martes, 18 de agosto de 2009

MIS CLASES DE FILOSOFÍA, tema 5

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Tema 5. La persona humana. Persona y racionalidad

Silverio Sánchez Corredera



Tema 5. La persona humana. Persona y racionalidad.

0. Racionalidad... ¿qué racionalidad?
1. Racionalidad teórica y racionalidad práctica
1.1. Razón teórica y razón práctica: Aristóteles, filosofía cristiana y Kant
1.2. Razón teórica y práctica: una síntesis
2. La racionalidad humana
3. Racionalidad y normas
3.1. Dos tipos de normas
3.2. Normas y ceremonias
4. De la responsabilidad a la libertad.
4.1. La libertad-de
4.2. La libertad-para
4.3. Identidad personal y libertad
4.4. Autonomía y heteronomía.
5. El concepto de persona: su formación y distintas perspectivas
5.1. Retrospectiva histórica del concepto de persona
5.2. Concepciones positivista, metafísica y dialéctica de persona.
6. Dicotomía sexo-género y sociedad de personas.
7. El problema de la discriminación
7.1. La discriminación
7.1.1 La discriminación positiva
7.2 La desigualdad entre varones y mujeres
7.3. Los derechos humanos, la discriminación y la ciudadanía
7.3.1. La ciudadanía

ACTIVIDADES


0. Racionalidad... ¿qué racionalidad?

Cabe hacer una diferencia en el concepto de racionalidad: racionalidad atribuida al mundo y racionalidad atribuida a un sujeto de operaciones: la racionalidad en sentido ontológico y en sentido práctico.
La racionalidad ontológica se refiere a si está o no ordenado el mundo y, en virtud de este orden, a si la realidad es cognoscible y en qué grado. Si establecemos que el mundo que conocemos es un cosmos y no un caos, entonces le estaremos atribuyendo racionalidad, como ya defendieron los estoicos. Esto nos situaría ante una perspectiva ontológica y cosmológica. Sin embargo, la cuestión que ahora se nos plantea pretende situarnos en otro plano: en el de cierta actividad de los animales, y de forma clara, en la actividad humana y en la actividad propia de las personas: en la «racionalidad práctica».

1. Racionalidad teórica y racionalidad práctica

Cuando se señala la diferencia entre racionalidad teórica y práctica parece que se quiere apuntar al hecho siguiente: a) la «racionalidad teórica» se encargaría de conocer correctamente, b) la «racionalidad práctica», por su parte, tendría que ver con cómo actuar correctamente. Se quiere indicar con ello que son distintos los problemas de la construcción del conocimiento de los problemas éticos, morales, políticos o técnicos.
Ahora bien, en consonancia con la diferencia entre actividad teórica y práctica, habría que mantener el criterio de envolvencia de la razón práctica sobre la teórica, en cuanto ésta sería, en realidad, un momento de aquélla. Además no hay que olvidar que las operaciones mentales y el hacer práctico exterior se dan siempre tejidos sin solución de continuidad y que la actividad de conocer como la actividad técnica o ética son todas a la vez teóricas y prácticas. En la medida en que ciertos productos culturales pueden ser diferenciados unos de otros en función del grado de dependencia que tengan de procesos de carácter cognoscitivo o de carácter transformativo, tendrá algún sentido diferenciar entre razón teórica y práctica.
Encontramos tres referentes fundamentales en la tradición que apuntan a la diferencia entre la razón teórica y la práctica.

1.1. Razón teórica y razón práctica: Aristóteles, filosofía cristiana y Kant

Aristóteles distinguió entre: 1) la teoría (theoría), 2) la poiesis y 3) la praxis. La teoría buscaría conocer la verdad, y, en definitiva, es una actitud contemplativa; la poiesis buscaría producir cosas y la praxis tendría que ver con el sentido de nuestras acciones consideradas por el valor de ellas mismas y referidas a nosotros mismos.
La escolástica cristiana distinguió entre: 1) actus hominis y 2) actus humani. Los actus hominis no alcanzan el nivel racional porque se refieren a nuestra parte animal. Los actus humani suponen actividad racional, sea teórica o práctica. Transitamos de nuestra parte animal a nuestra parte racional por el protagonismo que en las acciones alcanza el alma. El problema de este criterio que parte de una diferencia entre el alma y el cuerpo, como si se tratara de dos sustancias separables, reside en que no sabemos en qué consiste la separación del cuerpo y del alma, porque: ¿qué es el alma más allá de un cuerpo vivo?
Kant distinguió dentro de la razón pura: 1) razón especulativa y 2) razón práctica. La razón especulativa, que se correspondería con la teórica, da cuenta de los procesos causales que observamos en la naturaleza: se ocupa de conocer. La razón práctica da cuenta de nuestros procesos voluntarios racionales, gobierna nuestras acciones a través de dos criterios posibles: a) en función de un bien útil que perseguimos como fin, b) en función del puro querer actuar por deber, un deber autónomo, nacido de nuestra razón, y no heterónomo.

1.2. Razón teórica y práctica: una síntesis

Partiendo de las distinciones establecidas por Aristóteles, la escolástica cristiana y Kant, y deshaciéndonos de sus presupuestos metafísicos o religiosos, cabe establecer una diferencia operativa entre la razón teórica y la práctica:
Los actus hominis los consideraríamos prerracionales, antes que irracionales. La razón tiene que ver con los actus humani. Los actus humani pueden desarrollarse según la razón especulativa, cuando persigue exclusivamente conocer, o según la razón práctica, cuando su objetivo es la acción ordenada a un fin. La razón especulativa puede llamarse teoría (contemplación) en el sentido de Aristóteles y de Kant. Y dentro de la razón práctica cabe distinguir entre la poiesis y la praxis: entre la activad productiva racional (poiesis), que calcula entre medios y fines, y la praxis, que tiene en cuenta las propias acciones humanas en cuanto dotadas por sí mismas de algún valor, valor que recae no sobre la cosa sino sobre el propio sujeto de la acción.
Diferencias que podrán mantenerse 1º) siempre y cuando los actus humani se refieran no a un ser compuesto de cuerpo y alma, en el sentido de la escolástica, sino a un sujeto corpóreo con capacidad de elegir fines y responsabilizarse de ellos; 2º) cuando la razón especulativa o vertiente teórica no se entienda como una actividad exclusiva del espíritu y no del cuerpo, pues recaeríamos de nuevo en la separación entre el cuerpo y el alma; 3º) cuando la razón práctica no se entienda escindida de la teórica y, al contrario, ambas se entiendan dialécticamente implicadas la una en la otra; y 4º) cuando no entendamos la actividad productiva o poiética escindida de la praxis (o actividad ético-moral), porque esta última no puede funcionar si no es apoyada en la anterior.
Otras alternativas diferentes de ésta tendrán que pasar, creemos, en mayor o menor grado por planteamientos metafísicos o por presupuestos espiritualistas.
En todo caso, la racionalidad pasa siempre por la conducta, y por eso deberemos preguntarnos ahora si esta conducta afecta sólo al ser humano o también a otros animales.

2. La racionalidad humana

El estrato de la conducta racional nos pone directamente ante lo que llamamos cultura. Algunos animales tendrían un determinado grado de «cultura», según parece por las investigaciones de la etología. Pero hay, no obstante, una cuestión de grado que hace que debamos distinguir entre la «cultura» animal y la cultura humana, entre la «racionalidad» animal y la racionalidad humana. La diferencia estriba en el ritmo de acumulación, en la potencia de transmisión y en la capacidad de transformación del modo de vida del animal en su relación con el medio. En los animales, su «cultura» y su «racionalidad» no alcanzan la categoría de llegar a transformar el circuito de la conducta global grupal en relación con el medio. En otras palabras, ningún animal ha ido cambiando sus modos de vida grupales al ritmo de la construcción de aldeas y de ciudades, o de otro modo de construcción similar. La distancia con las «viviendas sociales» de las hormigas, abejas y termitas e incluso con las más sofisticadas madrigueras de los castores, que son capaces de construir un dique con métodos muy elaborados (como nuestros pantanos) y alrededor de él y bajo tierra, un circuito de corredores con sus habitáculos singularizados (como nuestros hoteles), es que esta conducta inteligente sirve para adaptarse al medio pero no llega a modificar el propio modo de vida grupal de la especie.
La racionalidad humana supone la suma de las siguientes condiciones: 1º) estar dotado de un elevado grado de flexibilidad y originalidad en la búsqueda de soluciones inteligentes nuevas, 2º) actuar conforme a fines que el propio sujeto inteligente se propone, 3º) reobrar sobre el medio siendo capaz de transformar el resultado de una relación original prefijada, en función de los fines buscados, 4º) los nuevos fines conseguidos han de poder ser transitivos a la especie en general, mediante mecanismos de imitación y de aprendizaje reglado y 5º) los fines novedosos alcanzados, dominados y generalizados tienen la capacidad, por acumulación indefinida, de transformar los mismos modos de vida de grupos humanos globalmente considerados.
El aprendizaje reglado y la transformación de los modos de vida grupales puede llevarse a efecto gracias a un hallazgo humano: la conducta normada o la conducta mediante normas. Los animales son capaces de conducta pautada, pero no normada. Lo que vuelve específica la cultura humana son las normas en las que pasa a inscribirse la conducta inteligente y racional. Además de la capacidad de instaurar normas, la cultura humana y su actividad racional despega a gran distancia de la común actividad animal gracias a un instrumento racionalizador dotado de una potencia infinita: el lenguaje doblemente articulado. El lenguaje humano es infinito porque su productividad no tiene límite.

3. Racionalidad y normas

Si la actividad de la naturaleza está regida por leyes naturales y la actividad animal por conductas pautadas, la actividad humana se delimita como tal al estar dirigida por normas o conductas normadas. Las normas nacen de rutinas exitosas socialmente establecidas (cocinar, danzar...). La racionalidad humana no puede ser un proceso que haya podido darse primero en un circuito individual y después extenderse al grupo, sino que, aunque el individuo debe intervenir como parte nuclear de la actividad grupal, en todo momento el cúmulo de conductas sintetizadas ha de haberse dado en el medio de relaciones sociales que se han ido solidificando. Un individuo solo no puede progresar si no es por esta imbricación grupal. El hombre es zoon politikon, o animal político, como señalaba Aristóteles, es decir, en sentido amplio, animal social que vive en una «polis» o cultura, sin la cual no se constituye como animal humano.

3.1. Dos tipos de normas

Gracias a esta actividad normativa pueden surgir las técnicas, el arte o la política y en general, el conjunto de saberes: mitos, magia, religión, ciencia y filosofía. Pero cabe diferenciar dos tipos de normas: las que se precisa que sean conocidas por algunos dentro de la comunidad y las que se refieren a todos y cada uno.
Platón relató en el «mito de Prometeo» (dentro de su diálogo el Protágoras), que los hombres habían recibido algunos dones de parte de Zeus, los primeros distribuidos por el titán Epimeteo, los segundos directamente recibidos del titán Prometeo y los terceros del dios Hermes. Epimeteo distribuyó los dones naturales y dejó al hombre en desventaja en relación al resto de los animales: mal nadador, no vuela y no es buen cazador... Prometeo, el inteligente hermano de Epimeteo, para compensar esto, entrega a los hombres el fuego, robado a los dioses (por lo cual es castigado). El fuego representa los saberes técnicos: los hombres ya pueden defenderse de las poderosas fieras porque poseen el fuego, es decir, porque son capaces de construir armas y ciudades con murallas... Pero sucedió que los hombres empezaron a matarse entre sí, por lo que Zeus temeroso de la desaparición de la raza humana envió a Hermes para que les dotara de vergüenza y de política. Con ello los hombres dispondrían de saberes éticos y políticos. Hermes antes de llevar el envío, pregunta a Zeus si ha de entregárselo a unos pocos hombres o a todos. Zeus le indica que ha de ser a todos: único modo de que fuera efectivo. Mientras que los saberes técnicos bastaba que fueran conocidos por unos pocos de modo especializado: zapateros, carpinteros, agricultores, ingenieros..., los saberes político-morales no serían efectivos si no llegaban a todos y cada uno. Las artes prometeicas de Platón se corresponderán con la poiesis aristotélica, y las artes herméticas con la praxis.
Las normas implicadas en los saberes técnicos basta que sean aplicadas por unos pocos, pero las normas incluidas en los saberes político-morales afectan a todos los seres humanos.


3.2. Normas y ceremonias

Un ejemplo claro de conducta normada que se generaliza a muchos ámbitos de la vida son las ceremonias. Un funeral, una boda, un discurso político, una clase de filosofía... son ceremonias en cuanto operaciones humanas sujetas a normas, con un principio y un final delimitados, que incluye momentos prohibitivos y una finalidad precisa.
Hay que diferenciar los ritos de las ceremonias. Los ritos son propios de muchos animales y permanecen en dependencia de las conductas adquiridas por toda la especie. Un ejemplo lo tenemos en el rito del cortejo, que los animales despliegan llegado el momento del celo de las hembras.
Las ceremonias se sitúan en un nivel distinto al de los ritos porque han podido despegarse culturalmente de las conductas adquiridas biológicamente. La ceremonia depende de una compleja elaboración cultural que tiene unos fines sociales muy precisos. La actividad ceremonial es, por ello, una actividad racional, y en este caso, la racionalidad, al recrearse a través de la ceremonia, que llega a tener un funcionamiento ajeno a las voluntades de quienes las ejecutan, no precisa de la intervención directa continua de una racionalidad personal. Lo que quiere decir que determinada racionalidad social puede independizarse y actuar al margen de la racionalidad tomada en sentido subjetivo. Estos fenómenos se producen porque los objetos o hechos culturales necesitan, para persistir, institucionalizarse, es decir, subsisten en la medida en que se generalizan socialmente como modos de vida cultural. La racionalidad institucional organiza la actividad humana entre medios y fines a escala grupal y globalizadora, hasta el punto de que puede funcionar abasteciéndose de conductas prerracionales e irracionales. Ahora bien, esa racionalidad institucional necesita tomar punto de anclaje y reinvestirse continuamente en alguna racionalidad personal para seguir subsistiendo como tal. El fútbol, las caravanas de las vacaciones y el tráfico de estupefacientes pueden ser ejemplos ilustrativos de esta paradójica racionalidad global construida con múltiples hechos irracionales o, al menos, inmorales.

4. De la responsabilidad a la libertad

Toda persona, en cuanto lo es, es responsable. La responsabilidad humana está ligada al hecho de poder reobrar sobre las cosas y sobre nuestros propios actos, en el contexto de la cultura. Esta capacidad de la acción, propia sólo del ser humano, abre nuevas posibilidades respecto de las conductas animales, de forma que pasamos a ser responsables de la línea que en un momento dado construimos –reobrando–, porque esta línea se destaca sobre un fondo de otras posibles líneas. El mundo de la cultura nos abre nuevas posibilidades, y esto, en cuanto estamos dotados de estructuras maduras intencional-inteligentes, dentro de las cuales llegamos a dominar la relación entre nuestro obrar y las consecuencias derivadas.

La responsabilidad se deriva del nivel de nuestro actuar racional, que no es otra cosa que un actuar inteligente en un contexto cultural, es decir, cuando el protohombre empieza a constituirse evolutivamente como hombre. El ser humano es un animal que puede reobrar en medio de su cultura y por ello mismo se vuelve responsable de lo que hace. No es preciso sacar la responsabilidad de ningún fondo del «alma» ni de ninguna creación divina, al contrario, el alma –el cuerpo vivo– funciona en el animal humano porque puede obrar responsablemente.

Si somos responsables es porque somos libres: no estamos totalmente atados a nuestros estereotipos o ritos, y las normas e instituciones sociales nos dejan siempre un margen de acción individual. Sin embargo, hay una tradición muy seria en la filosofía (estoicos, Spinoza, G. Bueno...) que niega la libertad. La creencia en nuestra propia «libertad», dicen, no expresa más que el desconocimiento que tenemos sobre la realidad de las causas que nos mueven a obrar. Y tienen razón. Pero ¿cómo es posible que seamos responsables sin ser libres? ¿O que seamos libres y a la vez no lo seamos? Hay que distinguir entre «libertad-de» y «libertad-para». Sí somos libres-de pero no libres-para.

4.1. La libertad-de

La libertad-de es una capacidad de acción en contexto y relativa a obstáculos particulares que nos es dado salvar. No podemos con nuestra voluntad «pura» (libertad-para personal irreal) cambiar algo en el mundo, porque nuestra voluntad siempre actúa pegada a los fenómenos concretos y estas acciones siempre van unidas a nuestras motivaciones, intereses, apegos, convicciones, creencias o ideas; es decir, que nuestra voluntad no es pura o puramente espiritual, sino enraizada en el cuerpo. El alma no es más que ciertas determinaciones del cuerpo dadas a una escala que no se resuelve en la bioquímica. Desde la libertad-de constatamos que podemos salir al aire libre porque no estamos prisioneros, que podemos elegir la profesión que más nos estimula porque no estamos limitados por factores adversos, etc., es decir, experimentamos que podemos salvar ciertos obstáculos y no ciertos otros. A los obstáculos que podemos salvar a voluntad lo llamamos nuestra libertad, que es una libertad-de.
La libertad-de es suficiente para hacernos responsables de nuestros actos.

4.2. La libertad-para

La libertad-para sería la capacidad de transformar o conseguir a voluntad las cosas que pretendamos, movilizados desde una voluntad pura, voluntad indeterminada (salvo por sí misma) con total independencia de nuestros intereses e inclinaciones. No parece que tengamos tal facultad, aunque algunos la postulen o la confundan con la libertad-de.
La libertad-para cabe relacionarla con proyectos sociales que desbordan las voluntades particulares, en cuanto proyectos teleológicos en donde deben coordinarse múltiples intencionalidades con múltiples puntos de resolución, dentro de un proceso ingobernable por la voluntad humana aislada, pero que puede ser racionalizado como proyecto colectivo posible. En este sentido, en cuanto estos proyectos colectivos cobraran realidad y se cumplieran como objetivos, podría hablarse de libertad-para. Ahora bien, ¿a qué voluntad se lo atribuiríamos, si toda voluntad es individual? Por ello, la libertad-para sólo puede interpretarse positivamente como resultado de un proceso complejo donde múltiples libertades-de consiguen coordinarse en un proyecto común.
Si observamos una vida humana completa, desde fuera, y en tanto quepa sumar el conjunto de la libertad-de de esa vida dentro de un plan vital, de modo que pueda decirse que el proyecto se ha llevado a cabo, obrando y reobrando, y siguiendo la línea trazada, en esa medida podríamos decir de esa vida que ha alcanzado la resolución que da la libertad-para. Mientras que la libertad-de es cuestión de actos voluntarios singulares, la libertad-para puede traducirse como la resultante de una cadena de actos sostenidos por un proyecto duradero capaz de incidir en la realidad y transformarla. Capaz, por ejemplo, de construir una vida según un proyecto.
La voluntad individual es capaz de libertad-de, hasta el punto de que, como recuerda Sartre, estaríamos «condenados a ser libres», no podríamos no ser libres, la condición humana lo exige, en cuanto capacidad de reobrar y en cuanto responsabilidad inherente a nuestros actos. Y desde esa libertad-de cabe articular la propia actividad para hacerla coincidir con determinados proyectos de libertad-para, en cuanto que los episodios voluntarios particulares son proyectados dentro de un proceso global para que coincidan con él.
El modelo más efectivo de libertad-para cabe tejerlo, más que individualmente (no vivimos una vida individual), grupalmente, en la medida en que los actos de libertad-de consigan integrarse en proyectos objetivos colectivos.

4.3. Identidad personal y libertad

El desarrollo de la identidad personal se teje en el curso de nuestra libertad-de, dentro de proyectos de escala propia, manejables desde la voluntad particular, en el contexto de todas las circunstancias y condicionamientos ambientales. Pero como quiera que toda actividad humana nace y pasa por la actividad social, los actos particulares sólo se insertan plenamente en «nuestra realidad» en la medida en que nuestros proyectos se conjugan con otros proyectos, y, en definitiva, en cuanto la libertad-de individual se ordena a algún tipo de libertad-para social. De modo que ser libres en el más alto grado nos exige a un mismo tiempo ser obedientes a proyectos comunes. Obediencia que será inútil cuando sea ciega, porque proceda obsesiva, compulsiva o dogmáticamente, o porque no alcance el nivel racional requerido al proceder irreflexivamente, sin que medie un continuo reobrar práctico y reflexivo en las operaciones de un «sujeto proléptico» guiado por actos concretos de sindéresis (juicio práctico prudencial) y por un proyecto que en alguna escala sea personal.

4.4. Autonomía y heteronomía

Autonomía significaría etimológicamente la capacidad de darse normas a sí mismo (auto = uno mismo, y nomos = norma). Y heteronomía, al contrario, el hecho de que esas normas procedan de otros.
Se es autónomo cuando desde la libertad-de somos capaces de solidificar nuestros propios proyectos. Pero como nuestros proyectos no pueden desarrollarse con total independencia, la autonomía requiere para consumarse como tal, de toda una dialéctica de interdependencias. Creer que somos más autónomos cuando estamos más próximos de nuestros propias inclinaciones consideradas en sí mismas supone sufrir un espejismo porque ¿qué normas son las que somos capaces de «crear» que no nos vengan ya dadas por nuestra «naturaleza»?
La autonomía y la heteronomía son dos tipos de «obediencia», en el primer caso mantenemos la dialéctica individuo-sociedad gobernada por las normas sociales, y en el segundo caso la dialéctica se rompe a favor de una de las dos partes: 1) a favor de la sociedad y, entonces, se produce la heteronomía de la imposición externa, o 2) a favor del individuo y, entonces, estamos ante la heteronomía de quien creyéndose «autónomo» sólo obedece a sus instintos o a sus dependencias.
El mar en el que se mueven las olas de nuestra vida, las del mundo externo y las de nuestro cuerpo interno, nos agitan heterónomamente. Pero sobre este mar de heteronomía caben ciertas formas de reobrar, autónomas, cuando se consigue actuar siguiendo normas promovidas desde la propia racionalidad y convergentes con un nivel determinado de sociabilidad. La autonomía exige la acción normativa individual (autos), pero también que esa acción tenga carácter social, porque no hay norma (nomos) si no tiene contextura social.

5. El concepto de persona: su formación y distintas perspectivas
5.1. Retrospectiva histórica del concepto de persona


El concepto de persona guarda una primera relación, según sabemos, con la palabra griega «prosopon»: máscara, la que utilizaban los actores en el teatro. Prosopon fue traducido al latín por «personare», es decir, «para sonar», porque la máscara servía como altavoz. Pero en el curso de los siglos siguientes se añadirían otros significados a este término surgido de los personajes de la dramaturgia griega y que tanta relevancia va a acabar teniendo.
El concepto de persona actual procede de una triple confluencia: a) el término persona como personaje, b) el concepto jurídico que se atribuye a los que son «personas» en el derecho romano y c) el concepto de «persona» derivado de la teología trinitaria cristiana.
Tertuliano (c. 155- c. 220), apologista cristiano, ocupado en defender a los seguidores de la nueva religión monoteísta ante el acoso politeísta del Imperio romano utiliza en el contexto de la jurisprudencia romana la palabra «persona». Esta palabra era la que, por otra parte, utilizaba en sus disputas teológicas, para defender frente a sus oponentes que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo eran personas distintas. Se apuntan así los dos hilos históricos sobre los que se conformará el concepto de persona: el jurídico-legal entreverado con el teológico trinitario. La persona va a ser un sujeto legal y va a estar revestida de un valor especial.
En los primeros siglos del cristianismo y, en concreto, en el Concilio de Nicea (325) se discutió si Jesucristo tenía dos naturalezas (la humana y la divina) o si sólo tenía una (bien humana y no divina, bien divina y sólo aparentemente humana). En todo caso, la línea ortodoxa que se asentará en el credo anti herético defenderá la doble naturaleza pero indicando que se trata de una sola persona. Esta realidad se mencionaba como «hipóstasis» o sustrato sustancial (en San Atanasio) al lado del vocablo griego «prosopon» (en San Juan Damasceno).
San Agustín (354-430) involucrado en arrojar luz sobre el misterio de la Santísima Trinidad (hay un solo Dios, pero son tres personas divinas: Padre, Hijo y Espíritu Santo) utiliza el término persona para señalar lo que hay de relación íntima personal en el seno del Dios único. A la sustancia le corresponde el atributo de la relación (al lado de los de la cualidad, cantidad, &c.) según Aristóteles; San Agustín utilizará la capacidad de relacionarse la sustancia en el sentido de relación consigo misma y, de esta manera, en el interior de algo simple, sustancialmente se da una relación: precisamente la de las tres personas divinas que el dogma cristiano establecía.
A Boecio (480-524/5) se debe la formulación que pasará en la tradición filosófica como la definición de persona: «sustancia individual de naturaleza racional» (Persona est naturae rationalis individua substancia). Desde esta definición, durante la Edad Media, queda claro que en tanto «racional» se refiere no a las sustancias materiales sino a las espirituales: el hombre (por su principio espiritual o alma) y las personas de la Trinidad divina. Como «sustancia individual» da estatuto a cada persona humana y señala lo que tiene de misterio la «triple personalidad divina». Todos los hijos de Dios son personas humanas. La persona es aquello substancial que subsiste (hipostasis) en las naturalezas espirituales.
Tenemos así a la persona metafísica de filiación teológica. Mientras que cada individuo lo es en cuanto extensión física cada persona se constituye metafísicamente, pero no menos individualmente. Este ser substancial espiritual se constituye en el lugar de donde nace la libertad y los demás atributos racionales, y, en consecuencia, se identifica con la dimensión ético-moral del ser humano.
En Kant, esta identidad entre el ser ético y el ser personal se vuelve explícita, y en él la persona es un fin en sí misma, nunca un medio, y clave de su teoría ética. Sólo obra éticamente quien desde su autonomía racional hace lo que debe hacer. Además de cumplir con el deber, el sujeto de la acción ética no puede ser otro que la persona. Y precisamente son las leyes éticas (o morales) las que nacen del reino de la libertad frente a las leyes naturales que son deterministas. Defiende, así, una doble realidad ontológica: el reino de la naturaleza y el reino de las personas o de la libertad.
A partir de Kant el concepto de persona pasará a depender de la filiación más o menos espiritualista o más o menos materialista que se adopte. Tres son las posibles concepciones filosóficas de la idea de persona: 1) la concepción positivista, 2) la concepción metafísica y 3) la concepción dialéctica.

5.2. Concepciones positivista, metafísica y dialéctica de persona

Para la concepción positivista la persona es una realidad social e histórica resultado de una convención que no tiene otro fundamento que el de ser una idea regulativa de la convivencia social, pero no constitutiva. La verdad de lo que las personas encierran sólo tiene sentido referido a alguna de las ciencias que se ocupan en el estudio del ser humano, por tanto, la persona será una cuestión de la psicología, de la sociología, de la etnología, etc. El positivismo antimetafísico pretende insistir en lo que de relativo, social e histórico tiene el concepto de persona. De esta manera, la persona no tiene componente alguno trascendental. Se trata, en la medida que niega el componente trascendental, de un reduccionismo.
Para la concepción metafísica, además del sujeto biológico, psicológico, social… natural, en definitiva, existe un trasfondo o una esencia en ese sujeto que tiene caracteres espirituales. La espiritualidad de la persona es un en-sí y un para-sí puros, aunque se conceda que inevitablemente tiene una proyección de apertura a los otros. Esta concepción sigue muy directamente la tradición teológica conformadora del concepto de persona, que va desde Tertuliano y San Agustín hasta Kant. El personalismo del siglo XX, representado por el filósofo E. Mounier, recoge esta tradición pero insistiendo radicalmente en la apertura social de la persona humana como uno de sus componentes más esenciales. También se inscriben en esta concepción, en general, toda filosofía afín a algún tipo de religiosidad. Entienden el componente trascendental constitutivo de la persona como una substancia llamada a una existencia transmundana o, cuando menos, bajo algún tipo de hipóstasis espiritual, es decir, como una realidad con capacidad de operar independientemente del cuerpo o no sometido a sus leyes. La concepción metafísica es antitética, como se ve, de la positivista.
La concepción dialéctica de la persona parte del postulado positivista de la historicidad y de la dimensión social como esencial y generadora pero sin renunciar al componente trascendental. En el curso de la historia y del desarrollo evolutivo, y en el curso del desarrollo ontogenético de cada individuo –dadas las características evolutivas presentes- los sujetos humanos desarrollan determinadas dimensiones en su forma de ser, de comportarse y de relacionarse en sociedad tales que resultan esenciales no sólo para mantener un status quo social determinado sino como signo de identidad del sujeto humano. Pero esta «sociedad de personas» y estas «personas en sociedad» dependen la una y las otras recíprocamente entre sí. Efectivamente, no hay persona si no afirmamos la dimensión trascendental del sujeto respecto de determinadas formas de ser y, en concreto, como Kant quería (aunque en contra de su supuesto metafísico –la voluntad «pura»-), no hay persona si no hay conducta ético-moral (sea buena o mala) y si no hay libertad. La concepción dialéctica no puede afirmar la cualidad de persona en el individuo aislado y no socializado porque no nace (un niño ferino, por ejemplo) dotado per se de una condición de persona que le pertenezca en-sí y por-sí, sino que la recibe de la sociedad. Pero, a su vez, la persona al desarrollar los «valores personales» contribuye al desarrollo de la sociedad de personas. La postura que se ha defendido en este tema se corresponde con esta concepción. Sin la dialéctica individuo-sociedad el curso evolutivo de la especie humana se extinguiría como tal, y, quizá, de su escisión ¿podría surgir como pretendió Nietzsche un superhombre?, o, si se prefiere, rota esta dialéctica, acaso por una enfermedad-plaga que afectara a la conducta de todos los seres humanos, ¿en qué sociedad de seres interactuantes se convertiría la actual sociedad de personas?, y ¿lograría sobrevivir si se extinguieran los valores conformadores de lo que hoy identificamos como una «persona»? Ha de hacerse notar que aunque algunos individuos (psicópatas, dementes, menores de edad…) no se relacionan con los demás como personas, los componentes trascendentales subsisten en la especie (los hijos de un psicópata o el propio psicópata curado podrán ser personas) porque la dialéctica individuo-sociedad no se rompe porque se rompa en alguno de sus eslabones.

6. Dicotomía sexo-género y sociedad de personas

Ser persona es una categoría social, histórica y cultural. Antes de haber una sociedad de personas hubo seres humanos y antes de esto hubo un largo proceso de constitución desde el «protohombre» al ser humano.

La actividad ceremonial, la creación de un mundo simbólico, la sensibilidad estética, la capacidad de reobrar inteligentemente dirigidos por fines y por normas, la posibilidad de recrear un mundo de valores... hizo posible al ser humano. ¿Cómo se constituyeron las personas desde estos sujetos humanos?

Las sociedades de personas fueron superponiéndose a las sociedades humanas en el trámite del desarrollo de las estructuras jurídicas. Éstas, además de establecer lo correcto y lo incorrecto, fueron distribuyendo derechos. Llega a ser persona funcional quien tiene personalidad jurídica reconocida, quien tiene ciertos derechos. Cuando Aristóteles reconoce a los varones libres –y no a los esclavos, niños o mujeres– la categoría de personas, está describiendo un estado de relaciones jurídicas.

Si se hace corresponder el término «persona» con el de «ser humano» no puede encontrarse ninguna diferencia justificable entre el varón y la mujer. Pero si «persona» lo entendemos como un concepto histórico y positivo, en cuanto sujeto de atribución de derechos, entonces constatamos que en las sociedades patriarcales se ha dado primacía al varón sobre la mujer en el momento de consagrar sobre ellos derechos jurídicos.

Primero fueron los aristócratas (aristoi: los mejores), los nobles, los caballeros, los varones libres y algunas mujeres singulares, en el contexto de una organización patriarcal. Finalmente, abolida la esclavitud, y proclamada la igualdad «holizadora» se rompieron políticamente las diferencias entre varones y mujeres, que nunca estuvieron sustentadas en la posesión de valores humanos trascendentales diferenciadores sino en un determinado tipo de organización social. Igualados en derechos y deberes jurídicos todos los seres humanos, la figura cultural que nos eleva a la dignidad de personas ya no puede jerarquizarse, sino por la calidad personal que cada cual, varón o mujer, llegue a alcanzar.

No hay razones antropológicas trascendentales que puedan servir para separar jerárquicamente al varón y a la mujer. Es verdad que no cabe borrar las diferencias individuales, como si no existieran, pero estas diferencias expresan potencia, virtud, cualidades, singularidades, funcionalidades biológicas (espermatozoides y óvulos, por ejemplo)..., pero en ningún caso la diferencia entre sexos expresa una condición per se jerárquica y, tan siquiera en dos clases sociales funcionales (aunque históricamente, por motivos organizativos haya podido darse algo parecido). Porque, además, ha de tenerse en cuenta que es distinto el sexo, como género (masculino y femenino) de la sexualidad, la cual es un modo de ejercicio mucho más personalizado que la simple bipartición gonádica. La sexualidad hace referencia al modo cómo la sexuación (que es bimembre, sin contar el hermafroditismo) se ejercita dependiendo de las múltiples características personales y de los moldeamientos culturales que recibimos: monogamia, poligamia, poliandria, homosexualidad, heterosexualidad, bisexualidad, castidad, promiscuidad...
La mujer y el varón comparten un constitutivo trascendental idéntico referido a las facultades más elevadas; son diferentes en muchos aspectos particulares, pero no en razón de ser varones o mujeres, y sólo son distintos por la capacidad de generar óvulos o espermatozoides (o de no generarlos) y por el sistema endocrino y hormonal que coopera a estas funciones.
El sujeto humano «idéntico» se diferencia por múltiples rasgos propios, entre ellos el distinto modo de sexuación y han sido los diferentes modos de organización social los que han ido dando funciones diferentes a varones y mujeres, dependiendo de las normas exogámicas o endogámicas, patrilocales, matrilocales o avunculocales, de familia patriarcal o celular, en una sociedad esclavista, medieval o que ha llevado a cabo, finalmente, el proceso de «holización» (universalización de derechos), proceso que implica que cada uno de los sujetos llega a recortarse a escala propia en derechos y deberes. Cuando el varón y la mujer han sido tratados según dos escalas de importancia diferenciadas, no lo han sido por su valer individual, sino por la función social en la que se hallaban inmersos.
El modo de organización de las sociedades «holizadas», que se posibilitaron a partir de las revoluciones sociales de finales del siglo XVIII, ha ido haciendo posible la efectiva igualdad de derechos y deberes de mujeres y varones, en calidad de personas, es decir, con la misma calidad jurídica.

7. El problema de la discriminación

Los seres humanos han sido históricamente considerados y tratados como desiguales ética y políticamente. Éticamente ha habido una desigualdad de derechos entre los varones y las mujeres, entre los adultos y los niños, entre los colonizadores y los colonizados, entre los blancos y los negros, entre las clases dirigentes y el vulgo. Y políticamente se han recrudecido estas diferencias, y como diagnosticó Marx, «la historia de la humanidad ha sido la historia de la lucha de clases y de la explotación del hombre por el hombre». El problema de la discriminación está fuertemente enraizado en la desigual distribución de la riqueza y en las desiguales posibilidades de acceso al poder.

7.1. La discriminación

En sentido general, discriminar significa distinguir, separar, diferenciar una cosa de otra. Es una actividad intelectual que los humanos realizamos necesariamente y de forma continua a lo largo de nuestra existencia.

Es correcto discriminar los que es distinto o diferente, en tanto que lo es, porque la misma experiencia y razón nos lleva a ello. Ahora bien, cuando determinadas discriminaciones atentan contra los derechos éticos de las personas, entonces esos comportamientos pasan a ser injustos, como cuando se da a una persona o colectividad un trato de inferioridad, por motivos raciales –en el racismo–, por ser de otro lugar y de otra cultura –en la xenofobia–, por ser pobre –en la aporofobia– o de una clase social desfavorecida, o por motivos políticos, religiosos y culturales en general.

¿Por qué son injustas estas discriminaciones? Son injustas porque confunde dos planos muy diferentes: los posibles problemas de convivencia se confunden con los derechos éticos que cada persona tiene individualmente y que no pueden serle sustraídos sin atentar contra su dignidad como persona. Los problemas que puedan suscitarse realmente surgidos por diferencias culturales reales habrá que canalizarlos racionalmente mediante medidas políticas correctas y mediante una educación moral de la ciudadanía tendente a conocer las dimensiones verdaderas del problema y sus vías de solución. Pero las conductas primitivas que tienden a desembarazarse de lo que ven como un problema por la vía de la violencia activa o pasiva, es decir discriminando éticamente, pasan a considerar y a tratar a determinadas personas como inferiores en sí mismas consideradas, lo que contraviene un principio universal de la ética: el plano de igualdad ético en el que todos los seres humanos se encuentran.

La discriminación se da siempre que una persona es tratada de forma diferente a los demás debido a su pertenencia a alguna clase, a un género, a una situación dada y no debido a su conducta. Por ejemplo, cuando a una persona no le permiten la entrada a un local porque es negra, le pagan menos salario porque es mujer, o no le alquilan una vivienda porque es inmigrante. La discriminación puede venir impuesta por las leyes nacionales: en el régimen de apartheid de Sudáfrica estuvieron prohibidos por ley los matrimonios mixtos, en Afganistán las mujeres tenían la obligación de vestir el tradicional «burka», en España hasta 1975 las mujeres casadas no podían trabajar, ni abrir una cuenta bancaria, ni obtener el carnet de conducir, sin el permiso de su marido.

Ocurre con frecuencia, sin embargo, que las leyes prohíben la discriminación y sin embargo la sociedad sigue practicándola. Así, la Constitución española, en su artículo 14, establece que todos los españoles tienen los mismos derechos sin distinción de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquiera otra condición o circunstancia personal o social.

La realidad cotidiana pone de manifiesto que la igualdad real aún no se ha conseguido: según datos recientes contrastados existe una discriminación salarial por sexo en España y en Europa. En otras culturas y en otras latitudes la discriminación hombre/mujer es mucho más visible aún. El siglo XXI tiene este reto ético, pero también moral y político –en la medida en que también depende de la cultura, de la religión y de los Estados– después de que en el siglo XX se empezara el proceso de igualdad real entre los hombres y las mujeres.

En la lucha contra la discriminación con el objetivo de conseguir una sociedad más justa debe intervenir el Estado, promulgando leyes que garanticen la igualdad; las Organizaciones No Gubernamentales, denunciando conductas o normas discriminatorias y apoyando a las minorías; y los ciudadanos, evitándola y poniéndose al lado de los discriminados.

7.1.1 La discriminación positiva

Una de las formas propuestas para acabar con determinados tipos de discriminación es la de efectuar provisionalmente una «discriminación positiva», es decir, dar un trato favorable a los que pertenecen a un colectivo tradicionalmente discriminado. Por ejemplo, entre dos personas de distinto sexo candidatas a un puesto de trabajo lo tradicional fue, a igualdad de méritos, elegir al varón. La discriminación positiva establecería la obligación de unas proporciones mínimas que ayuden a tender a la igualdad deseada.

7.2 La desigualdad entre varones y mujeres

En la red podemos encontrar análisis interesantes como el texto siguiente sobre las diferencias hombre/mujer:

«Nadie duda de las diferencias fisiológicas (fuerza, altura,...) entre los hombres y las mujeres.
Las diferencias psicológicas son más controvertidas. Muchos niegan que existan, alqunos que son fruto de una educación sexista y otros que son el resultado de una diferencia génetica que nos proporciona un cerebro ligeramente dispar.
¿Mejor, peor, igual?
Ser diferentes -psicológicamente- no establece ninguna desigualdad. En algunos de los aspectos, la mujer se encuentra naturalmente dotada, en otros es el hombre quien tiene una ligera ventaja, pero estos pequeños aspectos no suponen ninguna brecha que impida la ejecución de cualquier tarea o cumplir un rol que tradicionalmente esté asociado al sexo contrario.
Origen de las diferencias:
- Neurológicamente, los cerebros del hombre y mujer presentan dimorfismos sexuales:
- La estructura que interconecta los dos hemisferios (cuerpo calloso) tiene una mayor densidad de interconexión en las mujeres.
- Flujo sanguíneo cerebral más incrementado en las mujeres que los hombres.
- El cerebro de los hombres está funcionalmente organizado de una manera asimétrica evidente en las regiones frontales izquierdas, mientras que el cerebro de las mujeres se evidencia una función bilateral.
- El cerebro femenino envejece más despacio
- Diferencias de densidad neuronal en ciertas zonas

Diferencias Hombre Mujer:
- La mujer puede realizar más tareas intelectuales simultáneamente -Ej: leer el periódico y hablar por teléfono- que el hombre (Cuerpo calloso más denso)
- El cerebro masculino está más capacitado para la concentración (menos tareas simultaneas) -Ej: al leer el periódico, disminuye la agudeza auditiva- (Cuerpo calloso menos denso)
- El cerebro femenino puede identificar emociones ajenas con más precisión.
- Mejor capacidad espacial y de orientación en el hombre.
- Mejor capacidad de la mujer para el lenguaje (Mayor densidad neuronal del hemisferio izquierdo: Uso de ambos hemisferios)
- Mejor memoria en la mujer
- Mujer: Resolución de problemas centrada en el proceso
- Hombre: Resolución de problemas centrada en la meta»
(Texto recogido en: http://www.gueb.org/Psicologia/Diferencias-Hombre-Mujer, el 26/agosto/2009).
Pongamos entre paréntesis la mayor o menor veracidad y exactitud de lo contenido en este texto. Lo que interesa es que ser diferentes anatómica, fisiológica, cerebral y hasta culturalmente, no significa que se es desigual, en sentido ético. La igualdad ética está vertebrada de otro modo: tiene que ver, a escala diacrónica, con un largo proceso de constitución de la especie y con una larga andadura civilizatoria con poder de irradiarse al conjunto de las culturas (que se desarrollan con abundantes diferencias), y, en sentido sincrónico, tiene que ver con nuestros actos libres y autónomos y con la construcción de nuestra racionalidad personal.

7.3. Los derechos humanos, la discriminación y la ciudadanía

Los derechos humanos son la plataforma desde donde toda discriminación queda ética y, en principio, también legalmente abolida. No es políticamente correcta la defensa de la discriminación porque se parte de la igualdad de todos los seres humanos:
«Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros» (art. 1 de los DDHH).
«Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición» (artículo 2.1), «Además, no se hará distinción alguna fundada en la condición política, jurídica o internacional del país o territorio de cuya jurisdicción dependa una persona, tanto si se trata de un país independiente, como de un territorio bajo administración fiduciaria, no autónomo o sometido a cualquier otra limitación de soberanía» (artículo 2.2).

Pero considerando que los derechos humanos son un «ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse» (Preámbulo a los DDHH), en cuanto ideal no es aún una realidad efectiva, ni lo será nunca de modo cerrado y colmado, porque la consecución de los derechos humanos depende del efectivo funcionamiento de la justicia, en las prácticas interpersonales, en la aplicación de la jurisprudencia en los distintos estados y en la relaciones internacionales mediada por las leyes de cada Estado. Y, en el mejor de los casos, no será evitable que este juego de fuerzas entre lo teórico (formal) y lo práctico (real) surjan continuamente conflictos entre los distintos intereses que obligarán a resituar una y otra vez el juego de las igualdades y de las desigualdades. Pero el hecho de que su objetivo sea problemático no significa que el imperativo de la dignidad humana no sea necesario y que el criterio estructurador de la igualdad no haya de estar impelido a aplicarse continuamente.

7.3.1. La ciudadanía

La ciudadanía es esa figura humana que ha aparecido en las sociedades civilizadas, urbanas y en el seno de las sociedades políticas, que ha atravesado mil avatares, desde una situación sin apenas derechos a la progresiva irradiación de los derechos obtenidos cuando el pueblo pasó a ser el depositario de la soberanía nacional. Esto es un resultado muy reciente, que se fue generalizando en el siglo XIX, con los regímenes parlamentarios, que se fue afianzando en el XX dentro del mundo occidental de democracias homologadas, pero que en amplias áreas culturales no es todavía un hecho bien instituido. Con todo, la soberanía nacional se inscribe en un marco formal de derechos y su efectiva materialización es una misión que ha de conquistarse cada día, siempre en una dialéctica recomenzada.

ACTIVIDADES

I. COMENTARIOS DE TEXTO:

Cualquier capítulo, apartado o fragmento significativo puede ser comentado, debiendo aclararse 1) los conceptos fundamentales, 2) el significado del texto en su contexto general y 3) el problema que subyace al problema planteado.

II. RESÚMENES Y ESQUEMAS

El tema completo, junto con cada temática diferenciada, ha de ser resumido, teniendo en cuenta los distintos apartados. En paralelo a los resúmenes, algunos esquemas de las ideas fundamentales que se van desplegando acabarán por fijar lo fundamental de los contenidos.

III. CONCEPTOS Y AUTORES

III.1. Conceptos que han de ser definidos aisladamente o puestos en la relación conveniente:
Racionalidad. Racionalidad teórica. Racionalidad práctica. Normas y ceremonias. Actus hominis. Actus humani. Conducta pautada. Conducta normada. Ritos. Responsabilidad y libertad. Libertad-de. Libertad-para. Autonomía. Heteronomía. Persona. Concepciones positivista, metafísica y dialéctica de persona. Dicotomía sexo-género. La discriminación. La ciudadanía.

III.2. Autores y corrientes a identificar y glosar:

Aristóteles. Filosofía cristiana. Kant. Tertuliano. San Agustín. Boecio. E. Mounier.

IV: TEMÁTICAS (han de ser desarrollos completos, hilvanados y argumentados sobre el tema propuesto):

1) La persona humana. Compón un tema que recoja bien los componentes que intervienen en la conformación de la persona humana, en el contexto de la racionalidad y en contraste con la inteligencia animal.

V. CREACIÓN FILOSÓFICA.

El problema de la libertad y de la autonomía. ¿En qué sentido es falsa la idea de que somos libres y autónomos?; ¿en qué consiste, entonces, nuestra libertad y autonomía?

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