (modi) de existir en un mismo Dios y en una misma persona divina. Las tres personas habrían de ser entendidas como tres modos de existir del único Dios.

Santo Tomás de Aquino (1225-1274), discípulo de San Alberto Magno, sigue los pasos de san Agustín, pero ahora a la luz de los nuevos conocimientos sobre Aristóteles, recuperado y transmitido por Avicena y Averroes.
Siguiendo una distinciónde Avicena y de Alberto Magno señala que en el problema de los universales ha de diferenciarse el universal «ante rem», «in re» y «post rem».
Los universales existen en la mente divina antes de que existan en las cosas: universalia ante rem. El universal existe en las cosas (in re) pero sólo en la medida que es la forma o la esencia de las cosas particulares (coincidiendo con Abelardo). En cuanto el universal es una abstracción de la mente humana es un universal post rem, que como tal sólo existe en la mente aunque con fundamento en la cosa. Los universales para el Doctor Angélico son formaliter (formalmente) productos del entendimiento, pero fundamentaliter (fundamentalmente) son reales. No es «res» como querían los realistas exagerados; tampoco es puro «nomen», como querían los nominalistas exagerados, sino que es «post rem cum fundamento in re».
Entre Abelardo y el Aquinate la línea es difícil de distinguir. Los dos son conceptualistas, el uno pasa por defensor del nominalismo moderado y el otro del realismo moderado. La diferencia parece residir en que Abelardo insite más en la dimensión lógica que el «estado» de las cosas da para formar el universal, mientras que el Aquinate insiste más en que el concepto universal coincide con la realidad esencial de la cosa.
Las tesis tomistas (representativas del pensamiento dominico) van a ser contestadas por los franciscanos Duns Scoto y Guillermo de Ockham. Los dominicos tomistas se han vuelto muy aristotélicos mientras que los franciscanos, más fuertemente ligados a san Agustín, permanecen más platonizados.
El tema de la relación entre fe y razón llega a una síntesis tan elaborada en el Aquinate que todavía hoy se toma como modelo. Hay distinción clara, formal y explícita entre la verdad teológica y la filosófica. Cada una tiene su propio campo de acción. Mientras que la filosofía ha de ocuparse de la verdad natural, la teología ha de hacerlo sobre la verdad sobrenatural. El conflicto al que se alude entre fe y razón no puede existir realmente y no puede, en consecuencia, solucionarse con la teoría de la doble verdad defendida por el averroísmo latino, seguidor de los análisis de Averroes, para quien la razón puede descubrir verdades diferentes a las de la revelación, en cuyo caso ésta habría de ser reinterpretada y modificada. Para salir al paso de este poder de la filosofía sobre la teología los averroístas latinos hablaron de que en algunos casos podía admitirse una doble verdad, en las escalas de lo natural y de lo sobrenatural.
Santo Tomás a diferencia de San Agustín no afirma que la razón necesite de la fe para conocer. La razón tiene su propio campo autónomo y es de por sí suficiente para alcanzar la verdad. La raón ayuda a la fe en la comprensión de los dogmas teológicos. La fe ayuda a la razón desde el momento que sirve de guía impidiendo que aquélla llegue a conclusiones distintas a las de la teología. Hay verdades a las que se llega tanto por la fe como por la razón, como la verdad de la existencia de Dios, ciertos atributos divinos y la libertad e inmortalidad del alma. Son los preambulae fidei o preámbulos de la fe. Entre la teología dogmática proveniente de la revelación y de la fe y, por otra parte, la filosofía racionalista y dialéctica, hay, por tanto, un territorio común a compartir: la Teología natural. Hay otras verdades sólo conocidas por revelación y son sin duda suprarracionales para la razón pero no irracionales o contradictorias, como son la Trinidad, la encarnación del Verbo, los sacramentos y la doctrina sobre la visión de Dios en el cielo, como fin sobrenatural. La teología natural se funda en la razón para penetrar mejor los misterios de la fe.
Dios es para Santo Tomás demostrable racionalmente (vías tomistas), pero además de su existencia podemos conocer racionalmente también y en parte su esencia: es creador y es el ser necesario. La esencia es aquello por lo que una cosa es lo que es; mientras que la existencia es aquello por lo cual una cosa existe. En relación a los seres contingentes o criaturas, mientras que en éstos la existencia no se da necesariamente ligada a su esencia: pueden no llegar a existir y pueden dejar de existir, en Dios, esencia y existencia coinciden, en un ser necesario.
La filosofía presta a la teología los siguientes servicios, como señala Johann Fischl: 1) demuestra la posibilidad de la revelación; 2) ordena las doctrinas reveladas; 3) hace comprensible la revelación mediante analogías; 4) resuelve las objeciones; 5) lleva deductivamente a nuevas doctrinas de fe.

Duns Scoto (1266-1308), el Doctor Sutil, se enfrenta al doctor Angélico y declara que el principio de individuación no está en la «materia determinada por la cantidad» sino en la forma. Toda la especie humana participa de una misma forma o esencia (hasta aquí coincide con el Aquinate), pero a esta forma universal (humanidad) se añade otra forma que pertenece a cada individuo de forma aislada: la «haecceitas» o «hecceidad» (haecceitas: haec res, esta cosa). Esta hecceidad es en Sócrates la «socrateidad», en Pedro la «petreidad», etc. Y entre ambas formas sólo se da una distinción de carácter formal (formaliter), entendiendo por formal algo menos que si fuera real (realiter) pero también algo más que una pura diferencia de razón, pues no es el entendimiento quien pone la distinción sino la cosa misma. Para el Doctor Sutil el universal no existe en toda su crudeza como una «res», ni tampoco como una esencia particular que participara directamente del universal, sino que se da formalmente (no solo conceptualmente) existente.

Guillermo de Ockham (1300-1349) es conocido como Venerabilis Inceptor o Venerable Principiante y considerado en la historia de la filosofía como el nominalista por antonomasia. Para Guillermo de Ockham no deben multiplicarse los entes sin necesidad (principio metodológico llamado «navaja de Occam») y, por tanto, más allá de las cosas singulares hablar de esencias y de formas es gratuito.
En el problema de los universales sigue la senda nominalista moderada de Abelardo pero se enfrenta más duramente al realismo del Aquinate y a las concesiones realistas que el «formalismo realista» de Escoto apunta. Occam elabora una teoría ad hoc para encarar el problema, conocida como «teoría de la suppositio»: los términos del lenguaje representan a las cosas, las suponen. Pero puden suponer a las cosas de tres maneras diferentes: 1) suppositio personal, que encontramos cuando al decir «el hombre corre» no queremos decir que la humanidad corre sino que un hombre o individuo cualquiera indeterminado corre. 2) suppositio material, como cuando se dice que «hombre es una palabra bisílaba»; 3) suppositio simple, como cuando decimos que el «hombre es una especie del género animal», y entonces no nos referimos ni a la palabra ni al individuo sino a algo común a un grupo de individuos, expresado a través de un concepto. La suppositio simple es un concepto en «segunda intención», porque combina lo que el término sustituye de lo individual y a al vez algo que puede ser atribuido a varios individuos en común. Pero esta segunda intención de los términos no queire decir que exista una naturaleza común a todos ellos. Los universales son, por tanto, términos en segunda intención; términos que establen una suppositio simple. La teoría de Ockham se denomina por ello «terminismo» o «nominalismo terminista».
La única fuente veraz de conocimiento es la intuición sensible, que nos pone en contacto con el mundo de las cosas particulares. La intuición no capta universales. Lo que sucede para el nominalismo de Occam es que la intuición sensible nos deja en el entendimiento una huella o imagen mental; como hay cosas semejantes se forman imágenes comunes que valen conjuntamente. Estas imágenes comunes conforman los universales del lenguaje. Las coincidencias de los individuos es una cuestión de hecho y tratar de establecer dentro de los entes particulares otras existencias universales es multiplicar los entes sin necesidad. Todo conocimiento universal es siempre más precario e impreciso que el conocimiento basado en la intuición de las cosas particulares. De este modo, el nominalismo medieval abre la puerta del moderno empirismo al tiempo que pone serios problemas al racionalismo, no sólo al racionalismo de cuño platónico precedente, sino también al racionalismo moderno.


Desde los presupuestos nominalistas, la filosofía y la fe no tienen modo de conciliarse. La filosofía y la ciencia podrán llevarnos al conocimiento del mundo pero no de Dios. La teología racional sólo puede ser teología revelada: sólo la fe puede llevarnos a Dios. Razón y fe son dos cosas completamente distintas, cada una de las cuales ha de seguir su propio camino, sin forzar su relación. Como no hay forma de racionalizar las verdades teológicas, lo que conocemos de Dios hemos de pensar que es así porque así lo ha querido. Es la voluntad divina el último recurso de apelación (y no el intelecto divino). Para Scoto y para la corriente agustiniana en general, frente al tomismo, la voluntad es superior al intelecto, porque si la voluntad está ordenada todo el hombre está en orden; sólo la voluntad puede salirse del acontecer forzoso de la naturaleza, solo ella es libre; ella orienta y da fines al intelecto. Occam coincide con Duns Scoto en este enfoque conocido como «voluntarismo» y va incluso más allá que el doctor Subtil, cuando afirma que es bueno lo que dios manda porque Dios lo manda, pero no existe bondad ni maldad de la acción misma. Dios podría introducir un orden moral nuevo y abolir los mandamientos. Dios podría haber mandado que Cristo tomara carne en forma de asno. No es de extrañar que Occam (a quien U. Eco recupera novelescamente en El nombre de la rosa) fuera tan perseguido. La moralidad se fundamentaría absolutamente, de este modo, heterónomamente en Dios.


II.2. El problema de la existencia de Dios: Anselmo de Canterbury y Tomás de Aquino.

El problema de la existencia de Dios ha seguido durante la edad media y hasta la Escolástica dos orientaciones fundamentales: la neoplatónica y la aristotélica.

La orientación neoplatónica en la que se halla san Agustín, y continuada por el agustinismo posterior, el conocimiento depende de la fe: crede ut intelligas, porque Dios es el sustrato de nuestro ser y de nuestro pensar. En esta vía va a profundizar San Anselmo, con su llamado argumento ontológico.

Para la orientación aristotélica se da una clara distinción entre la fe y la razón. La razón tiene su propia autonomía: tiene capacidad para conocer y demostrar por sí misma ciertas verdades reveladas. Son los preámbulos de la fe (preambula fidei). Esta será la perspectiva adoptada por santo Tomás de Aquino en sus famosas cinco vías.

II.2.1. El argumento ontológico de San Anselmo

San Anselmo de Canterbury (ciudad inglesa donde fue arzobispo) es conocido también como Anselmo de Aosta (ciudad italiana, en el Piamonte, donde nació) y asimismo como Anselmo de Bec (monasterio francés, en Normandía, donde fue prior). Es doctor de la Iglesia desde 1720.
San Anselmo aborda primero el problema de la existencia de Dios en el Monologion. Después tratando de llevar la argumentación hasta su punto más elaborado, escribe el Proslogion y aquí desarrolla el conocido argumento ontológico. Este nombre «ontológico» procede de la crítica que Kant le hizo; algunos otros críticos han preferido llamarlo argumento ideológico, y otros argumento noológico, como indica G. Fraile en su Historia de la Filosofía (Madrid, 1964, tomo II, pág. 378). Es en todo caso un argumento que no es de los llamados a posteriori (de la experiencia a la razón), sino a priori (de la esencia a la existencia), aunque algunos puntualizan e indican que es a simultaneo (esencia y existencia a un mismo tiempo).
En el Proslogion desarrolla argumentos sobre la existencia de Dios, basado en la estrategia de las pruebas a posteriori o apoyadas en la experiencia. Como señala E. Gilson, estas pruebas están construidas por san Anselmo basándose en dos principios: 1) las cosas sondiferentes en cuanto a su perfección; y 2) todo lo que posee en mayor o menor grado una determinada perfección la posee por su participación en dicha perfección, considerada en su forma absoluta. El primer argumento aducido en el Monologion es el de los grados de perfección y de la perfección sin grados, o si se quiere, de lo medible y de la medida. El segundo, en la misma línea, se refiere no al bien o la perfección de las cosas sino al «ser» de ellas: la existencia de los seres que existen gracias a un ser. El tercer argumento apela al absurdo de una jerarquía infinita de perfecciones que no lleve al ser mayor de todos: al ser perfectísimo.

Como estos argumentos del Monologion (donde dialoga consigo mismo) pueden ser recusados por quien no admita mezclar la naturaleza con la idea de perfección, San Anselmo se propuso en el Proslogion (donde dialoga no sólo consigo mismo sino también con Dios) una demostración a priori, dirigido al análisis del concepto mismo de Dios.
El argumento ontológico (prueba a priori; algunos han preferido decir prueba a simultaneo) dice así: «Señor, Tú que das la inteligencia de la fe, dame cuanto sepas que es necesario para que entienda que existes, como lo creemos, y que eres lo que creemos; cremos ciertamente que Tú eres algo mayor que lo cual nada puede pensarse. ¿Y si, por ventura, no existe una tal naturaleza, puesto que «el insensato dijoen su corazón: no existe Dios»? Mas el propio insensato, cuando oye esto mismo que yo digo: «algo mayor que lo cual nada puede pensarse», entiende lo que oye; y lo que entiende está en su entendimiento, aunque no entienda que aquello exista realmente. Una cosa es, pues, que la cosa esté en el entendimiento, y otra entender que la cosa existe en la realidad. Pues, cuando el pintor piensa lo que ha de hacer, lo tiene ciertamente en el entendimiento, pero no entiende que exista todavía en la realidad lo que todavía no hizo. Sin embargo, cuando ya lo pintó, no sólo lo tiene en el entendimiento, sino que también entiende que existe en la realidad, porque ya lo hizo. El insensato debe convencerse, pues, de que existe, al menos en el entendimiento, algo mayor que lo cual nada puede pensarse, porque cuando oye esto, lo entiende, y lo que se entiende existe en el entendimiento. Y, en verdad, aquello mayor que lo cual nada puede pensarse, no puede existir sólo en el entendimiento. Pues si sólo existiese en el entendimiento puede pensarse algo que exista también en la realidad, lo cual es mayor. Por consiguiente, si aquello mayor que lo cual nada puede pensarse, existe sólo en el entendimiento, aquello mayor que lo cual nada puede pensarse es lo mismo que aquello mayor que lo cual puede pensarse algo. Pero esto ciertamente no puede ser. Existe, por tanto, fuera de toda duda, algo mayor que lo cual nada puede pensarse, tanto en el entendimiento como en la realidad.» (Anselmo de Canterbury: Proslogion, cap. II. Aguilar, 1984, págs. 56-57).

La prueba se basa en que nuestra razón puede pensar la idea de un ser sumamente perfecto (Dios), por lo que ese ser no puede existir sólo en nuestra mente, pues sería más imperfecto que otro que además existiese en la realidad. De la idea de Dios surgiría, pues, la necesidad de su existencia: en la esencia de Dios está contenida su existencia. Argumento que sólo es válido para el ser perfectísimo pero no para cualquier otra criatura, pues el plano de lo meramente pensado no autoriza a pasar al de lo existente. Pero en la idea del ser perfectísimo su inexistencia es imposible, según san Anselmo.
El monje benedictino Gaunilo (o Gaunilon) polemizó en vida de san Anselmo con el argumento ontológico: «se dice que en alguna parte del océano hay una isla a la cual por la dificultad, o mejor, por la imposibilidad de encontrar lo que no existe, llaman algunos Perdida, y de la cual se cuentan más cosas que las que se atribuyen a las Islas Afortunadas; se aprecia su inestimable abundancia de todas las riquezas y delicias, y no estnado habitada aventaja absolutamente a todas las demás tierras que habitan los hombres por la abundancia de productos. Yo entendería fácilmente a cualquiera que me dijera esto, en cuya comprensión no hay ninguna dificultad. Pero si, entonces, como si sacara alguna consecuencia, añadiera: No puedes dudar en adelante que esta isla, superior a todas las tierras, exsite realmente en algún lugar. Ella existe también en tu entendimiento, y no de un modo dudoso, y porque es la más importante, no existe sólo en el entendimiento sino también en la realidad; le es, pues, necesario existir, porque si no existiera, cualquiere otra tierra existente en la realidad sería más importante que ella, y ella misma, entendida por ti como la más importante, no sería la más importante.»
Además, Gaunilo añade que el insensato siempre podrá replicar a Anselmo lo siguiente: ¿cuándo he dicho yo que existía tal cosa, a saber, algo mayor que todos los seres, de manera que por esto se me deba probar que de tal modo existe en la realidad que no es posible pensar que no existe?
Anselmo respondió a Gaunilo en su Liber contra Gaunilonem. La objeción de la isla Perdida carece de valor porque no deja de ser un objeto contingente. Pero «el ser mayor que el cual nada puede pensarse» («id quo maius cogitari nequit»), si es posible pensarlo, entonces existe. Y es posible, puesto que hasta el insensato lo tiene en su entendimiento (aunque no lo tenga en su corazón y no quiera admitirlo). Es decir, si es meramente posible la idea de dios (y lo es), entonces su existencia es necesaria, porque su existenica está contenida necesariamente en su esencia.

San Buenaventura (franciscano, s. XIII) y Duns Escoto (franciscano, s. XIII-XIV) defenderán el argumento ontológico. Santo Tomás (dominico) será en el siglo XIII otro de los críticos del argumento ontológico, aunque no en un sentido idéntico al planteado por Gaunilo.
En el siglo XVII, la filosofía moderna racionalista tiende a defender el argumento ontológico de san Anselmo; tal es el caso de Descartes y de Leibniz, que lo integran en sus sistemas. El caso de Spinoza ha de compararse con cuidado, pues la idea de Dios de Spinoza no es ya la misma que la de la teología medieval. Los empiristas modernos, fundamentalmente Locke y Hume, rechazarán este argumento. Kant contraargumentará contra san Anselmo, basándose en que no se puede saltar de la existencia pensada a la existencia real, puesto que la diferencia entre ambas es en todos los casos radical. A pesar de la crítica kantiana, algunas corrientes de filosofía contemporánea siguen manteniendo la fuerza probatoria del argumento anselmiano.

II.2.1.1. Algunas aplicaciones posteriores del argumento ontológico: Decartes y Kant.

Descartes utiliza en las Meditaciones Metafísicas (Meditación V) el argumento ontológico de la siguiente manera: «Pues, acostumbrado en todas las demás cosas a distinguir entre la existencia y la esencia, fácilmente me convenzo de que la existencia puede ser separada de la esencia de Dios y que así se puede concebir a Dios como no siendo actualmente. Pero, sin embargo, cuando pienso en él con más atención, encuentro manifiestamente que la existencia no puede ser ya separada de la esencia de Dios, como de la esencia de un triángulo rectilíneo la magnitud de sus tres ángulos iguales a dos rectos, o bien de la idea de una montaña la idea de un valle; de modo que no hay menos repugnancia en concebir un Dios (es decir, un ser sumamente perfecto) al que le falte la existencia (es decir, al que le falte alguna perfección) que concebir una montaña que no tenga valle. Pero […] …mi pensamiento no impone ninguna necesidad a las cosas, y como sólo de mí depende imaginar un caballo alado, aunque no exista ninguno que tenga alas, así podré quizá atribuir la existencia a Dios, aunque no existe ningún Dios. No es así ni muhco menos […] pues… como no puedo concebir a Dios sin existencia, se infiere que la existencia es inseparable de él y, por tanto, que existe verdaderamente. […] Pues no tengo libertad de concebir un Dios sin existencia (es decir, un ser sumamente perfecto sin una suma perfección), como soy libre de imaginar un caballo sin alas o con alas. […] Y en lo que se refiere a Dios, por cierto, si mi espíritu no estuviese prevenido por ningún prejuicio ni mi pensamiento se encontrase distraído por la presencia continua de las imágenes de las cosas sensibles, no existiría nada que conociese más rápida ni más fácilmente que él.» (René DESCARTES: Meditaciones Metafísicas, Quinta Meditación, en Obras Escogidas, Trad. E. de Olaso y T. Zwanck, Editorial Sudamericana, 1967, págs. 265-268).

Para Descartes es, así pues, plenamente válido el argumento ontológico. No así para Kant. El filósofo alemán argumenta de esta manera: «Imposibilidad de una prueba ontológica de al existencia de Dios. Por lo dicho hasta aquí se comprende con facilidad que el concepto de un ser absolutamente necesario es un concepto puro de razón, es decir, una mera idea cuya realidad objetiva dista mucho de quedar demostrada por el hecho de que la razón la necesite. En realidad, tal idea, que indica simplemente cierta completud inalcanzable, sirve para limitar el entendimiento, más que para extenderlo a nuevos objetos […] En todos los tiempos se ha hablado de un ser absolutamente necesario, pero […] el hecho de rechazar por medio de la palabra «incondicionado» todas las condiciones que son siempre indispensables al entendimiento para considerar algo como necesario, dista mucho de hacernos comprender si pensamos algo o quizá nada en absoluto a través del concepto de un ser incondicionadamente necesario. / Más aún: se ha creído explicar este concepto –puesto en circulación al azar, pero convetido al final en moneda corriente- mediante una multitud de ejemplos, de suerte que ha llegado a parecer superflua por completo cualquier otra pregunta relativa a su inteligibilidad. Toda proposición de la geometría, por ejemplo, que un triángulo posee tres ángulos, es absolutamente necesaria. En el mismo sentido se ha hablado de un objeto completamente exterior a la esfera de nuestro entendimiento, como si comprendiéramos a la perfección lo que su concepto quiere decir. […] Así, pues, si concibo un ser como realidad suprema (sin defecto ninguno), queda todavía la cuestión de si existe o no, ya que, si bien nada falta al concepto que yo poseo del posible contenido real de una cosa en general, sí falta algo en su relación con mi estado entero de pensamiento, a saber: que sea también posible conocer a posteriori ese objeto. […] En el caso de los objetos del pensar puro, no hay medio ninguno de conocer su existencia, puesto que tendríamos que conocerla completamente a priori. [Pero las cuestiones de existencia sólo pueden conocerse a posteriori] […] si tenemos en cuenta todo esto, entonces el conocido Leibniz no consiguió, ni de lejos, su pretensión de comprender a priori la posibilidad de un ser ideal tan excelso, resultado del que él se gloriaba. / Todo el esfuerzo y el trabajo invertidos en la conocida prueba ontológica (cartesiana) de la existencia de un ser supremo a partir de conceptos son, pues, inútiles. Cualquier hombre estaría tan poco dispuesto a enriquecer sus conocimientos con meras ideas como lo estaría un comerciante a mejorar su posición añadiendo algunos ceros a su dinero en efectivo.» (I. KANT: Crítica de la razón pura, Segunda división: La dialéctica trascendental, Capítulo III, Sección cuarta. Prólogo, traducción y notas de Pedro Ribas, Taurus, págs. 500-506).

II.2.2. Las cinco vías tomistas
Tomás nace en el castillo de Rocaseca, cerca de Nápoles, hijo del conde de Aquino. Estudia en Nápoles, París y Colonia, donde en 1248 se hace discípulo de Alberto Magno, y con él seguidor de Aristóteles. A aprtir de los 31 años es profesor en París y en la corte pontificia. Poco después de acabar su Suma Teológica, muere de camino entre Nápoles y Roma cuando se dispone a asistir al concilio de Lyon.
Sus obras más importantes son: los Comentarios a la Sagrada Escritura, los Comentarios a las sentencias de Pedro Lombardo; los Comentarios a Aristóteles. Las Cuestiones disputadas. Y, sobre todo, lo que constituye la síntesis filosófico-teológica del saber de su tiempo (capaz de superar la potente síntesis anterior de san Agustín), sus dos grandes sumas teológicas: Suma contra Gentiles (4 libros) y Suma Teológica (Summa Theologiae, compuesta de tres partes). El pensamiento católico ha quedado presidido desde entonces, más que por ningún otro, por las doctrinas de santo Tomas.
Mientras el agustinismo prefería la vía de la interiorización y partía de la inmutabilidad y necesidad de las ideas que el hombre descubre en su mente, santo Tomás (influido por Aristóteles) considera más adecuado partir del conocimiento que nos proporciona la experiencia sensible.

La demostración de Dios es posible. Dios no es una idea innata ni evidente por sí misma, por lo que llegar a demostrar su existencia se vuelve algo muy necesario a los fines de la filosofía, en cuanto llamada a coincidir con la revelación. Sería evidente si pudiéramos tener un conocimiento adecuado de la esencia divina, pero nuestra mente finita no puede alcanzar este saber. San Anselmo se equivoca de estrategia, porque las demostraciones a priori (propter quid) son ineficaces debido precisamente a los límites del entendimiento humano. Por ello hay que recurrir a las pruebas a posteriori (quia) o «aquellas pruebas que por el efecto venimos en conocimiento de la causa».

Tomás de Aquino redujo a cinco los argumentos a posteriori, que extrae más o menos directamente del Filósofo (Aristóteles), apoyándose en múltiples Padres de la Iglesia. La originalidad de las cinco vías reside, según puede verse, en la precisión y sistematismo con que las presenta.

Las cinco vías tienen un mecanismo de desarrollo muy semejante: -cada una es una prueba completa y concluyente; -todas parten de la experiencia sensible; -todas recurren a la imposibilidad del proceso al infinito; -todas plantean la necesidad de un primer principio que dé origen a la serie; -todas concluyen que el ser al que se llega no puede ser otro sino Dios.
La primera vía se basa en el movimiento (el movimiento exige un primer motor); la segunda en la causalidad eficiente (las cuasas eficientes exigen una causa no cuasada); la tercera en la existencia de seres contingentes (la contingencia de las criaturas exige un ser necesario); la cuarta en los grados de prefección de los seres (los grados de perfección exigen un ser perfectísimo); y la quinta en la finalidad y gobierno del mundo manifestado en los seres (el orden, belleza y finalidad del mundo exigen un ser ordenador).
El argumento se articula así: A y B, y B implica no-C, luego: si no-C, entonces D (por que o C o D, de modo excluyente).

A) Comprobamos por los sentidos que en el mundo existen:
1. Seres que se mueven (vía del movimiento).
2. Seres que tienen una causa (vía de la causalidad eficiente).
3. Seres contingentes, que no necesariamente existen (vía de la contingencia y de la necesidad).
4. Seres con diverso grado de perfección (vía henológica).
5. Seres sin inteligencia, pero que actúan siguiendo un orden (vía teleológica).

B) Pero resulta que:
1. Todo ser que se mueve es movido por otro.
2. Todo ser causado implica una causa.
3. Todo ser contingente depende de otro ser.
4. Todo ser imperfecto e inferior tiene otro más perfecto y superior.
5. Todo ser ordenado exige que haya un ordenador.

C) Pero ¿qué pasa con la cadena de causas que resulta de estos procesos?: tanto para 1, 2, 3, 4 y 5 no es posible un proceso al infinito, porque entonces no es posible remontar el proceso hasta llegar al hecho de experiencia del que habíamos partido para poder explicarlo; así pues, el proceso ha de detenerse.

D) Por ello, si no es sposible un proceso al infinito, entonces ha de haber necesariamente:
1. Un motor inmóvil o primer motor. Y éste es Dios.
2. Una causa incausada. Y ésta es Dios.
3. Un ser necesario. Y éste es Dios.
4. Un ser perfectísimo. Y éste es Dios.
5. Un ordenador supremo y una causa final de todo lo que existe. Y éste es Dios.

En concreto, la primera vía dice: «Es innegable y consta por el testimonio de los sentidos, que en el mundo hay cosas que se mueven […] Es imposible que una cosa sea motor y móvil, como también lo es que se mueva a sí misma. Por consiguiente, todo lo que se mueve es movido por otro. Pero, si lo que mueve a otro es, a su vez, movido, es necesario que lo mueva un tercero y a éste otro. Mas no se puede seguir indefinidamente. […] Por consiguiente, es necesario llegar a un primer motor que no sea movido por nadie, y éste es el que todos entienden por Dios.»

De este modo las conclusiones a las que llega la razón natural, partiendo de las evidencias de la experiencia, coinciden con el saber de la revelación: Dios existe. La razón y la fe interseccionan y comparten un territorio de conocimientos.
La razón nos lleva a saber que en las criaturas hay una cierta pioridad de la existencia sobre la esencia (de ahí el llamado «existencialismo» tomista: las criaturas necesitan existir para tener y desplegar su esencia) pero en Dios la esencia y la existencia coinciden. Sin embargo, esta coincidencia no es como quería san Anselmo.
Una cosa es evidente porque el predicado está incluido en el sujeto, como sucede cuando digo que «el todo es mayor que las partes». Santo Tomás diferencia entre evidencias evidentes por sí mismas (quoad se) y evidentes para nosotros (quoad nos); Si ignoramos el contenido del sujeto o el del predicado podrá ser evidente por sí pero no para nosotros. La idea de Dios es evidente quoad se pero no quoad nos, y precisamente por eso debemos demostrar su existencia. San Anselmo de Canterbury intentó demostrar que era evidente quoad se y a la vez quoad nos. No es evidente quoad nos porque no tenemos una noción adecuada de la esencia de Dios y, por tanto, de ella no podemos derivar su existencia. Pero una vez demostrada su existencia por cualquiera de las cinco vías podemos entender mejor su esencia.
El ser de Dios y el de las criaturas no son entre sí unívocos (los predicados respectivos no significan lo mismo), pero tampoco equívocos (predicados fundamentalmente distintos) sino que son análogos. Para llegar a Dios desde las criaturas ha de seguirse la vía de la analogía. Sin esta mediación se caerá en el panteísmo (desde el univocismo) o en el agnosticismo (desde el equivocismo).
Lo que conozcamos de Dios racionalmente deriva pues de un conocimiento analógico. Tres estrategias pueden seguirse para conocer la esencia de Dios: a) por la causalidad, b) por la remoción y c) por la eminencia.
El argumento de la causalidad me lleva a afirmar en Dios todas las perfecciones que encuentro en sus criaturas, pues si están en las criaturas han de estarlo (de manera análoga) en Dios. De este modo Dios es inteligente, sabio, bueno y tiene vida.
Además de esta estrategia de afirmar lo positivo desde lo positivo, también cabe conocer mediante una estrategia negativa (el argumento de remoción) aquello que dándose en las criaturas no es posible que se dé en Dios, por tratarse de imperfecciones. De esta manera, Dios no es imperfecto, compuesto o mutable, etc., de donde ha de inferirse que Dios es necesariamente: simple, perfecto, infinito, eterno, inmutable y uno.
La tercera manera de argumentar para concoer la esencia de Dios es la de la eminencia. Se trata ahora de predicar en Dios las perfecciones pero en grado sumo: omnisciente, omnipotente, infinitamente justo, bueno, misericordioso, etc.
Todas estos atributos de dios son formas de conocer la mente finita del hombre al Dios infinito, pero no ha de pensarse que en su ser se hallan todas esas cualidades de modo diferenciadas, pues Dios es simple; así pues, santo tomás resaltará de entre todas las definiciones de Dios ésta como la que mejor ajusta su esencia con su existencia: Dios es ipsum esse subsistens, «el mismo ser subsistente», que es la fórmula con la que la razón enlaza con la propia revelación de Dios: «Yo soy el que soy».





III. La filosofía moderna. El Renacimiento y la Revolución Científica. La filosofía racionalista: Descartes. La filosofía empirista: Locke y Hume. La Ilustración. El idealismo trascendental: Kant.


III. 1. Renacimiento y Humanismo

El siglo XV puede ser considerado de transición entre la Edad Media y el Renacimiento. En los siglos XVI, XVII y XVIII vamos a asistir a unos renovados modos de pensar que se llamarán renacentistas (sobre todo los siglos XV y XVI), modernos o modernidad clásica (siglos XVI y XVII) o ilustrados o modernidad ilustrada (siglo XVIII).
Ni el Renacimiento ni la Edad Moderna van a ser épocas irreligiosas, pero la unión medieval entre la fe y la razón (resquebrajada ya en la escolástica nominalista) no va a ser posible como había sido proyectada por san Agustín y santo Tomás. La teología (tanto racional como revelada) no va a poder seguir manteniéndose (salvo para cierto pensamiento escolástico que sigue perviviendo) como la «ciencia suprema», desde la cual quede ordenado el resto de los conocimientos. La Filosofía no va a ser ya la sierva de la Teología.
La recuperación de los clásicos griegos y latinos, el acelerado avance en el que va a entrar la ciencia moderna, la nueva estética y nueva visión del mundo más antropocéntrica y menos teocéntrica, la nueva concepción de la naturaleza más independiente de la visión bíblica, la inviabilidad del Sacro Imperio Germánico, la Reforma Protestante (1517 y s.), la divulgación del saber a través de la imprenta (1443), la descomposición del feudalismo y la conformación de los estados modernos que resitúan el poder temporal frente al poder papal, y el descubrimiento de América (1492) que amplía los horizontes del aquel mundo antiguo y medieval cerrado sobre sí mismo y la consecuente aparición en el escenario de otros pueblos (aztecas, incas, mayas, etc.) con una distancia civilizatoria fuerte respecto de la cristiandad, va a poner a prueba las antiguas creencias y va a exigir unas nuevas coordenadas filosóficas.

Todavía en la Edad Media, en el Prerrenacimiento medieval, Dante (1265-1321), Petrarca (1304-1374) y Bocaccio (1313-1375) representan un nuevo pensamiento más antropocéntrico, con sus La Divina Comedia, Cancionero y el Decamerón, respectivamente. Occam puede ser considerado en muchos aspectos como un prerrenacentista. Nicolás de Cusa (1401-1464) rompe los moldes racionalistas del pensar medieval porque así como una línea curva y recta se identifican en el infinito del mismo modo dos predicados contradictorios pueden coincidir en Dios. Sólo cabe para el místico cusano la «docta ignorancia», una teología negativa.

Vasari acuña la palabra rinascita. Una corriente de pensamiento dentro del Renacimiento estará constituida por el Humanismo, que pretende ahondar en el concepto de hombre ya no sólo o no principalmente a través de la dogmática teológica sino de las obras de los autores grecolatinos que habían quedado olvidados en gran medida. Erasmo de Rotterdam (1465-1536) se nos presenta como uno de los principales humanistas, sin ruptura hostil con la Escolástica, pues «la mayoría de los clásicos no hubieran llegado hasta nosotros, de no haber hallado un lugar de refugio en la Escolástica», pero gran conocedor de las lenguas clásicas escribe con un nuevo estilo y en el Manual del caballero cristiano aspira a una piedad limpia de supersticiones y en el Elogio de la locura se burla de la rigidez institucional de la Escolástica reclamando un nuevo estilo de pensamiento para el catolicismo; tradujo la Biblia al latín y Lutero se basó en esta traducción para la suya propia que vertería al alemán, y en la relación que entablaron el reformador trató de atraerlo al protestantismo, si bien Erasmo se negó a tomar partido hasta que se enfrentó a las tesis de Lutero sobre el libre arbitrio, defendiendo una postura intermedia entre la condición pecadora del hombre católico y la libertad e independencia de criterio defendida por el luteranismo: el hombre es pecador y necesita de la Iglesia pero tiene suficiente libertad para autogobernarse.

Aparecen pensadores y escuelas filosóficas cada vez más independientes de las órdenes religiosas, en quienes había residido desde el siglo VI hasta el siglo XIV el control del saber. Marsilio Ficino da a conocer las obras completas de Platón sin las interpretaciones medievales. El aristotelismo alejandrino de Pomponazzi y Vaninni se abre paso al lado del aristotelismo escolástico absolutamente predominante hasta entonces. El escepticismo también florece como corriente renacentista y en la pluma de Michel de Montaigne (1533-1592), en sus Ensayos (Essais), se desvela un nuevo método de reflexión donde se mezcla la sabiduría antigua (sobre todo el estoicismo y el escepticismo) y la propia reflexión en la escala humana del «burgués gentil hombre» (bourgeois-gentilhomme), consagrado al estudio del Yo, que busca un equilibrio pragmático para hacer más llevadera la vida pero sin dejar de interesarse por la política y por el devenir del mundo; de ideas convencionales en religión exige en la actividad política el uso de la razón, a la vez que es muy crítico hacia ciertas costumbres y prácticas como el tormento y la tortura, la brujería y la hechicería; reivindica los placeres naturales frente al sentido de pecado al que suelen ir ligados; condena también la pedagogía de su tiempo porque no se conforma a la naturaleza del niño.
Otro modelo de escepticismo renacentista es el que se desvela en la obra del médico español Francisco Sánchez (1552-1632), donde somete a crítica radical las doctrinas de las distintas escuelas y concluye que no se consiguen más que definiciones de palabras y que del conocimiento del llamado macrocosmos nada sabemos: Quod nihil scitur (Que nada sabemos), y, por ende, tampoco sabemos gran cosa de ese llamado microcosmos que es el mundo del hombre. Tuvo una gran influencia como gramático latino, al lado de los primeros gramáticos humanistas como Antonio Nebrija (1441-1522) o Lorenzo Valla (c. 1406-1457), humanista italiano célebre por su De elegantia linguae latinae. A Nebrija debemos la primera gramática española en 1492 y poco después el primer diccionario español.
Además del renovado estoicismo y escepticismo, renace un nuevo epicureísmo ligado al interés por el conocimiento del cuerpo humano (conocimiento médico de la anatomía y de las disecciones…) y llega a una alta cota con el sacerdote Pierre Gassendi (1592-1655).

España es la potencia política de ese mundo renacentista y moderno, y en ella vemos prosperar un pensamiento original en las obras de Saavedra Fajardo (1584-1648): Empresas políticas; Cervantes (1547-1616): Don Quijote de la Mancha; Quevedo (1580-1645): sátiras y obras políticas, literarias y filosóficas; Baltasar Gracián (1601-1658): El Criticón; Calderón (1600-1681): La vida es sueño. Además, en un terreno más propiamente filosófico y menos filosófico-literario, Luis Vives (1492-1540), en España, es conocido por sus estudios en psicología experimental y por su crítica con la dialéctica estéril de la Escolástica y sus argumentos de autoridad. La mística española sobresale también con originalidad y fuerza: Fray Luis de Granada (1504-1588), dominico, en su Guía de pecadores refleja el intento de revitalizar y reformar la piedad religiosa del momento. Teresa de Jesús (1515-1582), en Camino de perfección y en Las moradas, renueva el espíritu religioso uniendo la mística a la vida terrenal «a Dios se le encuentra también entre los pucheros». Fray Luis de León (c. 1527-1591), agustino, en su traducción del Cantar de los Cantares y en Los Nombres de Cristo es expresión de una nueva religiosidad a la vez mística y humanista.
La escolástica tiene un renacimiento importante, con aportaciones novedosas, en la neoescolástica española. En el siglo XVI en España encontramos grandes figuras neoescolásticas y a la vez renacentistas y renovadoras. Autores como Cayetano (1469-1534) desarrollan la lógica de la analogía (Tratado sobre la analogía de los nombres). Francisco de Vitoria (1492-1546), dominico, desarrolló el Derecho internacional (De iure belli) y fue uno de los defensores de los indios americanos. El jesuita Luis de Molina (1535-1600), en Concordia liberi arbitri cum gratiae donis, y el dominico Domingo Báñez (1528-1604), en su Apología de los hermanos dominicos contra la “Concordia” de Luis de Molina, se enfrentan en una trascendente disputa teológica sobre el libre arbitrio, que les lleva a estilizar los conceptos lógico-metafísicos. Francisco Suárez (1548-1617), jesuita, en sus Disputacones Metafísicas llega a establecer un sistema de ideas paralelo al de santo Tomás pero a la vez totalmente independiente.

Giordano Bruno (1548-1600) fue quemado por la Inquisición en la hoguera por sus ideas panteístas: Dios y el universo coinciden. Tomás Moro (1478-1553) introduce en su Utopía ideas socialistas sobre la propiedad de la tierra y el naturalismo religioso: la tolerancia religiosa, donde todos rinden culto a Dios pero cada uno a su manera. Campanella (1568-1639) en su Ciudad del sol, inspirada en la República de Platón, sigue la senda de las utopías renacentistas iniciada por Moro, con ideas socialistas y regida por los filósofos. Maquiavelo (1469-1553) recupera la visión realista (no idealista ni teocrática) de la política de la antigua Roma. En El Príncipe vemos justificado en el gobernante la astucia, el engaño, la crueldad, la traición, el perjurio, etc., siempre que el interés del Estado lo exija. Para el gobernante «el fin (el Estado) jutifica los medios y la grandeza de los crímenes borrará la vergüenza de haberlos cometido».
Francis Bacon (1561-1626) comprende claramente la importancia que la ciencia y la técnica van a tener en el mundo que se avecina. En su Novum Organum diseña un nuevo método de conocimiento opuesto al de Aristóteles. Bacon defiende que han de derribarse los múltiples prejuicios de los tiempos pretéritos (los ídolos de la tribu, de la caverna, del foro y del teatro: el engaño de los sentidos, la educación recibida, la confusión del lenguaje y la teatralidad del pensamiento) y que ha de iniciarse un nuevo modelo de conocimiento basado tanto en la razón como en la experiencia, denunciando la sofistería de la magia y los mitos, rechazando la mera metodología de la hormiga (para quien sólo valen los hechos) como la de la araña (para quein sólo valen las teorías) e imitando más bien el hacer de la abeja, que toamndo los materiales de las flores (la experiencia) los transforman (mediante la razón).


III. 2. La revolución científica. Copérnico, Kepler. Galileo. Newton.

Todos los nuevos factores señalados fueron importantes en la reordenación del saber y de la cultura medieval, pero el papel que llegará a adquirir la ciencia moderna será absolutamente determinante para dotar de un potente ortograma (o proyecto rectamente articulado) al proceso civilizatorio occidental y, por extensión, mundial.

Aristóteles (s. IV a. C.) y el Almagesto de Ptolomeo (s. II) habían dejado fijada la imagen astronómica y cosmológica del mundo. El modelo geocéntrico, el cosmos finito y la división entre un mundo sublunar y otro supralunar eran las coordenadas en las que se movía la visión de la realidad, ahora creada por Dios.

Nicolás Copérnico (1473-1543), astrónomo y canónigo polaco, retoma las hipótesis heliocéntricas de Aristarco de Samos (310-230 a. C.) y en su Revolutionibus orbium caelestium simplifica enormemente los cálculos de ciclos y epiciclos del sistema ptolemaico al abandonar la tesis geocéntrica por un declarado y nuevo heliocentrismo. A pesar de que estos supuestos parecían ir en contra de lo afirmado en la Biblia, en, por ejemplo, «Josué detuvo en su carrera al sol» (Jos 10,12); o en «el orbe está firme y no vacila» (Salmo 93), llevado de su convicción de un Dios racional que primaría lo simple sobre lo embrollado y, desde luego, de sus nuevos cálculos y hallazgos astronómicos, pone las condiciones para que la nueva astronomía pueda desarrollarse a paso acelerado.

Johann Kepler (1571-1630), astrónomo alemán, basándose en el sistema copernicano y heliocéntrico establece las tres leyes que dan orden al sistema solar. Sus obras principaels son: Astronomia nova, de 1609, y De harmonice mundi, de 1619.
Primera ley: «los planetas recorren órbitas elípticas, estando situado el sol en uno de sus focos». La preminencia de la «perfección» del círculo cae por tierra a favor ahora de una visión más amplia: para un Dios geómetra tan perfecta es la elipse como el círculo. El español Arzaquel de Toledo en el siglo XI había sido ya un precursor de las órbitas elípticas, ahora definitivamente fijadas. Tycho Brahe (1546-1601), astrónomo danés, había reconocido, por su parte, las órbitas elípticas de los cometas. Kepler parte de las mediciones sistemáticas sobre el movimiento de los planetas llevado a cabo por Tycho.
Segunda ley: «el radio vector que va del sol a cada planeta, barre áreas iguales en tiempos iguales». Con esta ley la velocidad de los planetas quedaba fijada en función de un esquema de identidad geométrico. La hipóteisis del Dios geómetra se confirmaba.
Tercera ley: «La razón de los cuadrados de los períodos de dos planetas cualesquiera es directamente proporcional a la razón de los cubos de sus distancias medias al Sol». El periodo o tiempo invertido en la órbita y la distancia media al sol son los responsables de la regularidad de los movimientos de todo el sistema solar en su conjunto. Con esta ley, el sol y los planetas entonces conocidos (Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter y Saturno) pasa a a ser un sistema gobernado por leyes matemáticas: el «sistema solar».
La experimentación junto a la hipótesis de la matematización del cosmos, de raigambre filosófico-matemática pero también místico-estética (órfico pitagórica), al unirse en esta nueva metodología científica va a ir asentando lo que será el nuevo modelo de método científico, en sustitución de los métodos del platonismo y del aristotelismo: el método hipotético-deductivo.

Galileo (1564-1642), nacido en Pisa, también copernicano como Kepler, y en paralelo con él, reordena las teorías astronómicas, descubre nuevas leyes de la física y renueva irreversiblemente el método científico. Obras principales: Siderius Nuntius (Mensajero de las estrellas), de 1610, Il saggiatore (El pescador) de 1623, Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo (1632).
Galileo se construye su propio telescopio, después de conocer la noticia de su descubrimiento, atribuido al fabricante de lentes alemán Hans Lippershey (en 1608) pero cuya primera invención parece que se debe al español y gerundense Juan Roget en 1590. Construye también el primer termoscopio, para medir la temperatura. Galileo observa las manchas solares y sus cambios, conoce que la superficie de la Luna no es llana, que tiene valles y montañas, y declara que no es un cuerpo incorruptible. La Biblia es un libro religioso que utiliza el lenguaje de su momento histórico y su misión no tiene que ver con revelar las verdades científicas. Es obligado a abjurar de sus teorías copernicanas y a declarar que la Tierra no se movía (Eppur si muove: y sin embargo se mueve), sin desconocer que Giordano Bruno había sido quemado en 1600.
Las dos físicas, la celeste y la terrestre no son más que una. Todo el cosmos está gobernado por las mismas leyes. Descubre nuevas estrellas: las novas. Sólo las causas eficientes interesan a la física, pues de las causas material, formal y final nada se deduce en la nueva ciencia. Establece la primera ley del movimiento o ley de la inercia, que después Newton integrará en su sistema. Descubre la ley del movimiento uniformemente acelerado. Introduce nuevos conceptos en física, como el de vacío. Trabaja sobre los desplazamientos de móviles en planos inclinados («los objetos se aceleran independientemente de su masa»), sobre la velocidad de caída de los graves, desde la famosa torre inclinada de Pisa. Descubre la ley de isocronía de los péndulos. Muestra que los proyectiles siguen en el vacío trayectorias parabólicas (Newton establecerá su naturaleza elíptica). Elabora una teoría sobre las mareas que resulta ser errónea, porque se basaba exclusivamente en el movimiento de la Tierra y no en el de la Luna.
A la par que trabaja como matemático, astrónomo, físico, óptico, se esfuerza (en paralelo con la búsqueda de un nuevo método científico de F. Bacon) por establecer el nuevo método que ha de seguir la ciencia, que ahora se aleja definitivamente de la metafísica. Su método hipotético-deductivo establece que: 1) ha de rechazarse el criterio de autoridad; 2) en la naturaleza ha de diferenciarse entre cualidades primarias (extensión, número, figura, magnitud, mvimiento, etc.) y secundarias (color, olor, sonido, etc.), siendo estas últimas meros estados subjetivos. Las cualidades primarias son las verdaderamente objetivas y los términos que la ciencia ha de utilizar porque son cuantificables. 3) Nueva concepción sobre la experiencia, que obliga a abandonar la simple suma de datos de experiencia y a buscar la experimentación, es decir, la experiencia controlada por hipótesis matemáticas. 4) La matemática ha de ser la base de la demostración científica; la lógica aristótélica no es el lenguaje con el que la ciencia cierra sus conclusiones, sino la matemática. La lógica valida la estructrua del lenguaje pero no la verdad de los hechos. 5) El método hipotético-deductivo que se impone ahora ha de seguir los siguientes pasos: a) resolución o intuición, que ha de reducir los fenómenos observados a sus relaciones esenciales y objetivas, que han de poder expresarse matemáticamente (caída libre en el vacío, péndulo ideal, aceleración constante, espacio, tiempo, etc.). b) composición de un supuesto hipotético de donde pueda deducirse matemáticamente una serie de consecuencias, y c) confirmación experimental.

Newton (1642-1727). Isaac Newton, hijo de un agricultor, no fue buen estudiante en los cursos inciales, pero en la Universidad destacará y aventajará notablemente a todos sus condiscípulos. A los 24 años hace sus más importantes descubrimientos y a los 26 es profesor en la Universidad de Cambridge. Obras: Principios matemáticos de Filosofía natural, Tratado de óptica; Mecánica; Análisis mediante ecuaciones de infinito número de términos.
En una época en que la astrología y la superstición estaban aún en boga y en que las esferas de los cielos eran movidos por «extraños motores», Newton viene a barrer todas estas hipótesis y a establecer dos solos mecanismos: las leyes matemáticas que rigen el universo (ley de la gravitación universal) y la acción divina necesaria para dar cuenta del movimiento.
La ley de la gravitación universal establece que todo cuerpo atrae a otro con una fuerza proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de sus distancias. Al igual que Euclides sistematizó la geometría a través de diversos axiomas y postulados, Newton sistematiza la mecánica y la dinámica valiéndose de tres leyes que se exigen entre sí: 1ª) Primera ley de Newton o ley de la inercia, según la cual todo cuerpo persevera en su estado de reposo o movimiento uniforme y retilíneo hasta que es sacado de ese estado por fuerzas impresas sobre él.Esta ley ya había sido descubierta por Galileo y ahora Newton le da precisión y la generaliza a todo el universo. 2ª) Segunda ley de Newton o ley de fuerza: el cambio de movimiento es proporcional a la fuerza motriz impresa y ocurre según la línea recta a lo largo de la cual aquella fuerza se imprime. Cuando la masa de inercia permanece constante tenemos esta aplicación de la segunda ley: F = m.a. La fuerza es igual a la masa por la aceleración. 3ª) Tercera ley de Newton o ley de acción y reacción. A toda accción sobre un cuerpo corresponde en él una reacción igual y contraria. Las tres leyes se establecen como un conjunto completo para la mecánica y la dinámica de los cuerpos.
Esta astronomía y cosmología que confirman las tesis copernicanas, que extienden las leyes de Kepler más allá del sistema solar, que hacen que el cosmos cerrado y bipartito aristotélico se abra a un universo regido por una única ley (según había visto ya Galileo) que establece una mecánica universal, necesita, con todo, según Newton, un Dios personal que lo haya creado y que lo mantenga. En línea con los platónicos de Cambridge e influido por el místico Jakob Böhme (), Newton postuló un Dios creador cuya forma de contacto con el mundo la establecería a través del espacio y del tiempo (que llamó «sensorios divinos»), donde está contenido el universo. La energía del universo no se desgasta porque la providencia divina la mantiene continuamente activa. Así pues, establece una filosofía natural fundamentando su mecánica, en la que habría tres absolutos ontológicos que se implicarían de mayor a menor así: 1) hay un Dios infinito creador y mantenedor del mundo, 2) hay un espacio y un tiempo absolutos, como «cosas» reales creadas que unen a Dios y el mundo, 3) y hay en este mundo unas leyes universales que lo rigen, de carácter matemático y mecánico (a) inercia, b) fuerza y c) acción y reacción, de donde también d) la gravitación universal). La potencia activa (gravedad) de la materia no la extrae de sí misma, sino de Dios. Cuando se dé el paso siguiente, en el que la gravedad se conciba como un atributo de la masa, podrá prescindirse de Dios. Por esta línea avanzaría el cosmólogo Laplace, a finales del siglo XVIII, que declararía a Napoleón que Dios no era ya necesario para explicar el universo.
Newton fue también el creador del cálculo infinitesimal, descubierto por él al tiempo que otro genial matemático, Leibniz, de manera independiente también lo descubría (con notaciones o símbolos distintos en cada caso). Esta coincidencia no estuvo exenta de una gran polémica, pues Newton y los científicos ingleses creyeron que Leibniz se lo había copiado; Leibniz pudo demostrar cómo lo había hallado antes de que leyera una famosa carta en la que Newton lo mencionaba y explicaba. Leibniz, matemático, teólogo y creyente como Newton polemizará, no obstante, también con el inglés en la concepción a la que llega de Dios. Según Leibniz Dios (mónada infintia) creó el mundo (compuesto de infinitas mónadas o átomos espirituales, de donde se «produce» la materia) con una armonía preestablecida, y, por lo tanto, no es preciso que Dios siga actuando continuamente sobre el mundo para mantenerlo. Este mundo es el mejor de los mundos posibles y Dios ya lo ha hecho perfecto, y no necesita estar impulsándolo, porque como un sabio relojero ya le ha dado cuerda y funciona por sí mismo.

Kant será en la segunda mitad del siglo XVIII uno de los grandes valedores de Newton, pero sin que quede matizada por la síntesis que realiza de éste con Leibniz en Pensamiento sobre el verdadero valor de las fuerzas vivas, de 1747, y en Monadología física, de 1756. En la Historia natural universal y teoría de los cielos (1755, que apareció anónimo) dentro del marco de la teoría física de Newton presenta una hipótesis que probablemente extrae de los enfoques del naturalista Buffon, quien concibe la «cadena de los seres», anuncio del evolucionismo, contra el fijismo de Linneo, como un continuo donde no hay saltos; así, según Kant, el universo no se halla idéntico desde la creación, sino que procede de una nebulosa primitiva sujeta a una transformación que sigue las leyes newtonianas y da lugar a las estrellas y los planetas (sin dejar de apuntar la hipótesis racional de la existencia de habitantes en otros planetas); el alemán se adelanta en cuarenta años a las tesis de Laplace (Exposición del sistema del mundo y Mecánica celeste), que son las que van a marcar la cosmología posterior. Newtoniano convencido, intentará superar no obstante la visión de un tiempo y espacio absolutos impuesta por el inglés, reinterpretándolos como estructuras aprióricas del modo de conocer humano, basadas en su nivel más elemental: la sensibilidad, interna (el tiempo) y externa (el espacio).
A Newton debemos también el esfuerzo por establecer un método científico bien definido, en línea con lo pretendido por F. Bacon y con las propuestas de Galileo. De este modo, establece que el método científico debe contener los siguientes pasos: 1) observación; 2) establecimiento de hipótesis sobre lo observado; 3) predicción de fenómenos; 4) comprobación de esa predicción a la luz de las hipótesis; 4) formulación de la ley; 5) generalización; 6) deducciones de leyes particulares; 7) nueva hipótesis, etc. Su célebra frase «hypotheses non fingo», no finjo hipótesis, no se refiere a que en el método científico no haya que construir hipótesis entre la observación y la matematización, sino que las hipótesis propuestas no han de ser «fingidas», es decir, meramente imaginativas o caprichosas.
La ciencia hoy, a pesar de ser ya relativista (Einstein), sigue siendo newtoniana en la escala del acontecer mecánico. La mecánia (que describe el movimiento de los cuerpos por la acción de las fuerzas) desde Newton contiene a la dinámica (que estudia el movimiento atendiendo a sus orígenes) a la estática (que estudia el equilibrio entre las fuerzas) y a la cinemática (que estudia el movimiento en sí, sin atender a sus causas).


III. 3. Descartes y la filosofía racionalista

III. 3.1. El personaje Descartes

René Descartes (1596-1650) nació en La Haye, Turena, Francia. Se formó en el famoso colegio jesuita de La Flèche, en el estudio de Aristóteles y la Escolástica, bajo el influjo del sistema de Francisco Suárez. Adquirirá además una sólida formación matemática y física. Después de participar en su juventud en la guerra de los Treinta Años (1618-1648), primero a favor de los protestantes y después de los católicos, dedicará su vida de burgués rentista a la investigación solitaria, huyendo de las intrigas parisinas y yendo a vivir a Holanda, a partir de 1628. Desde su retiro, mantuvo, no obstante, contacto con los principales sabios de su tiempo, fundamentalmente a través de la mediación del padre Mersenne. Murió en Estocolmo, de una neumonía, invitado por la reina Cristina quien quería aprender su filosofía. Mantuvo también contacto epistolar con la princesa Isabel, que admiraba al sabio, y a quien dedicó su Tratado de las pasiones.
Hizo importantes aportaciones matemáticas (coordenadas cartesianas) y en concreto en geometría analítica; también contribuyó a la óptica; a describir diversos fenómenos físicos –el arco iris, la reflexión y refracción de la luz…-, también se preocupó por la vivisección y por la anatomía y la fisiología. Sus teorías físicas y cosmológicas (teoría de los remolinos) quedaron desmentidas por las teorías de Newton. En filosofía es considerado el padre de la filosofía moderna y el creador del moderno racionalismo.

Uno de los biógrados actuales de Descartes, Richard Watson, ha denunciado las manipulaciones realizadas por Adrien Baillet, el primer biógrafo del filósofo francés (La Vie de monsieur Des-Cartes, 1691), a quien se debe la línea de distorsiones que llegan hasta nuestros días. Poco digna de crédito son muchas de las anécdotas, por lo visto, que dejó sembradas esta biografía como aquella costumbre de permanecer en la cama hasta altas horas de la mañana. Así, leemos «Baillet y otros dieron lugar a varios mitos acerca de los años de Descartes en La Flèche, entre ellos el de que su lejano pariente, el padre Étienne Charlet, quien fue rector del colegio de 1607 a 1615, permitía que el delicado y precoz René permaneciera en la cama hasta las once de la mañana en su habitación privada y que asistiera a clase a su antojo. Esto está tan reñido con los severos principios educativos de los jesuitas –levantarse a las cinco, asearse e ir al baño en quince minutos, etcétera- que resulta del todo increíble. Por el contrario, el padre Charlet se habría cerciorado de que se tratara a René como a los demás, para hacer de él un hombre. Además, sólo había veinticuatro habitaciones privadas en la Flèche, con un coste anual básico de doscientas cuarenta libras, más los ayudas de cámara y los tutores, que elevaban el coste mínimo de una habitación privada a por lo menos cuatrocientas ochenta libras anuales, en una época en que trescientas libras anuales se consideraba una remuneración decente para un cura de aldea». La familia de René no era tan rica como para permitirse esos dispendios, teniendo en cuenta que su hermano mayor, Pierre, que también estudiaba en la Flèche, hubiera tenido el trato que prefería al primogénito sobre el simple cadet; la familia de los Descartes sólo era burguesía que comenzaba a medrar algo, pero que no estaba para lujos. Los dos hermanos dormirían en el mejor de los casos en el dormitorio general porque es fácil que tuvieran que alojarse, más económicamente, en una de las pensiones de la ciudad. Las habitaciones privadas quedaban reservadas para la más insigne nobleza.
Si hemos de tirar por tierra algunos de los rasgos que se le atribuyen a Descartes, deberemos también rechazar la iconografía que nos ha legado el mito histórico. Según Watson, el retrato de Descartes tan conocido ni es obra de Frans Hals ni es de Descartes, según Watson y el Museo del Louvre que ya lo ha retirado por falta de autenticidad. Los verdaderos retratos autenticados del filósofo francés son un dibujo de Frans Schooten II y una pintura de Jan-Baptist Weenix. El falso retrato de Hals nos muestra a un (falso) Descartes bajo una concepción heroica, rasgos con aristas bien marcadas y firmes, propias de un gran carácter y concibiéndole con una envergadura física imponente, cuando por lo que parece, si nos fijamos en la pintura de Weenix, más bien nos hallaríamos ante un sujeto con ojeras y el rostro poco terso, de boca y barbilla débiles, menudo, de cortos brazos rechonchos y de doble papada. El falso retrato podría haber sido una idealización del de Schooten.
Obra: Discurso del Método, que aparece como una introducción a la Dióptrica, Meteoros y Geometría, en 1637. En 1641 aparecen en París escrita en latín (más tarde en francés) las Meditaciones Metafísicas. En 1644 aparecen los Principios de Filosofía y en 1645 el Tratado de las pasiones. El Tratado del hombre queda inacabado y se publica póstumo en 1664. Las Reglas para la dirección del ingenio (o Regulae) se publicarán también póstumamente en 1701.


III. 3.2. El método cartesiano

En concordancia con la revolución científica que se está llevando a cabo en vida de Descartes, fruto de las teorías astronómicas y físicas de Copérnico, Kepler y Galileo, entre otros, y fruto del gran triunfo del paradigma matemático, en el que Descartes participa muy activamente, la ciencia moderna está llevando a cabo un gran esfuerzo por establecer un método que desplace definitivamente al escolástico y aristotélico. Descartes se implica en este tema del método con mayor resolución e interés aún que el que está dedicando a sus investigaciones científicas, y de este propósito y esfuerzo se desplegarán su obra filosófica, cuyo propósito esencial reside en encontrar y establecer con toda precisión el método de toda ciencia, el método de la mathesis universalis: Discurso del Método, Reglas para la dirección del espíritu, Meditaciones Metafísicas.

Descartes no admite la escisión entre filosofía y ciencia. El saber en su conjunto es como un árbol cuyas raíces son la metafísica, el tronco la física y las ramas el resto de las ciencias. Se trata pues de encontrar un método de investigación universal y único mediante el cual accedamos a este «árbol de la ciencia». Este método tiene que conseguir la claridad y exactitud que ya ha alcanzado la matemática: «aquellas largas cadenas de razonamientos, todas ellas sencillas y fáciles, de las que se suelen servir los geómetras para llegar hasta sus más difíciles demostraciones, me habían dado la ocasión de imaginar que todas las cosas que el hombre puede conocer se producen del mismo modo y que, si nos abstenemos de aceptar por verdadera una cosa que no lo es, y siempre que se respete el orden necesario para deducir una cosa de otra, no habrá nada que esté tan lejano que al final no pueda llegarse allí, ni nada tan oculto que no pueda descubrirse». Así declara Descartes su fe en la mathesis universalis o en que, en lo sucesivo, guiados del método de los geómetras traducido a la filosofía, el saber humano no tendrá ya límites. Ha de encontrarse este método y, a la vez, ha de fundamentarse su valor universal y absoluto. Esta es la tarea filosófica en la que se embarca el promotor de la filosofía moderna.

III. 3.2.1. Las reglas del método

Descartes busca «un conjunto de reglas ciertas y fáciles que permitan no tomar nunca por verdadero lo que es falso y alcanzar el conocimiento verdadero, acrecentando progresivamente el saber» (Regulae, 4). Frente a la lógica aristotélica, que es un método solo demostrativo, debe alcanzarse un método que permita ampliar los conocimientos.
En el Discurso del Método reduce a cuatro la multiplicidad de reglas que había ideado:
Primera regla: Regla de evidencia: claridad y distinción. «No admitir nunca nada como verdadero, si antes no se conoce que lo es con evidencia; es decir, evitar con cuidado la precipitación y la prevención, y no comprender en mis juicios nada más que lo que se presentase tan clara y dsitintamente a mi espíritu que no tuviese ninguna ocasión para dudar de ello». Se trata del criterio de verdad. Es verdadero lo que es claro y distinto.
Segunda regla: Regla de división o de análisis. «Dividir cada una de las dificultades que voy a examinar en tantas partes como sea posible y necesario para resolverlas mejor». Se trata de alcanzar las primeras verdades indubitables, que habrán de ser, recuperando la primera regla, evidentes.
Tercera regla: Regla de síntesis (deducción). «Conducir por orden mis pensamientos, empezando por los objetos más sencillos y más fáciles de conocer, para subir gradualmente hasta el conocimiento de los más complejos». La regla del análisis exige la de la sínteisis como su complemento. El encadenamiento sintético y reconstructivo de las ideas previamente analizadas ha de llevarse a cabo mediante conexiones evidentes, es decir utilizando la deducción que encadena unas ideas a otras por necesidad no sólo extraída de la lógica sino además de las evidencias de nuestros análisis de la realidad, con lo que el conocimiento puede ir ampliándose.
Cuarta regla: Regla de enumeración. Como quiera que el espíritu humano es muy limitado y tendente a precipitarse, es preciso salvaguardarse de esta madre de todos los errores haciendo «enumeraciones tan completas y previsiones tan generales hasta estar seguro de no omitir nada». Los procesos de análisis y síntesis deben ser repasados cuidadosamente para no omitir nada y, además, ha de recogerse en este repaso el conjunto de los datos de forma que llegue a construir una visión global (ella misma intuitiva) donde se contenga el complejo proceso en su unidad.
Las cuatro reglas se soportan, en definitiva, sobre la necesidad de la evidencia. Pero ¿qué es una evidencia? Para responder a esto, Descartes desplegará todo el arsenal de dudas posibles hasta encontrar un punto de apoyo indubitable. Lo indubitable, lo que está más allá de toda duda posible, eso es la evidencia.

III. 3.2.2. La duda metódica

Las reglas del método han de ser fundamentadas y validadas. No es suficiente con las certezas subjetivas, es preciso acceder a la verdad objetiva. Para ello idea Descartes su duda metódica, que consiste en proponerse dudar de todo aquello, llegando a la duda hiperbólica y contraria al sentido común y a los datos de la experiencia, hasta que no encuentre ya motivo alguno de duda. El precedente histórico más parecido a esta estrategia cartesiana podemos encontrarlo en la duda de san Agustín, para salir del escepticismo, que le lleva a establecer la iluminación divina como fuente de toda verdad.
En Descartes no es una duda escéptica, puesto que su objetivo es salir de la duda; es, pues, una duda metódica, provisional, pero de aplicación continua en los procesos de conocimiento. Se impone como una crítica de uso universal en el método de la mathesis universalis.
El saber tradicional. En primer lugar ha de dudarse del saber tradicional, pues en múltiples ocasiones me ha engañado. No puede ser este saber el fundamento del conocimiento puesto que no tengo medio seguro de saber cuándo me engaña y cuándo no. La cultura tradicional se ha basado en los argumentos de autoridad, que ahora habrá que abandonar.
Los sentidos. En segundo lugar, los sentidos me engañan a menudo. La experiencia sensible no puede ser tampoco el fundamento buscado. Lo que me engaña alguna vez puede engañarme más veces.
El entendimiento. En tercer lugar, el entendimiento discurre con argumentaciones que han demostrado no ser infalibles, a la luz de los razonamientos falaces y de las demostraciones erróneas de las filosofías precedentes.
La vida es sueño. En cuarto lugar, suelo dar por válidas mis intuiciones inmediatas extraídas de mi estado de vigilia, pero pudiera ser que la vida en que me hallo fuera en realidad un sueño en el que estoy sumido, que me hiciera creer que lo que veo y siento es real, cuando de hecho sería un sueño. Puedo negar, entonces, que tenga sentidos y cuerpo, si finalmente todo lo que creo conocer es sólo un sueño.
El Genio maligno. En quinto lugar, parece que las verdades matemáticas serían un saber indubitable (incluso dentro de un sueño), pero si la duda ha de ser hiperbólica o llevada hasta sus últimas consecuencias, pudiera ser que hubiera un Genio maligno, astuto y engañador, que empleara su poder en engañarme para hacerme ver como cierto lo que en realidad es falso. Quizás me engaña y me hace creer falsamente que las matemáticas son verdaderas, por tanto, tampoco este saber es seguro y absoluto. (En el camino de duda que había tentado san Agustín, este último paso no es dado y da las matemáticas como algo cierto).

III. 3.2.3. El Cogito, la res cogitans

La hipóteisis del genio maligno manda todas nuestras certezas al traste: toda la realidad queda problematizada y ni siquiera nos queda un solo modelo seguro de conocimiento verdadero. Llegados hasta aquí sólo podrá sacarnos de quedar sumidos en el más profundo de lo escepticismo el encontrar un punto de apoyo indubitable, que destruya incluso la hipótesis del genio maligno. Esta vía de salida va a encontrarla Descartes en el «descubrimiento» del Cogito.
En las Meditaciones Metafísicas se expresará así: «[…] …ya he negado que tenga sentidos y cuerpo. Con todo estoy perplejo; porque ¿qué se sigue de ahí? ¿Estoy unido de tal modo al cuerpo y a los sentidos que sin ellos no puedo existir? Mas ya me convencí de que no hay absolutamente nada en el mundo: ni cielo, ni tierra, ni mentes, ni cuerpos; por consiguiente ¿no me he convencido también de que yo tampoco existo? No, por el contrario si me convencí de algo, es que yo existía. Pero existe un mentiroso, no sé quién, sumamente poderoso y muy astuto, que siempre me enegaña a propósito. Por tanto, es indudable que yo también existo si me engaña, y me engañe cuanto pueda, nunca conseguirá que yo no sea nada mientras piense que soy algo. De modo que, habiendo sopesado todo más que suficientemente, como conclusión hay que establecer que este juicio: yo soy, yo existo, es necesariamente verdadero siempre que lo expreso o lo concibo en mi mente. […] [¿Qué soy?] ¿Alimentarme o andar? […] ¿Sentir? […] ¿Pensar? Aquí está: es el pensamiento. Esto es lo único que no puedo separar de mí. Yo soy, yo existo; es cierto. Pero ¿cuánto tiempo? Todo el tiempo que pienso…[…] soy, pues, precisamente sólo una cosa que piensa, esto es, una mente o un alma, o una inteligencia o una razón […] una cosa que piensa. (Meditaciones Metafísicas, Segunda Meditación, Versión directa del original latino por Santiago Sagredo, Cuadernos de Anuario Filosófico, «René Descartes, 1», 1991).
En el Discurso del Método lo dirá con estas palabras: «Y notando que esta verdad: pienso, luego soy, era tan firme y segura que no eran capaces de conmoverla las más extravagantes suposiciones de los escépticos, juzqué que podía aceptarla, sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que buscaba». (Discurso del Método, Cuarta parte). Ego cogito, ergo sum. Je pense, donc je suis. Pienso, luego existo. Es decir, al menos mientras pienso soy, y, por tanto, existo en tanto soy pensamiento. Mi existencia como «sustancia pensante» (res cogitans) es un hecho absoluto que supera cualquier duda. El Cogito de mi ego es algo absolutamente existente (en tanto piensa). Todavía no sé si tengo cuerpo o si existe el mundo exterior y si exsite un Dios, pero mi conciencia pensante es un hecho absoluto y gnoseológicamente primitivo. En el orden gnoselógico el Cogito es la realidad primera y fundante de toda otra realidad. El Cogito es la primera verdad indubitable, por donde se demuestra el enunciado titular de la segunda meditación, es decir: que el espíritu humano es más fácil de conocer que el cuerpo. He aquí el anclaje racionalista de Descartes.
En el Cogito o en la Cogitatio o en el Pensamiento (Razón o Alma) Descartes reconoce el espíritu humano, la conciencia, que ejecuta diversas funciones: sentir, imaginar, entender y querer. De este modo el filósofo racionalista establece que ha de diferenciarse entre la sensación, la memoria y la imaginación, la voluntad y el entendimiento. La imaginación es también llamada «sentido común», o potencia que une diversas sensaciones. Revisados los modos de operar de estas facultades, todos se equivocan y son engañados con facilidad, salvo el entendimiento cuando establece juicios claros y distintos. La sensación cree saber lo que es la cera por las sensaciones que de ella tiene, pero la cera acercada al fuego cambia de figura y de textura, aun cuando sigue siendo cera, y se queda incapaz por sí misma de explicar estos cambios; la imaginación podría ayudarme a recomponer y unir todas esas sensaciones diversas, pero es incapaz de hacerme ver aquello en lo que consiste la cera o cualquier otro cuerpo, es decir, la Extensión (res extensa). La extensión de los cuerpos está sujeta a infinitos cambios posibles y la imaginación no puede recorrer esos infinitos cambios, por tanto, tampoco es mediante la imaginación como conocemos lo esencial de los cuerpos:
«Ahora bien ¿qué cera es ésta que no se percibe a no ser con la mente? La misma que veo, que toco, que imagino, la misma, en fin, que pensaba que era desde el principio. Y hay que observar que su percepción no es visión, ni tacto, ni imaginación, ni nunca lo fue, aunque antes así lo parecía, sino sólo inspección de la mente, que puede ser imperfecta y confusa, como lo era antes, o clara y distinta como lo es ahora, según preste menos o más atención a las cosas de que consta. […] Pues como ahora sé que los cuerpos en sí mismos no se perciben propiamente por los sentidos o por la facultad de imaginar, sino sólo por el entendimiento, ni se perciben porque se tocan o se ven, sino únicamente porque se entienden, reconozco francamente que no puedo percibir nada con más facilidad o evidencia que mi propia mente.» (Mediationes Metafísicas, Segunda Meditación, Versión directa del original latino por Santiago Sagredo, Cuadernos de Anuario Filosófico, «René Descartes, 1», 1991).
He aquí el racionalismo cartesiano elevado a su máxima potencia: no sólo la primera certeza es el Cogito sino que además todo lo que externamente conozco es posible gracias a su potencia más independiente y particular: el entendimiento. Si veo o imagino algo es porque en la medida que lo entiendo lo pienso. El entendimiento, dentro del pensamiento, tiene total autonomía y las demás potencias cognoscitivas (sentir e imaginar) dependen en origen del entendimiento. Si siento o imagino es porque estoy pensando (porque soy sustancia pensante o alma) y si conozco lo que siento o imagino es porque lo entiendo.
La Cogitatio contiene dos grandes potencias, la perceptio y la volitio. Ésta coincide con la voluntad pero la perceptio contiene a su vez tres facultades: sentir, imaginar y entender. El Yo aparece como un espíritu antes que un cuerpo, como una res cogitans antes que una materia sensible y receptiva. Esta Cogitatio es la verdadera esencia del Yo, que está constituida por la sensación (y memoria de las sensaciones), imaginación y entendimiento, y, además, en un orden paralelo al cognoscitivo pero no idéntico, está constituida por la la voluntad. Mientras que la sensación y la imaginación tienen límites, la voluntad es más ilimitada. No conocemos los límites del entendimiento humano (quizá sí los míos particulares) pero, en todo caso, se halla limitado porque su naturaleza opera al lado de la sensación, imaginación y voluntad, que son fuentes continuas de error. «De dónde, pues, nacen mis errores? A saber, sólo de que siendo la voluntad mucho más amplia y más extensa que el entendimiento, no la contengo en los mismos límites, sino que la extiendo también a las cosas que no entiendo, y como es de suyo indiferente a ellas se extravía muy fácilmente, y elige el mal por el bien o lo falso por lo verdadero» (Cuarta Meditación). La sensación y la imaginación contienen, por su parte, múltiples ideas oscuras y confusas, que sin el concurso del entendimiento no aclararían ni distinguirían bien. Conocer significa, por tanto, poner a trabajar al entendimiento (puro) liberado al máximo de las constricciones de las otras potencias congnoscitivas y no dejarse arrollar por la voluntad, sino dominarla. Pero para los conocimientos ligados sobre todo a la vida práctica el entendimiento ha de acudir al concurso de la memoria y de los sentidos: «Y no debo en modo alguno dudar de la verdad de las cosas, [rechazando, ahora que hay un Dios veraz, la duda hiperbólica, puramente metódica, y rechazando también el supuesto de confundir el sueño y la vigilia] si después de haber apelado a todos mis sentidos, mi memoria y mi entendimiento para examinarlas, ninguno de ellos me aporta nada que contradiga lo que aportan los demás» (Sexta Meditación).
El conocimiento de la ciencia ha de acercarse a lo que hace el matemático, por ello, el proyecto del conocer generalizado a las demás ciencias posibles ha de ser una mathesis universalis, ha de seguir el modelo de la geometría (como ya habíamos visto en Platón), pero ahora el Yo ha sido redifinido en función de la estructura de las potencias o facultades de su alma. No ya simplemente alma apetitiva, irascible y racional sino una nueva reordenación: volitio o voluntad (alma apetitiva e irascible), y perceptio o «razón», que contiene unas potencias «débiles» (sensación e imaginación) y una potencia fuerte capaz de llevarnos a la certeza del saber: el entendimiento; por eso, la razón es propiamente el entendimiento, pero el entendimiento no puede operar fuera del conjunto, es decir, fuera de la conciencia cogitante o del yo pensante (Cogitatio o Cogito). Descartes establece que este es el mapa de la conciencia humana.
El Ego cogito se constituye como el fundamento de la certeza, es decir, de la verdad de orden lógico. Es una verdad válida en el interior del espíritu humano, una verdad solipsista. Hace falta, pues, que esa verdad aparezca como una verdad objetiva, es decir, verdadera también en el mundo externo a la conciencia. La res extensa que se extiende más allá de mi conciencia, por ahora no es nada más que un producto de mi propio pensamiento. Hace falta validarlo y es preciso encontrar un fundamento ontológico que una al Yo y al Mundo, a la res cogitans con la res extensa, no sólo en el interior de mis certezas sino deducido como una verdad objetiva. Descartes necesita apelar a Dios en el punto en el que ha de validar objetivamente la existencia del mundo. Pero para ello ha de demostrar la existencia de Dios y una vez demostrada, como Deus veracissimus (antípoda del Genio maligno o Deus deceptor), proceder a reconstruir deductivamente toda la ontología: la res infinita (Dios) fundamento ontológico de la realidad; la res cogitans fundamento gnoseológico de la certeza (verdad subjetiva) en el conocimiento, la res cogitans y la res infinita de consuno estableciendo la verdad objetiva del mundo: la res cogitans porque es capaz de poner a Dios (como una de sus certezas) y las res infinita, porque una vez puesta gnoseológicamente es capaz de validar ontológicamente todo lo demás. Lo que conocemos de la res extensa queda validado provisionalmente por nuestras certezas y definitivamente por Dios, capaz de validar nuestra conexión con las cosas (porque es un Deus veracissimus).

III. 3.2.3.1. Tipos de ideas del Cogito

El Cogito contiene tres tipos diferentes de ideas: adventicias, facticias e innatas. Las ideas adventicias son las que nuestro pensamiento capta de fuera, a través de las sensaciones. Las ideas facticias son las que nuestro pensamiento puede llegar a elaborar, mediante la imaginación (valiéndose de las ideas facticias) o mediante la voluntad. En ninguna de estas ideas podemos encontrar criterios de certeza: no sabemos hasta dónde nos engaña nuestra sensación, imaginación y voluntad. Pero la conciencia humana posee, además, ideas innatas. El conocimiento de la res cogitans es una idea innata. Pero junto a esta idea existen otras, entre las cuales la más fundamental llega a ser la idea de infinito: la res infinita o Dios. Las ideas innatas poseen una contextura particular: son claras y distintas, son evidentes, es decir, llegamos a tener certeza absoluta de ellas. Pero, además, una de estas ideas tiene la cualidad de hacernos pasar de la certeza a la verdad objetiva: la idea de Dios.

III. 3.2.4. Dios: la res infinita.

La idea de Dios como «sustancia eterna, inmutable, perfecta, omnisciente y por la cual yo mismo y todo lo que existe hemos venido sido creados» es tan innata a mi espíritu como la propia autoconciencia de mi pensamiento.
Es una idea que no puede proceder de mí, pues siendo infinita no puede haberla puesto algo finito, ya que en toda causa debe existir al menos tanta realidad como en su efecto. Por ello tiene que haber sido puesta en mi mente por Dios mismo. Esta sustancia infinita y perfecta y, por tanto también veracísima, ha de existir en la realidad además de en mi pensamiento Descartes validad, de este modo, el argumento ontológico de San Anselmo de Canterbury.
En el Discurso del Método Descartes muestra tres ideas innatas sobre Dios (después vuelve sobre ello también en las Meditaciones), una vez que desde la certeza del Cogito procede a buscar otras ideas igualmente evidentes. Lo hace a través de tres argumentos: a) prueba gnoseológica o de lo imperfecto a lo perfecto; es una prueba a posteriori, que va de los efectos a las causas; b) prueba de la causalidad o del Dios creador, igualmente a posteriori, variante de la anterior; y c) argumento ontológico o a simultáneo, porque concluye la relación causa-efecto de un modo inmediato (como se concluía también la existencia del Cogito), por el puro análisis de la idea, cuya esencia coincide con su existencia.
La prueba gnoseológica descubre a Dios en el mismo proceso de la duda metódica. Si dudo y puedo dudar de todo es porque tengo a la vez la idea de perfección o de conocimiento absoluto. El proceso de duda es posible en cuanto búsqueda de la verdad; si la duda en que me hallo me hace ser una realidad imperfecta, entonces aquello que busco, el conocimiento absoluto y verdadero, aparece como la realidad perfecta sobre la que se define mi imperfección. La idea de Dios se encuentra en mí en cuanto me estoy moviendo hacia ella al buscar la verdad absoluta. Mi imperfección y mi duda, bajo cuyos efectos evidentes me hallo, está movida y fundada en la idea de perfección, sin la cual aquélla no tendría sentido. Y la idea de algo perfecto coincide con la idea de Dios. Luego Dios existe y es causa sui y causa de las ideas innatas que encuentro en mí.

La prueba de la causalidad añade a ese Dios que pone en mí las ideas, un Dios que además causa todo mi ser. Una vez que ha demsotrado que existe como ser perfecto, puede ya añadirle perfecciones y así desplegar los atributos de su esencia, uno de los cuales y fundamental es que se trata de un ser creador y que yo soy creación suya.

En el argumento ontológico cartesiano procede a demostrar que la idea de existencia y la esencia de Dios coinciden y se implican mutua y necesariamente (ya hemos apuntado el argumento que utiliza Descartes en la sección dedicada a San Anselmo más arriba). La idea de Dios no es una idea construida mediante la suma de todas las perfecciones: en este caso se trataría de una idea facticia. Es una idea innata, simple, clara y distinta, evidente. Y así como en mi Cogito lo evidente es mi propia existencia, en la idea de Dios («Cogito infinito»), en tanto es infinita, no cabe la no existencia. Existe pues como «Razón infinita» en la que las ideas, atributos o cualidades esenciales que yo puedo representarme (como separados: su esencia en su existencia) no pueden estar separados ni ser nada distinto de su existencia como realidad absoluta; al igual que la idea de triángulo no puede estar separada de la suma de 180º, pero mientras que en esta idea matemática ha debido haber una demostración que conecta la existencia del triángulo con la esencia (180º), en la idea de Dios su esencia y su existencia se muestran similtáneamente necesarias y verdaderas.

De esta manera, a través de esta idea innata tan particular, que es la idea de Dios, éste va a constituirse en garante de nuestras evidencias. Nuestras verdades encuadradas en un orden gnoseológico van a adquirir fundamento ontológico, a través de un Dios necesariamente existente y veraz, que ha puesto en mí las ideas innatas. Además, la hipotesis de duda metódica hiperbólica que me llevaba al Genio maligno queda automáticamente imposibilitada por la existencia de este Deus veracissimus.
Cuando los empiristas (Locke y Hume) nieguen que existan las ideas innatas todo este entramado argumental perderá su fuerza, pues ya no será la razón la fuente de la verdad sino la experiencia. Entre los racionalistas y los empiristas, Kant buscará un territorio intermedio. En todo caso, si el mundo físico tal como se nos impone a nuestra naturaleza es la evidencia de la que van a partir los empiristas, Descartes, en su sistema racionalista, ha de demostrarlo y conectar esta nueva verdad al resto de sus evidencias.

III. 3.2.5. La res extensa

Descartes llama en ocasiones res a la sustancia. Entiende por sustancia «una realidad que es autónoma e independiente de cualquier otra en su ser y en su comportamiento». En sentido absoluto existe la sustancia divina, pero de ésta se derivan, por creación, otras dos sustancias. Además de las res cogitans y de la res infinita, tenemos ideas sobre realidades materiales externas que formamos de nuestras sensaciones, según establece ya en el Discurso. Pudiera ser que estas ideas fueran errores, pero entonces el Dios creador tendería a engañarme y no a hacerme posible la verdad. Pero Dios es un Dios veraz. Luego el mundo exterior no sólo existe en mi pensamiento sino tal como lo concibo: siendo algo externo a mi pensamiento; por tanto, todo aquello que puedo establecer con claridad y distinción del mundo exterior he de tomarlo como verdadero, al igual que admitía las evidencias más inmediatas sobre la existencia de mi propio pensamiento.
Las cualidades sensibles de los cuerpos son para mí oscuras y confusas, sin embargo, concibo muy claramente que la extensión o res extensa de las cosas. La res extensa es, pues, la esencia de las cosas materiales. Todas las demás cualidades sensibles inhieren en esta sustancia corpórea que es la Extensión.
Así pues, la arquitectura ontológica del mundo queda constituida a través de tres sustancias: la sustancia pensante, la sustancia infinita y la sustancia extensa. La sustancia pensante es el fundamento de toda certeza. La sustancia infinita es el fundamento ontológico de todo lo demás, y, también, es el fundamento de la verdad. La sustancia extensa es el fundamento de que exista mundo corpóreo.

El ser humano es un compuesto de cuerpo y alma: res extensa y Cogito. La relación es como la del piloto con su nave. ¿Cómo se comunican entre sí estas dos sustancias? La glándula pineal, según Descartes, es el lugar donde las ideas espirituales se transmiten al resto del cuerpo, y donde recoge también del cuerpo sus impulsos animales. Como los animales no tienen Alma, es decir, no tienen razón o entendimiento, entonces todas sus sensaciones y demás actividad no puede quedar gobernada sino por un sistema de automatismo de las bestias con el que Dios las habría creado. Los animales son parecidos a mecanos, son máquinas hechas por Dios, a las que imprimió movimiento a través de un mecanismo similar al de un relojero. La imagen mecanicista del mundo, partiendo de los presupuestos cartesianos, ha de llevar a esa curiosa conclusión: al lado del Pensamiento y de Dios, el mundo material se mueve por la fuerza que Dios creador le ha impuesto; y los animales son, a pesar de las apariencias, máquinas, tesis que antes que Descartes había defendido ya el filósofo español Gómez Pereira en su Antoniana Margarita, de 1554. Las plantas, con mayor razón, también son máquinas.

El dualismo alma-cuerpo, dentro de esta ontología que separa tajantemente el espíritu de la materia ha de llevar bien a la idea de que los animales son materia (máquinas) bien a la idea de que los animales son como nosotros, espíritu, un espíritu más imperfecto, tan imperfecto que no puede conocer la verdad, lo que para el racionalista Descartes sería un contrasentido, puesto que sin entendimiento el espíritu deja de ser espíritu, porque deja de ser autoconciencia. Y si desligo las sensaciones del entendimiento, entonces todo lo sentido pasa a ser maquinal. Esa es la nueva visión mecanicista y racionalista que va a imponerse en gran medida en la filosofía occidental a partir de Descartes.

III. 3.2.5.1. La Extensión y la Física

Todo el orden físico es extensión. Junto a la extensión encontramos el movimiento, que sólo puede ser deducido de Dios. El espacio es materia, por tanto es un plenum, un todo lleno, sin acción a distancia (y por tanto los movimientos celestes son como remolinos a los que Dios ha dado movimiento), y es infinito, porque no puede estar limitado de espacio vacío, lo que exigiría postular una extensión sin materia, pero esto sería contradictorio con la constatación de que la materia es esencialmente extensión (donde la materia y la extensión son idénticas y se definen la una por la otra). El cosmos creado por el Dios infinito es, pues, un cosmos también infinito, porque la materia extensa una vez creada no puede dejar de ser también infinita. El cosmos matematizable cartesiano no puede ser finito, y es, por tanto, abierto e indefinido (infinito).

Con esta visión cosmológica y física Descartes confirma las siguientes leyes: 1) el principio de inercia. 2) La ley de conservación de la cantidad de movimiento (cuya causa remota y actual es Dios); el movimiento es para Descartes, además, un modo de la materia, algo accidental que Dios le añadió. Además de no haber espacio vacío y de no tener límites el universo, no existen átomos, porque la extensión es infinitamente divisible. Las causas finales y formales aristotélicas y escolásticas ya no son necesarias. El mecanicismo del mundo precisa de una causa eficiente que ponga la materia y el movimiento, es todo. Las leyes naturales se derivan de los fenómenos tal como han quedado constituidos en la obra de la creación, un Dios creador que coincide con el Dios matemático de Galileo, puesto que la materia no puede ser conocida si no es mediante el método matemático.


III. 3.2.6. El saber humano

En los Principios de la Filosofía establece Descartes que «la filosofía es como un árbol cuyas raíces son la metafísica, el tronco es la física y las ramas que salen de este tronco son todas las demás ciencias, que se reducen a tres principales, a saber, la medicina, la mecánica y la moral».
La metafísica cartesiana, frente a la metafísica anterior, ha quedado establecida a través de la duda metódica y del método de todo conocimiento o mathesis universalis y de las evidencias ontológicas a que se ha llegado: la res cogitans, la res divina y la res extensa. La física consiste en el nuevo mecanicismo: sólo hay materia (que es extensión) y movimiento (regido por la inercia y por la conservación de su cantidad). Una vez que el método de la mathesis universalis pase a aplicarse al resto de las ciencias, iremos conociendo el resto de leyes de la mecánica, de la medicina y de la moral. De todas las ciencias que han de desarrollarse la más perfecta es la moral, que presupone un conocimiento de las demás ciencias y que es además el último grado de la sabiduría. Descartes señala que los frutos no se recogen de las raíces ni del tronco, sino de las ramas. La metafísica y la física tienen una función fundamental pero la utilidad de la filosofíia le viene de las ciencias particulares, y muy especialmente de la moral.

III. 3.2.6.1. La moral provisional

La ciencia moral no está aún desarrollada, por eso según Descartes se hace preciso trazar una moral provisional que nos permita solucionar los problemas prácticos con criterios racionales, si no determinantes, sí suficientes para obrar.

En la tercera parte del Discurso del Metodo, establece cuatro máximas de moral provisional: seguir las leyes y costumbres; ser lo más firme y resulto que pueda; vencerme a mí mismo más que a la fortuna; dedicar mi vida al cultivo de la razón y la verdad.
1ª) «La primera es obedecer a las leyes y a las costumbres de mi país conservando con firmeza la religión en la que Dios me ha concedido la gracia de ser instruido desde mi infancia y rigiéndome en todo lo demás según las opiniones más moderadas y más alejadas del exceso, que fuesen comúnmente admitidas en la práctica por los más sensatos de aquellos con quienes tendría que vivir».
2ª) «Mi segunda máxima era ser lo más firme y resuelto que pudiera en mis acciones y no seguir con menos constancia las opiniones más dudosas cuando me hubiera determinado una vez a ellas, como si hubiesen sido muy seguras, imitando en esto a los viajeros que, encontrándose perdidos en algún bosque, no deben errar dando vueltas por un lado y por otro, ni todavía menos detenerse en un lugar, sino caminar siempre lo más rectamente posible…».
3ª) «La tercera máxima fue siempre de vencerme a mí mismo más bien que a la fortuna, y de cambiar mis deseos más que el orden del mundo; y generalmente de acostumbrarme a creer que no hay nada que esté enteramente en nuestro poder más que nuestros pensamientos…».
4ª) «Por último, como conclusión de esta moral, se me ocurrió hacer una inspección exacta de todas las diferentes ocupaciones que tienen los hombres en esta vida, para tratar de elegir la mejor; [… pensé] dedicar toda mi vida al cultivo de mi razón y progresar todo cuento pudiera en el conocimiento de la verdad siguiendo el método que me había prescrito».

En su correspondencia con la princesa Isabel señala tres reglas principales: 1) «Poner todo el empeño en conocer en cada caso lo que ha de hacerse o evitarse». Aquí parece sintetizar la primera y cuarta máxima. 2) «tener la firme y constante resolución de ejecutar todo lo que la razón aconseje». Claramente en relación con la segunda máxima. 3) La tercera máxima parece que la traduce en esta tercera regla: «no desear lo imposible y no arrepentirse de los propios errores», puesto que una cosa es cometer errores (imputable a la falta de evidencia) y otra distinta ser culpable (imputable al mal uso de la libertad). La felicidad natural depende de la libertad, concebida como autodominio, para ser dueño de sí mismo. El conocimiento de las demás ciencias nos hará «dueños» de la naturaleza. Esta libertad se ejercita independientemente de Dios. Además de la felicidad natural cabe esperar la felicidad sobrenatural y en eso ya dependemos de la gracia divina y de la predestinación.

III. 3.3. Conclusiones sobre la filosofía racionalista cartesiana

Descartes parte en su método y en su gnoseología del modelo de la ciencia matemática. Como ya venía haciendo gran parte de la filosofía heredera de Platón, pero ahora este antiguo modelo es concebido como nuevo porque se enfrenta a toda la tradición que se ha ido fraguando, apoyada en Platón y sobre todo en Aristóteles, y que ha venido a establecer como criterio de saber, el criterio de autoridad. Para Descartes como para Galileo la autoridad (magister dixit) no es ya un argumento válido. Por tanto, todo el edificio levantado hasta ahora ha de recomenzarse, tomando como prototipo de conocimiento a la ciencia moderna, que se desarrolla siguiendo el lenguaje de las matemáticas.. La filosofía de Descartes nace de las matemáticas, pero no de su momento griego como en Platón sino del momento moderno en que son aplicables al conocimiento de la naturaleza como su lenguaje propio. Las matemáticas son indubitables (salvo genio maligno) y, por eso, el método a construir o mathesis universalis ha de nacer de una duda metódica e hiperbólica, que una vez superada nos muestre los fundamentos metafísicos de las primeras certezas.
De aquí derivará Descartes su racionalismo, su dualismo, su mecanicismo y el comienzo de la moderna filosofía idealista.
Para construir su ontología, desde los presupuestos matemático y gnoseológico anteriores, deberá buscar un fundamento, que va a tener que recuperar de la metafísica escolástica que por otra parte quiere superar. Las certezas o verdades subjetivas siguiendo el método matemático acaban teniendo entero sentido ontológico de verdad objetiva si son refrendadas por un Dios veraz y perfecto. Este Dios veraz y perfecto resulta ser también infinito, por lo que toda su obra, el universo y el hombre son de algún modo infinitos aunque a una escala de perfección inferior a la de Dios. El universo es infinito porque es abierto y no cerrado como el de Aristóteles. El hombre es «infinito» a través de la capacidad de conocer de su entendimiento, pues aunque es un entendimiento sin duda limitado y finito, los límites de su conocer son idefinidos. Precisamente será la idea de infinito la que lleve a Spinoza y Leibniz a hacer nuevas formulaciones y variantes de la filosofía racionalista.

III. 4. Spinoza

Baruch Spinoza (1632-1677) tiene un apellido hispano: Espinosa. La familia Espinosa había salido de la España del siglo XVI, con el resto de expatriados judíos. El apellido se transforma en la Holanda del siglo XVII en Spinoza, si bien Benito (Baruch) habla latín, hebreo y holandés pero sigue conservando también el idioma familiar: el español.
En su juventud fue expulsado de la sinagoga por mantener ideas heterodoxas. Vivió una vida retirada, como discreto pulidor de lentes, sin querer aceptar una plaza en la Universidad. Su obra fue conocida en un reducido círculo intelectual, entre los cuales ha de contarse a Leibniz, que le visitó en una ocasión.

Escribió las siguientes obras: Breve Tratado, Tratado de la reforma del entendimiento, Los principios de la filosofía de Descartes, Pensamientos metafísicos. Las más importantes son: Tratado teológico-político, Tratado político, Cartas; y, como expresión cumbre de la filosofía de todos los tiempos la Ética (Ética demostrada según el orden geométrico).

Spinoza concibe el infinito de manera distinta a Descartes. Dios y la Naturaleza no pueden ser nada distinto. Hay una sola sustancia: Deus sive Natura. Este «monismo» de la sustancia única es más aparente que real puesto que se expresa en dos niveles conectados pero diferentes: la Natura Naturans y la Natura Naturara. La Natura Naturans está a su vez compuesta de infinitos atributos, de los que conocemos sólo dos: la Extensión y el Pensamiento. La Natura Naturata está compuesta de los modos que expresan los atributos en la escala mundana de las cosas. Todos los cuerpos materiales son modos de la extensión y tanto el alma como el cuerpo humano son modos, del pensamiento y de la extensión respectivamente. No hay que buscar ninguna glándula pineal para que se conecten el espíritu y la materia, pues estos modos se hallan ya conectados desde siempre a través de su procedencia de una única y misma Sustancia infinita.

Existen tres géneros de conocimiento: Imaginación, Razón y Conocimiento intuitivo.

1) la Imaginación, que se refiere a las percepciones de los sentidos externos e internos. Elabora conocimientos confusos y oscuros, es decir, inadecuados. A través de la imaginación conocemos la existencia de los objetos de la experiencia pero no su esencia. La imaginación conforma ideas generales que son confusas, incompletas e inadecuadas.
2) El segundo género de conocimiento es el de la Razón. De las ideas confusas de la sensación y la imaginación la razón tiene la potencia de establecer ideas claras y distintas, y progresar desde la opinión a la ciencia, mediante las evidencias que muestran las ideas adecuadas. Para elaborar ideas adcuadas basta con aplicar rigurosamente los principios lógicos de identidad y de contradicción y somerlas a rigurosos procedimientos de deducción.
3) El tercer género de conocimiento y más elevado se alcanza apoyándose en los conocimientos de los sentidos y sobre todo en los que aporta la razón, pero yendo más allá, al adoptar una perspectiva no ya de conocimiento de fenómenos aislados y concretos (sentidos) sino como conexión de verdades dentro de un sistema único, en el que soy capaz de ver las cosas sub specie aeternitatis.

Todo ser se esfuerza en perseverar en su ser por una especie de ley que le constituye esencialmente: el conatus (que en el hombre puede traducirse por «deseo»). Esta tendencia constitutiva de todo ser le lleva intrínsecamente a la autoconservación pero también a la autoperfección. Los dos deseos básicos son el dolor y el placer. La actividad del alma y del cuerpo se deriva de estos dos deseos. Pero en el hombre estos impulsos pueden ser dirigidos por la razón. La razón, así pues, puede reordenar el mecanismo de las pasiones: tan pronto como comprendemos las causas del odio dejamos de odiar, porque deja de ser pasión para convertirse en razón. El hombre feliz es el hombre virtuoso y el máximo virtuoso no puede ser sino un hombre sabio. El mayor placer es el conocimiento intelectual de Dios (Deus sive Natura), que supone un conocimiento racional del mundo y un conocimiento desde la perspectiva de la eternidad.

Spinoza desarrolla su pensamiento en la Ética, en cinco partes: 1) De Dios (Deus sive Natura: Dios = Sustancia); 2) De la naturaleza y origen del alma (Alma: Pensamiento, sujeto a pasiones o a razones; 3) Del origen y naturaleza de los afectos (afectos que siguen el orden del conatus y de los afectos pasivos (pasiones) pero que si lo siguen hasta el final de la naturaleza humana serán reordenados por los afectos activos (razones); 4) De la servidumbre humana, o de la fuerza de los afectos (donde analiza la mecánica de las pasiones y de las razones). 5) Del poder del entendimiento o de la libertad humana (donde la libertad sólo puede interpretarse como máxima autodeterminación en el ser que se es -conatus, afectos pasivos y activos- a través del amor intelectual a Dios, que sabe que «Dios» no puede amarle ni devolverle el amor).
El Tratado teológico-político es un análisis racionalista, sin dejar de remontarse a todas las interpretaciones de la tradición, sobre el verdadero valor de la Biblia o Palabra de Dios.

Las tesis de Spinoza no podían ser admitidas en su siglo, eran demasiado corrosivas para la moral y las creencias de la época, así que hasta finales del siglo XVIII será duramente perseguido, por panteísta, ateo, materialista e impío. El idealismo alemán lo redescubrirá sobre todo a partir ya del siglo XIX.
Entenderlo hoy en términos de panteísmo puede significar no ver de qué manera desborda por todas partes las tesis del neoplatonismo de Plotino.

III.5. Leibniz

Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716) fue preceptor y diplomático de profesión y aportó hallazgos importantes en matemáticas (cálculo infinitesimal, entre otras aportaciones), en lógica, en lingüística, en cosmología, en física, en política, en teodicea y en filosofía (metafísica y ética).
Entre sus obras más importantes cabe citar: Metafísica, Monadología, Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano, El sistema nuevo de la naturaleza y de la comunicación entre las sustancias, Teodicea.

La idea de infinito que en Descartes y en Spinoza se configuraron como se conoce, lleva a Leibniz a construir su propio sistema onto-gnoseológico, difieriendo de cuestiones importantes que no puede admitir en los dos precedentes racionalistas. De Spinoza se distancia por no distinguir convenientemente entre Dios y Naturaleza y de Descartes porque rechaza su mecanicismo y su idea de sustancia. Además, Leibniz es creyente y pretende coincidir con el modo tradicional de entender a Dios, si bien poniendo su idea al día para que converja con los nuevos conocimientos científicos. Dios es la mónada infinita y el mundo es la creación de Dios y consiste en infinitas mónadas. La idea de mónada es la de un «átomo» de la realidad pero espiritual. Siendo toda la realidad dinámica, sus últimos elementos han de serlo también. Pero mientras la idea de átomo nos lleva a un elemento mínimo material e inerte, la mónada nos lleva a un compoenente último de carácter dinámico. La mónada es el principio ontológico de la realidad, principio que encuentra en el espíritu el último fundamento de la realidad, y, que se opone por tanto, radicalmente, a filosofías materialistas como la de Hobbes o a aspectos materialistas cartesianos (su idea de extensión o de animales máquinas) o al materialismo intrínseco de Spinoza que identifica a Dios con la Nauraleza y que no concede que alma y cuerpo sean sustancias sino simples modos.

La armonía preestablecida. Las infinitas sustancias se comunican entre sí a través del principio de armonía preestablecida. El alma y el cuerpo se comunican también gracias a esta armonía. Esta armonía nos presenta un mundo creado por Dios pero que funciona por sí mismo, puesto que ya tiene sus propias leyes de funcionamiento. Las leyes de la mecánica, de la estática y de la dinámica le permiten funcionar por sí mismo. El racionalista Malebranche había apelado a una continua intervención de Dios (el ocasionalismo), causa de que el mundo fuera como es. Dios ha creado a las mónadas individuales, incomunicables, como sustancias autónomas e interdependientes dentro del sistema global que solo conoce su «relojero y matemático» creador.

Todo el universo creado está constituido por una cadena ininterrumpida de seres de menor a mayor perfección. Las infinitas mónadas existen y están ordenadas en el todo siguiendo una perfecta e ininterumpida gradación sin saltos y sin vacíos. Esta idea de cadena o concatenación de los seres cooperará indirectamente muy pronto, en científicos naturalistas como Buffon, a forjar la idea de evolución de las especies, primero a través del transformacionismo y finalmente a través de la teoría de la evolución lamarckiana y darwiniana. El propio Leibniz mantuvo, curiosamente, ideas preevolucionistas.

Verdades de razón y verdades de hecho. Leibniz se opone en su teoría del conocimiento al naciente empirismo de Locke, que establece que toda verdad procede de la experiencia y que es, por tanto, una verdad de hecho. Para Leibniz existen claramente verdades de razón independientes de la experiencia. Desde el punto de vista de la mónada infinita sólo existen las verdades de razón, que son evidentes directamente, porque su negación sería contradictoria. Para la finita naturaleza humana sólo son verdades de razón ciertas verdades lógicas y matemáticas. Por eso el resto de verdades debe conseguirlas a través del estudio de los hechos, porque no llega a ver las razones por las que las cosas no podrían ser de otra manera. Para Dios, que ha creado el mejor de los mundos posibles (no podría ser de otra manera, tratándose de un Dios todopoderoso), nuestras verdades de de hecho son verdades de razón.
Las verdades de razón son innatas: no necesitan de la experiencia. Son analíticas: el predicado está ya contenido en el sujeto (por ejemplo: «el todo es mayor que las partes»). Se basan en le principio de contradicción. Son verdades que se refieren a esencias, al margen de la exsitencia de los objetos.

Las verdades de hecho son contingentes, es decir, no necesarias; se refieren a la realidad empírica y a la existencia. No son analíticas y se necesita un principio lógico que Leibniz introduce: el principio de razón suficiente, según el cual todo lo que existe tiene una razón para suceder o existir. Todo es inteligible, de acuerdo con el racionalismo más optimista, si no a través de las verdades de razón sí a través de las verdades de hecho.

Leibniz se enfrentó al problema de tener que explicar el mal en el mejor de los mundos posibles. En su Teodicea cree resolver el problema. Distinguió entre mal metafísico, mal físico y mal moral. El mal moral lo introduce el hombre y es consentido por Dios para preservar un bien mayor, la libertad; un mundo sin libertad no sería tan perfecto. El mal físico (el dolor, por ejemplo) es un mal sui géneris, por cuanto lo percibimos como mal visto desde nuestra parcialidad pero visto desde el conjunto de toda la creación ese mal es en realidad un bien que no alcanzamos a interpretar bien; el mal metafísico no existe, salvo porque las cosas creadas son finitas; el mal en este sentido iría ligado a la falta de ser. En todo caso, la privación que puede tener el mundo le viene dada de la imposibilidad de ser como Dios o de ser otro Dios. Propiamente el mejor de los mundos posibles no contiene mal, si bien en él se despliegan para el hombre diversos males (dolor y pecado), pero vistos desde la óptica divina sólo el pecado es mal.

Voltaire escribirá a propósito de Leibniz su novela Cándido, donde su personaje principal, Pangloss, es un convencido leibniziano que en nada ve mal y en todo ve bien. La crítica corrosiva volteriana del optimista y cándido sistema leibniciano le lleva a introducir a Pangloss en aventuras llenas de desastres naturales, de «azares injustos» y de fealdad cuya justificación se vuelve absurda o ridícula.


III. 6. La filosofía empirista: Locke y Hume.

Mientras que el racionalismo prosperó en el continente europeo, el empirismo lo hará en las islas británicas. Tiene que ver, pues, en buena medida con una tradición cultural que se ha ido asentando siglos atrás, desde el medievo. Roberto Grosseteste (s. XIII) fundó una tradición científica en Oxford partidaria de la experiencia y de la inducción. Rogerio Bacon (s. XIII) continúa el desarrollo del método inductivo en Oxford. Y en esta misma Universidad oxoniense estudiará otro precursor del empirismo moderno: Guillermo de Ockham. Posteriormente Francis Bacon y Thomas Hobbes siguen esta senda.
Tanto el racionalismo como el empirismo modernos parten de la nueva ciencia, la física de Galileo y la astronomía de Kepler, pero mientras los racionalistas fundamentan la evidencia en las ideas innatas, los empiristas prefieren negar estas ideas y partir de las evidencias sensibles; mientras que los racionalistas defienden el modelo científico basado en la deducción, los empiristas tomarán como punto de referencia el que la inducción sea necesaria en las ciencias empíricas; mientras que el racionalismo tiende al dogmatismo, el empirismo contraataca con el subjetivismo, el probabilismo y el escepticismo.

III.6.1. Locke
Locke (1632-1704) nace en Wrington, Inglaterra, reacciona contra el racionalismo continental, elaborando una nueva teoría del conocimiento en su Ensayo sobre el entendimiento humano.
Para Locke como para Aristóteles, el alma humana nace como una tabula rasa. La experiencia se ocupa de escribir en el alma las ideas. Define la idea como el «objeto del pensamiento cuando un hombre piensa», y es, de este modo, una especie de intermediaria entre el sujeto y el objeto. Contra Descartes, toda idea procede de la experiencia. Primero se dan las ideas de sensación y de éstas pueden derivar las ideas de reflexión. Partiendo de las ideas simples, que son las originales, pueden componerse otras: las ideas complejas. Las palabras son distintas de las ideas. Y las palabras generales son, siguiendo a Ockam, la representación de rasgos comunes de individuos semejantes. En algunos puntos, Locke camina próximo a Descartes: las cosas materiales son conocidas a través de ideas. Ahora bien, no es posible ir más allá de las ideas simples, todo lo más que se puede hacer es componer ideas complejas. Sin embargo, la teoría empirista del conocimiento de Locke no alcanzará los niveles críticos que conseguirá Hume.
Las ideas más influyentes de Locke proceden de su doctrina política. Parte, como Hobbes, de conceptos como derecho natural, contrato social y estado de naturaleza, pero no para desarrollar las ideas absolutistas de Hobbes sino para iniciar la senda del liberalismo político. En los dos Tratados sobre el gobierno civil la ley natural coincide con la razón y el poder del contrato social. El liberalismo de Locke defiende que todos los hombres son libres, iguales e independientes, y a todos asiste el derecho de propiedad, en virtud del trabajo. La principal función del Estado es, precisamente, salvaguardar el derecho de propiedad y, en general, castigar a los infractores de la ley natural. Contrario al absolutismo, defiende la separaciónd e poderes entre el monarca (ejecutivo) y el parlamento o legislativo. Ha de ser superior el legislativo sobre el ejecutivo; y el judicial depende del legislativo. Añade el poder federativo, dependiente del ejecutivo, para las relaciones con los estados extranjeros.
Locke se pronunció abiertamente sobre las guerras de religión de su tiempo, en su Carta sobre la tolerancia, donde defiende como solución la tolerancia religiosa y, en general, la libertad de pensamiento. Las ideas pedagógicas de Locke en Pensamientos sobre educación plantearon una nueva metodología en el sistema de enseñanza.

Entre Locke y Hume encontramos la figura del obispo Jorge Berkeley (1685-1753), cuyo empirismo llegó a ser extremo y curioso al defender que aparte de Dios sólo existen las ideas percibidas por la mente. Convierte el empirismo en una metafísica no materialista.

III.6.2. Hume
III.6.2.A. La vida de Hume.
David Hume (1711-1776) nace en Escocia (Edimburgo). Su obra es fácilmente clasificable en dos temáticas diferenciadas: 1) obras filosóficas y 2) obras históricas.
A los 23 años (1734) se traslada por primera vez a Francia, donde permanece hasta 1737, huyendo de la idea de dedicarse a la abogacía, a la que había sido inducido por su familia, contra su voluntad. Desde los 23 a los 41 años (1734-1752) se dedicará por entero a escribir sus obras filosóficas. A partir de esta fecha su producción será fundamentalmente historiográfica. Amigo de Adam Smith, Hume elabora también su propio pensamiento económico.

Su obra no obtiene el reconocimiento que él espera en el ambiente filosófico inglés; conseguirá antes ser reconocido en Francia que en su tierra. En 1752, después de fracasar en la obtención de dos cátedras universitarias (Edimburgo y Glasgow), por «escéptico y ateo», consigue el puesto de bibliotecario de la Universidad de Edimburgo (Facultad de Derecho), empleo idóneo para proseguir sus incipientes investigaciones históricas. Es Secretario de Embajada en París (1763-1766) y mantiene una relación estrecha con algunos ilustrados franceses. Su amistad con Rousseau, a quien invita a pasar un tiempo en su casa, salió malparada. Finalmente, tras su consagración y éxito entre los ilustrados europeos, vuelve para ser Secretario de Estado en Escocia (1767-1769), y pasa los últimos años de su vida retirado afectado de una mortal enfermedad. Pocos meses antes de morir escribe su Autobiografía.
Llaman la atención algunas circunstancias en la producción bibliográfica de Hume que, sin duda, no fueron fortuitas. Sus tres primeras obras, escritas muy precozmente, fueron anónimas. La primera gran obra (Tratado) no fue bien acogida, pasando incluso desapercibida, a pesar de las expectativas de Hume. La segunda escueta obra (Compendio) quiso sintetizar y aclarar la complejidad de la anterior pero sin conseguirlo. No será hasta su tercera obra (Ensayos sobre moral y política) cuando surgirán algunas críticas positivas. Hume soportó resignadamente sus fracasos, a pesar de que, según sabemos por propia confesión, la pasión más fuerte que le indujo a escribir fue su «afán de fama literaria». En realidad, hasta alrededor de los cincuenta años Hume no comenzó a alcanzar sus propósitos.

III.6.2.B. La obra de Hume
1739: Tratado de la naturaleza humana. Libro I: Del entendimiento. Libro II: De las pasiones. Es anónimo y escrito en La Flèche (Francia). No tiene éxito. Hume cuenta tan solo con 28 años.
1740: Tratado de la naturaleza humana. Libro III: De la moral. Anónimo. No tiene éxito.
1740: Compendio de un Tratado de la naturaleza humana (el Abstract). Anónimo. No tiene éxito.
1741-1742: Ensayos sobre moral y política. También de forma anónima. Acogido favorablemente.
Ejerce de profesor privado (1745) y de Secretario del general St. Clair en Viena y Turín (1746-1747). Por primera vez desempeña profesiones remuneradas. Lo hará en otras dos contadas ocasiones en su vida.
1748: Ensayos filosóficos sobre el entendimiento humano. Retoma el libro I del Tratado. En 1758 (5ª ed.) pasará a denominarse definitivamente Investigación sobre el entendimiento humano.
1751: Investigación sobre los principios de la moral. Retoma el libro III del Tratado.
Antes de 1752, sin fecha conocida: Diálogos sobre la religión natural. Publicado póstumamente.
1752: Discursos políticos. En resonancia con los ensayos de 1741-1742.
Obtiene el cargo de bibliotecario de la Facultad de abogados. Su obra da un giro hacia temas históricos.
1754, 1756, 1759, 1762: publica cuatro volúmenes sobre los últimos 1700 años de Inglaterra y Gran Bretaña.
1757: Cuatro disertaciones: Historia natural de la religión. De las pasiones. De la tragedia. Del criterio del gusto.
Secretario de Embajada en París (1763-1766). Secretario de Estado en Escocia (1767-1769). Enferma y se retira de la vida pública.
1776. Autobiografía.

El conjunto de la obra filosófica de Hume parace haber seguido una estrategia singular: 1) en su obra de juventud (el Tratado, el Treatise o el Tractatus) puede decirse que aparecen analizados o apuntados ya casi todos los temas que después va a retomar. En vista de la acogida negativa, Hume insiste: escribe el "Compendio" luego los otros "Ensayos", volviendo, sin cansancio, al abordaje de las mismas temáticas. Lo que no evita que su primera obra haya quedado enriquecida. 2) Hume reelabora su propio pensamiento, sin renunciar nunca a su piedra angular: su teoría del conocimiento. Su pensamiento madura, se flexibiliza, pero sigue siendo en sus líneas maestras el mismo. En síntesis, su obra filosófica puede resumirse así: el Tractatus, el Abstract, las Enquiries (remodelación del Tractatus), los Essays, los Political Discourses y las Dissertation.

III.6.2.C. La teoría empirista del conocimiento en Hume

III.6.2.C.1. El contexto histórico precedente sobre el problema del conocimiento

Desde los primeros grandes sistemas filosóficos de Platón y Aristóteles, el problema del conocer corre ya paralelo al problema del ser. En el mundo antiguo tenía primacía el ser sobre el conocer. Había un cosmos y un orden (físico y moral) que precisaba ser descubierto. La Edad Media cristiana (lo mismo cabe decir de la musulmana o la judía) reestructura el saber grecolatino al establecer como saber paradigmático a la teología en lugar de las ciencias lógico-matemáticas, las cuales funcionarán como un instrumento subsidiario de la verdad revelada. El ser de Dios inviste al ser del mundo: esta es la inversión realizada entre la antigüedad y el medievo. En el punto límite de este modelo, el nominalismo radical de Ockham defiende la fundamental separación entre la razón y la fe. Desembarazados de la necesidad de armonizar obligatoriamente la filosofía y la teología, el trabajo racional a partir del Renacimiento puede volver a adquirir su antigua autonomía.
La pluralidad de órdenes pretendidamente descubiertos y la pluralidad de métodos posibles van poniendo al descubierto la necesidad de aclarar antes los problemas del conocimiento que los inmediatamente ontológicos.El mundo moderno se caracterizará por tratar de empezar de «cero» y su problema primero será resolver cómo conocemos y qué es posible conocer. Una nueva inversión va a realizarse: el sujeto cognoscente adquiere la primacía sobre el mundo conocido. El mundo antiguo partía de una ontología dada (las ideas o la sustancia); el pensamiento cristiano parte de una ontoteología dada (Dios creador del mundo); el mundo moderno deberá solventar antes el tema de la gnoseología que el de la ontología. En esta inversión de la problemática adquieren todo su significado los esfuerzos de Descartes (el problema del método) junto a los de Galileo (el método hipotético-deductivo) y a los de F. Bacon (el Novum Organon). Pero Descartes había llegado a la conclusión de que había ideas innatas, línea que emparentaba muy bien con el platonismo. Frente a esta línea cabe otra, la que enlaza con el aristotelismo: no hay nada en el entendimiento que no haya pasado antes por los sentidos. Locke y Hume se enfrentan a Descartes, y a Spinoza y Leibniz. Hume llevará este enfrentamiento a su límite extremo: toda idea nace «naturalmente» de una impresión previa, y cuando no es así esa idea habrá de ser rechaza como malformada.
El empirismo, en general, constata que las evidencias racionales cartesianas (conciencia racional que se vuelve autoevidente y que nos muestra, desde su entraña, las bases del verdadero conocer: las ideas claras y distintas) se desenvolvían aisladas de la experiencia y de los sentidos, e insiste en lo primordial de la recuperación del mundo sensible. Francis Bacon propondrá su Novum Organum, es decir una nueva lógica que insista más en la inducción y en la experiencia, olvidándose del deductivismo silogístico aristotélico, por incapaz de generar verdades que no estén ya preconcebidas. Hobbes tratará de apuntalar la razón en la corporeidad material. Locke subrayará que toda razón es antes de nada sensación. El obispo Berkeley establecerá que las ideas del ser humano se resuelven en las percepciones, y que no hay más que un mundo de percepciones, las cuales resultan directamente ordenadas por Dios. En el campo de la reflexión moral, los moralistas ingleses de la primera mitad del siglo XVII -Shaftesbury, Mandeville, Hutcheson y Butler- harán depender los valores morales no inmediatamente de la razón sino de un «sentimiento» moral afincado en la sensibilidad interna. Hume se propondrá establecer qué es y cómo conoce realmente la «naturaleza humana».

El ilustrado escocés se alinea con el resto de sus compatriotas británicos, pero ensayará un nuevo campo de partida, estableciendo un corte con toda la tradición moderna anterior. Hasta ahora, tanto los racionalistas como los empiristas habían dado por supuesto la constitución de un «sujeto» cognoscente, ya fuera desde la razón o desde los sentidos. Dicho sujeto cognoscente no es obvio para Hume. Del sujeto sólo podemos afirmar, inicialmente, algo muy simple: que es «naturaleza humana». Por ello, habrá que estudiar en qué consiste la naturaleza humana, y si ésta, desde todas sus dimensiones, puede conocer, en qué medida y a través de qué medios. De esta manera, la filosofía de Hume comienza abordando el Tratado de la naturaleza humana (A Treatise of human nature), y todas sus obras filosóficas posteriores serán en buena medida remodelaciones de ésta. El empirismo se radicaliza y se enfrenta ahora con mayor fuerza que nunca al racionalismo: si Descartes estableció un Cogito autoevidente (espiritual), Hume quiere volver más allá de esa aparente evidencia y recorrer la arquitectura y el funcionamiento de ese Cogito, concebido como «naturaleza humana», es decir, no desligado del cuerpo.

III.6.2.C.2. El Tratado de la naturaleza humana
El Tratado de la naturaleza humana se divide en tres libros -del entendimiento, de las pasiones y de la moral (en donde trata también de la política)-. Hume repeta, de esta manera, tres temáticas clásicas bien diferenciadas en el pensamiento de los siglos XVII y XVIII. La novedad ahora será que estas tres vertientes, a modo de ciencias particulares, se estudiarán integradoramente desde la perspectiva unitaria de la naturaleza humana. ¿Cómo justifica Hume esta opción?: Hume entiende que cualquier ciencia depende en una u otra medida del hombre, en el sentido de que son producciones suyas:
«Es evidente que todas las ciencias se relacionan en mayor o menor grado con la naturaleza humana, y que aunque algunas parezcan desenvolverse a gran distancia de ésta regresan finalmente a ella por una u otra vía. Incluso las matemáticas, la filosofía natural y la religión natural dependen de algún modo de la ciencia del HOMBRE, pues están bajo la comprensión de los hombres y son juzgadas según las capacidades y facultades de éstos. Es posible predecir qué cambios y progresos podríamos hacer en las ciencias si conociéramos por entero la extensión y fuerzas del entendimiento humano, y si pudiéramos explicar la naturaleza de las ideas que empleamos, así como la de las operaciones que realizamos al argumentar» (Tratado de la naturaleza humana, Ed. de F. Duque, Tecnos, 1988, pág. 35).

III.6.2.C.3. Cómo conoce la «naturaleza humana»
III.6.2.C.3.1. Percepciones: impresiones e ideas

Descartes había establecido la naturaleza autónoma de las ideas. Pero para Hume, ¿dónde y cómo nacen las ideas?
Lo primero que se presenta al desenvolvimiento natural de nuestra subjetividad no son las ideas. El ser humano sólo está seguro, en primera instancia, de que «percibe»; es decir, de que «conecta» con un mundo, ya sea exterior o interior, que se le presenta sin previa llamada. El ser humano antes de ser alguien que conoce es un ser vivo, y en tanto que vivo lo que hace es percibir. Pero esta conexión de mi subjetividad con el mundo externo y conmigo mismo ¿qué me entrega?: me entrega impresiones, es decir, me impresiona, me impacta. No se puede retroceder a elementos más primigenios. Y ¿en qué consiste este ser impresionado, como primeros datos originales con los que cuento para poder conocer?, ¿cómo soy impresionado, por qué canales?: manifiestamente son los sentidos externos lo primeros en ofrecerne información; y junto a ellos mi propia capacidad de sentir internamente, lo que no es otra cosa que las pasiones y las emociones, que sin ser llamadas, al puro contacto con mis vivencias, me sobrevienen impactándome y me hacen tener sentimientos (en el sentir interno).

El organismo vital humano se pone a funcionar naturalmente, en primer lugar, a través de las impresiones (sensaciones y sentimientos o pasiones). Las impresiones, en sí mismas, aparecen y desaparecen, informándonos, sí, certeramente, pero, en contrapartida también fugaz y desorganizadamente. Y es aquí donde interviene una segunda instancia de la naturaleza humana: la memoria.

III.6.2.C.3.2. La memoria

La memoria recoge el aluvión de nuestras fugaces impresiones y les imprime constancia en nuestro ser. Las cosas ganan ahora una primera escala de orden: permanecen en la sucesividad y continuidad espacial y temporal: recuerdo mis impresiones de ayer encadenadas en el orden de los sucesos temporales y tal y como sucedieron espacialmente; según el espacio y el tiempo de mis percepciones, y no según el tiempo y el espacio exteriores. Las ideas surgen, precisamente en este mundo de mis percepciones de memoria. Las ideas en la medida en que pueden superar la fugacidad de las impresiones, mediante la memoria, lanzándome más allá del presente, al espesor del pasado, suponen un primer ordenamiento del mundo. Sin embargo, las ideas dependerán totalmente de las impresiones, de ellas surgen y sin ellas nunca pueden aposentarse en nosotros. Además, las ideas, por su naturaleza secundaria, pierden vivacidad. No son la realidad, sino la copia de la realidad. Y en la medida en que son copias cabe en ellas una reproducción defectuosa de la realidad (por omisión, por olvidos). Lo que nos lleva a concluir que cuando la naturaleza humana comienza a dar dimensión a su capacidad de conocer, esta capacidad surge ya defectuosa e imperfecta.

III.6.2.C.3.3. La imaginación

Al lado de la función reproductora (la memoria) y enlazada a ella, el psiquismo humano, cuenta con una función creadora: la imaginación. El conocimiento no puede basarse exclusivamente en una pura repetición de lo que nos ha impresionado. Somos impresionados por demasiadas cosas, de distinto orden, jerarquía e importancia para nosotros. De todas nuestras impresiones convertidas en ideas, la imaginación tiene la facultad de seleccionar, unir, separar y organizar entre sí cualesquiera ideas. Podemos componer el mundo a la medida de nuestras necesidades. Pero, una vez más, las cosas pierden su primera vivacidad y por tanto su primer ser, abocándonos a un posible laberinto de errores y autoengaños.

En resumen, la naturaleza humana trabaja con percepciones: impresiones e ideas. Las impresiones son el lenguaje inmediato de la vida, lo que nosotros constatamos que las cosas son en su surgir. Apenas se nos han presentado, ya las hemos perdido, quedándonos a cambio los tenues apuntes, directos de la memoria, e indirectos de la imaginación, las ideas.
En el Compendio (Abstract), Hume lo resume llamando «percepción» a todo aquello que puede estar presente en la mente; y añade que las «impresiones» son nuestras percepciones más vivas y fuertes, y las «ideas» son las más borrosas y débiles.


III.6.2.C.3.4. Impresiones e ideas: simples y complejas

Es un principio lógico que lo complejo procede de lo simple. Sabemos que Hume clasifica a las percepciones (impresiones e ideas), en simples y complejas. Esto podría hacernos concluir que lo simple se identifica con las impresiones y lo complejo con las ideas. Pero esta correspondencia bipartita no reproduce las cosas como son. Por ello Hume nos aclara que hay impresiones simples y complejas, y que hay ideas simples y complejas. A toda impresión simple corresponde una idea simple (color e idea de color) y a las impresiones complejas pueden corresponder ideas complejas (arco iris e idea de arco iris).
Sin embargo: «Muchas de nuestras impresiones complejas no están nunca exactamente copiadas por ideas (el haber visto una ciudad no supone haberse formado una idea compleja en la misma proporción), y muchas de nuestras ideas complejas no tuvieron nunca impresiones que les correspondieran (puedo imaginarme una ciudad lejana desconocida y no por ello extraigo mi idea imaginada de esta ciudad de ninguna de sus impresiones correspondientes reales)» (Tratado, pág. 45).
En todo caso, entre impresiones e ideas simples la corresponden¬cia de ambas es casi total (las excepciones son despreciables: véase Tratado, pág. 49), pero entre las impresiones complejas y las ideas complejas, aunque existe gran semejanza por lo general, la correspondencia no es tan universal. Sin embargo, sí es cierto que toda idea (simple o compleja) debe ser precedida por algún tipo de impresión de la que es copia, pero la precedencia universal de las impresiones respecto de las ideas, tiene sus matices. Con todo, la posibilidad de que existan ideas innatas como querían los racionalistas no es viable.

III.6.2.C.3.5. Impresiones e ideas: de sensación y de reflexión
Locke había dividido las ideas en simples y en complejas, así como también en ideas de sensación e ideas de reflexión. En este sentido Hume sigue los pasos de Locke.

Según Hume tenemos impresiones que proceden de nuestro cuerpo (lo dulce, el dolor etc.) -las impresiones de sensación- y otras que proceden del «alma» (el orgullo...) -las impresiones de reflexión-. En consonancia con ellas encontraremos que hay ideas de sensación e ideas de reflexión. Pudiendo ser cada una de las cuatro, simples o complejas.
El orden genético de aparición es el siguiente: «Una impresión se manifiesta en primer lugar en los sentidos, y hace que percibamos calor o frío, placer o dolor de uno u otro tipo. De esta impresión existe una copia tomada por la mente y que permanece luego que cesa la impresión: llamamos a esto idea. Esta idea de placer o dolor, cuando incide a su vez en el alma, produce las nuevas impresiones de deseo o aversión, esperanza y temor, que pueden llamarse propiamente impresiones de reflexión, puesto que de ella se derivan. A su vez son copiadas por la memoria y la imaginación y se convierten en ideas; lo cual, por su parte, puede originar otras impresiones e ideas» (Tratado, pág. 51).

LLama la atención, sobre todo, el hecho de que las impresio¬nes de reflexión (temor, etc.) se deriven de las ideas de sensación (idea de dolor), es decir, que impresiones se deriven de ideas, rompiendo aparentemente el orden universal que Hume había señalado, anteriormente, entre las impresiones y las ideas. Pero hemos de hacer notar que las impresiones de reflexión, derivan en última instancia, aunque mediatamente, de las impresiones de sensación. El mundo de la experiencia, entendida en el sentido más sensorial es el que tiene la primacía. Sin embargo, sería un error identificar experiencia con experiencia externa, ya que también es experiencia todo el flujo de impresio¬nes de reflexión (interna) que nos conectan con el mundo tal y como nos lo facilita nuestra naturaleza.
Si observamos bien, por lo dicho hasta aquí, la teoría del conocimiento en Hume se constituye como una teoría del sujeto «natural» en el que las instancias de fundamentación del conocimiento son instancias psicológicas. En este sentido el mundo «consiste» en ser nuestras propias percepciones: un mundo, así, atomizado, en el que se entreteje toda una malla de relaciones psicológicas (sensación, reflexión, memoria, imagina¬ción...) que describen el origen, las posibilidades y los límites de nuestro conocimiento.

III.6.2.C.3.6. La negación del innatismo

La naturaleza humana no dispone de ideas innatas, pues todas las ideas derivan mediata o inmediatamente de las impresiones. El rechazo empirista del innatismo de las ideas es la piedra de toque que conduce a revisar si el entendimiento humano tiene facultades propias y autónomas o si es tan solo una función importante aunque subsidiaria de los sentidos (sensación y sentimiento). Si la razón fuera autónoma como pretenden los racionalistas, el proyecto del conocimiento prácticamente no tendría límites, pero si ha de ser sierva de los sentidos y de las pasiones, entonces sus límites dependerán totalmente de nuestra misma finitud. El criterio de verdad cambiará radicalmente según que sea la razón o los sentidos los que impongan sus leyes de funcionamiento propias.

El rechazo del innatismo de las ideas es absoluto en Hume. Pero no debemos dejarnos engañar. Hume no rechaza todo tipo de innatismo, como había propuesto Locke. La elaboración de las impresiones, por parte de la naturaleza humana, sí es innata. Veamos.
Locke comprendía dentro del término idea, tanto las sensaciones como las reflexiones, lo originado en los sentidos y lo originado en el entendimiento. Así, al hacer su crítica del innatismo, cayeron dentro de ella tanto los primeros (sentidos) como el segundo (entendimiento). Al contrario, Hume, como no globaliza todo dentro del mundo de las ideas, sino dentro del de las percepciones, instauró un nivel de conocimiento previo al de las ideas y más básico, el de las impresiones. Y es este nivel el que hay que reconocer como innato, aunque esto no pueda servir ya de consuelo a los racionalistas. En el Compendio podemos leer, en este sentido, que «es evidente que nuestras percepciones más fuertes, o impresiones, son innatas, y que nuestra inclinación natural, el amor a la virtud, el resentimiento y todas las otras pasiones sugen inmediatamente de la naturaleza».

III.6.2.C.3.7. Posibilidades y límites del conocimiento

El origen del conocimiento condiciona directamente sus límites. El origen hace que debamos atenernos a los exclusivos datos de la experiencia, y los límites, en la misma medida, no van más allá de lo que la experiencia pueda ofrecernos; e incluso, en la medida en que las ideas no son un correlato perfecto de la experiencia más inmediata (las impresiones), los límites del conocimiento se situarán por debajo del rasante que marca lo experimentado. Así pues, la razón que es esclava de los sentidos y de las pasiones debe renunciar a las pretensiones de los racionalistas. La tarea constructiva, para Hume, debe residir más bien en mostrar la imposibi¬lidad de cualquier dogmatismo racional.

¿Qué es posible conocer?: sólo lo que es objeto de nuestras percepciones. ¿En qué medida lo que conocemos es válido?: en la medida en que se refiere al estrato básico de nuestras impresio¬nes. ¿Halla nuestro conocimiento alguna justificación última racional sobre las cosas?: a la razón no le están encomendados estos poderes.

Bajo este planteamiento Hume confiesa sin ambages en el Compendio: «Por todo lo que se ha dicho hasta ahora, el lector advertirá fácilmente que la filosofía que se contiene en este libro es muy escéptica y está dirigida a darnos una noción de las imperfecciones y los estrechos límites del entendimiento humano». Además, el «alma» no es una sustancia en la cual inhieran nuestras impresiones, sino que al revés, nuestras varias percepciones particulares son las que componen el alma, que no ha de ser concebida como sustancia puesto que no sabemos qué es eso. En otras palabras, la Cogitatio o alma o razón cartesiana ni siquiera existe. Sin embargo Hume no estima que el balance global haya de ser fatal y debamos, en esa medida, convertirnos en enteramente pirrónicos, defensores de un escepticismo radical y absoluto. Allí donde la razón es insuficiente la naturaleza humana ofrece otro tipo de soluciones.

III.6.2.C.3.8. Relaciones de ideas

Todas las ideas dependen de las impresio¬nes, pero sin embargo, Hume reconoce un espacio especial a un determinado género de ideas. Las ideas con las que trabajan las matemáticas (la aritmética, el álgebra y la geometría) tienen unas connota¬ciones particulares. Una vez construidas, establecen entre sí determinadas relaciones que guardan total autonomía, sin que su veracidad dependa del refrendo de la experiencia. La matemática es la única ciencia demostrativa y sus verdades dependen de la pura racionalidad. Nos encontramos aquí ante la única concesión clara que se hace a la razón. ¿Por qué?: estas relaciones entre ideas tienen poder demostrativo por sí mismas. ¿A qué se debe?: al hecho de que una vez establecidas estas relaciones, las conclusiones a las que se llegan no pueden ser contradichas (en este punto Hume sigue, como se ve, a Leibniz y sus «verdades de razón»). Veamos un ejemplo: si establezco la relación entre la idea de seis y la idea de cuatro ligándolas o relacionándolas a través de su suma, me resulta la idea de diez. Y esta relación final de igualdad no admite contradicción. Por tanto, la verdad de esta conclusión tiene carácter demostrativo. Esta situación, no se da, según Hume, fuera del saber matemático. A su vez, estas relaciones matemáticas, una vez constituidas, no necesitan volver al terreno de la experiencia puesto que tienen la facultad de funcionar aisladamente (si sumo cuatro centauros más seis centauros obtengo diez centauros, y no necesito para la veracidad de esta conclusión de la existencia de centauros). Las relaciones entre ideas matemáticas, una vez constuidas, no están sujetas a contradicción y por ello pueden aislarse de la experiencia.

III.6.2.C.3.9. El peculiar caso de la geometría

Las ideas matemáticas son excepcionales, por su funcionamiento peculiar. Sin embargo, Hume plantea algunos reparos a la absoluta validez de la geometría como ciencia. La geometría no puede desligarse enteramente del mundo de la experiencia, ya que está fundada en las nociones de igualdad y desigualdad referida a partes extensas. Pero esta extensión, la de una línea por ejemplo, puede ser interpretada en términos de divisibilidad finita (puntos mínimos) o infinita, pero nuestros sentidos (impresiones) nada pueden aprehender de ninguno de los dos supuestos.
«Por consiguiente, tan sólo el álgebra y la aritmética parecen ser las únicas ciencias en que pueda efectuarse una argumentación de cualquier grado de complejidad, conservando sin embargo una exactitud y certeza perfectas» (Tratado, pág.129). Y: «Aunque la geometría no llegue a esa perfecta precisión y certeza peculiares a la aritmética y el álgebra, es con todo superior a los imperfectos juicios de nuestros sentidos e imaginación. La razón por la que atribuyo algún defecto a la geometría está en que sus principios originales y fundamentales se derivan de las apariencias» (pág.130).
En su obra posterior Investigación sobre el entendimiento humano, que retoma de nuevo el libro I: sobre el entendimiento, del Tratado de la naturaleza humana, Hume reconsidera su posición sobre el imperfecto estatuto de la geometría, parango¬nán¬dola por completo con la aritmética y el álgebra, en tanto que construidas analíticamente y a priori.

III.6.2.C.3.10. Cuestiones de hecho

Fuera del ámbito de las matemáticas, las relaciones entre ideas que puede componer la imaginación no consiguen demostrar la verdad o falsedad mediante argumentación alguna. Así pues, este saber ha de basarse en las cuestiones de hecho. Si Leibniz había diferenciado las verdades de razón de las verdades de hecho, ahora Hume establecerá una distinción similar: relaciones de ideas (= verdades de razón), que se organizan autónomamente y son necesariamente verdaderas, y, por otra parte, cuestiones de hecho, que pueden funcionar como verdades de hecho pero sin alcanzar nunca la verdad necesaria.
Sobre las cuestiones de hecho la razón puede establecer infinidad de relaciones e inferencias, pero no puede nunca demostrar su veracidad. ¿Por qué?: sencilla¬mente porque las conclusiones que pueden extraerse o que se extraen efectivamente no son las únicas posibles. Este carácter de pluralidad de posibilidades, sin que podamos decantarnos racionalmente por una de ellas descartando todas las demás, hace que cualquier ciencia sobre el mundo físico, el mundo moral, el político o el estético, no pueda alcanzar fuerza demostrativa. No hay posibilidad de mathesis universalis.

III.6.2.C.4. El problema de la causalidad

Hasta prácticamente el siglo XVI fueron utilizadas sin lugar a discusión las cuatro causas apuntadas por Aristóteles: la material, la formal, la eficiente y la final. El empirista Francis Bacon reducirá estas cuatro causas a tan sólo dos: la causa eficiente y la causa formal (entendida ahora como el principio gracias al cual la naturaleza tiene leyes). Será dentro del marco de la ciencia moderna, de la mano de Galileo, cuando se considere que en realidad basta una sola causa como principio de explicación de todos los procesos naturales: la causa eficiente.
Conocer va a equivaler cada vez más, en el contexto de la ciencia moderna, del racionalismo y del empirismo, a conocer las causas eficientes. Pero Hume va a remontarse a la misma construcción empírica del concepto de causa, va a tratar de averiguar si este concepto es primigenio o derivado. ¿Cómo construye la naturaleza humana este concepto?
La causa para Hume es un tipo de relación entre ideas, una forma peculiar, entre otras, de relacionarse las ideas entre sí. Pero estas relaciones no son como las que mantienen las ideas matemáticas.

III.6.2.C.4.1. Relación natural y relación filosófica

Hume distingue dos niveles distintos de relación: 1) la relación natural de las ideas, y 2) la relación filosófica de las ideas.
1) Las ideas simples se relacionan entre sí para formar ideas complejas, en razón de un nexo natural que no es voluntariamente buscado por la mente. Son tres las modalidades de estas relaciones naturales: las ideas simples se asocian entre sí en virtud de la semejanza, de la contigüidad en tiempo y lugar, y de la causa y el efecto. A estas relaciones que forman parte inmediata de la naturaleza humana, de funcionamiento autónomo y que son irrefrenables se les superponen: 2) las relaciones filosóficas, que pueden ser arbitrarias y que dependen directamente de operaciones mentales llevadas a efecto por razones de conveniencia, y son: 1º) semejan¬za, 2º) identidad, 3º) relaciones de tiempo y lugar, 4º) proporción en cantidad y número, 5º) grados de una cualidad, 6º) contrariedad, y 7º) causalidad (Tratado, págs. 59-60 y 127). Y, en definitiva, las relaciones filosóficas pueden resumirse así: «Todas las clases de razonamiento no consisten sino en una "comparación" y descubrimiento de las relaciones constantes o inconstantes, que dos o más objetos guardan entre sí" (Tratado, pág. 132).
La diferencia entre la relación natural y la filosófica es que aquélla lleva a cabo los enlaces entre los objetos de una forma espontánea, y por tanto las relaciones nos son dadas por nuestra naturaleza sin que intervenga nuestra razón; por el contrario, las relaciones filosóficas son construidas por nosotros mismos, voluntariamente.
Si cotejamos los dos niveles de relaciones de ideas, nos percatamos que la semejanza, la contigüidad espacio-temporal y la causalidad pueden darse bien como relación natural, bien como relación filosófica. Dicho esto, señalaremos que las relaciones que van a tener un carácter gnoseo-psicológico más fundamental son las relaciones naturales, y especialmente la relación de causalidad. «La relación de causalidad es la más extensa de las tres relaciones» (Tratado, pág. 56. Vid también el Compendio, párrafo final).

III.6.2.C.4.2. Causalidad y cuestiones de hecho

«Es evidente que todos los razonamientos de causas o efectos desembocan en conclusiones concernientes a cuestiones de hecho, esto es, concernientes a la existencia de objetos o de sus cualidades» (Tratado, pág.158). O también: «Todos nuestros razonamientos acerca de cuestiones de hecho parecen fundarse en la relación de causa y efecto. Tan solo por medio de esta relación podemos ir más allá de la evidencia de nuestra memoria y sentidos» (Investigación sobre el conocimiento humano, pág. 49). O finalmente: «Es evidente que todos los razonamientos que se refieren a los asuntos de hecho están fundados en la relación de causa y efecto» (Compendio, párrafo 8º).
Teniendo en cuenta que el conocimiento se identifica prácticamente con el conocimiento de cuestiones de hecho, si exceptuamos el mundo de las relaciones de ideas matemáticas, señalaremos que todo nuestro conocimiento sobre el amplio mundo de las cuestiones de hecho depende de la causalidad. De aquí su tremenda importancia.
Pero ¿qué es la causalidad y cómo se manifiesta?: si reparo en las conexiones que mis ideas manifiestan, tras las impresiones de algún acontecimiento (bolas de billar, por ej.), que contenga causas y efectos, descubro que se da siempre una contigüidad en el tiempo y en el espacio (entre una bola y otra), una priori¬dad en el tiempo (de la bola que hace de causa respecto de la bola que hace de efecto), y una conjunción constante entre la causa y el efecto (las mismas causas producen los mismos efectos). «Más allá de estas tres circunstancias de contigüidad, prioridad y conjunción constante, nada más puedo descubrir en esta causa» (Compendio, pº 9º).
La idea de causalidad, en cuanto nosotros la formamos voluntariamente en nuestro entendimiento para comprender la conexión de nuestras impresiones, la idea de causalidad, por lo tanto, como una relación filosófica, se genera en nuestra mente, al componer conjuntamente estas tres conexiones observa¬das: si observo entre dos cosas (percepciones) que una se hace contigüa en tiempo y espacio a la otra, que, además, hay una que guarda siempre una prioridad respecto de la otra, y, que, finalmente, entre las dos percepciones, se da siempre una conjunción constante, al resultado de estas tres operaciones es a lo que llamo causalidad. Lo que quiere decir que propiamente, la causalidad no la descubro como tal a través de las ideas que mi entendimiento elabora. Únicamente descubro tres circunstancias concomitantes, pero, de hecho, no descubro dónde está la causalidad, de dónde procede su poder o cuál es la razón última que hace que los seres se comporten causalmente. «Por más vueltas que le dé a este asunto, y como quiera que lo examine, nada más puedo encontrar» (Compendio, pº 9º).
No conocemos las causas de los fenómenos, simplemente tomamos nota de lo que sucede; sin embargo «asentimos a nuestras facultades y empleamos nuestra razón sólo porque no podemos evitarlo. La filosofía nos haría enteramente pirrónicos si la naturaleza no fuera demasiado fuerte para tolerarlo" (Compendio, pº 27º).
¿Por qué aunque no conozcamos actuamos como si conociéramos?: la explicación estriba en que por debajo de las conexiones que registramos entre las ideas (relaciones filosóficas) se da una relación natural entre nuestras ideas que nos impele, querámoslo o no, a razonar mediante inferencias basadas en la causalidad (Vid. Tratado, pág.157). No sabemos lo que es la causalidad pero razonamos causalmente, y lo hacemos de una forma natural prerracional, innata o connatural. Cuando Kant extraiga de todo esto la categoría de causalidad entendida como un a priori del entendimiento, ¿no se lo ha dado ya practicamente construido Hume?

III.6.2.C.4.3. El hábito, la creencia y la causalidad

¿Nace la causalidad de mi razón como lo hacían las ideas matemáticas? Rotundamente, no; no se trata de una idea necesaria.
Si la causalidad no hunde sus fundamentos en la razón, entonces ha de depender de mi forma de sentir o de mi forma de experimentar mis sentimientos. ¿De qué manera se realiza esto? Cuando veo por primera vez que una bola de billar se encamina a otra no sé en realidad, por mi razón, lo que va a suceder. Adán, como prototipo de ser racional y sin experiencia, no lo sabría. Cuando Adán lo ve por segunda y tercera vez, puede resultarle curiosa la coincidencia de que una bola afecte siempre a la otra. Hasta que finalmente, después de muchas y reiteradas veces, se acostumbra a este tipo de fenómeno y antes de que suceda ya adivina lo que va a suceder. Sé por hábito adquirido lo que va a suceder. La constatación de la causalidad es, por tanto, una cuestión de hábito y de costumbre.
Pero aún hay más: una vez que ya sé, por la costumbre y el hábito, lo que espero que va a suceder, mi razón tampoco es capaz, ni siquiera ahora que ya lo sé, de demostrar lo que va a suceder. Porque supongamos que la razón infiere que la primera bola va a afectar a la segunda de alguna manera. Preguntémonos: ¿es posible que en una nueva situación futura el efecto sea totalmente inesperado (que se fundan las dos bolas en una, por ejemplo), o más aún, que no haya ningún efecto de una sobre la otra? Es verdad que no es lo que esperamos, pero debemos admitir que es lógicamente posible. Si aceptamos, por ejemplo, que una bola al llegar a 8 cm. de distancia de la otra va a ponerse a girar sobre ella, esto aunque nunca lo vamos a conceder de hecho, sí que es lógicamente posible. ¿Por qué?: porque concebimos que pudiera ser así, aunque no lo haya sido nunca. Por lo tanto, cualquier hecho de experien¬cia admite contradicción lógica, es decir, sobre cualquier fenómeno extraído de los hechos puedo concluir una cosa y su contraria. En consecuencia, no podré demostrar racionalmen¬te, ni por demostración ni mediante argumento probable, lo que va a suceder. Lo único sobre lo que me puedo pronunciar racional¬mente es sobre lo que ha sucedido, en la medida en que lo tengo presente en mi memoria y en la medida en que concibo esa regularidad causal mediante las ideas ya efectuadas de mi imaginación. La razón no funciona en el conocimiento de las cuestiones de hecho ni como punto de referencia original ni como juez final, a la hora de dictaminar leyes de la naturaleza que hayan de ser definitivas y persisten¬tes. Recordemos que algo semejante había expresado ya Guillermo de Ockham, en el siglo XIV, en la medida en que para él estaba en el poder de la voluntad de Dios cambiar el curso de la naturaleza. Las leyes naturales (que el curso de la naturaleza no cambie en el futuro) no se pueden demostrar, tan solo son objeto de creencia. La costumbre y el hábito (la experiencia, en suma) llevan a la naturaleza humana a adquirir una serie de creencias, que sí, son irrenunciables, pero que no tienen sustento lógico-racional. Son cuestiones de hecho y no sabemos más. «Así pues, no es la razón la guía de la vida humana, sino la costumbre» (Compendio, pº 16º).

III.6.2.C.4.4. Estatuto de la creencia: ¿impresión o idea?

Cuando creo en algo ¿qué es lo que hago?: concibo algo dándole mi asentimiento y negando cualquier otra situación contraria. Las creencia es, por tanto, una determinada concep¬ción, por lo tanto una idea. Nacida, sí, de las impresiones de los sentidos, pero constituida ya como idea.
Pero, entonces, qué tiene la idea objeto de creencia, que se me impone de tan pertinaz manera. ¿Por qué no creo en todas mis ideas, y tan solo en algunas? Puede, quizás, que la crencia no sea tan solo una sola idea, sino más de una: la idea de lo que concibo, y la idea de que no espero que sea de otra manera aquello que concibo. Pero cabe preguntar: ¿qué me impide que a cualquier cosa concebida le añada la idea de asentimiento seguro sobre ella?, ¿qué me impide pensar que tras de la pared contigua, las voces que oigo sean las de una persona que está a mil leguas? ¿Por qué distingo aquellas ideas en las que creo y aquellas otras que estimo fantásticas? Se sigue de esto que la crencia no puede ser una idea de asentimiento añadida a la primera idea que concibe algo, porque si fuera así, a cualquier cosa que concibiéramos podríamos añadirle la idea de su asenti¬miento correspondiente; y si recordamos que la imaginación es libre de concertar las ideas como quiera y que, por tanto, podría concertarlas así, nada impide que cualquier cosa pudiera ser creible. Sin embargo sólo creemos en unas determinadas ideas y no en cualesquiera indistintamente.
No queda, por tanto, más que un caso intermedio: la creencia es una idea concebida de una determinada manera. ¿De qué determinada manera? La creencia a pesar de ser una idea, una concepción, es una concepción más vivaz, más vívida, más firma, más intensa. La creencia es una idea, por una parte, pero por otra, no es una idea cualquiera, puesto que, reviste las características de la impresión (percepción fuerte y vivaz). Esto se debe al hecho de que la relación de ideas en la que creemos se da al lado de una impresión presente. (Compendio, pº 17º-25º).

III.6.2.C.4.5. La causalidad: Hume versus Kant

La causalidad en Hume está basada en la creencia (mediada la experiencia del hábito y la costumbre). La causalidad en Kant está basada en una categoría del entendimiento. ¿Qué es lo que separa, de raíz, ambas posturas?: para Kant la causalidad tiene un claro estatuto lógico, y está ubicada en la racionalidad humana; mientras que para Hume no puede pasar más allá de un puro estatuto psicológico, que reside fundamentalmente en la imagina¬ción, en su capacidad para asociar ideas.
Hume da la siguiente caracterización de la imaginación: «Cuando opongo la imaginación a la memoria, me refiero a la facultad por la que formamos nuestras ideas más débiles. Cuando la opongo a la razón, me refiero a la misma facultad, sólo que excluyendo nuestros razonamientos demostrativos y probables» (Tratado, pág. 189). Lo que separa pues a Hume de Kant es que para el escocés la razón no es más que una imaginación que tiene la capacidad de relacionar ideas necesarias (las matemáticas), pero cuando esto no es posible la imaginación se reducirá a la creencia y cuando esto siquiera sea posible deberá asumir su ignorancia radical. La razón en Hume es una imaginación que se vuelve constante, como señala Deleuze en Empirisme et subjectivité (pág. 139 y 60), sin embargo, para Kant, la razón es algo más que imaginación.

III.6.2.C.5. Consecuencias ontológicas de la teoría del conocimiento de Hume

La teoría gnoseo-psicológica del conocimiento en Hume, empirista por sus orígenes y escéptica y antidogmática por sus consecuencias, implica una ontología radicalmente distinta de la defendida por el racionalismo. Las ideas metafísicas de Dios, alma, objetos externos y sustancia quedarán remodeladas en manos de Hume.

III.6.2.C.5.1. La idea de Dios en Hume

En las dos ocasiones que Hume intentó obtener una plaza como profesor de Universidad fue rechazado, alegándose en contra de él que profesaba unas ideas antirreligiosas y ateas. La verdad, sobre este tema, es que parece que en sus escritos manifiesta una actitud variable, seguramente dependiendo del contexto desde el que considerara la idea de Dios. Desde el punto de vista de la fe en Dios, a nivel personal, se comporta como un hombre respetuoso hacia la religión, dando a entender que admite las posiciones teístas generalizadas en su tiempo. Desde el punto de vista de un análisis crítico y filosófico de la idea de Dios, sus conclusiones se inclinan hacia el agnosticismo en donde es posible el deísmo.
En sus análisis desarrollados en obras como Historia natural sobre la religión, Diálogos sobre la religión natural, e Investigación sobre los principios de la moral, Hume llega a expresarse en estos términos: «la intolerancia de casi todas las religiones que han conservado la unidad de Dios es tan evidente como los principios contrarios del politeísmo» (Histo¬ria natural sobre la religión), lo que parece querer decir que desde una perspecti¬va histórica, la idea monoteísta de Dios (que es la que está asentada en la cultura en la que vive Hume) ha aportado manifiestas consecuencias negativas (preludiando las ideas de Feuerbach y Marx en el siglo XIX). Lo que, a su vez, podría parecer llevar soterrado una manifiesta profesión de ateísmo, que en la época no convenía airear en absoluto abiertamente.
La impresión general que se obtiene es que entre el teímo y el deísmo preferiría este último, y, más allá del deísmo penetra en los contornos del agnosticismo y quizás del ateísmo, a juzgar por sus mordaces análisis sobre la religión.

III.6.2.C.5.2. El análisis filosófico de la idea de Dios en Hume

Ante el análisis de cualquier idea Hume nunca pierde de vista la fuente de su teoría del conocimiento, que nace del principio de que a toda idea debe pertenecerle una impresión correspondiente. La pregunta es, pues, ¿con qué impresión está ligada la idea de Dios?, ¿tenemos alguna impresión de eso que llamamos Dios? Para Hume es evidente que no tenemos tal impresión. Por tanto, tampoco tenemos propiamente idea alguna sobre Dios, con lo que vendría a ser uno de esos términos que la imaginación compone, en su capacidad de articular las ideas con entera libertad, pero que no tiene ningún fundamento real. ¿De dónde procede, no obstante, el término Dios?: «Toda nuestra idea de una Deidad (de acuerdo con los que niegan las ideas innatas) no es otra cosa que una composición de esas ideas que adquirimos al reflexionar sobre las operaciones de nuestra mente» (Compendio, pº 26º. Vid. también Tratado, pág. 24).
Dios es, pues, una proyección imaginaria de la mente humana (claro antecedente de Feuerbach). Sin embargo, el propósito de Hume no es exactamente idéntico al de Feuerbach, ya que: «Las acciones de la mente son a este respecto iguales que las de la materia [...] la misma imperfección acompaña a las ideas que nos hacemos de la Divinidad; sin embargo, ello no puede tener efecto alguno ni sobre la religión ni sobre la moral. El orden del universo prueba la existencia de una mente omnipotente; esto es una mente cuya voluntad está «constantemente acompañada» por la obediencia de todo ser y criatura» (Tratado, pág. 243). Se advierten tanto concesiones al teísmo como al deísmo, ¿en una línea de fuga panteísta como antesala del ateísmo?
Dios, en definitiva, aunque no es conocido, es pensado, a través de la apelación a este argumento físico-teológico del orden, raro en el discurso humeano. La naturaleza humana, como hemos podido apreciar en la teoría empirista de las ideas del escocés, está ordenada, con un cierto aunque deficiente orden (a través de los principios de asociación). El orden de la naturaleza externa, del universo, nos es desconocido en sí mismo, sin embargo parece que ahora se afirma un cierto orden, que se desenvolvería paralela¬mente a esta «mente omnipotente». El deísmo de Hume parece que, tenuemente, hilvana algo más allá de la naturaleza humana.
Esta última conclusión a la que parece que hemos ido a parar sobre la idea de Dios, no evita que más adelante Hume reequilibre su propia postura, decidiéndose aquí, parece, hacia posturas más agnósticas, al indicar que la idea de Dios recae en el fondo en una tautología: «No tenemos idea alguna de un ser dotado de poder, y menos aún de un ser dotado de un poder infinito. Pero, si deseamos cambiar de expresión, lo más que podemos hacer es definir el poder por medio de la conexión. Y entonces, al decir que la idea de un ser infinitamente poderoso está conectada con cualquier efecto deseado por él, no decimos realmente sino que un ser, cuya volición está conectada con todo efecto, está conectado con todo efecto, lo que es una proposición idéntica y no nos permite comprender la naturaleza de ese poder o conexión» (Tratado, pág. 350).
En resumen, parece que podríamos concluir que Hume niega rotundamente la posibilidad de conocer la esencia de Dios, y, en consecuencia, todos los atributos que la teología y la metafísica le atribuyen deberán ser considerados como términos sin fundamento efectivo y sólo podrá atribuirse a la idea de Dios una conexión con la idea de orden que suponemos que existe en la naturaleza.

III.6.2.C.5.3. La idea de alma

Según expresión del propio Hume (vid. Tratado, pág. 357), el alma, la mente o la identidad de un yo pensante no es más que la suma de todas las percepciones de un sujeto, es decir, una especie de teatro o lugar en donde se desarrollan las representaciones de una vida humana. Y como las percepciones son realidades individua¬les, nada nos autoriza a hablar de algo que dé continuidad a los hechos, por debajo de ellos. No tenemos ninguna noción de que nuestras percepciones inhieran o se encuentren albergadas en una especie de receptáculo unificante, al que llamamos nuestra alma (vid. Tratado, pág. 333).
El espejismo del alma, que no es una noción clara, consiste en lo siguiente: la imaginación puede considerar las cosas como sujetas a continuidad e invariabilidad (un único objeto es considerado como continuo e invariable), y puede también considerar las cosas como sujetas a relaciones (varios objetos distintos pueden ser relacionados en la medida en que sean sucesivos). Pues bien, la diferencia entre estos tipos de asociación de ideas es tan tenue que la mente tiene tendencia a confundir la continuidad de las relaciones entre varios objetos con la continuidad que atribuimos a un solo objeto, y, en esa misma medida tendemos a ver lo que no son más que relaciones como si fueran identidades (vid. Tratado pág. 358).
En lo que se refiere a lo que llamamos alma, lo único con lo que contamos es con un conjunto de percepciones vívidas, que son, como sabemos, individuales y distintas, aunque, en ocasio¬nes, en un continuo flujo, relacionadas entre sí. «Y como la esencia misma de estas relaciones consiste en que producen una transición fácil de ideas, se sigue que nuestras nociones de identidad personal provienen íntegramente del curso suave e ininterrumpido del pensamiento, a través de una serie de ideas conectadas entre sí» (Tratado, pág. 366).
La colección de las percepciones diferentes en perpetuo flujo es a lo que llamamos alma; pero más allá de esa colección nada nos consta. Aquí, el empirismo escéptico y antidogmático de Hume es extremo, como vemos.
En el Compendio la doctrina sobre el alma aparece tajantemente expuesta (no hay que olvidar que el Compendio es una obra anónima): «…el alma tal y como podemos concebirla, no es más que un sistema o serie de percepciones diferentes —calor y frío, amor y cólera, pensamientos y sensaciones—, todas reunidas, pero sin perfecta simplicidad o identidad alguna. Des Cartes mantenía que el pensamiento era la esencia del alma; no este pensamiento ni aquel pensamiento, sino el pensamiento en general. Esto parece ser absolutamente ininteligible, ya que cada cosa que existe es particular. Y, por lo tanto, deben ser nuestras perfecciones particulares las que componen el alma. Y digo componen el alma no que pertenecen a ella. El alma no es una sustancia en la cual inhieren las percepciones» (pº 28º).

III.6.2.C.5.4. La existencia de objetos corpóreos

El escepticismo de Hume va todavía más lejos. Es un error decir, piensa Hume, que la realidad extramental es la causa de nuestras impresiones. Decir que porque siento algo ese algo existe, es una inferencia falsa en la medida en que pasamos de una percepción a una pretendida realidad. La inferencia sólo es válida, como creencia, cuando pasamos de una percepción a otra percepción. Aquí, de nuevo, la imaginación nos engaña como en el caso del alma: confundimos la relación entre nuestras percepcio¬nes, que es de lo que nos dota la experiencia, con una supuesta identidad imaginada en la que consistirían las cosas, debido a su apariencia de constancia. Cuando lo que sucede es que son nuestras percepciones separadas las que guardan una gran constancia y coherencia.
El recurso a la existencia de los cuerpos apelando a los sentidos resulta también inútil. ¿Cómo explicaríamos, entonces, que sigan existiendo cuando dejamos de verlos? Por otra parte, el suponer, mediante el uso de nuestra razón, que debemos distinguir entre «percepción» y «objeto» y atribuir una relación, según la cual los objetos son los causantes de nuestras percepciones, no solucionaría tampoco el problema, pues no tenemos impresión alguna de esta relación entre el «objeto» y nuestra percepción, no sabemos cómo nos afectan los objetos, y, por tanto, nada nos autoriza a hablar de la existencia de los objetos, como si esta existencia fuera conocida (vid. Compendio, pº 27º).
La clausura dentro de la experiencia, en Hume es puramente subjeti¬va. En esto sigue los pasos de Berkeley («ser es percibir y ser percibido»). Nos comportamos como si el mundo externo existiera, pero no podemos conocer su existencia. Y supuesto que concediéramos que existen cosas externas nunca podríamos demostrar que ellas se corresponden con nuestras percepciones. Hume, irónicamente, añade tras estas disquisiciones: «Estoy seguro de que, sea cual sea la opinión del lector en este preciso instante, dentro de una hora estará convencido de que hay un mundo externo y un mundo interno» (Tratado, pág. 314).
Asistimos a una especie de paradoja del empirismo: el conocimiento se basa en la experiencia, pero resulta que se niega el conocimiento de aquello que comúnmente es considerado como la fuente de la experiencia: el mundo externo. La experiencia queda, así, reducida a la experiencia psicológica y todo lo más que podemos conceder es que parece que hay una concordancia entre los principios de nuestra naturaleza y las leyes de la naturaleza, en la medida en que por la creencia en la causalidad que nuestras percepciones nos imponen, concebimos un curso regular en el universo, si bien desconocemos las razones o fuerzas ocultas por las que este último obra así (vid. Investigación sobre el conocimiento humano, pág. 78).
¿Quiso Hume negar realmente la existencia del mundo externo?: creemos que no. Lo que quiso dejar bien patente es la imposibilidad de conocerlo más allá de nuestras percepciones: «Es inútil que nos preguntemos si "hay o no cuerpos". Este es un punto que debemos dar por supuesto en todos nuestros razonamien¬tos» (Tratado, pág. 277).

III.6.2.C.5.5. La idea de sustancia

La crítica a la idea de sustancia, que ya había desarrollado Locke, aunque menos radicalmente que Hume, converge y hasta coincide con la crítica a la existencia de los cuerpos y del alma. La razón es bien sencilla. La existencia de objetos externos y del alma es criticada en tanto que términos elaborados metafísicamente y constituidos en sustancias autónomas (Descar¬tes, Malebranche, Leibniz y Spinoza fueron buen ejemplo de ello, aunque estos dos últimos introdujeron sus propias concepciones).
Las razones que aporta Hume para rechazar la sustancia (o la esencia) son: 1) no conocemos más que a través de nuestras impresiones y no tenemos ninguna impresión de sustancia (vid. Compendio, pº 7º); 2) nuestra imaginación tiene un poder ilimitado para componer todo tipo de ideas; es de la imaginación de donde surge esta idea falaz, atribuyendo persis¬tencia a las cosas en virtud de la aparente ininterrupción de nuestras percepciones, que no son en realidad más que una colección de percepciones separadas en continuo movimiento; 3) el alma no es una sustancia, es una colección de percepciones; 4) los objetos externos no son sustancias, son también una colección de percepciones que atribuimos falsamente a algo distinto de nosotros mismos; 5) no tenemos idea alguna de sustancia externa distinta de las ideas de cualidades particulares (vid. Tratado, pág. 830); 6) Dios no es una sustancia, puesto que no tenemos idea alguna de sustancia; 7) La sustancia es un puro término sin correlato real alguno, una idea-término que carece de significado, una pseudo-idea. El «empiris¬ta» del siglo XX Rudolf Carnap, entre otros como Hanson, mantendrá una argumentación muy similar.
La metafísica antigua y la racionalista se derrumban tras estas conclusiones. La ontología se hace inviable. Sólo las ciencias, en la medida en que estén asentadas sobre la ciencia de la naturaleza humana, son posibles. Es posible una ciencia de la naturaleza entendida como un saber sobre el origen, funciona¬miento y límites de nuestro conocimiento; ciencia más próxima a la psicología que a cualquier otra disciplina.
Sólo la matemática es ciencia demostrativa. Son posibles otros conocimientos de tipo probable. El resto de los conocimien¬tos sobre cuestiones de hecho sólo son objeto de creencia. En las cuestiones de la vida, la razón ha de ser sierva de las pasiones. ¿Cabe un conocimiento de nuestras pasiones si estudiamos sus mecanismos psicológicos?

III.6.2.C.6. Las pasiones

III.6.2.C.6.1. Las pasiones: impresiones de reflexión

Sabemos que Hume divide a las percepciones en impresiones e ideas. Y que podían ser, a su vez, de sensación o de reflexión, así como simples o compuestas. Pues bien, el mundo de las pasiones no está situado al margen de este circuito natural, como si fuera una segunda naturaleza distinta. ¿Cómo se encajan el mundo del conocimiento (sensitivo-racional) y el mundo de las pasiones?
Las impresiones de sensación son las que producen en nosotros placer o dolor. Y de éstas surgen, bien directamente o por la interposición de su idea, las pasiones (amor, odio; tristeza y alegría; orgullo y humildad) y las emociones. El mundo de las pasiones está, pues, enlazado a las sensaciones de placer o dolor, del mal y del bien.
«Es fácil darse cuenta de que las pasiones, directas o indirectas, están basadas en el dolor y el placer, y que, para producir una afección de cualquier tipo basta con presentar un bien o un mal. La supresión de dolor o placer implica la inmediata desaparición del amor o el odio, el orgullo o la humildad, el deseo y la aversión, así como de la mayor parte de nuestras impresiones secundarias o de reflexión» (Tratado, pág. 590).
Por pasión se entiende, vulgarmente, aquella conducta inscrita en nuestra naturaleza cuyo desarrollo está al margen completamente (o casi) de la razón. Sin embargo, no es exactamen¬te esta división dual (razón/pasión) la que Hume mantiene. La pasión forma parte de la naturaleza humana y se relaciona con la razón, en el mismo sentido que el conocimiento de los sentidos y de la reflexión se remite finalmente a los juicios que formamos bajo el entendimiento o la razón. Y en esta misma medida, al igual que la razón no era la reina en el campo del conocimiento, sino que debía simplemente secundar a la creencia, ahora también, en el campo de la acción y de la vida (de las pasiones y de la moral), no es la razón nuestro patrón sino que somos gobernados por nuestras pasiones. El mecanismo psicológico que establece este paralelismo entre la creencia y las pasiones se hace posible, desde el momento en que ambas tienen sus principios de funcionamiento basados en la imaginación.
«La naturaleza ha proporcionado a ciertas impresiones e ideas una especie de atracción por la que, cuando una de ellas aparece, se presenta naturalmente su correlativa. Si estas dos atracciones o asociaciones de impresiones e ideas coinciden en el mismo objeto, se prestan ayuda mutua, con lo que la transición de las afecciones y la imaginación se produce con la mayor soltura y facilidad [...] Es de esta forma como vienen determina-das las pasiones» (Tratado, pág. 405 y 406. Vid. también el Compendio, pº 30 y s.).

III.6.2.C.6.2. Las pasiones y la moral

Lo importante, tras el análisis pormenorizado al que Hume somete este mecanismo de formación de las pasiones y su aplica¬ción a las distintas pasiones analizadas (orgullo, humildad, amor, odio...), es que tanto el mundo de la voluntad como el mundo de la moral, no dependen de ninguna instancia autónoma, o de una razón pura práctica como pretenderá muy pronto Kant.
«Dado que el vicio y la virtud no pueden ser descubiertos simplemente por la razón o comparación de ideas, sólo mediante alguna impresión o sentimiento que produzcan en nosotros podremos señalar la diferencia» (Tratado, pág. 635).
«¿Por qué será virtuosa o viciosa una acción, sentimiento o carácter, sino porque su examen produce un determinado placer o malestar?» (Tratado, pág. 636).
Desde todos estos supuestos podemos entender también por qué el «libre albedrío» o libertad, que depende de la voluntad, que depende, a su vez, de las percepciones, debe explicarse por la conexión entre motivos y acciones, conexión que está sujeta a la misma regularidad que aquellas otras conexiones que comprobamos en la naturaleza humana.
La moralidad y la acción se desarrollan, en Hume, bajo los auspicios de la experiencia, de la pasión, y, en suma, guiada por una psicología fenomenista que se coordina con el pragmatismo y el utilitaris¬mo. El sentimiento que guía la acción moral es interpretado como una especie de instinto vital; así pues, coincidiendo con su amigo Adam Smith, no es la razón sino el sentimiento quien guía en última instancia la vida (vid. Compendio, pº 31º-34º).

III.6.2.C.7. Conclusiones

Dos grandes conclusiones extraemos de la obra de Hume:
1) En el terreno del conocimiento y de la ciencia de los hechos, el universo se sostiene sobre tres principios de asociación de ideas (la semejanza, la contigüidad y la causalidad), basados en el funcionamiento de la naturaleza humana, entendida en el sentido de una psicología empírica.
2) En el terreno práctico, son las pasiones en tanto que percepciones ligadas a la experiencia, las guías de la razón.
3) Hume afirma en repetidas ocasiones sin ambages el primado de la pasión sobre la razón. Sin embargo, esto no debe entenderse como una relegación de lo racional, sino sólo justamente como que la razón no debe soslayar los dictados de la pasión. La razón no es nada como funcionamiento aislado y separado; únicamente, como deja claro Hume, matemática y conocimientos probables. En este sentido, la razón, no obstante, «sabe que no sabe más que eso» y por ello tiene una misión que le es propia: encontrar los límites a los que podemos acceder, límites que son bastante estrechos, y evitar, así, todo dogmatis¬mo. La crítica al dogmatismo racionalista está hecha, y ha sido llevada hasta su extremo. Kant confesará haber despertado de su «sueño dogmático» tras leer a Hume. En todo caso, el prusiano se separá del escocés porque para él la razón será algo más que imaginación bien ordenada.


III. 7. La Ilustración.

La Ilustración es un movimiento cultural que afecta al conjunto de la civilización occidental, en el siglo XVIII, de manera notoria a Francia, Inglaterra, Alemania, Italia y España. Supone, como lo supuso el Renacimiento, un intento de renovación y de puesta al día de los principios culturales de la cristiandad, aquella que había comenzado con los Padres de la Iglesia, que había continuado con la Escolástica, que se había vuelto a encontrar con la fuerza cultural grecolatina del humanismo renacentista y que, tras la eclosión de las ciencias modernas, necesitaba ahora reterritorializar el conjunto de sus concepciones. Para ello apelará a un concepto de razón nuevamente tallado, replanteará el tema de la función social y racional de la religión, defenderá la autosuficiencia del saber científico y se abrirá a una visión de futuro donde la idea de progreso ejerce una notable influencia.

Razón. Defensa de la razón, como «Iluminación», «Ilustración», «Aufklärung», «Luces», contra las supercherías, la religión supersticiosa y el oscurantismo de la magia. En este sentido proponen una educación del género humano y una asunción de la mayoría de edad del hombre, en palabras de Kant: sapere aude o atrévete a pensar.

Enciclopedismo. Se desarrolla un espíritu enciclopedista, con el propósito de reunir los conocimientos técnicos, científicos y la verdadera sabiduría en publicaciones al alcance de la formación general. En Francia tiene un enorme éxito la Encyclopédie de 28 tomos (1751-1772) que dirigen Diderot y D´Alembert. En general vemos divulgarse periódicos y revistas críticas, dentro de este espíritu. En España, la obra de Feijoo, Teatro Crítico Universal, es una prueba de este espíritu de denuncia de la superstición, de valoración de la ciencia y de crítica hacia el oscurantismo. El Censor expresa en España también ese espíritu de ilustración en los años ochenta.

Razón pragmática. Defensa de la razón pragmática, resultado del dominio del hombre sobre la naturaleza y de la extensión de la ciencia experimental. El modelo de mundo de Newton pasa a ser un paradigma de comprensión racional del conjunto del cosmos y la clara expresión de una naturaleza construida con leyes matemáticas. El Dios matemático de Galileo y de la ciencia moderna va poniendo en retirada al Dios de las esencias medieval, cuando la ley de la gravitación universal al lado de la inversión teológica de los dos últimos siglos nos llevan de aquel cosmos cerrado, finito y hecho a la escala del politeísmo (es decir, de dioses que tienen algo de escala humana) hacia ese otro universo ahora infinito.

Deísmo. El teísmo de los siglos precedentes se convierte progresivamente en un deísmo. Dios es creador, sí, pero ha rechazarse la idea de una providencia, así como el tema de la gracia en sí misma considerada y también entendida frente a la libertad humana. La verdadera religión ha de ser racional y sin misterios. Los dogmas sobrenaturales han de ser sustituidos por una actitud natural alejada de una posible «doble verdad» y que, por tanto, entienda a Dios desde parámetros enteramente racionales. Consecuencia de este enfoque será la nueva fundamentación de la moral sobre criterios humanos y no sobre la religión. La escuela empirista del «sentimiento moral» que se colma con Hume es un ejemplo claro; en la corriente racionalista y continental Kant representará esta inversión entre la moral y la religión.

Progreso. Se impone cada vez más la idea del progreso indefinido. ¿Cuándo había comenzado el hombre a tener conciencia de su propio progreso? Algunos helenistas defienden que los griegos del siglo de oro, el de Pericles, ya empezaron a tener plena conciencia del progreso, en razón de un progreso efectivo desarrollado en el conjunto de la cultura helena (matemáticas, medicina, astronomía, oratoria...). El Renacimiento y la Edad Moderna ven extenderse la pólvora, la brújula, la imprenta... al lado de las nuevas ciencias, creándose así unas nuevas condiciones idóneas para que el sentimiento de estar progresando se abriera camino. Pero no será hasta el siglo XVIII, entregado a su fe en la razón, cuando la creencia de que hay algo imparable cuyo motor es la racionalidad se vuelva general y lo llamarán progreso. Condorcet apuntará la idea de que los progresos técnicos van ligados a los progresos sociales. Después, esta idea señalará un importante hilo de influencia del XVIII sobre la contemporaneidad: todo el siglo XIX en su afán de remodelar la sociedad, desde los socialistas utópicos (Owen, Saint-Simon, Fourier...), los anarquistas (Bakunin, Proudhon...), Marx y Engels... hasta Comte y sus seguidores sociólogos; así como bajo su nueva cosmovisión evolucionista (Darwin, Spencer...) girará en torno a un floreciente sentimiento de progreso. En el siglo de las dos guerras mundiales, de la radio-televisión-teléfono-scáner-micro-ondas-satélites... la creencia de progreso es un hecho consumado, pero un hecho que ha entrado en crisis, bajo la siguiente sospecha: si sólo hay progreso técnico y no progreso social, el progreso puede acabar por convertirse en un regreso. Más allá de una conciencia ingenua, el concepto de progreso y su misma realidad es claramente problemático.

Principales representantes de la Ilustración:
Ilustración inglesa: Locke (1632-1704), Hume (1711-1776), Adam Smith (1723-1790).
Ilustración francesa: Montesquieu (1689-1755), Voltaire (1694-1778), Condillac (1715-1780), Lamettrie (1709-1751), Diderot (1713-1784), D´Alembert (1717-1783), Condorcet (1743-1794), Turgot (1727-1781), D´Holbach (1723-1789), J. J. Rousseau (1712-1778).
Ilustración italiana: J. B. Vico (1668-1744), C. Beccaria (1738-1794).
Ilustración alemana: Christian Wolff (1679-1754), Lessing (1729-1781), Herder (1744-1803), Kant (1724-1804).
Ilustración española: Sobre todo Jerónimo Feijoo (1676-1764) y Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811). Pero también: Sarmiento (1695-1772), Mayans (1699-1781), Campomanes (1723-1802), Aranda (1719-1798), Cadalso (1741-1782), Capmany (1742-1813) y Francisco Martínez Marina (1754-1833), entre otros.

Kant representa uno de los desarrollos más significativos del proyecto ilustrado y es, además, el puente que nos permite transitar de la Ilustración al período siguiente: el Idealismo alemán y su conexión con el romanticismo de principios del siglo XIX.

III. 8. El idealimo trascendental: Kant
III. 8. 1. Contexto histórico. La Aufklärung

El contexto histórico que rodea la obra de Inmanuel Kant ha de entenderse desde el ambiente de la Ilustración europea en general. Sin embargo, la Ilustración tiene peculiaridades según que se desarrolle en Francia, Reino Unido, Italia, España o Alemania. Este último país, no se nos presentaba entonces como un Estado-nación ya constituido; al contrario, estaba configurado por una gran multiplicidad de ducados y de reinos independientes. Prusia y Austria se impondrán en el siglo XVIII como las potencias del área germánica. La Aufklärung, nombre autóctono que se da a la Ilustración alemana, está influida en la filosofía política y la literatura por Francia y en el pensamiento científico y empirista por Inglaterra, pero mantiene un fuerte carácter autónomo. El pensamiento alemán procede, antes que de cualquier otro lugar, de las universidades, en contrapunto de lo que empezaba a ser nota generalizada en Europa, donde había pasado en gran medida a manos de los literatos y publicistas. Cuando en Alemania cobren fuerza los poetas y artistas más mundanos, al lado de las cátedras universitarias, habrá llegado la hora del espíritu romántico, movimiento secularizador que necesitará superar las coordenadas rígidas del «despotismo ilustrado» imperante, y que en esa medida cumplirá el doble objetivo de rematar el proyecto de renovación cultural ilustrada y, por otra parte, de entrar en contraste crítico con la misma Aufklärung clásica. La ilustración alemana viene a morir en uno de sus brotes: el romanticismo. De la misma manera el río de la filosofía kantiana enlaza, al final, con los afluentes de la filosofía romántica que le sucederá: Fichte, Schelling y Hegel; el «idealismo trascendental» kantiano se transformará en el «idealismo romántico alemán». La divisa que Kant propondrá emblemáticamente a la Ilustración europea en su conjunto: sapere aude o «atrévete a saber» (atrévete a saber que eres hombre), será el anuncio del final del Antiguo Régimen, orden político que en Europa quiso sobrevivirse a través, precisamente, de la propia Ilustración; y será, a la vez, el comienzo de la nuevas revoluciones, la americana de independencia, la francesa de 1789, las revoluciones liberales europeas del siglo XIX, y en España las Cortes de Cádiz.

Kant es reconocido como uno de los más insignes representantes de la Aufklärung, al lado de C. Wolff (1679-1754), A. G. Baumgarten (1714-1762), en la primera etapa ilustrada; de C. T. Thomasius (1655-1728) y Achenwall (Ius naturale, de 1767), a quienes sigue, en parte, en su teoría del derecho; de J. N. Tetens (1736-1807), quien influye sobre Kant en su intento de conciliar y superar el racionalismo de Leibniz y el empirismo inglés; de G. E. Lessing (1729-1781), que aporta uno de los puntos de máximo esplendor al movimiento con su escrito la Educación del género humano (1780) y Laocoonte (1766), sobre el problema religioso y la teoría del arte, respectivamente; de M. Mendelssohn (1729-1786) (que mantuvo correspondencia personal con Kant) y H. S. Reimarius (1694-1768), deísta, representantes ambos del iluminismo religioso, crítico con la religión tradicional; de J. G. Herder (1744-1803), que contribuye al planteamiento de un nuevo enfoque histórico con sus Ideas sobre la filosofía de la historia de la humanidad (1784 y ss.), C. G. Salzmann (1744-1811) o K. F. Bahrdt (1741-1792), entre otros. Además, Kant, no deja de ser un punto de conexión entre los iluministas alemanes y el movimiento prerromántico del «Sturm und Drang» y romántico que representarán los J. W. Goethe, F. Schiller, F. H. Jacobi (1743-1819) y J. G. Hamann (1730-1788) y Heine y, por otra parte, con los seguidores de la estela idealista posterior al sistema kantiano, Fichte (idealismo subjetivo), Schelling (idealismo objetivo) y Hegel (idealismo absoluto).

Kant se halla en la encrucijada de todos los movimientos que le son contemporáneos, muy influido por alguno de los rasgos de la época como el pietismo religioso (en Alemania), la tolerancia, la idea de progreso, el ideal de una humanidad regenerada a través de la instrucción, la libertad de pensamiento, las nuevas ideas de la revolución francesa y de la declaración de independencia de EUA, y de un soñado orden internacional en «paz perpetua». Ya en 1713 el abate Saint-Pierre había divulgado y puesto de moda esta última idea a través de su escrito Proyecto de paz perpetua en Europa, en cuya fórmula incluía una liga de soberanos, y un tribunal y un congreso permanentes. Estos rasgos, y otros de los que Kant va a ser el principal adalid, como de la defensa de la «autonomía personal de la conciencia», basada precisamente en su teoría ético-moral, los integra dentro de una personalidad intelectual marcadamente original. Fue, por ejemplo, amigo personal de Hamann, (ambos eran de Königsberg) pero dentro de una sensibilidad religiosa común no comparte su «filosofía de la fe» demasiado presta a renunciar al conocimiento racional a favor del íntimo sentimiento; la prueba la encontramos en La religión dentro de los límites de la pura razón. Educado en el pietismo (su madre era una ferviente pietista) que representaba a la sazón A. Schultz, director del colegio de enseñanza media Friedrichskolleg de Königsberg, donde todavía se invertía excesivo tiempo en los ritos religiosos en detrimento del aprendizaje estrictamente escolar, el joven filósofo desarrollará una fuerte inclinación a minusvalorar las muestras externas de religiosidad y a entender la religión, en consonancia con su sistema ético-moral, como un asunto de la conciencia interior. Tuvo la suerte de seguir en la universidad las clases de Martin Knutzen, introductor en Alemania del prototipo matemático del mundo que Newton había configurado, modelo que marcará la visión de la realidad de Kant (como constante que afecta al conjunto de la ilustración europea) pero no sin que quede matizada por la síntesis que realiza de Newton con Leibniz en Pensamiento sobre el verdadero valor de las fuerzas vivas, de 1747, y en Monadología física, de 1756. En la Historia natural universal y teoría de los cielos (1755, que apareció anónimo) dentro del marco de la teoría física de Newton presenta una hipótesis que probablemente extrae de los enfoques del naturalista Buffon, quien concibe la «cadena de los seres», anuncio del evolucionismo, contra el fijismo de Linneo, como un continuo donde no hay saltos; así, según Kant, el universo no se halla idéntico desde la creación, sino que procede de una nebulosa primitiva sujeta a una transformación que sigue las leyes newtonianas y da lugar a las estrellas y los planetas (sin dejar de apuntar la hipótesis racional de la existencia de habitantes en otros planetas); el alemán se adelanta en cuarenta años a las tesis de Laplace (Exposición del sistema del mundo y Mecánica celeste), que son las que van a marcar la cosmología posterior. Newtoniano convencido, intentará superar no obstante la visión de un tiempo y espacio absolutos impuesta por el inglés, reinterpretándolos como estructuras aprióricas del modo de conocer humano, basadas en su nivel más elemental: la sensibilidad, interna (el tiempo) y externa (el espacio).
Así como no es posible contextuar el pensamiento de Kant sin referirse a Newton, tampoco será posible hacerlo sin relacionarlo convenientemente con Hume (quien le «despertó del sueño dogmático racionalista») y con Rousseau. Encontraremos a estos autores ineludiblemente en el momento de recomponer la teoría del conocimiento kantiana y su propuesta ético-moral.
A. Tipos de influencias B. Corrientes y autores
1A. De largo alcance
2A. Educación filosófica recibida
3A. Valores culturales modernos
4A. Autores de su contexto inmediato
5A. Cultura religiosa
6A. Nueva concepción científica
7A. Crítica al racionalismo dogmático
8A. Concepción prerromántica del hombre 1B. Tradición grecolatina y filosofía escolástica
2B. Racionalismo. Leibniz y Wolf
3B. Ilustración europea
4B. Aufklärung
5B. Cristianismo→ Protestantismo→ Pietismo
6B. Newton
7B. Hume
8B. Rousseau

III. 8. 2. Biografía y obras
Immanuel Kant nace el 22 de abril de 1724, en Königsberg (Prusia oriental), hoy Kaliningrado (Rusia). Es el cuarto de once hijos de un matrimonio de clase media, él guarnicionero y ella dedicada con devoción a inculcar en sus hijos el fervor religioso por las creencias pietistas. El pietismo pretendía radicalizar el protestantismo a base de convertir la religión en una práctica interior intensa alejada de los ritos externos, la regeneración interior a través del contacto personal con la Escritura, una vida austera y de estricta moral, la práctica de buenas obras, la huida de la teorización y del dogmatismo en consonancia con la tolerancia hacia otras religiones y la inclinación al misticismo. Morirá a punto de cumplir los 80 años, el 12 de febrero de 1804, después de unos meses de enfermedad aguda y de pasar los últimos años con notable merma de sus facultades intelectuales. Su existencia está tejida con tres hilos, siempre los mismos: hábitos cotidianos ordenados, rigurosos y metódicos hasta la exageración; una vida dedicada al estudio y a un afán de saber insaciable y, finalmente, el objetivo de organizar los conocimientos de su época dentro de un sistema de ideas capaz de superar las contradicciones de su tiempo, entre ellas la pugna en la que andaban el racionalismo y el empirismo.
Kant se acostaba a la 10 de la noche para levantarse a las 5 (al grito de «¡es la hora!», de Lampe, su criado durante casi cuarenta años), tomar un té (rechazaba el café y la cerveza por dañinas para la salud), preparar sus lecciones durante unas horas, impartir luego un par de clases en la Universidad y dedicarse después a escribir en sus propios asuntos hasta la hora del almuerzo, acompañado de vino –bebida saludable si se bebe sin exceso-, a las 12,45, única comida del día que realizaba acompañado normalmente de invitados a los que cíclicamente y por agenda iba dando turno, pues no podía exceder de un cierto número idóneo para la conversación, que discurría por los temas mundanos y del día, procurando alejarse de las diatribas filosóficas. A las 5 de la tarde estaba ya sumido en la lectura de las obras que estudiaba hasta que a las 7, invariablemente, salía a dar su paseo por el recorrido consabido, para volver al trabajo de escritorio hasta la hora de acostarse. Nuestro filósofo, que era de constitución débil, algo contrahecho y de escasa estatura (1,52 m.) y que no se casó (célibe, pues, como Hobbes, Descartes, Spinoza, Leibniz y Jovellanos, entre otros) porque «cuando podía necesitar una mujer no podía alimentarla, y cuando la podía alimentar, ya no la necesitaba» ordenó su vida con el mismo ahínco que organizaba un día cualquiera. «Me he trazado ya el camino que pienso seguir. Lo emprenderé, y nada ni nadie me impedirá seguir adelante». Acabó sus estudios secundarios en el colegio pietista de Königsberg a los 16 años. En este momento el Rey filósofo (Federico II el Grande) sucede en el trono al Rey Sargento (Federico Guillermo I) y, por tanto, la libertad de pensamiento entrará en una buena época. De los 16 a los 22, entre 1740 y 1746, estudia matemáticas, ciencias naturales, filosofía y teología en la universidad de su ciudad natal, donde Martin Knutzen le introduce en el conocimiento de Newton. Hasta 1755, a los 31 años, ha de ganarse la vida como Privatdozent, es decir como preceptor y maestro particular en casas de la aristocracia. Llegado a esta edad consigue graduarse de magíster en la universidad y obtiene ahí una plaza de profesor adjunto, que le exigiría impartir entre 20 y 30 horas semanales de materias diversas (no sólo metafísica o lógica sino también matemáticas, física, historia natural y geografía), un horario extenuante, si se añaden las horas de preparación de las clases. Son los años en los que al leer a Hume «despierta de su sueño dogmático», según expresión suya. Finalmente, en 1770, a los 46 años accede a una cátedra de filosofía que le permitirá vivir disponiendo de mayor tiempo para sus investigaciones y tras ahorrar durante 13 años pudo comprarse una casa propia, en 1783. En 1776 muere Hume a los 65 años y Kant, que cuenta con 52, se encuentra en pleno proceso de elaboración de su obra cumbre, la Crítica de la razón pura (en la que invierte diez años de investigación y que influirá en que durante la década de los años setenta apenas publique nada). Poco después, en 1778 muere Rousseau, un año más joven que Hume y doce mayor que Kant, a los 66. Con la estabilidad económica llega también la etapa madura, la llamada etapa crítica de su filosofía. Tantos años de trabajo sistemático fructifican en la fundamentación del conocimiento teórico (la Crítica de la razón pura, 1781 y 1787), la fundamentación de la realidad ético-moral (la Crítica de la razón práctica, en 1787), y la fundamentación del fenómeno estético y la arquitectura general de la racionalidad (la Crítica del juicio, en 1790), al lado de más de una veintena de obras importantes sobre historia, derecho, religión, antropología, metafísica…
Aparte de su extensa y magna obra, su vida difícilmente daría para una aburrida película. Hay, sin embargo, algunas anécdotas que nos acercan al personaje concreto aún más: sus clases eran seguidas con expectación y agrado, por la amenidad, el estilo y la erudición que les daba, según se dice, aunque Fichte, que asistió a alguna de sus clases, las tachó de soporíferas. Los vecinos de Königsberg podían poner sus relojes en hora en el momento del paseo del filósofo, tal era la regularidad con la que pasaba, según nos recuerda Heine; sólo interrumpió dicho paseo con el estallido de la revolución francesa, por la que llegó a apasionarse. Sus biógrafos afirman que tuvo que cambiar en alguna ocasión de domicilio a causa de los ruidos del vecindario que le impedían trabajar; y mantuvo casi toda su vida a un mismo criado, hasta que en los últimos años tuvo que despedirle por una falta que consideró grave, después de estar los hábitos cotidianos de ambos perfectamente sintonizados. Las enfermedades le preocupaban hasta un punto cercano a la obsesión, aunque disfrutó de buena salud. Le gustaba cumplir con lo que consideraba uno de los mandatos religiosos supremos: la caridad. Estaba convencido de que era un deber moral de humanidad. Pero, sin duda, el rasgo personal más sobresaliente lo constituye su entrega al estudio, su afán de saber de todo y la actitud crítica sobre los conocimientos de su tiempo. A pesar de no haber salido nunca de su Prusia natal y de ser contadas las ocasiones en que salió de Königsberg, se detalla que, después de una prolongada conversación sobre Italia, su contertulio le preguntó cuánto tiempo había vivido en aquel país.
Herder, alumno de Kant, nos esboza el siguiente semblante académico:
«Con el mismo espíritu con que examinaba las doctrinas de Leibniz, Wolf, Baumgarten y Hume, y las leyes naturales de Kepler, Newton y los físicos, analizaba los escritos de Rousseau, al igual que cualquier descubrimiento natural, para retornar siempre, una y otra vez, al libre conocimiento de la naturaleza y al valor moral del hombre. La historia del hombre, de los pueblos y de la naturaleza, la matemática y la experiencia: tales eran las fuentes con que este filósofo animaba sus lecciones y su trato; nada digno de ser conocido era indiferente para él; ninguna cábala, ninguna secta […] Animaba a sus discípulos y los coaccionaba gratamente a pensar por cuenta propia; el despotismo repugnaba a su modo de ser» (HERDER: Cartas sobre el progreso de la humanidad, 1793-1797).

III. 8.2.1. Obras
Distinguiremos entre las obras del periodo precrítico y las del periodo crítico.

Principales obras de Kant
Periodo precrítico -Las obras en general se refieren a cuestiones científico-naturales, en el contexto newtoniano, o a análisis filosóficos en la línea de Wolf y Leibniz
Sistema trascendental crítico -Crítica de la razón pura - Crítica de la razón práctica - Crítica del Juicio
- Fundamentación de la metafísica de las costumbres –Metafísica de las costumbres
Teoría político-social (p. crítico) - Ideas para una historia universal desde el punto de vista cosmopolita - ¿Qué es la Ilustración? - La religión dentro de los límites de la mera razón - La paz perpetua

III. 8.2.1.1. Obras del periodo precrítico:
- Pensamiento sobre el verdadero valor de las fuerzas vivas (1747).
- Investigación sobre la cuestión de la causa del retraso de la tierra en su movimiento en torno al eje (1754).
- ¿Envejece la tierra? (1754).
- Historia natural universal y teoría de los cielos (1755).
- De igne («Sobre el fuego») (1755), su tesis doctoral.
- Nueva dilucidación de los primeros principios del conocimiento metafísico (1755), para conseguir la venia legendi o la libre docencia en la Universidad; Leibniz y Wolf son aquí ya parcialmente criticados. El principio supremo es el de identidad, no el de razón suficiente.
- En 1756 tres escritos: sobre los Terremotos, sobre la Teoría de los vientos, y la Monadología física.
- Proyecto de un colegio de geografía física (1757).
- En 1759, un ensayo sobre Movimiento y reposo, y sobre el Optimismo.
- La falsa sutileza de las cuatro figuras silogísticas (1762). Indica aquí que pueden reducirse a menos las figuras del razonamiento válido.
- El único fundamento posible de una demostración de la existencia de Dios (1763). Rechaza el argumento ontológico de San Anselmo, Descartes y Leibniz, y los argumentos cosmológicos y teleológicos. La única posibilidad abierta, según Kant, sería ir de la posibilidad como consecuencia a la existencia como fundamento.
- Investigación sobre el concepto de las magnitudes negativas (1763).
- Investigación acerca de la distinción de los principios de la teología natural y de la moral (1764), que presenta al concurso de 1763 de la Academia de Berlín. Se percibe aquí la influencia del emotivismo ético inglés.
- Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime (1764).
- Sueños de un visionario aclarados con los sueños de la metafísica (1765), aparece anónima. Influido ya por Hume; la escribe contra las experiencias visionarias defendidas por Swedenborg.
- Sobre el primer fundamento de la distinción de las regiones del espacio (1768).
- De la forma y los principios del mundo sensible e inteligible (1770). Influido por el Leibniz de los Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano que acababan de aparecer en 1765. Es su «disertación inaugural» al obtener la plaza de profesor titular de lógica y metafísica en la Universidad.
- De 1770 a 1781 trabaja en su primera obra del periodo crítico y entretanto publica muy poco: un comentario sobre una obra de anatomía en 1771, un artículo sobre las razas humanas en 1775 y dos artículos pedagógicos en 1777.

III. 8.2.1.2. Obras del periodo crítico
- Crítica de la razón pura (1781; y la 2ª edición en 1787).
- Prolegómenos a toda metafísica del porvenir (1783). Intenta divulgar la obra anterior.
- Ideas para una historia universal desde el punto de vista cosmopolita (1784).
- Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración? (1784).
- En 1785 publica breves ensayos: Volcanes de la luna; también: Ilegitimidad de la falsificación de prensa, y Caracteres del concepto de raza humana.
- Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785).
- Primeros principios metafísicos de la ciencia natural (1786). Además, el mismo año, otros pequeños ensayos: Conjetura sobre el comienzo de la historia humana; y en el contexto de la polémica sobre el panteísmo entre Jacobi y Mendelssohn: ¿Qué significa orientarse en el pensar?
- Crítica de la razón práctica (1788). Además, este año, otros escritos menores como Sobre el uso de los principios teleológicos en filosofía y De medicina corporis quae philosophorum est.
- Crítica del juicio (1790). Además, este año, otros escritos, entre los cuales: Sobre el fanatismo.
- En 1791 escribe un artículo Sobre la falta de toda investigación filosófica en teodicea.
- La religión dentro de los límites de la mera razón (1793). Obra censurada.
- La paz perpetua (1795).
- Metafísica de las costumbres (1797). Este mismo año escribe contra Benjamín Constant, Sobre el presunto derecho de los hombres a mentir por amor.
- El conflicto de las facultades (1798). Reivindica la libertad contra el despotismo.
- Antropología desde el punto de vista pragmático (1798)
- Sus discípulos publican la Lógica (1800), la Geografía física (1802), y la Pedagogía, de las lecciones dadas por Kant.
-Otros artículos y recensiones de obras de autores de su tiempo las remitimos a sus obras completas.


III. 8.3. Crítica de la razón pura
III. 8.3.1. Contexto científico-filosófico explicativo de la aparición de una crítica de la razón pura

Al igual que Platón había tomado la filosofía como un saber que debe construirse desde la geometría (aunque para ir más allá), o que Descartes, Spinoza y Leibniz habían concebido la filosofía (a la sazón, metafísica) como una «mathesis universalis» o método de conocer capaz de extender universalmente los éxitos de la ciencia natural matematizada (Kepler, Galileo…), Kant se atreve a plantear cuál es el papel de la filosofía en el contexto de un universo ordenado según las tres leyes de Newton (Principios matemáticos de la filosofía natural, 1687)-la ley inercial de los cuerpos, la ley de la relación entre el movimiento y la fuerza, y la ley de las relaciones mutuas entre dos cuerpos a través de las fuerzas (acción-reacción)-. Según el sistema físico newtoniano, en el universo hay cuerpos, fuerzas (gravedad, magnetismo...) y movimiento. A su lado, Newton, contradiciendo su propósito de no especular ni fingir hipótesis imaginarias que no se extrajeran de la experiencia, propondrá un espacio y un tiempo absolutos, que no cabe fundar sino en Dios, como escenario donde desarrollarse esas leyes de la Naturaleza, que ahora no es ya el cosmos cerrado, finito y eterno de los griegos sino un universo infinito. Puestas así las cosas, cabía preguntarse si era posible seguir los seguros pasos de la nueva mecánica y plantearse cuáles eran las razones de este éxito; además, quedaba por resolver cómo unir este nuevo modelo de mundo con los principios metafísicos que habían de fundamentarlo en términos absolutos, porque la física moderna explica cómo funciona pero no por qué funciona así (ya sabemos cómo gira la tierra alrededor del sol y qué les une, pero ¿por qué hay gravedad entre los cuerpos?). Kant se propone responder a estas cuestiones, la primera de las cuales la plantea así: ¿es posible que la metafísica se encamine de algún modo por el seguro sendero de la ciencia? Después de 10 años de intenso trabajo ciñéndose a esta cuestión, con la publicación de la Crítica de la razón pura (1781, y 2ª edición de 1787, con «texto mejorado aquí y allá»), pretende haber hallado la respuesta. (Ha pasado justo un siglo desde los Principios de Newton hasta la 2ª edición de la CRP de Kant).
Gran parte de la filosofía del siglo XVIII es un intento de responder a esta cuestión, aunque no se hubiera planteado tan lúcida y directamente. ¿Cómo extender el conocimiento y en qué consiste, después del éxito de la ciencia natural?, era la cuestión reiteradamente encarada por los racionalistas como por los empiristas. A su lado, la otra gran pregunta: ¿cómo integrar las ideas tradicionales sobre el mundo, Dios y el alma con los nuevos conocimientos y con la nueva metodología científica? Sobre esta última cuestión regresará Kant en la Crítica de la razón práctica (1787), la Crítica del juicio (1790) y en una buena parte del resto de sus escritos de la etapa crítica. Hasta la fecha las respuestas venían componiéndose ora sobre el diapasón del racionalismo ora desde el empirismo. Los racionalistas acababan en el dogmatismo afirmando más de lo que podían; el intento de desarrollar la filosofía siguiendo los métodos de la ciencia, la llevaba a sistemas metafísicos tan dispares como la monadología de Leibniz (que hacía consistir a las cosas en mónadas o «átomos espirituales» y que debía apelar a una «armonía preestablecida» por un Dios - mónada infinita- para dar unidad y estabilidad al conjunto), frente al dualismo terminante de la res cogitans y la res extensa de Descartes (gobernadas por la res infinita o Dios) o frente al Deus sive Natura de Spinoza: Naturaleza y Dios se funden, pero según dos planos, el de la Natura naturans sustancial y el de la Natura naturata o expresión modal de aquella sustancia; ni en la física ni en la moralidad ha de buscarse directamente la sustancia, sino el modo cómo ésta se expresa a través de una conexión de ideas adecuadas. Por otra parte, los empiristas quedaban reducidos, al llegar con Hume a su última expresión (después de radicalizar las tesis de Locke), a un estrecho escepticismo que hacía que la propia ciencia natural no se fundara sino en la costumbre y que fuera en definitiva una cuestión de creencia y no de conocimiento demostrativo. El filósofo escocés había dejado el planteamiento del tema con una muy difícil solución (Tratado sobre la naturaleza humana, 1739-1740), porque si el saber filosófico ha de ser crítico (antidogmático) además de racional, al intentar reconstruir el mapa de la naturaleza humana, las impresiones (sensaciones y emociones), la memoria y la imaginación ocupan un gran territorio, pero el entendimiento se ve relegado a un rincón reducido donde, efectivamente, las conexiones entre las ideas adquieren un carácter de necesidad («verdades de razón»): es el ámbito de las nociones matemáticas. Pero fuera de este estrecho territorio, el entendimiento (la razón de los racionalistas) no es capaz de conectar ideas si no es bajo la lógica de las «cuestiones de hecho» (las cosas son como son, pero no podemos saber por qué ni si van a seguir siendo así). No hay verdades más allá de las matemáticas, todo lo más adquirimos conocimientos probables. Lo que hará Kant, ante esta tesitura escéptica de Hume y después de superar su etapa precrítica de racionalista dogmático, es plantearse si el mapa del conocimiento humano coincide con el diseño humeano. La Crítica de la razón pura es un intento de reconstruir la estructura de los elementos que intervienen en el conocimiento humano y de ver, en consecuencia, cuáles son sus límites y cuál es su fiabilidad. O dicho de otro modo: ¿Qué es lo que funciona bien cuando somos capaces de construir ciencia y qué es lo que falta o se enfoca mal cuando no somos capaces de avanzar en el establecimiento de nuevas verdades? o ¿por qué las matemáticas y la física son ciencias? y ¿por qué la metafísica (con sus ideas sobre Dios, el mundo como totalidad y un alma libre y moral) no ha entrado todavía en el seguro camino de la ciencia? Kant cree encontrar la clave si se opera una «revolución copernicana» de la filosofía:
«Yo debiera creer que los ejemplos de la matemática y de la física, ciencias que, por una revolución llevada a cabo de una vez, han llegado a ser lo que ahora son, serían bastante notables para hacernos reflexionar sobre la parte esencial de la transformación del pensamiento que ha sido para ellas tan provechosa y se imitase aquí esos ejemplos […]. Ocurre con esto como con el primer pensamiento de Copérnico quien, no consiguiendo explicar bien los movimientos celestes si admitía que la masa toda de las estrellas daba vueltas alrededor del espectador, ensayó si no tendría mayor éxito haciendo al espectador dar vueltas y dejando en cambio las estrellas inmóviles. En la metafísica se puede hacer un ensayo semejante, por lo que se refiere a la intuición de los objetos. […] Este ensayo tiene un éxito conforme al deseo y promete a la metafísica, en su primera parte (es decir en la que se ocupa de conceptos a priori, cuyos objetos correspondientes pueden ser dados en la experiencia en conformidad con ellos), la marcha segura de una ciencia. (KANT, Immanuel: Crítica de la razón pura. Prólogo de la segunda edición)

III. 8.3.2. La estética, la analítica y la dialéctica en la Crítica de la razón pura
Kant llama razón a la facultad que proporciona los principios del conocimiento a priori. Es razón pura la que contiene los principios para conocer algo absolutamente a priori. Es «crítica» y no doctrina, porque está dirigida no a ampliar la razón sino a depurarla y resguardarla de los errores. El conocimiento que no se dirige a objetos sino al modo cómo conocemos lo llama Kant trascendental.
Kant establece que el conocimiento se da en función de tres distintos niveles de «objetos»: el matemático, el físico y el metafísico. Por su parte, disponemos de tres facultades: desear, sentir, y conocer. Desea la voluntad, siente la sensibilidad, pero en lo que se refiere al conocimiento, la cosa se complica, porque para conocer es preciso que intervengan la sensibilidad, el entendimiento y la razón; sin olvidar que entre la sensibilidad y el entendimiento se da la necesaria labor de la imaginación. El lenguaje de los sentidos (sensibilidad) y el lenguaje lógico de la mente (entendimiento) no podrían relacionarse si no mediara la imaginación elaborando síntesis de las sensaciones y presentando esquemas al entendimiento. Pero aún hay más, porque el conocer no sólo es especulativo, sino que también hay un conocimiento práctico y aquí ha de intervenir también la voluntad. En la Crítica de la razón pura Kant se ceñirá al problema del conocimiento especulativo: al ámbito de la sensibilidad lo denominará estética (en griego «aisthesis» es sensación, de donde Kant lo extrae; no se trata por tanto aquí de belleza), al del entendimiento, analítica y al de la razón, dialéctica. El entendimiento y la razón dependen de la lógica, pero en un caso la lógica trabaja con elementos de la experiencia sensible: la analítica, y en otro caso la lógica obedece a la conexión en la que entran las ideas puras, las que no dependen de la experiencia sensible: la dialéctica.

III. 8.3.3. La estética trascendental
Kant entiende que la facultad por donde empieza el conocimiento es la sensibilidad. En cuanto al origen, podemos decir que da la razón al empirismo, aunque habrá de añadirse a continuación que el fundamento va a recibirlo de la razón, dando continuidad al proyecto racionalista. ¿Cómo es posible que nuestros sentidos nos informen de la realidad? O dicho de otra manera, cuando nuestra facultad de sentir recoge las sensaciones, ¿el sujeto es puramente receptivo o ha de ser necesariamente activo?, ¿el sujeto pone algo de sí mismo en el acto de sentir o lo recibe todo del objeto? La teoría tradicional hasta la fecha suponía que el sujeto era pasivo al sentir, o sea, que era en origen puramente receptivo. Aristóteles y Santo Tomás de Aquino partían de estas sensaciones pasivas para desde ahí explicar el modo de actividad posterior del sujeto; sin un comienzo sensible pasivo no era posible el conocimiento. La filosofía moderna, con Descartes y el racionalismo, propuso que ha de partirse siempre de una actividad mental previa (la cogitatio, conciencia racional o res cogitans), pero no varió en nada la función pasiva de la sensación; en todo caso, insistió más que en su pasividad en el hecho de verla como facultad defectuosa, a causa de su dependencia del cuerpo (res extensa) que es finito y limitado, por lo que es una de las fuentes de nuestros errores. Para Descartes, la labor del entendimiento cuando quiere conocer consiste en librarse lo más posible de la limitación de las sensaciones y avanzar apoyado en las ideas innatas o ideas que la mente forja desde ella misma y seguir después progresando a través del resto de ideas claras y distintas que la mente pudiera conformar. Estaba claro que ésta era una manera de enfocar el asunto, tanto que esta postura llegará hasta Wolff y hasta el Kant precrítico, pero también cabía verlo al revés, es decir, como lo defenderán los empiristas, Locke, Berkeley y Hume: si conocemos es, en primer lugar, gracias a nuestras sensaciones; la sensibilidad no es un enemigo del conocimiento sino su condición indispensable. Así estaba la correlación de fuerzas en la teoría del conocimiento, cuando Kant, al quedar conmocionado por la radical crítica de Hume al racionalismo y a la metafísica, se dispone a llevar a cabo lo que él mismo denominó la «revolución copernicana» en el campo del conocimiento. Se trataba de darle la vuelta al realismo epistemológico (para el que el conocer es una captación desde los sentidos o desde el entendimiento de la realidad que está dada independientemente) sin caer en el idealismo que se queda sin realidad externa, proponiendo ahora un constructivismo epistemológico. ¿Qué pone el sujeto que conoce sin lo cual el objeto no es posible? Kant responderá a esta cuestión abordándola en los niveles del conocer sensible y del conocer lógico.

III. 8.3.3.1. La fundamentación de la matemática como ciencia
En cuanto a la primacía en el orden de si para conocer actúa primero la sensibilidad o es el entendimiento se pone de parte de los empiristas: primero van los sentidos; genéticamente, lo primero que hacemos es sentir. Por eso la primera pregunta será ¿qué pone el sujeto sensible en el conocer sensible?, lo que dicho en términos del lenguaje técnico que Kant utiliza se traduce por: ¿cuáles son las estructuras aprióricas de la sensibilidad que posee el sujeto, gracias a las cuales es posible que el objeto me sea dado y se constituya en un fenómeno para mí? La respuesta de Kant es clara y precisa: el espacio y el tiempo. Para el filósofo alemán, el espacio y el tiempo son formas que mi sensibilidad trascendental pone para hacer posible cualquier aprehensión de los objetos externos. La experiencia consistirá no ya en un camino receptivo que afecta a nuestra sensibilidad pasiva sino en la producción de un fenómeno para el que es tan importante que haya un objeto como un sujeto capaz de aprehenderlo. Y lo que está claro para Kant es que, al margen de que el espacio y el tiempo «existan» en la misma realidad objetiva (como relaciones de distancia o relaciones de antes y después), es preciso que el sujeto para conocer sensiblemente posea ya en su estructura estética el espacio y el tiempo como formas aprióricas, es decir, como formas que no puede tomarlas de los objetos directamente si no están antes de nada conformando la propia sensibilidad del sujeto. ¿Cómo aprehendería el espacio y el tiempo del exterior o del interior si ellos mismos no aparecen como fenómenos? El mundo «se nos aparece», es un «fenómeno» para nosotros, pero el fenómeno está compuesto de objetos y de espacio-tiempo; los objetos los pone la experiencia material (externa o interna) pero el espacio y el tiempo sólo pueden ser estructuras formales de nuestra sensibilidad, porque no nos es dada su materialidad. Los objetos externos son posibles como fenómenos gracias a que el sujeto dispone de unas estructuras donde ubicarlos, y esas estructuras han de ser el espacio y el tiempo. En otras palabras: el espacio y el tiempo existen porque los pone el sujeto (al margen de que esto no desdice su existencia externa), porque si no fuera así no sería posible eso que llamamos conocimiento sensible. Así pues, el mundo de la experiencia ya no es un mundo extraño (totalmente externo) a la conciencia del sujeto, porque el mundo de la experiencia está constituido gracias a lo que pone el sujeto. Mientras que el espacio es una forma pura de la sensibilidad externa del sujeto, el tiempo es una forma pura de la sensibilidad interna del sujeto. Con ambas estructuras formales se conforma la experiencia que sólo podrá dotarse de contenido cuando se ejerza sobre los objetos. A partir de ahora, Kant concebirá el conocimiento como una relación en la que coinciden el sujeto y el objeto, gracias a que ambos se articulan a través de la síntesis que realizan cuando se enfrentan. Si al poner cada parte lo suyo la relación sujeto-objeto funciona entonces hay conocimiento. El primer tipo de conocimiento científico más elemental que funciona es el de las matemáticas. La aritmética es posible gracias a que hay objetos que contar, pero no podrían ser contados si el sujeto no pusiera la sucesividad que contiene el tiempo como estructura formal apriórica de la subjetividad. La geometría, a su vez, es posible porque el sujeto pone el espacio como estructura apriórica de la subjetividad. La matemática es una ciencia, pero ¿qué es lo que lo ha hecho posible? Kant ha hallado la respuesta: la matemática es posible como ciencia merced a la síntesis que opera el sujeto al enfrentarse con el mundo objetivo. Para sumar 7+5 ha de haber objetos que sumar pero han de darse también las condiciones de posibilidad de esta suma, es decir, ha de haber espacio-tiempo. Espacio-tiempo en el que esos objetos se me aparezcan como fenómenos y sucesividad temporal en la que poder computar tanto 7, 5 como su suma. Es decir, la matemática como ciencia es posible por mi actividad sintética, no todavía por la actividad sintética del entendimiento sino por la pura actividad sintética de mi sensibilidad. De esta manera, la matemática encuentra el fundamento último en que descansa. La estética trascendental sirve de fundamentación metafísica de la matemática, es decir, lo que el sujeto pone constitutivamente (trascendentalmente) junto con la existencia de un mundo de objetos empírico hace posible la matemática como ciencia; si no fuera por esta capacidad trascendental de la sensibilidad la matemática no sería posible y, por tanto, no sería ciencia. A esta capacidad sintética del conocer sensible la denomina Kant intuición, que significa, por una parte, que lo primero que conocemos clara y distintamente penetra por los sentidos (externos o internos), pero porque la claridad y la distinción la ponen nuestras formas puras de intuición (el espacio y el tiempo); el espacio y el tiempo son las formas puras de la sensibilidad externa e interna, respectivamente; formas, porque son estructuras del sujeto y puras porque son aprióricas, trascendentales y constitutivas de la facultad sensible del conocer humano. Y, en segundo lugar, la intuición significa que no hay conocimiento directo (intuitivo) más que sensible; la famosa «intuición intelectual» no ve directamente sino siempre indirectamente, a través de juicios; la «intuición intelectual» de los racionalistas, en el fondo, no existe, porque no es directa, no es un intuitus, no es un «ver».
Como consecuencia general aplicada al conocimiento, se desvela, según Kant, una característica del conocer científico: la ciencia no nace ni de la sensibilidad ni de la razón independientemente, ni primordialmente primero de una y luego de la otra; la ciencia es posible cuando se conjugan ambos elementos, cuando se apoya en datos empíricos y a la vez éstos encajan en las estructuras aprióricas del sujeto. ¿Posee el sujeto otras estructuras aprióricas que vengan a encajar con los fenómenos? Lo que significa: ¿son posibles otras ciencias además de las matemáticas?
Estética trascendental
Formas puras a priori de la sensibilidad Espacio (s. externa) Tiempo (s. interna)
Fundamentación científica Geometría Aritmética

III. 8.3.4. La analítica trascendental
III. 8.3.4.1. Conexión de la estética con la analítica trascendental
Las matemáticas han entrado por el seguro camino de la ciencia desde los primeros tiempos del conocimiento racional. Tales, Pitágoras y Euclides se cuentan entre los iniciadores y desde entonces su progreso ha sido ininterrumpido. Para Kant puede hablarse de ciencia cuando hay un método establecido, cuando se dan unos contenidos de conocimiento que superan las rivalidades de las escuelas y cuando esos contenidos se acrecientan con el paso del tiempo, es decir, cuando poseen a la vez un método, unas teorías aceptadas generalmente y un progreso efectivo. Además de la matemática, para Kant, sabemos que desde hace dos siglos, desde Galileo y después Torricelli y los demás, viniendo a parar al sistema de Newton, la física camina ya por el seguro camino de la ciencia. Tenemos el Faktum de la ciencia, la cuestión de hecho, pero cuál es su fundamentación: ¿cuáles son las estructuras aprióricas con las que se hace posible el conocimiento de las ciencias naturales?
Conocer es para Kant ser capaz de elaborar algún tipo de representación. Nuestras representaciones son o intuiciones o conceptos o ideas. Ya hemos visto que las intuiciones surgen cuando nuestras estructuras sensibles espacio-temporales se ponen en contacto con el mundo de objetos circundantes. Las intuiciones se forjan al nivel de la sensibilidad para entrar inmediatamente en los mecanismos de la imaginación, que es quien hace posible que se conecten la sensibilidad y el entendimiento. Las intuiciones sensibles componen un mundo de fenómenos de los que no podemos dudar, porque han encontrado un asiento no sólo en la regularidad con la que externamente se comportan (lo que sería insuficiente) sino además porque han encontrado su fundamento en la misma naturaleza del conocer humano, en las estructuras aprióricas de la sensibilidad. Si la duda o el escepticismo epistemológico no cabe aplicarlo ya al mundo de los fenómenos (como habían hecho Berkeley o Hume, para quienes no podíamos demostrar ni saber si los cuerpos externos existían o no, porque no pasaban de ser percepciones nuestras), desde que Kant muestra el modo sintético y trascendental de funcionar de la sensibilidad, queda ahora por resolver si los conceptos con los que el entendimiento trabaja no pasan de ser abstracciones o copias debilitadas de lo que nuestras intuiciones conocen en un primer nivel, puramente fenoménico. ¿Nuestros conceptos son el resultado exclusivo de una transformación directa de lo sensible en inteligible o son algo más?, ¿el entendimiento es antes de nada pasivo y receptivo o, como la sensibilidad, también es activo y sintético?

III. 8.3.4.2. La labor del entendimiento
Kant concibe el entendimiento como algo más que un receptáculo de conceptos o representaciones abstractas de la realidad sensible. El entendimiento nada conocería más allá de la sensibilidad si no fuera porque es la facultad de formar conceptos y de construir juicios. Comprender consiste en la subsunción de los datos de la sensibilidad en la unidad de un concepto. No hay conocimiento si a las intuiciones sensibles no se unen los conceptos, y viceversa: intuiciones sin conceptos son ciegas y conceptos sin intuiciones son vacías, sentenciará Kant. Pero hay que distinguir entre conceptos empíricos y conceptos puros; estos últimos son las categorías del entendimiento. Al igual que el espacio y el tiempo, como intuiciones puras, eran la condición trascendental de la experiencia, las categorías se constituyen en condición trascendental del conocimiento intelectual. Pero las categorías trabajan en perfecta sintonía con nuestra capacidad de juzgar, según la deducción trascendental que Kant establece entre ambas potencias unificadoras de la mente. El conjunto de las operaciones realizadas por las categorías no tendrían sentido si no se sustentaran en una unidad superior definitiva: el yo puro (yo trascendental), previo al yo empírico que piensa las cosas, y que es capaz de apercepción pura o trascendental, es decir de trabajar unificadamente desde las categorías. Para enlazar los datos de la intuición sensible con el formato de las categorías Kant necesita apelar al esquematismo trascendental del yo puro, función que consiste en articular la experiencia sensible y la inspección intelectual bajo estructuras formales o esquemas que se compenetren. Para ello, el yo trascendental ha de funcionar desde un principio supremo: la capacidad de síntesis. La labor de síntesis mediadora la establece la imaginación, entre los sentidos y el entendimiento, haciendo posible el conocimiento. El «concepto de triángulo en general» es posible gracias al «esquema del triángulo», capaz de unir en la imaginación todos los triángulos empíricos y los distintos conceptos de triángulo (equilátero, isósceles, etc.). Entre el principio sintético supremo del yo trascendental puro y las distintas categorías, Kant establece cuatro grandes áreas de principios sintéticos del entendimiento que se correlacionan respectivamente: I) con la categoría de cantidad y la intuición: los axiomas de la intuición (según este principio «todas las intuiciones son magnitudes extensivas); II) con la categoría de cualidad y la percepción: las anticipaciones de la percepción (cuyo principio señala que los fenómenos percibidos se dan según magnitudes intensivas o grados); III) con la categoría de relación y la experiencia: las analogías de la experiencia (cuyos principios establecen que las percepciones de la experiencia han de darse conectados: causa-efecto, etc.); IV) con la categoría de modalidad y el pensar empírico en general: los postulados del pensamiento empírico en general (estos principios establecen que lo posible, lo real y lo necesario se dan al concordar formal, material o universalmente con la experiencia, respectivamente).
Los juicios resultan de nuestra capacidad de entablar relaciones determinadas entre los fenómenos que conceptualizamos. Un juicio consiste en tomar un concepto como sujeto y aplicarle otro que haga de predicado: «los mamíferos son vivíparos», por ejemplo. Obviamente, este juicio, si pretende ser un conocimiento de la realidad empírica, ha de establecerse desde conceptos que han sido tomados de la experiencia sensible, pero ¿basta sólo esta experiencia? Según Kant, no es posible elaborar un juicio si no es porque el entendimiento mismo concibe los objetos del mundo a los que se aplica desde estructuras aprióricas que hacen posible que se piensen en la forma de juicios. El apriorismo del conocer no sólo realiza una operación en la escala sensible sino que debe completarla con un segundo apriorismo: el de las categorías o conceptos puros del entendimiento. Sobre los fenómenos sensibles operan las categorías o estructuras formales puras del entendimiento y de ahí obtenemos los juicios; éstos, son juicios determinantes, porque son constitutivos del modo mismo que tenemos de conocer la realidad de la experiencia: determinan lo que la experiencia es para nosotros. En el ejemplo de «los mamíferos son vivíparos», establecemos un hecho como sustancia (mamífero) y no como mero accidente (mover las orejas), establecemos una conexión causa-efecto entre ser vivíparo y ser mamífero, hacemos un uso afirmativo (y no negativo, en consecuencia) de lo que observamos, y pensamos ese hecho que describimos no sólo como posibilidad, sino como una realidad constatada que puede alcanzar el rango de necesidad al constatarse como realidad universal, dentro de una ciencia. Es decir, que para elaborar juicios no basta que elevemos a abstracción los datos sensibles, ni tampoco nos resultaría útil tratar de conectar puras «ideas innatas», es preciso que nuestro entendimiento «lance» a la realidad las categorías con las que piensa. Aristóteles había situado las categorías (sustancia, cantidad, cualidad, lugar, tiempo, relación, hábito, posición, acción y pasión) en las cosas, desde donde la estructura lingüística del pensamiento las arrancaba; Kant, ahora, las pone en el entendimiento mismo, pero no se trata de un entendimiento cargado de contenidos o ideas innatas, sino estructurado formalmente para operar desde unas categorías o formas preestablecidas fijas. Las últimas configuraciones en las que pensamos a las cosas no son ni impresiones, como había señalado Hume, ni pueden depender solo de una inspección del espíritu como quería Wolf; son nuestras categorías.
A las estructuras formales que hacen posible que opere el entendimiento sobre los objetos las llama Kant categorías, que son doce, distribuidas en cuatro tipos: de cantidad, de cualidad, de relación y de modalidad. De cantidad: unidad, pluralidad y totalidad. De cualidad: realidad, negación y limitación. De relación: sustancia-accidente, causa-efecto y acción recíproca o comunidad. De modalidad: posibilidad, existencia y necesidad. Así pues, las operaciones puras que el entendimiento realiza son: cuantificar o dar cantidad a los fenómenos, concebir según la cualidad, establecer relaciones y decidir sobre las modalidades en las que los fenómenos entran (si como posibles, reales o necesarios). Sin la confluencia con las cosas de las operaciones de categorización del entendimiento no sería posible pasar del conocimiento sensible de las cosas al conocimiento lógico del mundo. Como son doce las formas puras aprióricas de pensar (categorías) serán también doce los tipos de juicios que quepa hacer. La tabla de las categorías o conceptos puros se corresponde con la tabla de los juicios (de hecho, Kant extrae genéticamente aquélla de ésta, aunque no ontológicamente). Según la cantidad, sabemos que los juicios pueden ser: universales, particulares y singulares. Según la cualidad los juicios pueden ser: afirmativos, negativos e indefinidos. Según la relación: categóricos, hipotéticos y disyuntivos. Según la modalidad: problemáticos, asertóricos y apodícticos.

Tipos de categorías ↔ Tipos de juicios
De cantidad Unidad ↔ Universales (Todo A es B)
Pluralidad ↔ Particulares (Algunos A son B)
Totalidad ↔ Singulares (Un solo A es B)
De cualidad Realidad ↔ Afirmativos (A es B)
Negación ↔ Negativos (A no es B)
Limitación ↔ Indefinidos (A es no-B)
De relación Sustancia/accidente ↔ Categóricos (A es B)
Causa/efecto ↔ Hipotéticos (Si A es B, C es D)
Reciprocidad agente/paciente ↔ Disyuntivos (A es B o C)
De modalidad Posibilidad/imposibilidad ↔ Problemáticos (A es posiblemente B)
Existencia/no existencia ↔ Asertóricos (A es realmente B)
Necesidad/contingencia ↔ Apodícticos (A es necesariamente B)

III. 8.3.4.3. La fundamentación de la física como ciencia
El mundo no nos es dado si nosotros no lo reconstruimos desde nuestras estructuras aprióricas. Esto es justamente lo que el conocimiento tiene de trascendental. El conocimiento no es inmanente ni a la razón (sería una pura cuestión lógica) ni a la naturaleza humana (sería una cuestión psicológica y genética); tampoco es un fenómeno trascendente del que tendría que apropiarse ayudado por un Dios o por un acoplamiento armónico entre el sujeto y el objeto. El conocimiento es posible porque el mundo se deja «apresar» en las estructuras del sujeto, tanto en sus estructuras sensibles como en las inteligibles. El conocimiento no puede ser sino trascendental, es decir, el resultado de apresar algo con el formalismo desde el que operamos. Cuando este conocimiento sigue un método determinado, tiene la capacidad de generalizarse y de acrecentarse por un camino ininterrumpido («el seguro camino de la ciencia») entonces nos hallamos ante el conocimiento científico. La física es ciencia porque, como las matemáticas, cumple los requisitos señalados que nos la imponen como un Faktum, como un hecho que sólo un escepticismo radical puede rechazar. Para salvar esa posibilidad de escepticismo, Kant muestra los fundamentos sobre los que se sostiene el saber científico. Ya no hay que buscarlos ni en los contenidos de la sola razón ni en la experiencia como fuente, sino en el modo de conocer que le es característico al ser humano y sin el cual no puede avanzar. Hay conocimiento científico porque hay conocimiento y hay conocimiento porque éste es trascendental, pero el conocimiento trascendental cuando es conocimiento científico ha de aprehender su objeto del mundo de la experiencia, no basta con la aprehensión de puras ideas. ¿Cómo opera exactamente este conocimiento trascendental del mundo empírico?
Los juicios pueden ser analíticos y sintéticos. Son analíticos cuando el predicado está contenido ya en el concepto del sujeto, como cuando se dice «el todo es mayor que las partes» o «la materia es extensa», porque el todo contiene ya a las partes y la materia no puede ser, en el concepto, sino extensa. Son sintéticos cuando la unión la establezco añadiendo al concepto del sujeto un concepto en el predicado que no está contenido en él («la lluvia moja», porque el concepto de lluvia no contiene necesariamente el de mojar, por más que estemos tan acostumbrados a ello, por la experiencia). Por otra parte, los juicios pueden ser a posteriori y a priori. Decir que formo juicios a posteriori de una experiencia dada, significa que necesito de esa experiencia para formarlos («estas manzanas son ácidas»). Los juicios a priori no necesitan de la experiencia para formarse. Hasta la filosofía crítica del alemán se identificaban los juicios analíticos con los a priori y los sintéticos con los a posteriori. Kant no se opone a estas concordancias pero sí pretende extender la interrelación. Habría que descartar, según el modo previo de definir los juicios, que haya «juicios analíticos a posteriori», porque el juicio analítico no necesita de la experiencia para confirmarse: la posibilidad de su construcción surge a priori; digamos que se necesita de la experiencia para formar el concepto de materia y el de extensión, pero no necesitamos de la experiencia para formar el juicio y comprender que una es característica indisociable de la otra: lo sabemos a priori. La lógica, como ciencia, es un modo de conocer analítico y a priori, pero lo único que es capaz de descubrir son las propias leyes que conectan nuestros juicios de forma válida; nada puede descubrir por sí misma sobre el mundo extra-mental. Es una ciencia puramente formal, sin contenido, que ya quedó casi cerrada en las manos de Aristóteles. Por otra parte, con un cúmulo de conocimientos sintéticos a posteriori no podemos descubrir sino hechos singulares, nunca ciencia universal. Por eso, Kant se pregunta: ¿son posibles los juicios sintéticos a priori? Han de ser posibles si decimos que hay ciencia, puesto que ésta consiste en añadir algo no conocido (síntesis) y hacerlo desde un anclaje universal (necesitado de apriorismo, por tanto). Pero ¿cómo son posibles los juicios sintéticos a priori? Cuando afirmo, siguiendo a Arquímedes, que «todo sólido sumergido en el agua experimenta un empuje hacia arriba igual al líquido que desaloja» elaboro un juicio sintético que extraigo de la experiencia, pero, a la vez, este juicio se ha hecho posible a priori porque las categorías de mi entendimiento han podido funcionar sobre la experiencia de sumergir sólidos proporcionando el formato de un juicio universal, afirmativo, categórico y necesario (apodíctico) en la forma de funcionar los fenómenos. Los juicios con los que la ciencia avanza tienen, pues, una característica: son «juicios sintéticos a priori». Tanto las matemáticas como la física son posibles como ciencias porque nuestro entendimiento elabora «juicios sintéticos a priori». Para ello, el entendimiento lógico arroja un conjunto combinatorio de categorías a la realidad y cuando está en disposición de afirmar categórica, apodíctica y universalmente, entonces se da conocimiento científico de los fenómenos físicos. La fundamentación última de la ciencia de la naturaleza y de la matemática se halla en que la mente trabaja con «juicios sintéticos a priori» y no meramente con juicios analíticos o con juicios sintéticos, por separado. Pero las operaciones categoriales realizadas con los objetos han de darse previamente como fenómenos, es decir, como hechos que aparezcan ante nosotros. Además de las doce categorías que sirven para reconstruir el mundo de los objetos físicos, ha de contarse con el espacio y el tiempo que pone el sujeto de forma también apriórica. Así pues, son precisas estas catorce estructuras aprióricas como formas de constituir los fenómenos y de pensarlos. El primer formato de la realidad externa es posible gracias al tiempo y el espacio que el sujeto pone. La matemática hunde sus raíces en la constitución de la realidad como espacio (geometría) y como tiempo (aritmética). En este sentido, la matemática es más básica que la física, aunque ambas necesitan de los juicios y ambas se enmarcan dentro de un mundo exclusivo de fenómenos. La ciencia es posible porque enmarca al mundo como fenómeno, lo que significa admitir que se trata de un conocer que no agota la realidad conocida, porque no alcanza nunca la sustancia última de los seres, no alcanza el ser noumenal de las cosas. Bajo el fenómeno la razón no tiene más remedio que admitir un noúmeno que, por definición, no conoce ni conocerá; sencillamente, porque el noúmeno es lo que se escapa a la intuición sensible.
La razón pura consiste en todo aquello que la racionalidad humana pone sin que lo saque de la experiencia. La razón pura está hecha de espacialidad, temporalidad y de doce categorías de pensar. La ciencia es posible porque la «razón pura» al arrojar sus redes a lo que no es ella se encuentra con regularidades determinadas entre los objetos; estas regularidades son las leyes de la naturaleza y de la matemática, si bien ha de decirse que quien legisla no es la experiencia sino el entendimiento, porque sin lo que pone éste no serían posibles dichas leyes. ¿Puede la razón pura seguir legislando, es decir, seguir construyendo ciencia más allá de la física, es decir en la metafísica?

Juicios a priori Juicios a posteriori
(independientes de la experiencia) (dependen de la experiencia)
Juicios analíticos (el predicado está incluido
conceptualmente en el sujeto) Juicios analíticos a priori
(si son analíticos son también a priori)
(No son posibles)
Juicios sintéticos (el predicado no está incluido
conceptualmente en el sujeto) Juicios sintéticos a priori
(Son los juicios científicos) Juicios sintéticos a posteriori
(Si son a posteriori son sintéticos)


III. 8.3.5. La dialéctica trascendental
¿Puede la metafísica llegar a ser ciencia? No, la metafísica nunca podrá alcanzar el camino seguro de una ciencia, según Kant; pero, el padre de la filosofía crítica, se verá obligado a la vez a hacer una distinción en lo que él entiende por razón pura: la razón pura cumple dos funciones diferenciadas: una especulativa y otra práctica. Tenemos la razón pura especulativa y la razón pura práctica. En cuanto su fin consiste en conocer el mundo de la experiencia, la razón «especula» con las categorías y las formas puras de la sensibilidad, pero en cuanto consiste en saber actuar siguiendo los fines que se propone la razón se guía por principios prácticos. Antes de acometer el estudio de la razón práctica, Kant agota el estudio de la razón especulativa y lo hace en la dialéctica trascendental.

III. 8.3.5.1. Las Ideas de la razón pura
La dialéctica trascendental indaga en las características de la razón pura especulativa en cuanto su objeto de conocimiento no son los fenómenos espacio-temporales o los objetos categorizables sino las propias ideas que la razón genera y que no se dejan aprehender en el mundo empírico extra-mental. Tres son las ideas de la razón especulativa: el Alma (el yo), el Mundo y Dios. El alma está concebida como un principio de identificación de la multiplicidad de fenómenos que inhieren en el sujeto, que no se limita a ser una actividad corpórea: es la totalidad de la experiencia interna. El mundo está concebido como un principio de unidad y globalidad de la multiplicidad de fenómenos espacio-temporales que configuran la realidad externa al sujeto: es la totalidad de la experiencia externa. Dios está concebido como la condición necesaria de toda existencia, como el fundamento último de toda realidad: es la totalidad de la experiencia posible. Pero estas tres ideas que no puede dejar de formar la razón pura, no consiguen síntesis alguna en el mundo de la experiencia. Es decir, el sujeto cognoscente (especulativo) no puede realizar ningún juicio sintético a priori sobre ninguna de estas tres ideas; no hay ninguna experiencia que se traduzca en el fenómeno alma, mundo total o Dios, porque estos conceptos son ideas puras de la razón que apuntan a una realidad nouménica, de la que no tenemos intuiciones sensibles ni podemos determinar en qué categorías entran. Entre la sensibilidad y el entendimiento había continuidad en el conocimiento porque las estructuras de la realidad racional que ahí operan están hilvanadas por la experiencia., o dicho de otra manera, hay una realidad empírica en la cual constatar el funcionamiento de nuestras estructuras aprióricas racionales. Lo que pienso en términos aritméticos, geométricos o mecánicos puedo constatarlo en la experiencia exterior, pero lo que pienso dejando derivar la fuerza de mis ideas puras no se deja constatar por experiencia alguna; las ideas puras quedan abandonadas a su propio mundo racional sin conexión con un mundo extra-mental. A esta capacidad de derivar ideas desde su propio uso puro especulativo, sin aplicarla al mundo de la experiencia, la llama Kant dialéctica trascendental. La razón dialéctica actúa con la misma lógica que el entendimiento analítico, pero mientras que éste conseguía legislar el mundo de los fenómenos porque éstos se dejaban apresar en los moldes de sus categorías, la especulación dialéctica no pudiendo legislar sobre el mundo se ve abocada a una serie de concatenaciones racionales sobre los «objetos» (noúmenos) de su reflexión (Dios, Mundo y Alma) que demuestran ser contradictorios, es decir, que pueden hilvanar razones concluyendo una cosa y su contraria. En síntesis, la razón pura dialéctica se ve impelida en su funcionamiento a formar las ideas de Alma, Mundo y Dios, pero estas ideas dan lugar a representaciones contradictorias. Kant resuelve este dilema estableciendo que las ideas de la razón pura dialéctica no tienen poder constitutivo sino sólo regulativo, es decir, que no sirven para constituir conocimiento alguno sobre la realidad pero que, a pesar de ello, muestran los límites a los que tiende naturalmente la razón humana que no puede dejar de globalizar idealmente el conjunto de sus experiencias como sujeto, como observador del mundo y como buscador de la fundamentación racional última de todo. Aunque estas ideas no entran en el seguro camino de la ciencia, permiten a la razón establecer un cierre sistemático del conjunto de nociones ideales que es capaz de formar en su representación de la realidad. La metafísica no es ciencia, ni podrá llegar a serlo nunca al no poder operar con juicios sintéticos a priori, pero muestra a la razón misma sus propios límites dentro de una arquitectura de ideas noumenales, en el fondo incomprensibles, pero que dan sentido global al modo de pensar racional del ser humano. La metafísica ha de contentarse con esta función regulativa y renunciar a ser ciencia porque no puede demostrar la existencia real de lo que las ideas de su razón pura apuntan. Cuando se afirma la existencia del Alma, de un Mundo y de Dios, la razón pura comete siempre un salto indebido al intentar actuar con la misma lógica que el entendimiento. No podemos categorizar el concepto de Alma porque todo lo que pueda predicarse de un sujeto se refiere siempre a un sujeto empírico, de forma que nunca llegamos a un sujeto último del que podamos predicar todo lo que le sucede, porque cualquier concepción sintética del sujeto empírico siempre podrá predicarse de otra síntesis ulterior; no hay modo de establecer una sustancia última de un sujeto, salvo formando la idea de Alma, que no es un concepto bien formado, porque no tiene correlato empírico. El sujeto es comprensible como un conjunto de accidentes que nunca se cierran en una sustancia, porque cualquier cierre operativo volvería a ser un accidente. Lo mismo pasa con la idea de Mundo, esta vez formada impropiamente no desde la dialéctica entre la sustancia y los accidentes que vimos aplicado al Alma, sino desde la dialéctica entre la cadena de causas y efectos que observamos. La idea de mundo supone un salto por encima de la concatenación de causas-efectos empíricas hasta llegar a un sistema cerrado de relaciones causa-efecto. No tenemos conocimiento de este sistema cerrado, porque cualquier fenómeno podemos entenderlo en conexión con su causa concreta pero no con el sistema total de las causas; de esta manera, formamos el concepto de mundo indebidamente desde el punto de vista del entendimiento, pero la razón no puede dejar de formarlo reconociendo, a la vez, que está mal formado pero que no puede salir de esta situación límite de otra manera. Otro tanto sucede con la idea de Dios, al tratar la razón de unir y conciliar las ideas de Alma y Mundo bajo un sentido unitario; la disyuntiva racional es decidir si forman parte o no de un todo. Si no forman parte de ese todo, Alma y Mundo coexistirían pero no se exigirían nada esencial mutuamente; pero si forman parte de ese todo, el Mundo y las almas se relacionarían recíprocamente. Como la razón pura dialéctica busca dar respuesta a la totalidad de la experiencia posible, resuelve el dilema con la idea de Dios; pero, nuevamente, esta idea surge saltándose las limitaciones que impone la experiencia. La prueba de que en el campo lógico estas ideas son conceptos mal formados la encontramos al tratar de establecer las pruebas de la existencia de Dios, del Mundo esencial y del Alma sustancial.

III. 8.3.5.2. Las contradicciones de la razón pura
La especulación pura sobre el Alma produce paralogismos; sobre el Mundo provoca antinomias; y referido a Dios concluye con la invalidez de las demostraciones sobre la existencia de Dios. Kant se propone extraer una conclusión negativa de las pretensiones especulativas de la razón pura, mostrando los límites que le están fijados al conocimiento racional: cuando no hay modo de referir los conceptos a fenómenos de experiencia, la razón debe renunciar a ese conocimiento porque ha de saber que ha llegado al límite de su posibilidad. Toda pretensión de conocimiento científico es una trasgresión y eso es lo que intenta hacer la metafísica dogmática. Ésta ha de aspirar sólo a ser metafísica crítica, es decir, a ser un saber racional de sus propios límites y a levantar la arquitectura de su modo de funcionamiento. (Tras de esta misión, Kant proyectará iniciar una «metafísica crítica positiva» y en cierta forma de nuevo cuño dogmático, pero para entonces ya estaba al final de sus días)
La razón metafísica transgrede las características del conocimiento científico cuando se propone establecer los dogmas de su saber sobre el Mundo, porque incurre en antinomias. Una antinomia trascendental resulta de la posibilidad de demostrar tanto la tesis como su antítesis. Veámoslo aplicado a lo que Kant llama primera antinomia:
Tesis: El mundo tiene un comienzo en el tiempo y se halla limitado en el espacio.
Antítesis: El mundo no tiene comienzo en el tiempo ni límite en el espacio.
Kant procede a demostrar primero la tesis: un agregado infinito de cosas reales no puede ser considerado como un todo dado y, por tanto, como dado a la vez. Por lo tanto, el mundo no es infinito, ni espacial ni temporalmente. A continuación, demuestra la antítesis: si el mundo fuera limitado en el espacio se encontraría ubicado dentro de un espacio vacío; pero o bien el espacio vacío es concebido como mundo o bien no existe y por tanto no está limitado espacialmente por nada. Lo mismo sucede con el tiempo: no puede haber un freno temporal hacia atrás, porque cualquier momento temporal discurre desde otro anterior.
Junto a esta antinomia que llama de la cantidad, prueba igualmente la tesis y su correspondiente antítesis en las antinomias de la cualidad, de la relación y de la modalidad. Antinomia de la cualidad: Tesis: todo en el mundo es simple o compuesto de lo simple. Antítesis: Nada en el mundo es simple o compuesto de lo simple. Antinomia de la relación: Tesis: Hay en el mundo una causalidad según leyes de la libertad. Antítesis: No hay ninguna libertad. Todo en el mundo ocurre según leyes naturales. Antinomia de la modalidad: Tesis: pertenece al mundo como su causa un ser necesario. Antítesis: no existe ningún ser necesario en el mundo. Las demostraciones de estas pruebas corren paralelas a los argumentos que Santo Tomás de Aquino había utilizado para la demostración de la existencia de Dios (las famosas vías tomistas), sólo que ahora Kant se ocupa en demostrar también las tesis opuestas al dogma cristiano.
Los argumentos que muestran una razón contradictoria cuando pretende un conocimiento dogmático sobre sus concepciones del mundo se aplican de igual manera a la idea de Alma y de Dios. Respecto de la idea de Alma, Kant analiza lo que llama paralogismos o falsos argumentos. Hay cuatro paralogismos, y de entre ellos todos se sustentan, de alguna manera, en el primero: 1) «Paralogismo de la sustancia»: el sujeto es una sustancia, un sujeto absoluto: no está demostrado porque la categoría de sustancia no puede aplicarse a una realidad no empírica, como aquí se pretende. Con similar análisis procede Kant en los otros paralogismos: 2) «Paralogismo de la simplicidad» referido a la simplicidad del alma; 3) «paralogismo de la personalidad» que afirma que el alma es persona, idéntica numéricamente en el tiempo a sí misma; y 4) «paralogismo de la idealidad exterior» que trata de defender que los fenómenos exteriores son dudosos porque no son más que percepciones y éstas podrían ser falsas; pero Kant afirma que sería imposible pensar sin contenidos de conciencia; la razón pone las estructuras formales pero los objetos proceden del mundo, que no es ideal sino real, porque ponen los contenidos.
Respecto de la idea de Dios Kant desmonta la validez de las tres pruebas en las que cabe sintetizar los esfuerzos por demostrar la existencia de Dios. La prueba físico-teológica es la más clara, pero supone de algún modo la prueba cosmológica, que a su vez parte de la prueba ontológica. Lo que el mismo Kant llamará «prueba ontológica», refiriéndose a la línea de argumentos que pasan por la «prueba a priori de la demostración de la existencia de Dios» (como el «ser mayor que el cual nada puede ser pensado», de San Anselmo de Canterbury). Esta prueba liga inadecuadamente la idea de un ser perfecto con la idea de su existencia; la perfección de una idea no exige su existencia. Desarticula así mismo la «prueba cosmológica» basada en la relación inadecuada entre el ser necesario y el ser contingente bajo la categoría de causa-efecto, que sólo es aplicable dentro de los límites de la experiencia espacio-temporal; la idea de ser necesario rompería estos límites empíricos. Finalmente, muestra las contradicciones de la «prueba físico-teológica», la más antigua y más clara de la teología racional, que conecta la estructura del mundo y la finalidad que en él parece encontrarse con un ser inteligente capaz de crear ese mundo. Si no se admite esta inteligencia creadora la razón parece caer en el abismo de la nada, sin embargo de ahí no puede extraer la razón una certeza apodíctica (con carácter de necesidad). Kant, proseguirá: El que no admite más que una teología trascendental se llama deísta, y el que acepta a la vez una teología natural se llama teísta. El primero está conforme en aceptar que podemos en todo caso conocer por la simple razón la existencia de un ente primero, pero que el concepto que nosotros tenemos es simplemente trascendental, es decir, que no le concebimos más que como un ser que tiene toda realidad, pero sin poder determinar nada más próximo. El segundo sostiene que la razón se halla en estado de determinar más próximamente el objeto por la analogía con la naturaleza, es decir, como un ente que contiene en sí por su entendimiento y por su libertad, el principio único de todas las cosas. Además de las pretensiones de la teología racional (ya sea la natural ya la trascendental) encontramos los dogmas de la teología revelada que se apoyarían en el hecho de la revelación histórica del mismo Dios. Y concluye: Ahora bien, yo sostengo que todos los ensayos de un uso simplemente especulativo de la razón bajo la relación teológica son enteramente infructuosos y nulos, y sin valor en cuanto a la naturaleza interna de esta ciencia; puesto que de uno u otro modo, los principios de su uso natural no nos conducen a ninguna teología, y por consecuencia, si no se toman por fundamento las leyes morales, o si de ellas no nos servimos como hilo conductor, no puede haber teología de la razón (KANT: Crítica de la razón pura. Dialéctica trascendental, Séptima sección).
La razón pura ha mostrado sus límites en la dialéctica trascendental, pero la razón pura no se agota en la especulativa porque opera también como razón práctica.

Paralogismos sobre el Alma. Antinomias sobre el Mundo. Imposibilidad de demostrar a Dios
Alma El alma es sustancia, es simple y es persona. Los fenómenos exteriores son dudosos
Mundo El mundo es finito/es infinito. Todo en el mundo es simple/es compuesto. Hay sólo causalidad natural/hay también libertad. Hay un ser necesario causa del mundo/no hay un ser necesario
Dios Sólo hay tres pruebas posibles y ninguna es demostrativa:
Prueba ontológica. Prueba cosmológica. Prueba físico-teológica

III. 8.3.5.4. Crítica de la razón práctica
Kant tiene en mente el desarrollo de un sistema filosófico que comprenda de forma integrada el conjunto de cuestiones que afectan al ser humano. Por eso, tras la crítica de la razón pura vendrá una crítica de la razón práctica y finalmente una crítica del juicio. Esta visión integral la dejó bien sintetizada en un conocido texto:
«Todos los intereses de mi razón (tanto los especulativos como los prácticos) se resumen en las tres cuestiones siguientes: 1) ¿Qué puedo saber? 2) ¿Qué debo hacer? 3) ¿Qué puedo esperar? (KANT, I.: Crítica de la razón pura, A 805). Tres cuestiones que sintetizaría en una sola: «¿Qué es el hombre?»
Kant se interesa por el tema de la racionalidad práctica no sólo en la Crítica de la razón práctica (1788), sino en una obra antecedente en donde aborda ya estos contenidos, en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785), y en una tercera donde sistematiza la temática ético-moral junto a la jurídica, en la Metafísica de las costumbres (1797).
Lo que resultaba imposible en la Crítica de la razón pura, dar un paso en el conocimiento racional del Alma, de Dios y del Mundo, intentará resolverlo Kant por otra vía, en concreto, enfocando el problema de la moralidad e intentando sacar las consecuencias de este modo específico de obrar racional, que apuntarán a un mundo no sólo regido por las leyes naturales sino por la libertad, de donde derivará los postulados de la inmortalidad del alma y la existencia de Dios. Avanzar en el terreno de la metafísica sigue siendo un problema de filosofía crítica, es decir, de delimitación de las facultades del ser humano. Lo que no podemos conocer especulativamente podemos abordarlo de forma práctica, reconociendo las leyes de nuestro actuar a través de nuestras estructuras aprióricas racionales prácticas.
Kant reconoce tomar inspiración en Rousseau, cuando ve en él «el Newton del mundo moral», en la medida que la naturaleza humana para el ginebrino añadía al instinto y a las pasiones naturales un «deber ser» de carácter racional; pero Kant reconstruirá esta tesis con las herramientas de un gnoseólogo que pretende ir más allá de la «ideología» que caracterizaba a la Ilustración.
¿Qué es lo que nos mueve a afirmar que lo que hace el ser humano es bueno o malo? Ni en el mundo ni, en general, fuera de él es posible pensar nada que pueda ser considerado bueno sin restricción excepto una buena voluntad (KANT: Fundamentación de la metafísica de las costumbres, cap. I). Sólo es buena la voluntad cuando obra por deber, por tanto hablaremos de buena voluntad cuando la razón práctica obre por deber. Que lo que hace buenas las acciones del hombre reside en su buena voluntad es un principio ético-moral universal conocido por la filosofía moral popular sin necesidad de conocimientos metafísicos.

III. 8.3.5.4.1. La estructura de la voluntad racional o de la razón práctica
Se trata ahora de buscar los fundamentos del obrar humano y conocer si la moralidad puede mandar con absoluta necesidad, legislando al modo de una ciencia, y se trata, también, de establecer los principios que guían a las inclinaciones y a eso que llamamos deber. Pero es totalmente imposible determinar por medio de lo que aprendemos en la experiencia una sola acción que pueda ser establecida como deber. La fundamentación de la moralidad no puede ser establecida a posteriori sino que ha de serlo a priori… Para lo que habrá que investigar y exponer claramente la facultad práctica de la razón, desde sus reglas universales de determinación hasta allí donde surge el concepto del deber (FMC, p. 80). ¿Cuándo la voluntad actúa por deber? Para Kant, la voluntad no es otra cosa que razón práctica, pero el «intelectualismo moral socrático» no es suficiente, porque no se trata en el ser humano de una «voluntad santa» que no tuviera necesidad de mediar entre el querer y lo que la ley racional práctica señala. La voluntad racional ha de ser constreñida, porque no es movida con espontaneidad pura, he ahí la limitación humana. ¿Cómo funciona la razón práctica o voluntad racional? 1) La voluntad actúa por inclinación cuando depende de las sensaciones. 2) Actúa por interés al depender de los principios de la razón, pero guiada por la conveniencia. 3) Actuaría por deber si sólo dependiera de los principios de la razón en sí misma; ésta solo puede moverse por propia autonomía guiada por principios necesarios. Cuando la voluntad actúa siguiendo las órdenes o imperativos que se da a sí misma ¿qué lógica sigue? Hay dos tipos de imperativos posibles: el imperativo hipotético y el categórico; aquél manda algo condicionado por algún fin que quiere alcanzar, éste manda una acción deseada por sí misma. Según la finalidad que persiga el imperativo los juicios prácticos pueden subdividirse en hipotéticos: problemáticos y asertóricos; y categóricos, que serán apodícticos. Los imperativos hipotéticos problemáticos tienen que ver con el arte del que es capaz la razón práctica para alcanzar un fin buscado por el que siente inclinación; la voluntad puede inclinarse o no inclinarse, de ahí que sean problemáticos; son «imperativos de habilidad» o «imperativos técnicos», según los llama también Kant. Los imperativos hipotéticos asertóricos tienen que ver con la sagacidad para alcanzar algo en lo que de hecho se está interesado, sin poder dejar de interesarse, aunque sólo se le impone a la razón con carácter de realidad, no de necesidad, puesto que la voluntad puede rechazarlo; los denomina también «imperativos de sagacidad» o «pragmáticos». El imperativo categórico es apodíctico porque la voluntad se ve constreñida a hacer algo por su propio valor, sin ningún fin que le condicione, no puede dejar de estar constreñida y no puede rechazarlo, aunque sí puede contrariarse a sí misma y no realizarlo –por debilidad, por limitación, es decir, por interferencia con las inclinaciones y los intereses- Este imperativo categórico, que se impone con necesidad a la voluntad, es el único que es imperativo moral. El resto de imperativos no son morales, porque sólo responden a la habilidad o la sagacidad para conseguir fines para las inclinaciones o los intereses pero no para la razón pura práctica. El bien de estas acciones procede de los fines apetecidos, pero no de la misma buena voluntad. El imperativo moral se configura en la voluntad de forma a priori; no lo saca de aquello que pueda apetecer en la experiencia, a posteriori, de manera condicionada, sino categórica, apodíctica e incondicionadamente. Los imperativos hipotéticos no pueden ser morales porque la voluntad racional no quiere autónomamente sino heterónomamente y por tanto lo que hace no lo hace en nombre de un querer puro sino interesadamente, poniéndose entre paréntesis, por consiguiente, la buena voluntad. De ahí le viene a estos imperativos su carácter analítico, desde el punto de vista del deseo: el concepto de fin trae consigo el de medios, por lo que se trata de proposiciones analíticas (analítico-prácticas), como cuando al desear ser feliz anhelo por ello mismo los medios para llegar a serlo. Las éticas de los fines (teleológicas) y de los bienes (eudemonistas) no son propuestas asumibles por la moralidad Kantiana porque se remiten a principios extra-morales, es decir, a perseguir cosas que ya se desean con anterioridad a lo que la razón práctica pura proponga. Kant rechazará el conjunto de los sistemas éticos anteriores al suyo tachándolos de sistemas éticos materiales, en contraste con el que él propone como único válido, un sistema ético formal, único capaz de nacer de la voluntad racional pura. El imperativo categórico además de nacer a priori de la pura razón práctica, al modo de una estructura racional a añadir al espacio-tiempo y a las categorías del entendimiento, ha de ser un imperativo sintético, es decir, que la voluntad no lo mande como una acción que sea medio para un fin posterior. El imperativo de la moralidad no puede extraerse como un deseo que contiene otros deseos, analíticamente, sino que tiene que producirlo, en el querer, sintéticamente, extrayéndolo de la voluntad pura. El problema es: ¿es esto posible? ¿Como son posibles los juicios sintético-prácticos a priori? Porque lo que Kant ha mostrado es el lugar lógico, metafísico, que habría de ocupar en la razón práctica la moralidad, pero no ha demostrado que ello sea posible, no ha concretado todavía que sea posible un mandato moral que contenga todas esas características que le atribuye: categórico, necesario (apodíctico), sintético-práctico, a priori, autónomo, puro.

III. 8.3.5.4.2. El imperativo categórico
El imperativo de la moralidad manda «hacer lo que debo hacer» sin estar condicionado por nada distinto de este mandato, ya que de lo contrario se trataría de un imperativo hipotético como sería «hacer lo que debo hacer porque quiero ser respetado, aceptado o premiado». Kant previene sobre los imperativos aparentemente categóricos pero ocultamente hipotéticos, que son aquellos que obran por deber, pero no un deber autónomo, puro, sino un deber que obedece a un principio condicionado, a un fin ulterior que incluso inconfesadamente puede abrigarse. Cuando Kant dice «deber puro», quiere decir también «puro deber, sólo deber». Ahora bien, el defensor del idealismo trascendental reconoce que no existe máxima alguna que la voluntad racional pueda darse, a no ser que contemplemos la posibilidad de una máxima vacía de contenido, que sea, por tanto, «pura forma». La máxima que la voluntad racional pueda darse para aspirar al estatuto de la moralidad no podrá decir qué debo hacer, sino sólo cómo debo obrar, porque si me ordenara qué debo hacer, ¿cómo sabré cuál es la razón última en la que se apoya?, porque bajo apariencia de cumplir con el deber puede ocultarse un motivo distinto que persiga un fin: ese qué o ese contenido de la acción. Así pues la máxima del imperativo categórico sólo puede ser formal, sólo puede indicarme cómo debo obrar y después yo, sintéticamente, desde este cómo aplicaré a los hechos concretos el contenido correspondiente, como no debo suicidarme, no debo mentir, no he de ser perezoso o no he de ser insolidario. Pero estos contenidos valen porque nacen de aquella forma. El imperativo categórico ha de mostrar el cómo de un obrar que ha de unir el obrar autónomo individual con el obrar objetivo de una ley universal y, en ese sentido no puede ser sino una fórmula como ésta: Obra sólo según aquella máxima que puedas querer que se convierta, al mismo tiempo, en ley universal. Así pues, el imperativo categórico ha de ser un mandato que se dé la voluntad a sí misma; ha de estar dirigido al obrar, no basta el pensar o el desear; es único, singular, en cuanto que sólo cabe ese formato (aunque quepan varias fórmulas), que conecta el nivel subjetivo (de la máxima) con el objetivo (de la ley), haciendo que el querer no sea relativo ni contingente sino absoluto y necesario.

Condiciones de la moralidad
(Léase contrastando con la numeración de la otra columna) Condiciones extrañas a la moralidad
(Léase contrastando con la numeración de la otra columna)
1) Obrar por deber. 2) Imperativo categórico. 3) Apodíctico (manda necesariamente). 4) Máxima →Ley moral por deber. 5) Obrar por deber. 6) Autonomía. 7) Incondicionado. 8) Es un fin en sí. 9) Cómo debo obrar. 10) Obrar objetivo. 11) Ley universal y necesaria de la voluntad. 12) Mandato único. 13) Voluntad racional pura. 14) Proposición sintético-práctica (de la voluntad). 15) Proposición a priori. 16) Ética formal 1) Obrar por inclinación o interés. 2) Imperativos hipotéticos. 3) Problemático o asertórico. 4) Máxima →Felicidad. 5) Obrar teleológico. 6) Heteronomía. 7) Condicionado. 8) Es un medio para un fin. 9) Qué puedo hacer. 10) Obrar subjetivo. 11) Principio contingente de la voluntad. 12) Mandatos múltiples. 13) Voluntad no pura. 14) Proposición analítico-práctica (de la voluntad). 15) Proposición a posteriori. 16) Éticas materiales

III. 8.3.5.4.3. Crítica de las éticas materiales
La propuesta kantiana se nos presenta como un sistema ético-moral formal, que sólo busca el riguroso cumplimiento del deber racional, frente al resto de sistemas materiales que se configuran, según Kant, a merced de los motivos posibles: entre los externos al individuo: la voluntad de Dios, la educación, la constitución civil; y entre los internos al individuo (pero no procedente de la voluntad racional pura): las sensaciones físicas, el sentimiento moral y la perfección. Todos ellos coinciden en ser heterónomos, es decir, externos a la razón pura práctica. Por otra parte, la norma heterónoma más generalmente compartida reside en el deseo de felicidad, pero la búsqueda de este bien no puede ser el motivo de la moralidad, porque debe ser incondicionada. El riguroso pietista deja claro que la natural inclinación a la felicidad no puede ser el motor ni el principio de la moralidad. De esta manera, Kant rechazará rotundamente el sistema ético epicúreo, guiado por la búsqueda de la felicidad bajo el principio del hedonismo que acepta el placer y rehuye el dolor, por más que ésta sea entendida primando a los placeres racionales como la amistad sobre los más sensibles y groseros. Pero rechazará también el sistema ético-moral de los estoicos, si bien se encontrará más cerca de estos últimos. «El concepto de la virtud se hallaba ya, según el epicúreo, en la máxima de fomentar su propia felicidad; el sentimiento de la felicidad, en cambio, estaba ya contenido, según el estoico, en la conciencia de su virtud» (KANT: Crítica de la razón práctica, cap. II, p. 143). El error de ambos, según Kant, es que hacen depender analíticamente el concepto de la felicidad del de la virtud (los estoicos) o al revés, la virtud de la felicidad (los epicúreos). Cuando un sabio estoico alcanza una vida virtuosa concibe que tiene por ello mismo ya una vida feliz; cuando el epicúreo aplicado al cálculo de conseguir la felicidad la consigue, sabe entonces que en ese logro está la virtud. Ambos incluyen un concepto en otro y extraen el uno del otro. Pero Kant ve que es evidente como cuestión de hecho que la felicidad no depende de la virtud ni ésta de aquélla. Se puede alcanzar una vida más o menos dichosa sin por ello ser virtuoso, se puede vivir virtuosamente y desde luego no por ello ser feliz. Sin embargo, Kant cree que hay que buscar la unión entre la felicidad y la virtud siguiendo la ruta que marca nuestra razón práctica.

III. 8.3.5.4.4. ¡Ley moral!, luego libertad. Libertad, luego Dios y alma inmortal
La virtud es el bien más elevado a que puede aspirar el ser humano; por encima de la condición ético-moral del hombre no hay nada superior en él; pero la virtud puede todavía mejorarse con un bien completo si a ella se une la felicidad; el deseo conjunto de virtud y de felicidad suponen el supremo bien a que puede aspirar una persona. Estos fines supremos a que aspiramos no se dan necesariamente unidos en la experiencia pero sí ha de ser posible que se unan en un reino superior de los fines a que el ser humano esté destinado. El deber supremo de la voluntad racional es fomentar el supremo bien que enlaza virtud y felicidad, y si supiéramos que no eran conciliables, entonces la razón práctica incurriría en una antinomia, de forma que si señaláramos la imposibilidad de alcanzar para el hombre la felicidad, entonces habría que concluir que la ley moral es fantástica y vacía en cuanto manda fomentar también el supremo bien. ¿Cómo salir de la antinomia? Kant sale a través de la idea de libertad, ya que con ella hace patente, al lado del mundo sensible de las leyes naturales, el mundo inteligible de la ley moral. El noúmeno no es sólo ese algo desconocido para la razón pura especulativa escondido tras el fenómeno, es ahora una realidad tangible para la razón práctica manifestado a través de la ley moral. Hay ley moral, de ello da prueba el imperativo categórico. Pero no puede haber ley moral si no hay libertad; la libertad no es directamente demostrable, es más, la razón especulativa no puede comprender que al lado de un orden determinista de la naturaleza pueda haber algo que no siga sus leyes. La libertad es, sin embargo, un hecho también, porque sin ella sería imposible la moralidad. Lo que aprendemos con la razón práctica es algo que ya había quedado señalado sólo como posibilidad en la razón especulativa: la existencia de un mundo inteligible regido por leyes de la libertad. La libertad es la ratio essendi de la ley moral, y ésta es la ratio cognoscendi de aquélla, es decir, que conocemos que la libertad es real porque existe ley moral, pero, a la vez, aprendemos que el constitutivo esencial de la moralidad es la libertad (Vid. Crítica de la razón práctica, Prólogo). La libertad no es un hecho racional que podamos especulativamente demostrar, en el mundo de los fenómenos físicos, pero es un postulado que se deriva necesariamente del descubrimiento práctico de la moralidad. Tan real es la libertad como la moralidad una vez que estamos en posesión del imperativo categórico; una libertad, por cierto, que se hace efectiva cuando coincide con la constricción o determinación que la voluntad se da a sí misma; libertad de la autonomía, pero de una autonomía que consiste en cumplir el mandato subjetivo que le une a la ley objetiva. Y es precisamente del postulado de la libertad de donde derivará Kant la exigencia de postular, también, la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. El funcionamiento de la razón práctica que se mueve según fines, condicionados (por las inclinaciones e intereses) e incondicionados (el cumplimiento del deber como fin sin fin), descubre que no sólo aspira estructuralmente al máximo bien (la moralidad) sino además al bien supremo (la moralidad más la felicidad), por lo que el ser moral una vez que existe independientemente de que una norma externa procedente de un premio (la inmortalidad del alma) que un Dios le ordenara alcanzar, se abre a la necesidad de admitir, como «fe racional», un Dios que le asegure la inmortalidad del alma y haga posible, así, la coincidencia de la moralidad y la felicidad, que son el bien supremo al que el ser humano no puede dejar de aspirar.

III. 8.3.5.4.5. De la ley moral personal a la ley jurídica del Estado
La función que ocupa el imperativo categórico en el ámbito de la conciencia personal la completa Kant, en la Metafísica de las costumbres, aplicándola a la norma jurídica, al derecho, asimilando ahora el «imperativo categórico jurídico» a la soberanía del gobernante, estableciendo que éste ha de obrar en nombre de la «voluntad unida del pueblo», que se concreta en un gobierno guiado por criterios racionales y por la imparcialidad. Pero al pueblo no se le reserva el derecho de resistencia ante el mal gobierno, porque equivaldría a permitir una ley contraria a la misma esencia del gobierno; Kant parte del derecho a la libertad de pensamiento y de expresión, medios que han de ser suficientes para incidir en el mal gobierno a través de las quejas y las críticas. Entre las obligaciones de un buen gobierno está la de dirigir los asuntos internos sometido a la publicidad y transparencia, y en las relaciones internacionales la de colaborar al progreso moral de la humanidad, que ha de encaminarse hacia una comunidad mundial cosmopolita que haga inviable la guerra y conseguir así una estabilidad en las relaciones comerciales mutuas, que beneficia a todos, y una paz internacional perpetua, que se presenta como un imperativo histórico de la razón moral del ser humano (Vid. La paz perpetua).
La teoría política de Kant coincide con la defendida en general por toda la Ilustración, que se articula sobre las teorías del derecho natural. Los intereses del Estado han de coincidir con el derecho natural; además, la sociedad política, que se sostiene sobre la propiedad del poder, ha de coincidir con los intereses de la sociedad civil, porque aun cuando no sea posible que la sociedad civil gobierne, no puede olvidarse que la legitimidad le viene dada por el «contrato social», que hay que interpretar como un abandono de la libertad salvaje y sin ley para instaurar un Estado donde recobrar toda la libertad pero bajo la dependencia y la sujeción a la ley. La legalidad instaura un orden de fenómenos que funcionará por la necesidad de obrar de acuerdo al deber externo coactivo, mientras que la moralidad funcionaba por la necesidad de obrar por el puro deber interno.
En suma, Kant abre un camino en la razón práctica que había sido cerrado en la especulativa. Si con la primera crítica delimitaba unas fronteras muy estrechas en las que Dios no tenía cabida, en la segunda crítica volvía a los fueros de su religiosidad cristiana. Para ello fue preciso reconstruir o instaurar una segunda naturaleza, la del mundo inteligible de la libertad, junto a la naturaleza mecánica de la ciencia natural. Quien escribiera el himno A la alegría, Schiller, reflejaba esta idea a su modo cuando escribía a Goethe el 12 de diciembre de 1798 y le decía: «En Kant, hay siempre algo que recuerda al monje, como en Lutero: aunque ventiló su monasterio, no pudo nunca borrar las señales» (SCHILLER: Cartas). Por su parte, el romántico Heine satiriza el giro observado entre la primera y la segunda crítica indicando: «Destruido por Kant el deísmo en el terreno de la razón especulativa, el viejo Lampe [su criado], afligido espectador de esta catástrofe, deja caer su paraguas y córrenle por el rostro gruesas lágrimas y sudor de angustia. Entonces Kant, conmoviéndose y probando que a la vez que un pensador ilustre era una persona excelente, medita y dice, en tono bonachón y malicioso: “Es preciso que el viejo Lampe tenga un Dios, sin lo cual no puede ser feliz el pobre diablo…”» (HEINE: Cartas de Berlín, 1821)

III. 8.3.5.5. Crítica del Juicio
Además de conocer y desear, el ser humano siente placer, dolor, gusto y disgusto. Con el análisis de la razón pura práctica y de la especulativa no se agotan todas las vertientes que integran la racionalidad humana. Una tercera facultad queda todavía por explorar: el gusto, que como facultad de conocer la llama Juicio (Urteilskraft) o facultad de juzgar. La arquitectura del mundo kantiano ha de acoger junto a las leyes de la naturaleza y la ley de la libertad una tercera vertiente: el sentimiento. La sensibilidad puede ser de placer o dolor, que como sentimiento inferior se expresa como agrado o desagrado; la sensibilidad superior, expresará los sentimientos de lo bello, lo sublime y lo absolutamente bueno. Para Kant, el sentimiento del placer se expresa gradacionalmente en lo simplemente agradable (jucundum), lo bello (pulchrum), lo sublime (sublime) y lo absolutamente bueno (honestum).

La sensibilidad de las sensaciones conectaba con el entendimiento en orden al conocimiento natural. Ahora, la sensibilidad de estos distintos sentimientos nos informa de estados propios por los que pasa el sujeto. Sin embargo, el sentimiento es también un modo de conocimiento, en cuanto que se expresa como facultad de juzgar entre lo agradable-desagradable, lo bello-feo, y entre lo sublime y lo absolutamente bueno y aquello que no lo es. Al lado del entendimiento y de la razón, el Juicio es la tercera facultad de conocer; no ha de confundirse el Juicio (facultad) con los juicios o proposiciones de verdad en donde un predicado expresa algo de un sujeto; estos son la herramienta en cualquier modo de conocimiento, pero no todos se elaboran bajo la misma participación racional. Por eso, hay que distinguir entre juicios determinantes y juicios reflexionantes; los juicios determinantes proceden de las categorías del entendimiento aplicadas al conocimiento del mundo fenoménico, y, por otra parte, del imperativo categórico de la razón práctica como moldeadora del contenido ético-moral de nuestras acciones. Tanto el entendimiento como la razón determinan lo que se conoce y lo que debe hacerse, respectivamente. Pero en la facultad de juzgar que no se confunde con el entendimiento ni con la razón práctica, lo que se construyen son juicios reflexionantes. Los juicios reflexionantes se dividen, a su vez, en juicios estéticos y juicios teleológicos. Estos juicios no tienen el poder de determinar ningún objeto, es decir no legislan sobre el mundo, pero estructuran el modo cómo siente el sujeto, en cuanto que dotado de gusto o placer estético o en cuanto capaz de descubrir la finalidad de la Naturaleza. Ahora bien, ¿cómo se elaboran los juicios reflexionantes y qué validez tienen? Para aclarar esto necesitaremos explicar el conjunto de relaciones en las que entran las distintas facultades.

Tipos de juicios
I) Determinantes II) Reflexionantes
I) Juicios determinantes
Opera el Entendimiento, junto a la sensibilidad y la imaginación→ Determina el conocimiento de la Naturaleza
Opera la Razón → Determina el obrar moral de la voluntad
II) Juicios reflexionantes
Opera la sensibilidad, la imaginación, el entendimiento y la razón
Juicio estético → Siente y, por ello, conoce, lo bello y lo sublime
Juicio teleológico → Siente y conoce conjuntamente la finalidad de la Naturaleza

III. 8.3.5.5.1. La facultad de Juzgar y su relación con otras facultades
Kant habla de facultades del alma distinguiendo entre las inferiores y las superiores. Dentro de las facultades superiores establece la siguiente tabla de correlaciones en su Crítica del Juicio (Introducción, IX):

Tabla de las facultades superiores del alma
Facultades totales del espíritu Facultades de conocer Principios a priori Aplicación
Facultad de conocer
Sentimiento de agrado/desagrado
Facultad de desear Entendimiento
Facultad de juzgar
Razón Legalidad
Finalidad
Fin último A la Naturaleza
Al Arte
A la libertad

Las facultades no funcionan en compartimentos estancos, todo lo contrario, la interrelación es muy diversa y constante. Ahora bien, las facultades entran en un juego de relaciones estables, según el interés que persiga la razón. Cada una de ellas toma el relevo determinante o decisivo según que se trate de conocer los fenómenos, de desear racionalmente o de sentir estéticamente. Cada facultad manda sobre las demás en un terreno determinado.

III. 8.3.6. Conclusiones sobre la filosofía kantiana
Kant es uno de los filósofos más importantes de todos los tiempos. Difícilmente puede hacerse una descripción esquemática de la historia de la filosofía sin contar con su aportación.
De él arrancan, hasta nuestros días, diversas corrientes de pensamiento. El idealismo alemán de Fichte, Schelling y Hegel es heredero directo suyo. Para Hegel, Kant será el punto culmen de la Ilustración, encargado de difundir y llevar al extremo los ideales liberadores de una racionalidad que ha de «atreverse a saber» y salir de su minoría de edad, situando en su autonomía moral el núcleo generador de esta empresa. Una tradición de seguidores y estudiosos de sus escritos jalonan el siglo XIX.
En Alemania, el neokantismo del siglo XIX y XX, Cassirer, Natorp, Rickert, etc., pasado ya algún tiempo de germinación y expansión, intenta no perder las raíces genuinas del pensamiento kantiano, que centran fundamentalmente en su teoría del conocimiento. Gracias a esta revisión de las aportaciones del Kant lógico, influirá también en la corriente neopositivista en la primera mitad del siglo XX en toda Europa, cuyos partidarios debatirán fervientemente la aplicación que Kant había hecho de los juicios sintéticos, los analíticos y los sintéticos a priori. Los neopositivistas, en general, no estarán de acuerdo con la consideración kantiana de algunos juicios matemáticos como juicios sintéticos, que serán para ellos sencillamente analíticos. Algún representantes de la tradición que entronca con Hume, como la del Círculo de Viena, el neopositivismo y la Filosofía analítica, entre los que mencionaremos a P. F. Strawson (Los límites del sentido, Revista de Occidente) prefiere interpretar a Kant como un seguidor de Hume, capaz de situarse en la perspectiva del análisis del lenguaje, el verdadero enfoque que le cabe a la filosofía, aunque en Kant todavía muy prisionero de sus supuestos metafísicos.
Entre las corrientes más fuertes que se desarrollan en el siglo XX ha de contarse con la fenomenología, E. Husserl, M. Scheler, N. Hartman, etc. No hay que olvidar que esta corriente es eminentemente alemana y de tradición kantiana, y que se sitúa en la perspectiva de una filosofía trascendental, la filosofía inaugurada por Kant, aunque tuviera ya algún precedente desde Descartes. El análisis sobre el modo de funcionar la estructura gnoseológica del sujeto trascendental que Husserl busca como modo de superar la metafísica tradicional y el reduccionismo positivista, supone la continuación de la labor emprendida por Kant en la Crítica de la razón pura y la Crítica de la razón práctica, olvidando, según R. Sánchez Ortiz de Urbina, las aportaciones que hizo en la Crítica del Juicio.
La Escuela de Frankfurt se presenta a sí misma como heredera del racionalismo y del criticismo kantiano bajo la impronta de la perspectiva histórica y dialéctica marcada por Marx, entre los que cabe destacar a Horkheimer, Adorno, Marcuse, Fromm, Habermas y Kart-Otto Apel. A juicio de Apel, la fundamentación de la ciencia y del conocimiento que Kant establece en torno al sujeto trascendental ha sido desplazada hacia una lógica del lenguaje científico; pero este planteamiento resultó limitado a las vertientes sintáctica y semántica, tal como quedó enfocado por los trabajos de Carnap, Popper y Wittgenstein, entre otros; por eso, Apel insiste en que no se puede concebir la «dimensión pragmática» como un tema psicológico que se agota en su empirismo, sino que debe representar en la moderna «lógica de la ciencia» el análogo semiótico de la «síntesis trascendental de la apercepción» kantiana. En conexión con esta visión, Apel habla del «a priori de la comunidad de comunicación», el cual se basa más precisamente en el «a priori de la argumentación», que entiende en la línea de lo defendido por Peirce al defender una «ética de la ciencia» en el interior de la comunidad de científicos, como actitud meta-subjetiva del científico que pone entre paréntesis su subjetividad a favor de una comunidad ilimitada de experimentación; pero en el caso de Apel no basta que la comunidad de referencia sea la científica, porque ha de referirse a todas las exigencias de una comunidad de comunicación humana en general (comunidad ideal de comunicación). Quien argumenta reconoce implícitamente todas las posibles exigencias provenientes de todos los miembros de la comunidad de comunicación, justificables mediante argumentos racionales (en caso contrario, la exigencia de argumentación se autolimitaría temáticamente) y, a la vez, se compromete a justificar argumentativamente las exigencias que él mismo presenta a otros hombres (APEL, K-O.: La transformación de la filosofía, II, 403). Apel añade que esta propuesta no ha de confundirse con la pretensión de que sea la «aceptación libre» de las normas la que constituya su validez moral, porque la aceptación libre sólo es condición necesaria pero no suficiente de ello; también las normas inmorales pueden ser tenidas por los hombres como obligatorias, erróneamente, como en el presunto deber de ofrecer a los dioses víctimas humanas. La aceptación libre de la comunidad no tiene valor si no es en el contexto de la argumentación racional.
En una línea paralela a la segunda generación frankfurtiana, en EEUU, encontramos las aportaciones de J. Rawls, quien en Teoría de la justicia, trata de encontrar unos principios universales básicos capaces de articular las exigencias ético-morales de la justicia, en clara y explícita conexión histórica con los planteamientos kantianos, pero ahora esforzándose por superar el relativismo de los hechos políticos y el liberalismo de las conciencias aisladas.
El resto de corrientes que no están tan estrechamente unidas a la tradición kantiana no pueden dejar, así mismo, de reconocerse influidas de manera siempre relevante. El pragmatismo americano: Peirce, en concreto, continúa la labor kantiana tratando de completar el cuadro de las categorías, sin perder de vista la vertiente pragmática del conocimiento. El existencialismo: la Crítica de la razón dialéctica de J.-P. Sartre es uno de los puentes de conexión con la tradición crítica kantiana. El personalismo: la idea de autonomía individual kantiana trata de ensancharse ahora con Mounier en una autonomía de la persona comunitaria. El estructuralismo toma el concepto de estructura en el contexto del a priori trascendental, si bien aplicado ahora a configuraciones meta-individuales como pueda ser el lenguaje o un modo de vida cultural. El neopragmatismo en lucha con la metafísica filosófica que se resiste a desaparecer todavía en el siglo XX, se esfuerza en sustituir los elementos trascendentales kantianos por fórmulas más positivas y empíricas circunscritas al marco pragmático.
Otras corrientes contemporáneas son deudoras de la perspectiva historicista y dialéctica de Hegel, y por lo mismo más o menos indirectamente ligados a Kant, como la hermenéutica, los marxismos, la deconstrucción, la filosofía postmoderna… Goldman, que se halla entre las interpretaciones marxistas de corte sociologista, interpreta la filosofía de Kant como la expresión más alta de la cultura individualista de la burguesía del XVIII y principios del XIX. En general, el marxismo le agradecerá que haya mostrado los límites del pensamiento metafísico, en la medida que se fija especialmente en la Crítica de la razón pura; por otra parte, aunque no haya sido él mismo revolucionario, sí propició una visión reformista de la realidad social y cultural.
Desde algunos análisis de la filosofía de la ciencia, como en Vuillemin, se ha tratado de interpretar a Kant en función de la ciencia de su tiempo. Sintetizando la idea al máximo, Kant sería el efecto del impacto de la física de Newton. Fruto de este trabajo sería haber cooperado a establecer las condiciones desde las que puede hablarse de conocimiento científico y haber preparado el camino a una metafísica más rigurosa en la que se ha hecho posible un pensamiento sin Dios.
En España se deja notar también el influjo de Kant. Balmes sigue la tradición escolástica pero atento a las novedades de la filosofía de su tiempo; su filosofía se diseña como una reacción contra el idealismo de la filosofía kantiana y hegeliana desde supuestos afincados en el realismo gnoseológico. Entre la intelectualidad del siglo XIX español que destaca más literaria que filosóficamente aparece sin duda el impacto de las ideas de Kant, en por ejemplo, Clarín, que educado por los krausistas dedicará su tesis a un tema muy estudiado por el de Königsberg, El derecho y la moralidad. Determinación del concepto del derecho, y sus relaciones con el de la moralidad (1878), de clara influencia kantiana. También se hace apreciable este influjo de forma patente en quien como Pío Baroja dedica una de sus novelas, El árbol de la ciencia, a presentarnos a su protagonista que se debate envuelto en las ideas kantianas y en las de Schopenhauer. Más recientemente Ortega y Gasset, buen conocedor de la filosofía alemana, declaraba: Durante diez años he vivido dentro del pensamiento kantiano: lo he respirado como una atmósfera y ha sido a la vez mi casa y mi prisión. Yo dudo mucho que quien no haya hecho cosa parecida pueda ver con claridad el sentido de nuestro tiempo […] La peculiaridad de Kant consiste en haber llevado a su forma extrema esa despreocupación por el universo. Con audaz radicalismo desaloja de la metafísica todos los problemas de la realidad u ontológicos y retiene exclusivamente el problema del conocimiento […] Más aún que el criticismo caracteriza a Kant en la historia de la filosofía el haber hecho de la ética una pieza esencial en el sistema ideológico. Si de los libros éticos griegos nos trasladamos al de Kant, pronto advertimos en el cambio de tono el cambio de espíritu. Desde la Crítica de la Razón Práctica hablar de moral es ya prejuzgar la cuestión, tomándola en un temple trágico y terrible. Cuando hoy decimos «inmoral» sentimos algo violento y capaz de poner espanto en el ánimo […] La ética en Kant se hace patética y se carga de la emoción religiosa vacante en una filosofía sin teología (ORTEGA: «Kant» (1924-1929), en Kant, Hegel, Dilthey, Revista de Occidente). Para Ortega, Kant y todo el idealismo que nace de su filosofía, así como el idealismo precedente, es la única filosofía europea moderna que ha habido, porque «ni el materialismo ha sido filosofía ni la filosofía de Spinoza es europea». Después de cuatro siglos el idealismo se ha descubierto como un error, por ello la tarea de nuestro tiempo se halla en la superación del idealismo.
En definitiva podemos afirmar que toda la vida social, política, cultural se hallan contagiadas, aun sin saberlo, de una serie de ideas procedentes de la modernidad y de la Ilustración, que encontraron su expresión más depurada en las ideas de Kant, y de donde parte el eco hasta nuestros días. Por eso, Kant será superado cuando el proceso civilizatorio, nutrido de sus aportaciones esenciales, sea capaz de desbordar el marco en el que él dejó diseñado los temas sobre el conocimiento humano, la teoría ético-política y la perspectiva de lo que ha de entenderse por una filosofía académica.
Uno de los logros de Kant hoy vigentes es haber encuadrado muy bien una teoría del conocimiento dentro de lo que puede denominarse «constructivismo epistemológico», frente al realismo epistemológico y tratando de no incurrir en mero idealismo. Ahora bien, su limitación viene dada por la imposibilidad de construir una teoría del conocimiento materialista, como la propugnada por el materialismo filosófico a través de la «teoría del cierre categorial». Kant optó por la filosofía trascendental, buscando la mediación entre realismos e idealismos, pero, en definitiva, suscribió el idealismo trascendental.
El sistema ético-moral propugnado por Kant parece que acaba siendo inviable o entrando en contradicciones con los hechos. A pesar de esta limitación, cualquier teoría futura ha de contar necesariamente con la perspectiva formalista que propone, si no quiere pecar de reduccionismo materialista o positivista. El sistema formalista puro kantiano puede ser superado por un sistema de «materialismo formalista», como el que propone el materialismo filosófico de Gustavo Bueno.
IV. La filosofía contemporánea. El materialismo histórico: Marx. La crisis de la razón ilustrada: Nietzsche. La filosofía analítica y otras corrientes filosóficas del siglo XX. La filosofía española.

IV.1. La filosofía contemporánea
La filosofía contemporánea abarca los siglos XIX y XX, hasta nuestros días. A partir de Kant, podemos hablar de un nuevo periodo histórico que se abre. Este tránsito coincide con el paso del Antiguo Régimen a los modelos modernos de Estado: parlamentarios y representativos. Característico del siglo XIX es la expansión de la revolución industrial y el auge del modo de producción capitalista. En paralelo, el triunfo social de la burguesía, que releva a las clases aristocráticas precedentes, va directamente ligado al impulso de las nuevas ideas políticas, como el liberalismo. Una nueva clase social, el proletariado, dará lugar a nuevos movimientos sociales: utopismos, sindicalismo, anarquismo, socialismo y comunismo. En el tereno científico y filosófico surgen las ideas evolucionistas (Lamarck, Darwin y Spencer) que reordenarán el modo de concebir la realidad. Ciencias como la biología, la geología, la psicología, la economía, la sociología y el electromagnetismo, y después, en el siglo XX, la moderna cosmología, la mecánica cuántica (Heisenberg, Bohr) y la teoría de la relatividad (Einstein) y los nuevos desarrollos de la matemática y de la lógica (Cantor, Frege, Russell, Wittgenstein, Hilbert) reconfiguran la visión del mundo y añaden a los progresos de las ciencias físico-naturales los de las ciencias humanas. Por otra parte, el paisaje social, geográfico, urbano y de las costumbres se ha visto revolucionado por un continuo avance tecnológico, desde el ferrocarril a la automoción por carretera y a la aviación, desde la electricidad a otras múltiples fuentes de energía; desde la radio, el telégrafo, el teléfono, la tv a las nuevas tecnologías de la infromación que pueden conectarnos con un mundo global en tiempo real. Toda esta complejidad se verá reflejada, como era de esperar, en profundos cambios del pensamiento filosófico.
Las filosofías del siglo XIX más relevantes serán: el idealismo alemán (posterior a Kant: Fichte, Schelling y Hegel), el positivismo (Comte), el positivismo utilitarista (John Stuart Mill), el materialismo histórico (Marx) y las filosofías de Schopenhauer, Kierkegaard y Nietzsche.
Entre el siglo XIX y XX vemos aparecer el pragmatismo (Peirce, W. James), el neokantismo (Cassirer) y el historicismo (Dilthey, Max Weber).
En el siglo XX, las filosofías más importantes son el neopositivismo y la filosofía analítica (que proliferan en los paises anglosajones), donde encontramos a autores como Russell y Wittgenstein; también, y enfrentada a las anteriores, la fenomenología (Husserl, Max Scheler), junto a la filosofía de la vida (Bergson) y al existencialismo (Heidegger, Sartre, Merleau-Ponty). Además, las filosofías de la ciencia (Popper, Carnap), las corrientes marxistas y freudo-marxistas (Marcuse), el pensamiento feminista (Simone de Beauvoir), el estructuralismo (Foucault, Lacan), la hermenéutica (Gadamer), el neopragmatismo (Rorty) y la postmodernidad (Baudrillard).
Entre los filósofos españoles más destacados hemos de contar con Unamuno, Ortega y Gasset, Zubiri, María Zambrano, Sacristán y Gustavo Bueno.

IV.2. Hegel
Hegel comparte con Fichte y Schelling la idea de que el saber filosófico puede autofundarse a sí mismo de manera absoluta, borrando la diferencia kantiana ente fenómeno y noumeno y entre Hombre y Naturaleza: en Fichte con el idealismo subjetivo (el Yo nouménico fundamento de todo lo demás), en Schelling con el idealismo objetivo (concibiendo que es en la Naturaleza donde se desarrolla el espíritu absoluto) y en Hegel con el idealismo absoluto.
Para Hegel, lo absoluto del Ser (es decir la Idea y el Espíritu), se desarrolla conforme a una dialéctica impresa en la misma realidad (Lógica4 Naturaleza4 Espíritu) así como también en el desarrollo histórico del Espíritu (Espíritu subjetivo 4Objetivo 4 Absoluto). La realidad, la conciencia cognoscente del ser humano y la historicidad de las cosas quedan integradas baja la visión hegeliana.
Todo lo real es racional y todo lo real discurre dentro de una dialéctica escandida en tres momentos: tesis, antítesis y síntesis, de manera que cada síntesis pasa a constituirse en una nueva tesis de otro proceso dialéctico que se abre de nuevo.
Alcanzada la autoconciencia en el desarrollo del Espíritu subjetivo (Alma 4Conciencia 4 Espíritu; el Espíritu propiamente dicho, finalmente, de una voluntad libre), el Espíritu pasa a realizarse en un mundo de instituciones, normas y leyes. Los individuos se reconocerán en sus relaciones jurídicas, sociales y políticas: en el Derecho, en la Moralidad (el deber de Kant) y en la Eticidad. El concepto de Eticidad para Hegel significa que la libertad individual queda plasmada y solidificada en el orden social. Sólo dentro del Estado puede el individuo ser real y plenamente libre. El camino para llegar aquí se recorre históricamente a través de las instituciones de la Familia (basada en el amor), de la Sociedad civil (basada en la supervivencia de todos a través del interés económico) y del Estado. El Estado se constituye como el armonizador de los intereses particulares enfrentados. En el desarrollo histórico de los estados se ha progresado desde los estados despóticos que anulaban la libertad individual hasta el Estado moderno, donde las libertades individuales pueden quedar armonizadas bajo las leyes comunes, que son la expresión del Espíritu del pueblo. Después de que el Espíritu se ha realizado en un mundo ético-social, puede volver a un autoconocimiento de sí más profundo, a través de los tres estratos en uqe se expresa el Espíritu Absoluto: el Arte, la Religión y la Filosofía. El Arte bajo la forma sensible de la belleza, la Religión en forma de pensamiento figurativo y la Filosofía de manera puramente conceptual. La religión histórica más madura es el cristianismo y la Filosofia verdadera, tras toda la historia de la filosofía desde los griegos, que es un avance a través de una verdad cada vez más plena, queda representada en el Idealismo Absoluto del sistema dialéctico del propio Hegel.
El marxismo se nos presenta como una de las herencias fundamentales de Hegel y, a la vez, como un enfrentamiento radical a este idealismo alemán. Marx conservará el método dialéctico y la visión historicista, pero renegará del Espíritu, sustituyéndolo por el mundo de la materia, que en la escala de las relaciones humanas habrá que traducir por las condiciones materiales de existencia de las distintas sociedades. El método dialéctico hegeliano quedará corregido pues la síntesis no es tanto un momento de conservación superadora (Aufhebung) de la tesis y la antítesis cuanto un momento de anulación de las contradicciones anteriores: el proceso no es de conservación sino de destrucción; el Estado no se perfecciona en un Espíritu objetivo sino que tendrá que desaparecer para dejar paso a una sociedad autogestionada.

IV.3. El materialismo histórico. Marx
Karl Marx (1818-1843) nace en Tréveris (Alemania). Estudia Derecho en Bonn y Berlín. Comienza de modo autodidacta su formación filosófica, pues «sin un sistema filosófico no se puede entender nada». Entra en el círculo de la «izquierda hegeliana», enfrentados a la «derecha hegeliana», y junto a Feuerbach comienza una crítica radical contra la religión. Influido por el pensamiento de los socialistas utópicos (Owen, Fourier, Saint-Simon), pasa a criticarlos por su ingenuidad; conoce a los anarquistas (Proudhon, Bakunin), con los que coincide en la necesidad de un cambio en las estructuras de poder de la sociedad, pero se distancia de ellos en la forma de concebir los métodos que habrán de llevar al triunfo de la revolución.
Sus grandes aportaciones son: 1º) una serie de obras donde se distancia de la «izquierda hegeliana» para construir su propio sistema de ideas: Crítica a la filosofía del Estado de Hegel (1843), La Sagrada Familia (1845), Tesis sobre Feuerbach (1845), La ideología alemana (1846). 2º) La elaboración del materialismo histórico a través de estudios sociales, económicos y filosóficos: Manifiesto comunista (1848); desde 1851 trabaja sin descanso en la biblioteca del Museo Británico, en medio de penurias económicas (que consigue ir esquivando gracias a la ayuda económica que recibe de Engels) y de una familia cada vez más numerosa; finalmente aparece la Contribución a la crítica de la economía política (1859). Conoce la obra de Darwin en 1860, que interpreta como una confirmación de su sistema de ideas dialéctico y materialista. En 1864 funda junto con otros revolucionarios la Primera Internacional. Su obra más importante, El Capital, aparece en 1867 (sólo el primer libro). Muere en Londres el 14 de marzo de 1883.
Frente al socialismo utópìco propone el socialismo científico. Frente al anarquismo defiende el comunismo (los dos polos de la Primera Internacional). Frente al capitalismo el socialismo. Frente al Estado opresor una sociedad sin clases. Y, en suma, frente al idealismo y a la economía político-liberal, el materialismo histórico.

IV.3.1. Tesis del materialismo histórico.
El marxismo se extiende sobre tres planos complementarios: a) una teoría económica; b) una concepción del universo y de la vida; y c) una filosofía de la historia.
Engels, que fue el primer marxista, denominará a la filosofía de la historia con el nombre de «materialismo histórico», diferenciándolo de aquella teoría más amplia referida el conjunto de la realidad (que Engels desarrolla por su cuenta partiendo de Marx) y que llamará «materialismo dialéctico». En los dos casos se trata de una concepción materialista, que niega, primero, que la racionalidad de lo real suponga el desarrollo de espíritu alguno (el espíritu no existe, es una idea puramente metafísica e irreal), y segundo, niega que la historia sea una colección de hechos arbitrarios. La historia discurre según leyes deterministas, que el hombre puede conocer.

Los modos de producción. La condición fundamental de la historia es la producción de los bienes materiales para la supervivencia: toda la historia no puede sino obedecer a este principio elemental. Los hombres dependen, en las diferentes épocas históricas, no sólo de lo que producen sino también del modo específico de producción. A lo largo de la historia hemos visto aparecer distintos modos de producción: 1º) régimen de propiedad colectiva primitivo (comunismo primitivo); 2º) modo de producción asiática (aparece un modelo de propiedad privada donde todas las tierras y todos los súbditos son propiedad de un monarca despótico); 3º) modo de producción esclavista, correspondiente a las sociedades de Grecia y de Roma; 4º) modo de producción burgués o capitalista, que se despliega con fuerza desde la sociedad feudal. El modo de producción capitalista es el último modo de producción, que ha llegado a su máxima expansión en el siglo XIX, y, según los análisis de Marx ha de ser sustituido por un modo de producción definitivo, que supere las contradicciones de la lucha de clases inherente al capitalismo, modo de producción que liberará al hombre de la alienación en que se halla y hará posible que, dejando atrás la atroz prehistoria de la humanidad, una nueva historia dé comienzo: el modo de producción de la sociedad socialista o comunismo, donde el principio regidor pasará a ser: «de cada uno según sus posibilidades y a cada uno según sus necesidades».

Fuerzas productivas y relaciones de producción. En el proceso de producción intervienen varios factores fundamentales: las fuerzas productivas y las relaciones de producción.
Las fuerzas productivas comprende tanto a) los medios de producción: objetos sobre los que se trabaja y medios de trabajo (instrumentos, máquinas, transportes, tierras, etc.); b) la fuerza de trabajo o energía humana empleada (donde se incluyen las habilidades y la preparación del obrero); y c) el producto.
Al trabajar y producir los hombres contraen entre sí un conjunto de relaciones de producción. Éstas no son estáticas, sino que se derivan del desarrollo histórico concreto de las fuerzas productivas y son la base de la historia y de la organización social. «Los hombres no eligen libremente sus relaciones sociales, sino que éstas vienen condicionadas por las fuerzas de producción existentes».
Las relaciones de producción tienen que ver con el régimen de propiedad dominante, con la división entre propietarios de los medios de producción y asalariados, con la diferenciación de las clases y, sobre todo, con algún tipo concreto de división del trabajo.
La división del trabajo ha adoptado múltiples formas a lo largo de la historia: a) primero en función de las características naturales de los productores, como la edad, el sexo y la fuerza; es lo que Marx llama la división natural del trabajo; b) la siguiente organización histórica pasa a ser la división en diferentes ramas de la producción: agrícola, comercial, etc. c) le sigue la división técnica del trabajo: el trabajador no produce por sí mismo el producto entero de su trabajo porque se ha especializado realizando operaciones parciales. Esto marca el comienzo de la alienación laboral, puesto que el productor no considera ya como suyo el producto; d) finalmente, el proceso se cierra con la división social del trabajo, consistente en que las diferentes tareas se realizan ya no según la habilidad del productor, sino según la situación social que los hombres tienen en la estructura social (los hijos de los aristócratas herederán la situación y el trabajo de sus progenitores, y los hijos de los asalariados están llamados a ocupar los puestos productivos de sus padres; las pocas excepciones que puedan darse no son más que eso: excepciones). La división social del trabajo es la base sobre la que se ha edificado la propiedad privada, las diferencias de clase, el poder del Estado y la alienación del hombre.

La estructura de los modos de producción. Infraestructura y superestructura. Las fuerzas productivas y las relaciones de producción forman la estructura económica de la sociedad. Esta estructura económica es la base o infraestructura sobre la que se levanta toda una superestructura jurídica, política, religiosa, moral y, en general, ideológica y espiritual. La suprestructura no es más que un reflejo de lo que impone la estructura económica y está totalmente condicionada por ella.
Dentro de la superestructura podemos distinguir dos niveles: la superestructura jurídico-política y la superestructura ideológica. La primera está formada por el conjunto de normas, leyes e instituciones que reglamentan el funcionameinto de la sociedad. Estas instituciones vienen aseguradas por el aparato del Estado, el cual acomete una doble función: organizativa y administrativa de la sociedad y, en segundo lugar, una función represiva o de dominación por la que mantiene coercitivamente las condiciones de dominio de la clase dominante. De ahí que lejos de ser el instrumento de coordinación entre los conflictos sociales, como afirmaba Hegel, sea la suprema manifestación de la explotacón del hombre por el hombre y de la dominación de una clase hegemónica sobre las demás.
La superestructura ideológica tiene que ver con la producción espiritual de una sociedad, con sus ideas morales, religiosas, estéticas, filosóficas... que trasmiten una visión de la realidad impuesta por la clase dominante y moldean así las conductas individuales plegándolas al papel que han de desempeñarse en la sociedad. Por ejemplo, la religión permite la preservación de las relaciones económico-sociales existentes, haciéndolas aceptar como voluntad de Dios, o como deber moral. «La religión es el opio del pueblo». Por esto, el término ideología tiene en Marx un sentido negativo porque no proporciona un adecuado conocimiento de la realidad social sino un conocimiento falseado, deformado, presentando el interés particular de una clase como el interés general de la sociedad.
La estructura económica tiene siempre primacía sobre la superestructura hasta el punto de que determina su comportamiento. Se daría así pues una especie de determinismo económico, pero al hombre le cabe la posibilidad de comprender las leyes de funcionamiento histórico de la economía y esperar a que se den las condiciones para llevar a cabo una revolución del modo de producción capitalista; para ello es preciso que el proletariado se arme con una conciencia de clase y que llegue a entender su protagonismo en el cambio social. Entonces esta ideología de clase sí llegará a tener una resonancia en la conducción del cambio del modo de producción, cambio que no podrá ejecutarse no obstante hasta que no se den todas las condiciones necesarias, es decir, hasta que las contradicciones del sistema capitalista se hayan agudizado tanto que ya no pueda rearmarse contra las fuerzas del trabajo organizadas para la revolución.

La Lucha de clases. Para Marx el motor de la historia se mueve por la mediación de las contradicciones que operan entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, que se manifiestan en la lucha de clases, que puede ser bien latente o bien manifiesta según el nivel de desarrollo de ambos factores.
Lo que posibilita el paso de una forma social a otra es una revolución social. La historia experimenta épocas de cambio brusco, de rupturas en las que se revelan de forma violenta las contradicciones acumuladas en una sociedad: son las revoluciones. Éstas son favorecidas por una serie de condiciones objetivas que las hacen posibles, aunque siempre es necesario que haya una clase social que tome conciencia de estas condiciones objetivas y realice la revolución.
Las condiciones objetivas que favorecen la revolución social radican en la estructura económica, base de todos los fenómenos sociales: el desarrollo de las «fuerzas productivas» de una sociedad acaba siempre rebasando el estrecho marco en que las antiguas «relaciones de producción» y «relaciones de propiedad» y entran en contradicción con ellas. Esta contradicción sólo puede resolverse disolviendo las antiguas «relaciones de producción» y creando otras nuevas que respondan mejor al nuevo grado de desarrollo de las «fuerzas productivas».
Todo modo de producción desarrolla por sí mismo las fuerzas que le permiten superar esta contradicción, pues, como consecuencia de la división del trabajo y del régimen de propiedad existente, surge una clase social menos favorecida y que es la que hará la revolución contra la clase dominante: es la lucha de clases, que se da tanto a nivel económico como político e ideológico. La nueva clase presenta sus intereses como los de la sociedad en general e instaura un nuevo régimen económico-social y, en consecuencia, una nueva superestructura ideológica.
«La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases»: es la que permite la sucesión de las formaciones sociales que nos presenta la historia. Marx reduce todo conflicto que aparece en la sociedad a la lucha de clases que se está llevando a cabo.

El modo de producción capitalista y la revolución del proletariado. Marx analiza sobre todo la aparición de la sociedad burguesa a partir del modo de producción feudal y su superación por la socialista debido a sus contradicciones internas.
Las principales contradicciones del capitalismo son:
1) Con el capitalismo, la producción individual característica de la sociedad feudal (artesanos y pequeños labradores) basada en la propiedad privada del trabajador sobre sus medios de producción, fue siendo sustituida progresivamente por una producción colectiva (manufacturas, grandes fábricas, industrias) pero sin embargo la propiedad de los medios de producción continúa siendo privada. A pesar de ser un resultado del trabajo colctivo, la mercancía se convierte en propiedad privada del propietario de los medios de producción.
La contradicción interna del modo de producción capitalista entre la producción social y la apropiación capitalista produce de forma inevitable el antagonismo entre el proletariado y la burguesía.
2) Las características del capitalismo conducen a situaciones y conflictos contradictorios. Predomina la anarquía en la producción social: no se sabe ni qué artículos ni qué cantidad son necesarios..., y se impone la ley de la competencia, de la oferta y la demanda.
3) El perfeccionamiento de la maquinaria da paso a «obreros disponibles», es decir, al paro, y aparece mano de obra muy barata, peores condiciones de trabajo, creciente explotación y miseria en le proletariado.
4) Se desencadena una superproducción que al estancar productos sin salida da lugar a las crisis económicas típicas del capitalismo; crisis que se convierten en periódicas, pues no pueden solucionarse sin extender los mercados, y por tanto, preparando otras crisis más extensas, mundiales, de mayores proporciones.
El sistema capitalista genera, según Marx, contradicciones que le llevan a su ruina. Es el propio capitalismo el que crea la fuerza capaz de suprimirlo: el proletariado, cuya misera y explotación le hace cobrar conciencia de la necesidad de revolucionar el modo de producción existente. Lo que el «socialismo científico» de Marx y Engels pretende es infundir al proletariado, a la clase llamada a hacer esta revolución, la conciencia de las condiciones históricas y de la naturaleza de su propia acción protagonista.
La solución para que encaje el modo de producción social con su forma de apropiación capitalista no es otra que el comunismo, es decir, el reconocimiento del carácter social de las fuerzas productivas y, por tanto, la armonización de ambas partes del proceso: el modo de producción (social) y la forma de apropiación (privada). Para ello no cabe más camino que la toma del poder por parte del proletariado, instaurando así la «revolución del proletariado», la cual, desde el poder del Estado, irá destruyendo las condiciones del régimen capitalista de producción: la división social del trabajo, la propiedad privada de los medios de producción y la anarquía económica, que se combatirá con la planificación social de la economía. Estas medidas acabarán también con la división en clases y las luchas de clases y, en fin, con el propio Estado, que se extenguirá pogresivamente como algo innecesario. La «dictadura del proletariado» es sólo una fase transitoria hacia la sociedad sin clases, en la que el régimen de producción está al servicio del hombre y no el hombre al servicio del régimen de producción. Una sociedad que permita el «despliegue de las fuerzas humanas que se considera como fin en sí mismo».
La antropología de Marx señala: 1) el hombre, como indica Darwin, es un ser natural en construcción, en evolución. 2) el hombre se define históricamente en función del trabajo; lo esencial no es el saber teórico sino la praxis. La historia de la humanidad discurre pegada a la historia del trabajo. Por otra parte, «La filosofía hasta ahora se ha dedicado a interpretar el mundo, ya es hora de cambiarlo». 3) El hombre es un ser social alienado, que puede llegar a liberarse en una sociedad socialista. 4) La alienación es de raíz económica, pero desde ahí surge también una alienación jurídico-política (no hay verdadera libertad en el Estado hegeliano), una alienación filósofica y religiosa (la religión engaña tranquilizando como el opio y la filosofía interpreta la realidad para justificar la superestructura y, en definitiva, la estructura económica).



IV.3.2. Conceptos económicos de El Capital

1) Valor de uso: el valor de uso de cualquier mercancía viene determinado por la suma de el capital variable y el capital constante: a) el capital variable (lo que gasta el capitalista para pagar el sueldo a los proletarios que producen dicha mercancía); b) el capital constante: es la parte proporcional que a cada producto le corresponde de lo que el capitalista ha invertido en materias primas, maquinaria, tierras, etc.
2) El valor de cambio es el valor efectivo en el mercado según la ley de oferta y demanda. Esto explica que en el sistema capitalista, éste se va enriqueciendo por dos motivos: a) el salario o capital variable que paga el capitalista es menor que lo que ha producido el trabajador con su fuerza de trabajo. Por tanto el capitalista se está quedando con parte de lo que le correspondería al trabajador. Sólo paga lo justo para que los obreros sigan con vida; b) además, el valor de cambio o el precio de mercado que el capitalista pone a su producto es mayor que el valor de uso, es decir, lo que en total le ha costado. A esta diferencia entre el valor de uso y de cambio con que se queda el capitalista llama Marx plusvalía.
La plusvalía absoluta es el beneficio obtenido de más a base de más trabajo. Ésta ha sido siempre la pretensión más general del capital.
La plusvalía relativa es el beneficio de más obtenido a través de un trabajo mejor organizado o con mejores medios técnicos. Pero las ventajas que reporta esta plusvalía relativa no se utilizan para mejorar la condición de vida del trabajador sino para incrementar los beneficios del capital.
La explotación del capitalista hacia los trabajadores se halla en relación directa con el fenómeno de la plusvalía. La plusvalía es una consecuencia de la estructura económica de la sociedad capitalista, al mismo tiempo que explica el proceso de la acumulación del capital.
Marx también hace hincapié en el tiempo libre. Al capital no le interesa el tiempo libre sino sólo el necesario para que el trabajador se recupere y vuelva de nuevo a trabajar. Además, el capital tiene una idea moralizante del trabajo. Frente a esta situación al obrero no le queda otro remedio que venderse como mercancía, si quiere sobrevivir dentro de la sociedad capitalista. El Estado acude en ayuda de los intereses del capitalista (que es la libre competencia, la máxima producción y la acumulación de capital) y se opera la despoblación del medio rural mientras que crece el urbano. Marx coincide con la teoría económica liberal en algún punto, cuando por ejemplo afirma que es la búsqueda del interés individual el principio básico de la producción económica.

Ilustración. Montesquieu. Voltaire. Rousseau. Wolff. Feijoo. Jovellanos.

KANT: Periodo precrítico de Kant. Periodo crítico de Kant. Crítica de la razón pura. Estética trascendental. Analítica trascendental. Dialéctica trascendental. Intuición. A priori. Estructura a priori del conocimiento. Espacio. Tiempo. Forma pura. Concepto. Concepto puro. Categoría. Sustancia. Causalidad. Cantidad. Cualidad. Relación. Modalidad. Categórico. Universal. Apodíctico. Juicio. Juicio analítico. Juicio sintético. Conocimiento a posteriori. Conocimiento a priori. Juicio sintético a priori. Antinomia. Paralogismo. Razón pura. Razón pura especulativa. Razón pura práctica. Crítica de la razón práctica. Imperativo hipotético. Imperativo problemático. Imperativo asertórico. Imperativo categórico. Imperativo Apodíctico. Imperativo de la moralidad. Proposición sintético-práctica a priori. Éticas materiales. Ética formal. Postulado de la razón práctica. Problema de la libertad. Problema de la existencia del alma inmortal. Problema de la demostración de la existencia de Dios. Crítica del Juicio. Juicio determinante. Juicio reflexionante. Juicio estético. Gusto. Agradable. Bello. Sublime. Juicio teleológico. Filosofía crítica. Filosofía trascendental. Idealismo trascendental.
- Kant. Explica las siguientes cuestiones, justificándolas en su contexto teórico:
1) Explica cómo fundamenta Kant las matemáticas en la estética trascendental. 2) Explica cómo fundamenta Kant la física en la analítica trascendental. 3) Explica si Kant consigue fundamentar la metafísica como una ciencia en la dialéctica trascendental. 4) Explica por qué la ética para Kant ha de ser formal y nunca material. 5) Explica si existe alguna ley de la moralidad, y qué dice. 6) Aclara si te convence la ley de la moralidad de Kant; muestra los puntos fuertes y los problemas. 7) Aclara si te convence la conexión que Kant establece entre la moralidad y la libertad. 8) Aclara si te convence la forma de derivar a Dios y al alma inmortal de la libertad y de la moralidad. 9) ¿Crees que los modelos ético-morales del presente se basan más en el criterio de la felicidad o en el del deber? (Explica primero los conceptos de felicidad y de deber, refiriéndote a Kant, y luego aplícalos). 10) ¿Crees factible la paz perpetua de la que hablaba Kant y que remitía al futuro (nuestro presente)? Indica en qué sentido sí y en cuál no, es decir qué elementos deberían darse para que ello fuera posible, y si es factible que esos elementos se reúnan y en qué medida. 11) ¿Es admisible para una actitud crítica y filosófica (al modo kantiano) la superstición, la pseudociencia, la magia y las creencias infundadas?
MARX: Materialismo histórico. Materialismo dialéctico. Modo de producción (asiático, esclavista, feudal, burgués-capitalista, socialista). Estructura económica (infraestructura). Superestructura (jurídico-política e ideológica). Fuerzas de producción. Fuerza de trabajo. Relaciones de producción. Propiedad privada de los medios de producción. Socialismo utópico. Dialéctica. Hegelianos de izquierda. Primera Internacional. División del trabajo. Lucha de clases. Revolución social. El Estado en Marx frente a Hegel. El materialismo marxista frente al idealismo hegeliano. Plusvalía (absoluta y relativa). Valor de uso y valor de cambio.