miércoles, 5 de agosto de 2009

MIS CLASES DE FILOSOFÍA, tema 7.

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Tema 7. Poder político y justicia. Estado moderno, legitimidad y globalización

Silverio Sánchez Corredera
Tema 7. Poder político y Justicia. Estado moderno, legitimidad y globalización

1. La «política» de los chimpancés
2. De la etología a la conducta política
3. La transformación de las sociedades: orden interno, estabilidad, cambio e historicidad
3.1. La sociedad natural
3.2. De la sociedad natural a la sociedad política.
3.3. Tres enfoques materialistas: Marx, Harris, Bueno
3.4. La sociedad política
3.4.1. Sociedad política frente a sociedad natural
3.5. De la cultura bárbara a la cultura civilizada por la mediación de la ciudad y del Estado
3.6. Historicidad de la sociedad política

Anexo I. De las sociedades naturales a las sociedades políticas. El análisis de M. Harris. Profundización. Cabecillas, jefes y reyes

Anexo II. Repertorio de interpretaciones sobre la evolución de las sociedades

4. El concepto de poder
4.1. La estructura de la primacía del poder político
4.2. Reglas del funcionamiento estructural del poder de la sociedad política
5. El poder político expansivo: guerra e imperialismo
5.1. La generalización de la guerra
6. El poder en la sociedad política
7. Partes de la sociedad política

Anexo III. Partes de la sociedad política. Dinámica interna del poder en las capas y ramas de la sociedad política. Degeneraciones en las dinámicas del poder
8. La eutaxia de la sociedad política
8.1. Eutaxia y justicia
8.1.1 «Justicia política» y «justicia social»
8.1.2. Intersección entre la justicia y el Derecho. Y la «lucha por la justicia».
8.1.3. Tránsito entre la eutaxia y la justicia


Anexo IV. Sistematización de las teorías sobre el poder. Política y moral: divergentes. Política y moral: convergentes. Política y moral: el juego de las convergencias y divergencias
9. La Globalización
9.1 Plataformas con actividad y potencia globalizadora

Anexo V. La concepción filosófico-jurídica del Estado moderno, en su perspectiva histórica. Profundización

Anexo VI. Justicia, Libertad e Igualdad en las democracias contemporáneas. Profundización

ACTIVIDADES


1. La «política» de los chimpancés

Frans de Waal ha querido aproximar la política humana a la de nuestros congéneres más próximos en La política de los chimpancés:

«En la vida grupal de los chimpancés, puede reconocerse la estructura del sistema económico humano, con sus transacciones recíprocas y la centralización del poder. Sin embargo, los chimpancés prefieren intercambiar favores sociales en lugar de regalos o bienes, y su apoyo desemboca en un individuo central, que utiliza el prestigio que este apoyo le proporciona para asegurar el bienestar social. Esta es su responsabilidad y, si falla en la labor de distribuir convenientemente el apoyo que le prestan, puede ver perjudicada su propia posición». (Frans de Waal: La política de los chimpancés, Alianza, 1993, pág. 310)

Pero esto parece estar guiado, según Waal, por cálculos mentales individualizados, muy similares a los de los humanos:

«Cuando dos individuos [chimpancés] comienzan a golpearse o a amenazarse uno a otro, puede ocurrir que un tercero decida entrar en el conflicto y se ponga del lado de uno de los contrincantes. El resultado es que se forma una coalición de dos contra uno, aunque en muchos casos el conflicto se extiende aún más y se forman coaliciones mayores. Debido a que todo ocurre con una gran rapidez, podríamos pensar que los chimpancés se contagian unos a otros la excitación al ver la agresividad de otros individuos y que, de este modo, se suman a los conflictos a ciegas. Nada más lejos de la verdad. Los chimpancés nunca dan un paso que no hayan calculado antes».

Cálculos que siguen una elaboración nada simplificada o meramente instintiva:

«Al igual que el reconocimiento individual es un requisito para que una jerarquía sea estable, la «conciencia triádica» es otro requisito que debe tener toda estructura jerárquica basada en coaliciones. El término «conciencia triádica» se refiere a la capacidad de percibir las relaciones sociales que se dan entre otros individuos y formar relaciones triangulares variados: es decir, la capacidad que un individuo A tiene, en su relación con B y C, no sólo para ser consciente y desarrollar su propia relación con B y con C por separado (A-B y A-C), sino también su capacidad de ser consciente de la relación entre B-C y aprovecharla. Se pueden encontrar formas elementales de vida grupal tridimensional en muchas especies de pájaros y de mamíferos, pero los primates son indudablemente superiores a este respecto. Todas las conductas de intervención dirigidas a provocar reconciliaciones, interferencias, coaliciones o «chivatazos» serían inconcebibles sin la existencia de una conciencia triádica [...]
A pesar de las rivalidades que existen entre ellos [los chimpancés], los machos suelen formar fuertes lazos sociales y tienden a desarrollar un sistema de poder equilibrado que se basa en sus coaliciones, sus dotes individuales de lucha y el apoyo prestado por las hembras.» (Frans de WAAL, O. c., pág. 56-57, 265 y 309)

2. De la etología a la conducta política

Las relaciones de poder político propias de las sociedades humanas no pueden reducirse a los modos de poder de las sociedades animales. La estructura jerarquizada y los comportamientos de dominación los comparte genéricamente el homo sapiens con los animales sociales, especialmente con los primates más próximos, sin embargo, el poder político humano no se constituye exclusivamente desde rasgos compartidos con los animales (rasgos cogenéricos). Aunque el poder político utiliza la fuerza física que actúa por contacto y poco tiempo (golpear...), no puede basarse en ella como elemento fundamental exclusivo, y debe sustituirla por la autoridad o «fuerza» a distancia y de larga duración, sustentado en el lenguaje, en una tradición histórica y en normas estructurantes del conjunto social. Para ello el poder político actúa a través de planes y programas, que se instituyen victoriosamente y consiguen una cierta estabilidad. El poder político resulta del poder zoológico o etológico, pero queda convertido en algo diferente cuando los elementos antiguos se transforman en los nuevos en el interior de una nueva estructura que los dota de otra naturaleza (transformación por «anamórfosis»).

Antes de que apareciera el tipo de sociedad que llamamos sociedad política, los seres humanos vivieron en sociedades menos complejas: la sociedad natural. El «poder», como forma de dominación humana, se ha ejercido bajo dos grandes modalidades: primero, en un contexto de sociedad natural, después, en la sociedad política.

3. La transformación de las sociedades: orden interno, estabilidad, cambio e historicidad

3.1. La sociedad natural


La sociedad natural es previa a la sociedad política y se caracteriza porque su estructura interna (intraestructura) es convergente o con capacidad de neutralizar las divergencias internas.
Entendemos por sociedad natural humana un conjunto formado por sujetos cuya organización interna no ha alcanzado todavía las características de una sociedad política. No se debe falsamente idealizar, dentro de esta sociedad natural, un individuo convertido en «buen salvaje» como idearon algunos filósofos ilustrados, entre ellos Rousseau. El individuo no vive más independiente ni más «libre» en una sociedad natural, sino integrado de otra manera. El ser humano natural se comporta siguiendo patrones rutinarios adquiridos por aprendizaje y fuertemente impuestos por el grupo. El sistema de regulación social viene establecido por el funcionamiento de los grupos de parentesco y las reglas de filiación, la determinación de las familias, los linajes y los clanes, con residencia matrilocal, patrilocal, avunculocal…, y las normas de casamiento, habitación, de iniciación al mundo adulto y por el respeto a los tabúes y las costumbres del grupo. Los enfrentamientos violentos en el seno de esta sociedad existen pero quedan fundamentalmente neutralizados por el ordenamiento convergente global del grupo. La sociedad natural no está compuesta simplemente por individuos, porque en su seno encontramos subgrupos (familias, división de sexos, grupos dirigentes, etc.) unidos por el cumplimiento de las normas, que están sustentadas por uno o varios de esos subgrupos dentro de una estructura global que permite la convergencia entre todos. El subgrupo imperante consigue articular todas las partes dentro de una sociedad compactada, cuyas normas tienden a mantener el equilibrio interno y a un desarrollo equilibrado con relación a los recursos vitales existentes. La estabilidad de un grupo en el estadio histórico de sociedad natural viene dada por la capacidad de utilizar el entorno natural de forma exitosa dentro de su sistema cultural. Estos grupos son también capaces de desarrollar patrones de conducta característicos con los númenes que resultan globalmente integradores. Lo característico de la sociedad natural es que su estructura interna o «intraestructura» se organiza de manera convergente.

3.2. De la sociedad natural a la sociedad política

Las sociedades naturales organizadas en bandas y aldeas evolucionaron hacia la sociedad política de las jefaturas, reinados e imperios. La constitución de las ciudades se halla en un punto de inflexión entre la sociedad natural (sin Estado) y la sociedad política (en general, con protoestado o con Estado).

Hace unos 50.000 años el Homo neanderthalensis comenzó una progresiva desaparición del planeta que finaliza hace unos 25.000 y dejó paso a la única especie que había coexistido con él en los últimos miles de años: el Homo sapiens, es decir, nosotros. El Homo sapiens aparece en África, por evolución de especies anteriores de homínidos, entre 200.000 y 150.000 años y se extendió posteriormente a los cinco continentes del planeta. El hombre del paleolítico vivió de la recolección y de la caza en el seno de grupos de varias familias, habitó las cavernas, desarrolló el arte rupestre, la talla, el grabado, los objetos decorativos… y el perfeccionamiento de las armas líticas. Hace unos 30.000 años la humanidad vivía en bandas cazadoras y recolectoras de unos 50 individuos. Una buena parte de estas bandas se constituyeron en aldeas de unos 150 individuos, que vivían al principio de la caza y la recolección pero que con los asentamientos de la vida agrícola y ganadera (revolución neolítica) se fueron generalizando y creciendo en densidad de población, hasta que aparecieron los primeros núcleos urbanos como el de Jericó, hace 8.000 años a.n.e. con unos 2.000 habitantes. A partir de aquí data el inicio de las ciudades: Chatal Hüyük (6.000 a.n.e, Turquía, 6.000 habitantes), Sumer (sur de Irán-Irak, 3.500-3.200 a.ne.), Uruk (Irak, 3.5000 a.n.e.). Estas ciudades y otras como Lagash, Eridu, Ur, Nippur, Tell-es-Sultan, Babilonia… florecerán a partir del 3.200 a.n.e como reinos independientes.

Las sociedades preestatales formadas por bandas y aldeas fueron dando paso a la sociedad política, a través del desarrollo de formas de poder y organización social que abarcaba grupos poblacionales constituidos por varias aldeas y por un número creciente de habitantes. Algunas de las sociedades pasaron a ser gobernadas por jefes y por reyes. Algunos de estos reinos dieron lugar a los primeros imperios, babilonio, asirio, hicso, egipcio, persa, chino, inca…, por un proceso de asimilación de los territorios colindantes con una organización social más primitiva. Los que fueron evolucionando más aprisa marcaron tarde o temprano el ritmo general de todos los demás con los que entraban en relación.

3.3. Tres enfoques materialistas: Marx, Harris, Bueno

El «materialismo histórico» y el «materialismo cultural» plantean interpretaciones de la evolución de las sociedades asumibles en su sentido general, pero pueden ser completadas con la aportación del «materialismo filosófico» que introduce una revisión de estas interpretaciones.

El «materialismo histórico» de Karl Marx (Contribución a la Crítica de la Economía Política, 1859) interpretó la historia de las sociedades guiadas por un proceso evolutivo basado en los distintos «modos de producción», que iba desde la sociedad primitiva «comunista» hasta el socialismo del futuro (que acabaría con la lucha de clases de la historia), pasando por los modos de producción asiático, esclavista, feudal y burgués-capitalista. Esa sociedad primitiva de la que habla Marx, donde no hay todavía más que una división natural del trabajo (edad, sexo, fuerza…) sería la que correspondería a la estructura convergente de la sociedad natural.

Por su parte, el «materialismo cultural» de M. Harris no pone la clave tanto en las relaciones de producción en sí, cuanto en el equilibrio que resulta de la presión demográfica y los recursos disponibles en la relación que se establece entre el hombre y su entorno natural; la ruptura de este equilibrio ha de ser controlada por las prácticas de control de la natalidad o mediante la intensificación de las técnicas que permitan extraer mayores recursos del trabajo. En ese engranaje cobran sentido la agricultura y la ganadería, la constitución de las ciudades y la aparición de la esclavitud.

El «materialismo filosófico» de Gustavo Bueno propone que la transición de unas sociedades en otras, desde la sociedad natural a la sociedad política, desde las sociedades preestatales (que pueden tener ya una organización política) a las estatales, se entienda no sólo apelando a los ejes circular (de las relaciones de producción de las que habla Marx y Harris) y radial (de las relaciones del hombre con la naturaleza, en las que insiste Harris), sin duda fundamentales, sino también al eje angular de las relaciones de los hombres con los númenes y con las sociedades «extrañas» o extranjeras. La evolución de la sociedad, cualquiera que sea, no puede explicarse exclusivamente por un proceso de maduración interna, porque juegan un papel fundamental las relaciones con sociedades distintas, extrañas o rivales. La constitución del Estado y la aparición de ciudades no puede entenderse sin una red de múltiples relaciones entre pueblos distintos.

3.4. La sociedad política
3.4.1. Sociedad política frente a sociedad natural


La sociedad política surge por transformación interna de la estructura de la sociedad natural. De la «intraestructura» convergente de ésta se transita a una «intraestructura» divergente. La sociedad política se constituye cuando ya no es posible mantener la unidad propia de la sociedad natural.

Las divergencias que había entre individuos o subgrupos en la sociedad natural que eran neutralizadas por el orden global instituido se van volviendo progresivamente irreductibles como consecuencia de la constitución de una nueva estructura social surgida del propio desarrollo interno y de las relaciones que han de establecerse con otras sociedades extrañas o enemigas. Si la sociedad natural se caracterizaba porque conseguía ejercitar el poder bajo un modelo convergente, ahora, la sociedad política, contará siempre con divergencias irreductibles; el poder que imponga la parte hegemónica no lo ejercerá consiguiendo una convergencia objetiva sino dotando a la sociedad de la estabilidad necesaria para su supervivencia; esta estabilidad si tiene la capacidad de ser duradera podrá considerarse como un «buen orden» o eutaxia. Los enfrentamientos no cobran importancia porque procedan de individuos aislados sino porque resultan de fuerzas enfrentadas de los distintos intereses de la disparidad de grupos. El orden global deja de ser convergente para ser constitutivamente divergente. Los elementos «naturales» anteriores se transforman, refundiéndose, por «anamórfosis» en las nuevas circunstancias «políticas». Pero esta reorganización no se ejecuta sola sino que es precisa la mediación de un eje estructurador: el núcleo de la sociedad política (la capa conjuntiva).

En cuanto sociedad divergente, en una sociedad política no cabe una soñada armonía o un estado de justicia estable, debido precisamente a la multiplicidad y diversidad de fuerzas enfrentadas. Pero sí es preciso, si esa sociedad quiere sobrevivir, un orden global suficiente, un buen orden general en medio de las divergencias, que llamaremos eutaxia (buen orden). Este buen orden no se refiere de forma directa a un orden ético-moral, ni se confunde con un estado general de justicia, aun cuando algo tendrá que ver con ello.
Las sociedades políticas pueden ser 1) preestatales y 2) sociedades con Estado (sin necesidad de entender por ello, exclusivamente, el Estado moderno). La «intraestructura» divergente de la sociedad política encierra una mayor complejidad en la constitución del poder, que cabe considerar en tres niveles operativos (ramas del poder) y en tres ámbitos de aplicación (capas del poder) dentro del cuerpo social. El Estado surge por evolución de las sociedades preestatales al añadirse una nueva capa (la cortical, encargada de la defensa) a las dos ya existentes: la conjuntiva (núcleo estructurante o gobernante) y la basal (económica). El desorden del poder dentro de un Estado determinado, incapaz de conseguir la estabilidad del conjunto, lo llamaremos distaxia, reconocible por su tendencia a desestructurar la sociedad y, en consecuencia, por el peligro de ser sustituido por otro poder alternativo o por la simple desaparición o involución de la sociedad.

3.5. De la cultura bárbara a la cultura civilizada por la mediación de la ciudad y del Estado

Las culturas bárbaras son por definición múltiples y diversas, sin embargo, la civilización, aunque irradiada desde distintos focos, irá tendiendo a una «cultura universal». La anterior diversidad cultural se va refundiendo de alguna manera atravesada por las fuerzas civilizatorias, pero esto no quiere decir, ni mucho menos, que la cultura tienda hacia la uniformidad, porque nuevas formaciones culturales rebrotan de nuevo, dispersas, diferentes y enfrentadas. Todas las culturas habrán de asumir, civilizatoriamente, el uso de determinadas tecnologías, pero no el resto de creencias, valores e ideas...

Los pasos evolutivos que llevan de formas menos complejas a más complejas no se explican exclusivamente por el proceso de transformación de las estructuras internas de una sociedad, que las llevarían a «ir madurando», sino sobre todo por las relaciones externas a las que tarde o temprano se ven impelidas las distintas sociedades entre sí. En función de este mismo proceso, las culturas bárbaras quedarán determinadas a entrar en el cauce de la cultura civilizada –más pronto o más tarde-.

No todas las sociedades naturales han evolucionado hacia una sociedad política: ello ha sido posible cuando una sociedad ha quedado aislada del conjunto de relaciones imperantes, porque cuando internamente no se dirige ella misma hacia la sociedad política, otras que sí lo han hecho la absorberán en cuanto puedan. Lo mismo pasa con las sociedades políticas que todavía no han llegado al nivel del Estado: si han podido subsistir a lo largo del tiempo se debe a algún tipo de aislamiento.

En medio de todo tipo de relaciones de dominación, de alienación y de explotación, que son relaciones no simétricas, han ido fraguándose relaciones simétricas de otro nivel a través de las cuales, mediante procesos transitivos, se ha hecho posible la extensión de una misma identidad a toda la especie humana. Hay un claro proceso civilizatorio científico-tecnológico, pero a su lado apunta también otro proceso de carácter axiológico, mucho más conflictivo y difícil de resolver. La civilización consiste en este proceso de identidad, que por una parte frena la pluralidad de las culturas y por otra impone unas relaciones de un radio humano que tiende a la «cultura universal»: no es posible limitar la transmisión de la escritura, la geometría, la pólvora, la brújula, o la teoría de la evolución una vez introducidos. Justamente, es este fenómeno de potencia transmisora universal el que constituye la civilización; un descubrimiento o invención que permanezca aislado no es civilizador, ni se incorpora al curso del tiempo histórico. En este proceso «concentrador» ha jugado un papel fundamental la ciudad, que puede pasar por la línea divisoria entre la barbarie y la civilización.

Ninguna ciudad ha podido constituirse y mantenerse, según el materialismo filosófico, por evolución interna exclusivamente de una aldea pequeña a gran población y a ciudad finalmente, basado en el excedente alimenticio y en la aparición de clases especializadas como los sacerdotes y los artesanos (según ha defendido Gordon Childe). Para que surja la ciudad es preciso un proceso plural de núcleos interdependientes que se estén constituyendo a la vez en ciudades. El conjunto de trabajos especializados que se precisan en el mantenimiento de una ciudad cualquiera no son posibles sin el flujo de estos especialistas de unas ciudades a otras. De esta manera, la ciudad es el lugar de la transitividad por antonomasia. El vehículo sin el cual esta transitividad no podrá cobrar consistencia histórica será la escritura.

3.6. Historicidad de la sociedad política

Las fases características del desarrollo de las sociedades políticas podemos enmarcarlas dentro de lo que llamaremos «curso» de la sociedad política. No se puede identificar la sociedad política con el Estado, reduciendo aquélla a éste, porque históricamente se han dado sociedades que han trascendido el nivel de sociedad natural, que son ya sociedades políticas y que no son todavía estados; pero el Estado parece, a la luz de los propios fenómenos históricos, la forma privilegiada a la que han ido tendiendo las sociedades políticas. Por ello, cabe representar el curso del desarrollo histórico de las sociedades políticas en tres grandes fases:

1ª) Sociedad política protoestatal: no poseen Estado pero su organización conduce a él (a no ser que involucione hacia una sociedad preestatal al subsistir dentro de un fuerte aislamiento).

2ª) Sociedad política estatal. Se hace posible cuando en el contexto de varias sociedades protoestatales se desborda la mera subordinación, asimilación expansionista (militar, etc.) o integración (comercial, confederación, etc.) en sus relaciones mutuas y la relación esencial entre las distintas sociedades pasa a ser la de codeterminación, que se rige por la dialéctica del enfrentamiento que marcan los momentos de guerra y de paz. Un Estado no surge sino frente a otro Estado, por codeterminación (Roma y Cartago). Cuando un Estado, además de relacionarse con otros estados con los que se mide se halla en contacto con sociedades preestatales o estados más débiles a los que puede asimilar, se dan las condiciones idóneas para el colonialismo y para la constitución de los imperios (Roma, Imperio español, Imperio inglés, etc.)

3ª) Sociedad política postestatal: los estados se van viendo desbordados por relaciones interestatales y por estructuras supraestatales cada vez más decisivas en las relaciones de poder interno al Estado. La estructura histórica del presente se encuentra en la segunda fase pero con elementos que apuntan ya a esta tercera, que tienden a desbordar las fronteras de los estados. Esto no quiere decir, necesariamente, que el futuro haya de residir en una sociedad sin Estado, de la misma manera que en el presente no se ha prescindido de la familia como agrupación primaria de la sociedad. Lo que sí quiere decir, sin duda, es que progresivamente las relaciones de poder han de entenderse en un marco más y más internacional, problema que recientemente se viene denominando la «globalización».

Anexo 1. De las sociedades naturales a las sociedades políticas. El análisis de M. Harris. Profundización
(Los contenidos de este anexo están tomados del libro de texto Filosofía, 1º bachillerato, Eikasía editorial, 2004, tema 17. Autor del tema 17: Silverio Sánchez Corredera. Coordinadores del libro de texto: Silverio Sánchez Corredera y Pablo Huerga Melcón)


1. Cabecillas, jefes y reyes

El «materialismo cultural» defendido por Marvin Harris analiza cómo pudo ir constituyéndose el actual poder político de nuestras sociedades modernas desde las sociedades naturales hasta la aparición de los estados.

Para ello se apoya en el estudio de distintas sociedades primitivas que han llegado hasta nuestros días (Introducción a la antropología general, 1985; Nuestra especie, 1989; Jefes, cabecillas y abusones, 1993). Diferencia entre sociedades preestatales y sociedades estatales. Las sociedades preestatales son las sociedades de bandas y de aldeas, que basan su economía cazadora y recolectora en el intercambio recíproco, con una organización de mando muy poco jerárquica guiada por cabecillas, a los que se consulta y respeta pero a los que no se obedece necesariamente; los cabecillas ejercen una función igualitaria más que de mando. A su lado, los chamanes introducen funciones mediadoras en el grupo que sólo son constrictivas en la medida que ejercen de eco de la «opinión pública». Harris ve ejemplos de estos modos de vida en los !kung San (África: desierto del Kalahari, entre Bostwana y Namibia), los esquimales (Alaska), los semais (Malasia), los indios mehinacus (Brasil), etc. Los tsembaga maring (Nueva Guinea), estudiados por Roy Rappaport, son un clan que se alimenta del cultivo de ñames, batatas, mandioca, caña de azúcar, que, al contrario de las bandas de vida itinerante (como los !kung), pueden dejar ya la vida nómada, salvo en las desbandadas provocadas por las guerras. Los yanomamis (Amazonia: entre Brasil y Venezuela), estudiados por Kenneth Good, representan un modo de vida con una agricultura deficiente y que depende del éxito improbable de la caza, lo que les obligaría a ser belicosos frente a otras tribus, y a practicar un aborto selectivo de niñas que rebaje la presión demográfica. En todo caso, la subsistencia y la evolución de estas sociedades de menor a mayor complejidad depende de la relación que se da entre el aumento de la población (presión demográfica) y la disponibilidad de recursos de supervivencia. La amenaza de ruptura en el equilibrio de esta relación lleva al grupo a defenderse con medidas como la práctica del aborto o del infanticidio (muertes por negligencia...) o bien, a introducir métodos de intensificación de los recursos alimentarios. Ésta segunda vía puede conducir a un continuo progreso en la introducción de técnicas, que permiten el incremento de la población sobre un territorio dominado más amplio. De esta manera, de las bandas y aldeas preestatales se transita a sociedades gobernadas por jefes, primero «jefes igualitarios» y después jefes hereditarios convertidos en reyes, que ejercen ya un poder coactivo. A partir de las jefaturas hereditarias vemos ya poblaciones entre 10.000 y 30.000 habitantes. Estas jefaturas constituyen el nexo entre las sociedades preestatales y las estatales cuando se conjugan dos circunstancias: una población numerosa que supere los 10.000 habitantes y unas condiciones de poblamiento que cierre la expansión geográfica ilimitada, es decir, una población «circunscrita».

El estudio de M. Harris viene a sugerir que del cabecilla de la banda y del jefe de la tribu se forma, por una progresiva acumulación de poder, los «grandes hombres» o mumis (así se les llama en Bougainville, una de las islas Salomón, en el Pacífico Sur). Mientras que en aquéllos el poder se ejercita en una sociedad que vive sin grandes reservas alimentarias dentro de relaciones igualitarias, en los «grandes hombres» el poder que ejercen, el poder redistribuidor, procede de una sociedad que ha debido iniciarse en la práctica de las reservas alimentarias para periodos prolongados. Del «gran hombre» sin poder coactivo, sólo redistribuidor, se avanzará hacia el gran jefe, que al convertirse en hereditario, podrá constituirse en rey. El «gran hombre» o mumi tiene la misión de asegurar la supervivencia en las épocas de carestía a la vez que tiende a una concentración de poder cada vez mayor, lo que posibilitará que pueda convertirse en rey. En las jefaturas hereditarias y en los reinos encontramos ya una organización que introduce sirvientes y guerreros, y una distancia progresiva con relación al resto de los pobladores. Pasado el tiempo, estos reyes llevarán al extremo su diferencia y entroncarán su linaje con el de los dioses, como puede verse en los reinados antiguos del Perú, China, Japón o Egipto.

El tránsito entre los protoestados y los estados discurre en el mismo proceso en que algunas jefaturas van convirtiéndose en reinados, a la vez que se transforma el modo de poblamiento característico: de la vida en un territorio distribuido en una diversidad de aldeas que reúnen linajes y clanes diferentes surgirán núcleos de población muy numerosos que conoceremos como ciudades.


Anexo II. Repertorio de interpretaciones sobre la evolución de las sociedades
(Los contenidos de este anexo están tomados del libro de texto Filosofía, 1º bachillerato, Eikasía editorial, 2004, tema 17. Autor del tema 17: Silverio Sánchez Corredera. Coordinadores del libro de texto: Silverio Sánchez Corredera y Pablo Huerga Melcón)

Otras interpretaciones que pueden contrastarse con las anteriores en el esfuerzo por determinar la evolución (que algunos defienden y otros ponen en duda) de las sociedades humanas son, entre otras:
A. Ferguson (1723-1816) y L. Morgan (1818-1881): 1) salvajismo, 2) barbarie y 3) civilización. A. Comte (1798-1857): 1) etapas teológica, 2) metafísica y 3) positiva.
H. Spencer (1820-1903): de las sociedades simples a las sociedades complejas: 1) familia, 2) clan, 3) tribu, 4) Nación o Estado.
F. H. Giddings (1855-1931): de la sociedad militar a la sociedad industrial. 1) zoogenia, 2) antropogenia, 3) etnogenia y 4) demogenia (pueblos civilizados) y ésta, en: 4.1) militar-religioso, 4.2) liberal-jurídico y 4.3) económico-ético).
Max Weber (1864-1920): grupo 1) organizado, 2) territorialmente organizado, 3) imperativamente coordinado, 4) político (amenaza y fuerza) y 5) Estado (la fuerza legítima). L. Mumford (1895-1969): etapas 1) pretécnica y 2) técnica.
T. Parsons (1902-1979): sociedades 1) primitivas, 2) arcaicas, 3) con escritura y religión, y 4) modernas.
R. Linton (The Study of Man, 1936): 1) banda, 2) tribu, 3) confederación, 4) Estado.


4. El concepto de poder

El concepto de poder se aplica a las relaciones interpersonales (¿quién manda en una pareja?), a las familiares (¿quién detenta la patria potestad?), a las institucionales gubernamentales (¿quién tiene la última decisión: el ejecutivo, el legislativo o el judicial?), a las económicas, a las de información y conocimiento, a las religiosas... El poder del dinero, el poder de la prensa, el poder del conocimiento tecnológico, el poder de la Iglesia... Etcétera.

Cabría, en definitiva, partiendo de todos los ejemplos imaginables, establecer estos cuatro tipos de poder: 1) poder etológico. 2) poder ético. 3) poder moral y 4) poder político. Todo sujeto puede ejercer en un momento dado un poder basado en el potencial etológico de la fuerza física (el poder terrorista, el poder del maltratador... o quien se defiende de una agresión, etc.): se trata de la capacidad de coaccionar, obligar, reducir, doblegar mediante el valor de la fuerza física. Es un valor que se mueve en el plano de la realidad positiva, de lo que es (en tanto se aplica una fuerza animal determinada). Esta fuerza etológica puede muy bien ir acompañada de otros recursos que son fácilmente imantados por ella: coacción psicológica, amenaza, chantaje, lazos sentimentales, dependencias pasionales... Ahora bien, el valor puede funcionar no sólo como la constatación de una correlación de fuerzas efectiva (como «ser»), sino como «deber-ser», en el plano de la realidad axiológica. Hemos analizado la diferencia entre el ser y el deber-ser con algún detalle a propósito de la racionalidad práctica y del contraste entre los valores de la ética, de la política y de la moral.

Estaremos ante un poder ético, cuando el poder lo ejercen los sujetos en nombre de valores de deber-ser que tengan estructura distributiva, es decir, que sean valores en principio accesibles a cualquiera: el ejemplo de un santo, la fuerza atractiva de un líder, la confianza depositada en la amistad... o, en el reverso, el poder de las «malas compañías» o de una educación incoherente...

Si el poder se ejerce en nombre de valores enraizados en grupos sociales: ideológicos, religiosos, económicos..., entonces estaremos ante un poder moral. Este poder tiene fuertes nexos con los políticos y, de hecho, se convierte en político cuando actúa desde instituciones directamente ligadas a la «administración oficial», legal o coactiva del poder. El poder de la prensa o de la tv (de aquéllos que dispongan de grandes tiradas y audiencias), el poder del Papa, el poder de la Banca, el poder de los sindicatos, el poder de lobbys determinados, el poder de la opinión pública (poder que a pesar de su apariencia difusa tiene trascendencia efectiva, por ejemplo, sobre unos comicios electorales)...

Cuando el poder se ejerce desde las estructuras administrativas del Estado o desde algunas de sus funciones o inercias laterales, estaremos ante el poder político, cuya principal legitimación se encuentra en el establecimiento efectivo de la eutaxia («buen orden» global de la administración y de la sociedad política, que haga posible la continuidad de este orden o capaz de corregir los desórdenes).

El ejecutivo, el legislativo y el judicial son poderes del Estado, por tanto, poderes políticos. El ejército y la diplomacia son también poderes de un Estado. Pero también todo el tejido infraestructural, industrial, comercial, productivo, empresarial, en cuanto debe regirse por leyes y normas políticas, es un poder político. También lo es toda la administración pública que depende de los ministerios que regulan la actividad de un país con sus decretos y directrices: la educación pública, la medicina pública... desempeñada incluso muchas veces por funcionarios del Estado. El poder político (la administración y las instituciones oficiales: cortes, juzgados, ministerios, secretarías, consejerías, direcciones, capitanías, cuarteles, embajadas...) no puede funcionar si no es apoyándose y reorganizando continuamente las energías que proceden de los poderes morales, sin olvidarse de ciertos poderes éticos de algunos sujetos singulares con gran preeminencia social. El poder etológico o de la fuerza pura y dura siempre está ahí para cuando falla todo lo demás o para cuando interesa a algún grupo determinado con capacidad de aplicarlo.

4.1. La estructura de la primacía del poder político

Pero a pesar de la diferencia entre poder etológico, ético, moral y político, este último tiene la capacidad de absorber, de dirigir, de articular y de estructurar en un todo más o menos cohesionado, a las otras modalidades de poder, porque esta estructura globalizante no es otra cosa que la sociedad política en su conjunto, en cuanto ésta se halla efectivamente funcionando a través de los estados.

Ahora bien, cabe diferenciar dos fuentes o direcciones de poder, de arriba a abajo, procedente de las instituciones gubernamentales (como el ejecutivo y el ejército), y de abajo a arriba, procedente de la sociedad civil, en cuanto en ella confluyen, se reconfiguran y solidifican determinados poderes morales y éticos, al lado, por supuesto, de todos los flujos de poder etológico, que pueden funcionar tanto por su cuenta como ligados a poderes institucionales.

4.2. Reglas del funcionamiento estructural del poder de la sociedad política
Esta doble dirección del funcionamiento del poder (verticalidad descendente y ascendente), no deja de ser una simplificación aclaratoria de lo que en realidad sucede, porque no se da un dualismo de corrientes antagónicas sino una compleja mecánica entre ambos sentidos, la primera de cuyas reglas es que el poder descendente ha de tomar su energía sobre todo de las fuerzas que ascienden desde la sociedad civil, utilizándolas para sus propósitos.

Una segunda regla de este funcionamiento complejo es que el poder no es ni bueno ni malo, sino que se vuelve bueno o malo en función de que contribuya primero a la eutaxia y, segundo, según el nivel en el que esta eutaxia consiga interseccionar con un nivel de justicia históricamente estatuido.

La tercera regla formula que el poder funciona de hecho atendiendo a tres órdenes de necesidades: 1º) el poder que ha de organizar la realidad social (tarea gubernamental del ejecutivo, y también del legislativo y judicial). 2º) El poder que ha de articular su sociedad política con el resto de sociedades circundantes. 3º) El poder que ha de generar riquezas y medios de subsistencia. G. Bueno denomina a estos tres órdenes, las capas del poder: las capas conjuntiva, cortical y basal.

La cuarta regla del funcionamiento del poder en una sociedad política se refiere, siguiendo los estudios de Michel Foucault, a la existencia de múltiples micropoderes en producción constante, que circulan en todas las direcciones, que alientan, frenan, desvían o sabotean los flujos gruesos de poder. En esta escala, los micropoderes tienen mucho que ver con los flujos deseantes que brotan de continuo en una sociedad, en su funcionamiento «maquínico», en el sentido que han estudiado Gilles Deleuze y Guattari.

La quinta regla, también foucaultiana, podría formularse así: el poder siempre busca aliarse con el saber y no tanto para controlarlo cuanto para utilizarlo al máximo. No es verdad que el poder, sobre todo un poder eutáxico y duradero, se base preferentemente en la fuerza bruta y no en las texturas más finas del saber.

La sexta regla que proponemos en este análisis es de raigambre marxista: el funcionamiento de una sociedad política, y por tanto de sus poderes, dependen en última instancia de la marcha de la producción económica y del tejido económico que va quedando estabilizado.

La séptima regla tiene que ver con la atribución de la soberanía y su desempeño: ésta ha de depender en última instancia de las leyes, es decir, de los criterios de funcionamiento globalmente aprobados. Habría de darse, si el objetivo es la eutaxia, una preeminencia de valor del legislativo, el judicial y el ejecutivo (articulado con los dos anteriores), sobre los poderes productivos o los militares.

La octava regla es ésta: el poder de una sociedad política necesita del funcionamiento de una policía (hacia el interior) y de un ejército (hacia el exterior), como elementos coactivos que aseguren el funcionamiento de las leyes. Sin esta estructura coactiva el objetivo de la eutaxia queda expuesto a mil irregularidades y a una corrupción generalizada del sistema. Por la misma razón, una atribución fuera de sus competencias del ejército y de la policía es igualmente dañina para el buen funcionamiento de un Estado.

5. El poder político expansivo: guerra e imperialismo

La política tiene su expresión más extrema o última de poder en la guerra. Se parte, en teoría, de que cuando fallan todos los demás medios para conservar o aumentar la eutaxia de un Estado, éste recurra a la guerra. Cuando la guerra tiene carácter defensivo, parece que puede concederse con facilidad el dictamen de «guerra justa». Pero, cuando no es defensiva ni necesaria ¿puede algún criterio validarla como «guerra justa»?

Un repaso a la historia nos hace comprender enseguida que un buen número de guerras han tenido como causa las expansiones imperiales. Un Estado mucho más fuerte que el resto del entorno tiende a extender su potencia política de modo imperialista. Gustavo Bueno ha diferenciado entre dos modelos: el imperialismo depredador y el imperialismo generador. Partiendo de esta distinción, podemos interpretar que el imperialismo depredador anexiona, domina y se adueña de los recursos de un territorio ajeno, mediante el poder de su ejército o de su primacía económica, sin el objetivo de extender el conjunto de derechos políticos de la metrópoli a la zona colonizada. Al contrario, el imperialismo generador se configura, en teoría, como una fuerza expansiva que extiende un estado civilizatorio dado a otros territorios que se hallan en estadios culturales menos evolucionados e incapaces de mantener una «confrontación moral» con aquel otro centro irradiador de poder. Se menciona como modelo las conquistas de Alejandro Magno, en buena medida conquistas pacíficas; también, la extensión del Imperio romano en zonas como la Galia o Hispania, que se encontraban en un nivel civilizatorio inferior. El descubrimiento de América por los españoles y sus primeras intenciones (las de la Junta de Valladolid en torno a la polémica Sepúlveda-Las Casas, de 1550-1551) pueden servir de ejemplo también de este imperialismo generador. Ahora bien, en todo imperialismo generador surgen pronto claros resortes de imperialismo depredador. El problema para poder valorar moralmente el poder ejercido históricamente pasa por evaluar con detalle el conjunto de fuerzas imperantes en un momento dado y el conjunto de posibilidades reales: el mundo debía ser descubierto y había de descubrirlo quien tuviera fuerza para ello; el contacto entre culturas, estados y pueblos debía guiarse mediante el principio del imperialismo generador y nunca el depredador. Pero el imperialismo generador por sí mismo es incapaz de articular moralmente el conjunto de problemas que derivan de la confrontación de pueblos que hasta entonces se desconocían.

5.1. La generalización de la guerra

Las relaciones internacionales en todo tiempo parece que han sido un campo abonado para el desarrollo de las fuerzas políticas, con un muy relativo poder de las fuerzas morales y éticas. A partir de la Ilustración se ha empezado a defender una confederación internacional de los estados que aseguren una paz perpetua, como propusieron Jovellanos o Kant. La creación de la ONU, en 1945, tiene como fundamental objetivo este ideal: preservar la paz mundial.

De momento, ha de reconocerse que es evidente que las riendas del asunto de las guerras no han podido ser tomadas ni bien manejadas. Desde el siglo XX pueden computarse unas cincuenta guerras de cierta importancia, y después de las dos guerras mundiales recientes (1914-1918 y 1939-1945), que dieron lugar a la fundación de las Naciones Unidas, otras múltiples guerras salpican sin cesar las relaciones internacionales: 1ª guerra árabe israelí (1948-1949) y 2ª (1956) y 3ª (1967) y 4ª (1973). Guerra de Corea (1950-1953), guerra de Argelia (1954-1962), guerra de Vietnam (1963-1975), guerra de Biafra (1967-1970), guerra indo-pakistaní (1970-1971), guerra Irán-Irak (1980-1988), guerra Afganistán-Rusia (1979-1989), guerra de las Malvinas (1982), guerra del golfo Pérsico (1991), guerra civil de Yugoslavia (1991-1995), guerra civil de Bosnia-Herzegovina (1992-1993), guerra entre hutus y tutsis en Ruanda (1994), guerra de Chechenia (1999-2000), guerra de Kosovo (1999-2000), guerras de Irak (1ª y 2ª: 1996 y 2003), y múltiples enfrentamientos armados que duran décadas como el de Chiapas, la tensión árabe-israelí, la «limpieza étnica» de Darfur, o las guerrillas en Colombia...

Mientras que las relaciones internacionales no pasen a estar regidas efectivamente bajo criterios sometidos a una legislación de justicia internacional, con poderes coactivos para imponer esta jurisdicción, las relaciones políticas internacionales demuestran tender per se a solucionar los conflictos recurriendo con relativa facilidad al arte y remedio más elemental y extremo: la guerra.

6. El poder en la sociedad política

No cabe una sociedad política sin dinámicas y estructuras de poder. El poder político va de arriba abajo pero, a su vez, recoge las energías que van de abajo arriba provenientes del «poder civil» y se rige, entre otras, por las leyes que hemos señalado más arriba.

Una sociedad política se compone de una parte que ejerce el grueso del «poder descendente» y de otra que se halla sometida a esa dominación, en nombre de la eutaxia u orden general. A partir de la generalización progresiva de los modelos de gobierno parlamentarios, desde el siglo XIX, los grupos que ejercen el poder político se han vuelto menos estables, expuestos como están a los vuelcos electorales.

La imposición de una parte sobre las demás es posible porque los planes y programas que promueve tienen la capacidad de ordenar el conjunto dentro de un equilibrio (la eutaxia), que exige un mínimum de estabilidad global pero que no asegura el buen gobierno para todos y cada uno (distributivamente). El poder puede ser, por tanto, impuesto o aplicado de arriba abajo y, en esa medida, es un poder político. Pero el poder cabe ser 1) acatado o 2) resistido y contrarrestado y, desde esa óptica, cabe hablar del «poder civil», concepto abstracto que reúne las fuerzas sociales obedientes y canalizadas o aquellas otras que permanecen irreductibles o incontrolables para el poder político. La sociedad civil no puede funcionar fuera de la sociedad política, pero sí podemos referirnos a ella para denotar el flujo de fuerzas que van de abajo arriba en las correlaciones de fuerza del ejercicio del poder. El poder se despliega cuando la parte hegemónica determina a las otras partes del cuerpo social, pero esta determinación es global e integradora, no total e integral, como recuerda Gustavo Bueno, y en la medida que el poder político no puede ser absoluto se desarrolla también lo que puede concebirse abstractamente como «poder civil». Además, la energía con la que opera el poder político sobre el conjunto de la sociedad la extrae no sólo de las clases obedientes o satisfechas sino también de las corrientes enfrentadas, sometidas todas a los mismos planes y programas eutáxicos (o distáxicos).

7. Partes de la sociedad política

La sociedad política cabe entenderla dispuesta en tres capas: 1) conjuntiva (gobierno), 2) basal (economía) y 3) cortical (defensa), que se cruzan con las funciones de las distintas ramas del poder: 4) operativa (poder operativo) 5) estructurativa (poder estabilizador y estructurante) y 6) determinativa (poder de juzgar y evaluar) dando lugar a nueve modalidades de poder que hay que entender dialécticamente. Seguimos en esto los análisis de Gustavo Bueno en el Primer ensayo sobre las categorías de las “ciencias políticas”.
Las nueve modalidades de poder que resultan de este análisis son:
En la capa conjuntiva (ramas: operativa, estructurativa y determinativa, respectivamente): poder ejecutivo, legislativo y judicial.
En la capa basal (ramas: operativa, estructurativa y determinativa, respectivamente): Poder gestor, planificador y redistribuidor.
En la capa cortical (ramas: operativa, estructurativa y determinativa, respectivamente): poder militar, federativo y diplomático.

Anexo III. Partes de la sociedad política. Profundización
(Los contenidos de este anexo están tomados del libro de texto Filosofía, 1º bachillerato, Eikasía editorial, 2004, tema 17. Autor del tema 17: Silverio Sánchez Corredera. Coordinadores del libro de texto: Silverio Sánchez Corredera y Pablo Huerga Melcón)
1. Partes de la sociedad política

El cuerpo de una sociedad política está configurado por tres capas en la medida que sus funciones ordenan las relaciones interpersonales (el gobierno), las relaciones con la naturaleza (la economía) y las relaciones con los «extranjeros» (la defensa). Estos «lugares» del cuerpo de la sociedad política donde actúan estas funciones las llamaremos de manera más precisa capa conjuntiva, basal y cortical. Dentro del espacio antropológico la capa conjuntiva se refiere al poder que se establece en las relaciones circulares (de unas personas con otras), la capa basal al poder relativo a las relaciones radiales (hombre-naturaleza) y la capa cortical al poder que se refiere a las relaciones con «extraños» (correspondiente a los númenes de la relación angular).

En la capa conjuntiva, donde se despliegan las relaciones que tienen que ver con ejecutar órdenes gubernamentales, proclamar leyes y atender los delitos, se localiza el núcleo del cuerpo de la sociedad política, sin el cual no cabe hablar de política. Pero este poder de la capa conjuntiva no nace para quedar encerrado en sí mismo sino para proyectar sus planes eutáxicos sobre las otras capas, es decir sobre el proceso mismo de la producción de riquezas (capa basal) y de la defensa frente a otros estados (capa cortical). El conjunto de las tres capas y sus relaciones mutuas constituyen el «campo» en el que se despliega el poder político. Quienes creen que la vida política se agota en la actividad gubernamental (incluso asumida en sentido amplio: ejecutivo, legislativo y judicial) la entienden exclusivamente en su sentido formalista, por eso para el materialismo político han de añadirse las actividades económicas (radiales: basal) y defensivas (angulares: cortical) a las relaciones circulares (conjuntiva) de los que gobiernan y son gobernados.

La «intraestructura» de la sociedad política puede cifrarse en nueve especies de poder: las tres capas del poder se cruzan con tres ramas del poder. Sobre los tres territorios o capas (gobierno, economía y defensa) inciden tres formas de funcionar o ramas (mandando, organizando y revisando). Cada una de las tres capas donde penetra el poder se organiza desde tres ramas del poder, que son las tres funciones características de darse: a) de mando que hace y deshace, que opera (rama operativa: poder ejecutivo, poder gestor y poder militar), b) de organización de estructuras estables (rama estructurativa: poder legislativo, poder planificador y poder federativo) y c) de mantenimiento del equilibrio definiendo los términos de lo que se cumple o incumple (rama determinativa: poder judicial, poder redistributivo y poder diplomático). Si estas nueve modalidades de poder, que marcan los lugares y formas donde se despliega, las ordenamos según las relaciones del espacio antropológico tenemos:

1) En la capa conjuntiva de las relaciones circulares o contexto gubernamental (el núcleo del cuerpo del poder): poder ejecutivo, legislativo y judicial.

2) En la capa basal de las relaciones radiales o contexto económico (relaciones de los sujetos con la naturaleza): poder gestor, planificador y redistribuidor.

3) En la capa cortical de las relaciones angulares o contexto de las relaciones con otras sociedades políticas (relaciones con los «extraños» que pueden poner en peligro al Estado): poder militar, federativo y diplomático.

2. Dinámica interna del poder en las capas y ramas de la sociedad política

Encontramos una dinámica y dialéctica entre los nueve tipos de poder y, de manera fundamental, la relación entre los poderes del núcleo (ejecutivo, legislativo y judicial) y el resto del cuerpo de la sociedad política. Del núcleo no surge necesariamente el poder determinante pero de él depende la eutaxia o la distaxia.

Una sociedad política aparecerá históricamente cuando en el interior de una sociedad natural se constituya un núcleo, capaz de reorganizar las divergencias mediante el ejercicio de un poder que instituya leyes (legislativo), que juzgue su cumplimiento (judicial) y, sobre todo, que llegue a ejecutar sus planes y programas (ejecutivo). Se constituye así el núcleo del cuerpo de la sociedad política, como una capa de poder (capa conjuntiva) que tendrá que dilatar su actividad a otras capas de poder diferentes: las capas basal y cortical. La capa conjuntiva representa la suma de los tres poderes del núcleo (el ejecutivo, el legislativo y el judicial) y es ella la principal sostenedora del poder hegemónico de una sociedad política determinada, gracias al cual es posible la articulación de las divergencias en un poder eutáxico (o distáxico, si funcionara globalmente mal). El núcleo del poder o capa conjuntiva es lo que puede entenderse como gobierno (el jefe del Estado y los ministros), y en sentido amplio incluyendo a los legisladores y los jueces. En especial las funciones de gobierno se han entendido ligadas más al poder ejecutivo que a los otros dos, por cuanto es éste el que ha tenido más capacidad de absorber históricamente las funciones de los otros. La capa conjuntiva organiza en la eutaxia (o distaxia) las relaciones circulares de los seres humanos, es decir, relaciones tales como la obediencia o la desobediencia y el cumplimiento o el desacato de las normas políticas. A pesar de ser muchas y muy variadas las relaciones circulares (familias, asociaciones, etc.), sólo se instituye una trama de poder regulador de todas esas relaciones aplicada a toda la sociedad, la trama de los tres poderes: ejecutivo, legislativo y judicial. Pero las relaciones de los hombres con la naturaleza (radiales), las relaciones económicas, no quedan organizadas directamente en la «capa conjuntiva» sino en la «capa basal». En la «capa basal» encontramos el poder gestor, que se ocupa de que funcionen de determinada manera las fuerzas productivas de una sociedad concreta. En segundo lugar, el poder planificador se expresa en la «capa basal» al regular y seleccionar los programas de producción de riquezas, que no puede regular el legislativo por sí solo sin contar con los planes efectivos del mundo de la producción. Al poder gestor y planificador hay que unir el poder redistributivo o poder fiscal, encargado de los impuestos y de su redistribución, así como de vigilar a los que tributan y los que defraudan. A la «capa cortical» del poder corresponde la organización de las relaciones de la sociedad política con otras sociedades políticas diferentes, a través del poder militar, que actúa en contra de las fuerzas externas (extranjeros belicosos o «dioses extraños» de otras culturas) que comprometen la estabilidad del poder político interno. A través, también, del poder federativo, encargado de establecer acuerdos con sociedades extrañas al Estado (la Iglesia o sociedades extranjeras) y del poder diplomático, que se mueve en el campo del derecho internacional (derecho de gentes) y tiene como función definir y diferenciar a los aliados de los enemigos.

3. Degeneraciones en las dinámicas del poder.

Unas sociedades políticas podrán diferenciarse de otras según la mayor o menor preponderancia que tengan algunas de estas nueve modalidades de poderes. Un poder militar que se impone a todos los demás poderes puede resultar una dictadura militar o una tiranía, un poder planificador excesivo que imponga los intereses de los plutócratas sobre los trabajadores supone una oligarquía (o incluso un régimen de esclavitud), un poder gestor sobredimensionado arrastrará fácilmente un gobierno burocrático, un poder ejecutivo que ensombrezca a todos los demás puede deparar una monarquía absoluta o un régimen autocrático, etc.

Montesquieu (El espíritu de las leyes, 1748) definió en el siglo XVIII el gobierno ideal como aquél en el que se da un equilibrio y una independencia entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. El equilibrio de poderes es un reto continuo, pero la independencia no es posible más que muy parcialmente porque las interconexiones materiales son muy fuertes.

8. La eutaxia de la sociedad política

El concepto de eutaxia, siguiendo la terminología de Aristóteles, y su recuperación por Gustavo Bueno, significa el «buen orden» con que funciona una sociedad política, que la hace perdurar. La eutaxia no se confunde con la justicia social.

El buen orden supone una buena constitución, y, por tanto, una cohesión del conjunto de los ciudadanos (en un Estado), y un ejercicio del poder capaz de globalizar, aun cuando esta globalización no llega nunca a todas partes, no es total. Lo propio de una sociedad eutáxica es que dure en el tiempo (un siglo al menos), porque su cohesión y unidad tenderá a la estabilidad en mayor medida que la distaxia, si bien, la duración es una consecuencia pero no la esencia del orden, porque puede no durar por causas externas a su estructura o puede subsistir degenerándose enfrentada a distaxias mayores.

El poder de la eutaxia (o de la distaxia, en su caso) despliega planes o programas como normas que funcionan objetivamente, al margen de que los sujetos psicológicos reconozcan o no el sometimiento a esas normas. Si las normas son arbitrarias serán distáxicas, pero si se atienen a algún tipo de «necesidad» en la subsistencia global del grupo habrán de ser consideradas eutáxicas, aunque no sean tomadas como justas en el sentido moral. Un gobierno eutáxico estará orientado al bien general, porque el gobierno orientado al interés particular es distáxico (cuentan los resultados y no las intenciones de los gobernantes). El «bien común» cuando se interpreta en sentido político y no moral podrá hacerse corresponder con la eutaxia; si bien, quienes hablan de bien común (Aristóteles, Santo Tomás de Aquino…) suelen introducir ya en el concepto político la tensión con el concepto moral. El «bien común» (eutaxia) no ha de traducirse necesariamente por libertad, solidaridad, igualdad, justicia, etc., porque no son estos objetivos ético-morales los inmediatos de la política; y porque, además, la lógica material de la política comporta el ejercicio del poder con el fin de mantener el conjunto, mientras que la lógica de la moral implica referirse a las relaciones de igualdad entre las partes heterogéneas de la sociedad y entre los distintos intereses de los ciudadanos, lo que comúnmente se señala con el concepto «justicia» (justicia social). Ahora bien, cabe hablar de «justicia política», distinta de la «justicia social», aunque no han de presuponerse siempre enfrentadas.

8.1. Eutaxia y justicia

Mientras la eutaxia persigue un «buen orden» global la justicia social pretende un «orden bueno» que afecte a todos los sujetos particulares.

Por idea de justicia entendemos, en general (sin connotarla todavía como política o como moral), la capacidad de ajustarse los seres humanos a relaciones de igualdad concretas en el seno de grupos determinados: el grupo de los jefes, de los patriarcas, de los ciudadanos, o de la especie humana. En realidad, la idea de igualdad no es «buena» per se, sino en cuanto se promueven «buenas igualdades» que benefician a la eutaxia, a la actividad social o a las normas éticas. La idea de igualdad opera progresando en medio de ideas y situaciones de desigualdad cacoética, injusta o distáxica. La idea de igualdad es una estructura formal que sólo se vuelve «buena» al aplicarse a realidades a las que convenga racionalmente. El imperativo de igualdad no es siempre el más racional (a la hora de evacuar un barco, por ejemplo), y dependerá más bien del contenido que se quiera igualar. La igualdad alcanza su máxima racionalidad y necesidad en los contextos éticos, pero no en los morales y menos en los políticos. Ahora bien, la ética no funciona al margen de la moral y ésta no tiene significado al margen de la política. Por eso, la justicia como igualdad, se constituye en fenómeno político-moral en la medida que no pueden segregarse los fenómenos éticos relativos a la igualdad entre las personas.

En el nivel ético basta hablar de igualdad, porque la justicia sólo cabe aquí como mero cumplimiento de una norma interpersonal: comportamiento justo equivale aquí a comportamiento correcto respecto a una norma que une a varios sujetos éticos (repartir justamente un botín: en partes iguales); es lo que Aristóteles denominó «justicia conmutativa», mediada por un contrato o un acuerdo, expreso o incluso tácito.

El concepto de justicia cobra su pleno significado en el contexto político-moral, no tanto porque existan hechos sociales justos cuanto porque siendo imposible una situación de justicia social generalizada y realizada no se puede prescindir de su promoción, porque debería para ello negarse la existencia de sujetos éticos, lo cual es imposible en grado absoluto (los peores tiranos concederán, al menos, a su familia y próximos derechos éticos). La justicia es la idea en la que se expresan las contradicciones de la vida social atributiva de sujetos que pretenden conservar sus derechos éticos (distributivos).

8.1.1 «Justicia política» y «justicia social»

Conviene diferenciar la «justicia política» de la «justicia social». La «justicia política» habrá que aplicarla a las relaciones de igualdad, respecto de normas dadas, en el interior de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. La justicia social habrá que referirla a las relaciones de igualdad que consiguen articular los derechos éticos universales con la multiplicidad de intereses sociales y políticos divergentes.
La mayor o menor igualdad que dota de mayor o menor justicia las relaciones entre los gobernantes, no se traduce por sí misma en «justicia social» en el resto del cuerpo de la sociedad política. Ahora bien, la igualdad entre los miembros de la clase política tenderá a redundar en la sociedad gobernada. Además, el funcionamiento de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial sólo adquiere significado cuando actúa sobre las corrientes sociales reales y, en la medida que desvíen esas corrientes favoreciendo algún tipo de igualdad cooperarán también a la justicia social.

Las leyes promovidas por el gobierno pueden ser legítimas, si se atienen a las normas dadas, o ilegítimas, en caso contrario, pero no les es dado ser directamente «justas», porque la justicia no funciona como una cosa, sino como un ejercicio continuo e inacabable de igualación. En el límite, si referimos la justicia política a la especie humana, ha de entenderse como el conjunto de relaciones de los Estados, que determinan procesos de igualación de las partes que se relacionan. Una norma legítima será más o menos justa según la capacidad que tenga de igualar determinadas relaciones sociales. Pero la función de las leyes políticas, en cuanto se despliegan de arriba abajo, no consiste esencialmente en la igualación sino en coordinar un orden global sostenible. La exigencia de igualación procede de los impulsos que vienen de abajo arriba, es decir, de la dialéctica en que entra la sociedad civil respecto del poder político. Pero el sentido ascendente de la lucha por la justicia no es siempre por definición justo, porque es la expresión del enfrentamiento de diversas partes de la sociedad civil que entienden la justicia de diferente manera, porque la igualación que proclaman no se efectúa de forma directa sino a través de criterios enfrentados que son necesariamente ideológicos, es decir lógicamente interesados y parciales.

8.1.2. Intersección entre la justicia y el Derecho. Y la «lucha por la justicia»

Los grupos civiles (grupos morales) serán tanto más justos cuanto mayor sea la igualación efectiva que consigan desarrollar, que no será estable ni generalizable si no se determina como una parte de la eutaxia, es decir, si no consiguen que el poder político la instituya en su red de actuación, no sólo como texto legal sino como ejercicio que se despliega en las relaciones económicas e internacionales. El puente de unión entre la política (eutaxia) y la moral (justicia social) ha de pasar por el Derecho. Éste dota de estabilidad formal a los puntos de conexión que se establecen entre el orden y la justicia. Pero el ejercicio del Derecho por sí mismo (el cumplimiento y aplicación de las leyes por sí mismo) no asegura una actividad política justa, porque, primero, las leyes pueden quedarse cortas y, segundo, porque la realidad a la que se aplican es cambiante.

De arriba abajo, la política no puede rechazar sin más las demandas de justicia social, porque necesita utilizar las fuerzas sociales existentes para desde ellas operar; no tiene sentido un ejercicio político que actuara encastillado a distancia, porque ¿sobre quién ejercería su poder?, ¿de qué modo articularía el conjunto?

De abajo arriba, la justicia social no puede pretender prosperar al margen de los poderes políticos, porque sería una lucha ilusoria y utópica, o individualista e inoperante. Pero también es verdad que la fuerza política y la fuerza moral no pueden confundirse porque actúan en planos distintos, una en nombre del todo y la otra en nombre de partes que además no están de acuerdo. El laissez faire («dejar hacer») aplicado a la política y a la economía que algunos defienden presuponiendo que todo intento por influir en el proceso del poder es inútil equivale a una postura de amoralidad, al renunciar a intervenir en el proceso como parte activa, por infinitesimal que sea la influencia; entender a los ciudadanos como partes pasivas (fundamentalmente pasivas) dentro de un funcionamiento «autónomo» de la maquinaria política supone reducirles a «esclavitud moral». Es precisa una lucha continua por la justicia, como necesidad de continuo ajustamiento.

La eutaxia no es una sustancia ni puede sustancializarse, es una forma de funcionar la sociedad con estabilidad global, una buena forma, un buen orden. La eutaxia no puede traducirse en términos de justicia social, pero tampoco puede actuar de espaldas a ella, así que la relación entre ambas habrá que concebirla de forma tensional y dialéctica. Ambos aspectos se exigen pero a la vez discurren a través de estructuras lógicas distintas: la que funciona cuando se toma a la sociedad en su conjunto (la eutaxia) y la que se recompone desde sus partes en la medida que aquí sus individuos actúan con protagonismo ético-moral.

8.1.3. Tránsito entre la eutaxia y la justicia

La eutaxia se perfecciona moralmente con la justicia pero no pueden traducirse la una en la otra.

Como sabemos, el poder se ejerce de forma descendente (de arriba abajo) pero funciona también de forma ascendente (de abajo arriba). El ejercicio del poder político es el ejecutado por las instituciones políticas y es coactivo, impuesto, pero ni justo ni injusto en principio. El poder distáxico tenderá a ser rechazado por poderes alternativos enfrentados a los hegemónicos, si existen grupos sociales con capacidad de desarrollar algún programa eutáxico capaz de frenar la involución política. Ahora bien, en cuanto que es eutáxico (siempre según grados, no en términos absolutos), el poder puede ser asumido, soportado o rechazado. Estas tres operaciones corresponden a la «sociedad civil».

Mientras que la sociedad política se personifica en instituciones como el ejecutivo, legislativo, tribunal supremo, tribunal constitucional, audiencias, gobernadores, ejército, policía, inspectores de hacienda, diplomáticos, etc., ¿en qué se traduce la «sociedad civil»?. Parece claro que todo lo que no sean instituciones políticas sería «sociedad civil», pero ¿es la «sociedad civil» algo ajeno o enfrentado a la sociedad política? Tenemos que decir que la sociedad no está dividida en dos partes, por una parte la sociedad política y por otra la civil, porque: 1) la «sociedad civil» no es nada fuera de la sociedad política, ella misma forma parte de sus componentes. 2) La «sociedad civil» no actúa aunada, globalizada o de común acuerdo, porque se refiere a un mero colectivo de partes heterogéneas e incluso sin relación. 3) Ahora bien, las múltiples formas heterogéneas que tiene la sociedad de responder a cada una de las nueve formas de poder político proceden de la «sociedad civil». Pero, mientras el poder político funciona bajo procesos unificadores (dentro de una armadura básica o de poder económico –capa basal- y de una armadura reticular construida por la acción del gobierno y la defensa del Estado- capas conjuntiva y cortical-), el poder de la sociedad civil (que va da abajo arriba y en direcciones múltiples) no funciona como un polo enfrentado al político sino como un movimiento dentro de su dialéctica total, en cuanto el poder en su conjunto queda unificado por el plan eutáxico (o distáxico) global.

La «opinión pública» supone un modo muy difuso de referirse a las corrientes sociales efectivas, heterogéneas, volubles, manipulables, relativas, pero que poseen la capacidad de inclinar la balanza del voto y, en ese sentido, son el objeto de deseo del poder político, que trata de utilizar esta energía de la sociedad civil a través de la educación pero también de la propaganda y del control de la información.

Los partidos políticos son cristalizaciones visibles del protagonismo que la sociedad civil puede adquirir con relación al poder ejecutivo, los sindicatos lo son respecto de la capa económica, y algunas organizaciones internacionales oficiales que intervienen en acuerdos interestatales, como La ONU, el Banco Mundial, el Tribunal Internacional de la Haya, etc., lo son en la capa cortical.

Además existen otros grupos «no oficiales» independientes de la estructura de la Administración pero con nexos de dependencia económica (a través de las ayudas oficiales al desarrollo, etc.), las ONG, que promueven planes y programas de incremento de la justicia a escala nacional e internacional, con mejor o peor resultado.

Las organizaciones religiosas –las mayoritarias tradicionales y muchas otras sectas minoritarias (algunas conocidas como «sectas destructivas») siguen siendo una forma de canalización de las fuerzas morales de la sociedad, ocupadas en la «cura del alma» pero también con fuerte propensión a ocupar parcelas de poder político (muy manifiesto en el caso de los fundamentalismos religiosos).

Las asociaciones empresariales se ocupan directamente de la producción de la riqueza, y por tanto, conforman una energía fundamental eutáxica, cuya contribución a la justicia es indirecta (positiva o negativa). Otras fuerzas actúan controlando un porcentaje elevado de los recursos económicos mundiales en las zonas donde no llega la justicia ni la ley, a través de redes del crimen, como el narcotráfico, el tráfico de armas, de órganos, de «esclavos», de prostitutas… y las mafias que negocian con el tránsito ilegal de emigrantes.

La dialéctica entre el poder político y el poder civil no es, como se ve, una dialéctica de malos contra buenos: las «fuerzas morales» no promueven sólo la justicia, también la injusticia; El Estado no sólo se ocupa de la eutaxia porque ésta implica a menudo la justicia social. Lejos de una dialéctica maniquea, la racionalidad político-moral ha de componer los hilos que permitan la estabilidad de la eutaxia de cada gobierno al lado de la promoción de óptimos de justicia que alcancen a las relaciones de todos los estados de la tierra.

El Derecho es el puente «natural» e histórico que une la eutaxia y la justicia social, pero sus leyes han de ser vigiladas por los gobiernos y por la sociedad civil para que sean «buenas leyes» (eutáxicas y justas) y para que se cumplan, en una dialéctica que no tiene fin.
Anexo IV. Sistematización de las teorías sobre el poder
(Los contenidos de este anexo están tomados del libro de texto Filosofía, 1º bachillerato, Eikasía editorial, 2004, tema 17. Autor del tema 17: Silverio Sánchez Corredera. Coordinadores del libro de texto: Silverio Sánchez Corredera y Pablo Huerga Melcón)
Según las distintas teorías sobre el poder encontraríamos quienes defienden que el poder funciona negativa, positiva o de manera mixta.

Las distintas teorías sobre el derecho y el poder a lo largo de la historia han entendido que el fin que persigue la política es globalmente: 1) bueno, 2) malo, o 3) mixto. Pero este diagnóstico resulta del modo peculiar cómo se entiende la dialéctica política/moral: de manera divergente, convergente o «conver-divergente»

Este triple diagnóstico (el poder es bueno, es malo, es mixto) es el resultado de enfoques que nacen de considerar la dialéctica entre la eutaxia y la justicia, entre la política y la moral, de manera diferente. De este modo, cabe clasificar las distintas teorías políticas y jurídicas en tres grandes modelos, cada uno de ellos con sus respectivas variantes:

1) Aquéllos para los que la dialéctica entre la política y la moral es divergente, porque en definitiva su composición no da buenos resultados. Si se entiende que la política es mala, tratará de suplantarse desde la moral; si es buena, tratará de actuar sin los «enredos morales».

2) Aquéllos para los que la política y la moral están llamadas a entenderse del todo, una vez que se asiente históricamente la relación debida; se trata de una dialéctica de la convergencia, que cree además en un progreso histórico.

3) Aquéllos para los que la dialéctica entre la política y la moral presenta contradicciones parciales insalvables a la vez que reconoce la necesidad de su conjunción parcial.

1. Política y moral: divergentes.

Teorías de la dialéctica divergente P/M. Aquí podemos diferenciar dos variantes:

1.1) La buena política no debe depender de la moral. Los sofistas defensores de la ley del más fuerte, como expresión de lo verdaderamente «natural», huyendo de los equívocos añadidos culturales (el nomos, la ley de los débiles…). Maquiavelo representa esta visión preocupado por la formación psicológica adecuada de quien ha de gobernar, el Príncipe, señalándole las obligaciones del político que puede fingir actuar por razones morales, válidas como apariencia social, pero que debe aplicar realmente la política más eficaz, según razones instrumentales y estratégicas; la política no es el arte de utilizar medios buenos sino de conseguir vencer e imponerse. Bernardo de Mandeville (1670-1733) en la Fábula de las abejas lleva al extremo este modelo llegando a romper la dialéctica P/M: en un colmenar próspero pero lleno de vicios se impuso una reforma moral y dejó de ser por ello próspero; de la misma manera entre los humanos, los defectos ético-morales deben supeditarse a la actividad política, puesto que ellos mismos cooperan a la bonanza política

1.2) La moral debe huir de la política cuanto pueda, porque la política es constitutivamente mala; la moral debería sustituir en el límite a la política. Un caso puro de esta postura estaría constituido por el donatismo (siglo IV), que defiende el rechazo total de la vida política por parte de los fieles (los justos) de la Iglesia. En esta misma línea estarían los fundamentalismos religiosos actuales. Sin embargo, esta postura en tanto que extrema llega incluso a romper la dialéctica P/M y por eso el modelo de las dos ciudades de San Agustín, la de Dios (los que aman religiosamente) y la del diablo (los que actúan con fines temporales) es más ajustada a un enfoque dialéctico que dando preeminencia al poder moral no aniquile por ello el poder político sino que lo supedite (el rey sometido al Papa).

El filósofo francés Michel Foucault es representativo de esta variante en su versión atea: el poder de la sociedad política está en todas partes, lo inunda todo, se manifiesta en «micropoderes», circula de arriba abajo y de abajo arriba, muta históricamente pero en definitiva, aunque es productor de elementos «positivos» como el mismo saber, su función no se ejerce si no es contra el individuo: le suplicia, ajusticia, alinea en formación militar, encierra, «educa», corrige, «psiquiatriza», «sexualiza», reprime, explota, amaestra… Las fuerzas ético-morales de la sociedad no pueden superar esta microfísica del poder (constitutiva de la sociedad misma), así que la lucha entre la moral y la política supone una deriva sin fin en la que se puede aspirar, en todo caso, a incrementar en lo posible los puntos de resistencia al poder-saber dominador.

2. Política y moral: convergentes.

Teorías de la dialéctica convergente P-M. Dos variantes fundamentales cabe ver:

2.1) Una buena política implica en el fondo la solución a la moral. Representan esta postura tanto Adam Smith como Marx. El liberalismo económico de Smith porque entiende que cuando la política aplique bien la ciencia económica los problemas de justicia social se solucionarán naturalmente. El socialismo de Marx porque cuando las relaciones de producción pasen a depender de las fuerzas mayoritarias explotadas la historia de la lucha de clases dejará paso a la verdadera historia emancipada del género humano. La utopía social, la sociedad tecnificada de Bacon o la tecnocrática de Saint-Simon caben también aquí, a caballo entre esta variante y la siguiente.

2.2) Una recta acción moral acabaría por mejorar a la política, reconstituyéndola. En este modelo podemos situar las utopías sociales como las de Tomás Moro (Utopía), Campanella y las propuestas de los socialistas utópicos como Fourier y Owen. A caballo entre ésta y la anterior podrían situarse a los teóricos del anarquismo: Proudhom, Bakunin...

3. Política y moral: el juego de las convergencias y divergencias.

Dialéctica de la contradicción y conjunción parciales y sin solución de continuidad, al no caber solución síntesis o superación definitiva en el enfrentamiento.

3.1) Versión optimista (que puede recaer en el idealismo) que parte de un progreso cierto e imparable. La mayor parte de las posturas ilustradas defensoras de la idea de progreso, que puede verse en parte como la versión laica de la idea cristiana de superación de los problemas de la tierra en el reino de los cielos defendida por Santo Tomás o Suárez: Condorcet, Turgot, Rousseau (aunque entiende el progreso también como un retorno a la naturaleza prístina), Kant, Jovellanos y el movimiento ilustrado en general. Max Weber representa también esta teoría en la medida que los tres modos posibles de ejercerse el poder tienen una estructura ascendente que trataría de describir una evolución social histórica de carácter progresivo: a) la dominación carismática, legitimada en las cualidades del líder o héroe queda superada por b) la dominación tradicional, cuya legitimidad se halla en la tradición; y ambas, definitivamente por c) la dominación racional-legal, que pone la legitimidad en las leyes como procedimientos impersonales. Hegel teorizó como nadie el modelo histórico-filosófico (Fenomenología del Espíritu y Filosofía de la historia) en el que la idea de progreso se inserta en la Historia como una realidad necesaria en el devenir del Espíritu.

3.2) Versión realista (que puede recaer en un pesimismo antropológico o en un fatalismo social) que defiende que la dialéctica entre los resortes políticos y los morales se despliegan bajo la construcción de equilibrios parciales históricos, que son perecederos porque están expuestos al cambio incesante pero que pueden solidificar modelos político-morales más potentes (igualitarios y liberadores) que otros. Autores como Platón (en la medida que defendió que la Calípolis estaba expuesta siempre a degenerar en timocracia, oligarquía, democracia y finalmente en tiranía), Aristóteles, Cicerón, Spinoza, Montesquieu encajarían en este modelo dialéctico donde el progreso no está asegurado. La teoría política del materialismo filosófico que representa Gustavo Bueno sería representativa de este enfoque.

Modelo dialéctico realista, que reconoce la contradicción entre las cuestiones políticas y morales, la contradicción en el interior de los mismos modelos morales, e incluso la contradicción en contextos determinados de la ética y la moral, pero que sostiene la capacidad civilizatoria de la racionalidad humana (que sigue el modelo de conocimiento de la ciencia, el método crítico de la filosofía occidental y la independencia respecto de las ideologías «milenaristas» y de toda teología), y dentro de ella la capacidad de discernir los proyectos ético-morales universalizadores de las conductas arbitrarias e individualistas.

La versión realista concedería algún modo de progreso histórico relativo en la medida en que algunos objetivos ético-morales (libertad, igualdad, etc.) pasan a incorporarse a las legislaciones positivas de los Estados, pero esto no asegura por sí mismo ningún tipo de estabilidad o terreno ganado en la dialéctica de los conflictos políticos y los planteamientos morales. Históricamente hay un claro devenir desde las aldeas a las grandes metrópolis, desde las sociedades bárbaras a las civilizadas, desde la dispersión de los hombres paleolíticos a la concentración de una «Humanidad» que se ha dado los «Derechos humanos», desde el desconocimiento intercontinental e intercultural a la mundialización («globalización»), y en esta dialéctica sí cabe ver una «evolución» en la constitución histórica del ser humano y de las sociedades, pero nada hay asegurado con relación a una solución global o final que asegure un estado de justicia: el fragor de la batalla continua. No cabe una moralización total de la política pero sí el objetivo de una optimización moral de la política como cuestión continuamente replanteada. En este sentido, dentro de la versión realista, cabe diferenciar una corriente realista beligerante.
9. La Globalización

La globalización es un concepto muy utilizado en las últimas décadas en politología. Está relacionado con los nuevos contextos de la política internacional, con el fenómeno del mercado omniabarcante (globalizado), con un mercado financiero con capacidad operativa en tiempo real en cualquier lugar del planeta, con el hecho de la nueva red digital que conecta al instante cualquier zona de la Tierra, con el hecho de que los efectos de la actividad humana son comprobables a escala global (capa de ozono, desertización, cambio climático…) y, en definitiva, con la interdependencia cada vez mayor de todos respecto de todos (grandes desplazamientos migratorios de los países subdesarrollados a los países ricos; recursos energéticos interdependientes, como el petróleo, en curso de agotarse; terrorismo internacional…).
A pesar de esas evidencias o tendencias, el concepto de globalización encierra un posible espejismo: suponer que en todos los estados, que en todas las culturas y entre todas las personas se da de hecho un modelo de creencias y valores homogéneos, o creer que estamos ya ante un sistema económico definitivo con capacidad de solucionar los problemas de subsistencia a todos, o prejuzgar que las personas hemos llegado definitivamente a un modelo jurídico en el que todos somos efectivamente libres e iguales.
Contra este espejismo, vemos que se multiplican las diversas y enfrentadas creencias religiosas, comprobamos que la economía capitalista funciona estructuralmente con un número de parados entre el 5 y el 20 % (difícilmente baja de 5 %) y con una regulación del mercado de trabajo muy desigual (con legislaciones que no son homologables y cuyas diferencias arrojan fuertes conflictos), como la permisividad del trabajo infantil, como la efectividad de nuevas formas de esclavitud… lo que lleva, entre otras consecuencias, a la deslocalización de las empresas (producir con capital estadounidense, por ejemplo, bajo la legislación de otro país, que no es homologable en las democracias avanzadas), a guerras ilegales condenadas por la ONU pero mantenidas con armamento de los mismos países que las condenan, a un mercado muy rentable del narcotráfico y de la prostitución internacional organizada, a nuevos delitos informáticos difícilmente perseguibles y, en general, a un mercado de trabajo internacional para el que las leyes de la justicia instituida en los estados más democráticos no consigue validarse.
En esta Aldea global y en esta Sociedad de la información globalizada, la ONU, el Tribunal Internacional de la Haya, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional tratan de dar coherencia al conjunto de la trama mundial, sin que pueda apreciarse una efectiva mejoría a lo largo del siglo XX. Frente a estos organismos oficiales, algunas Ong y fuerzas reivindicadoras e instigadoras, como el Movimiento Antiglobalización, Green-Peace o Amnistía Internacional apuntan deficiencias, denuncian incumplimientos y, en suma, defienden otras salidas a la crisis global.
¿Cabe una vía de solución buena frente a otras malas, que dé curso positivo a los problemas más urgentes con que vive hoy la «Humanidad» globalizada? Veamos algunos enfoques que han sido hechos al respecto:

«Ahora bien, y en todo caso, ¿qué podemos hoy entender por «problemas que conciernen a la Humanidad»?
Desde luego, son problemas de orden eminentemente práctico y, en el contexto, más que de una práctica tecnológica o científica los sobrentenderemos como problemas prácticos de orden «filosófico», en el sentido más amplio de esta expresión. Ahora bien: no nos parece posible plantear ningún «problema concerniente a la Humanidad» en general, tomando como referencia directa a esa Idea de «Humanidad», y tratando de confrontar con ella directamente una realidad histórica dada. Porque una tal Idea abstracta es (venimos suponiendo) intratable. Y, en todo caso, ¿con qué autoridad podríamos juzgar en «nombre de la Humanidad en general» la naturaleza de un Imperio Universal, o el alcance de su caída?
Sin embargo, si tenemos en cuenta que esa «Humanidad» en general se nos da históricamente y, precisamente en las cuestiones que le conciernen, determinadas según diferentes alternativas, casi siempre enfrentadas entre sí, y cada una de las cuales se presenta como la más genuina o verdadera, entonces los problemas que conciernen a la «Humanidad» ya podrán ser tratados de un modo no meramente retórico. Porque ahora, los «problemas» se nos pesentan, no en función de la distancia a un ideal metafísico de Humanidad presupuesto en abstracto (un ideal que muchos creen que puede estar expresado en la «Declaración Universal de los Derechos Humanos», olvidando que esta «Declaración» no es otra cosa, en el mejor caso, sino la expresión de un sistema de funciones, pero desprovisto de parámetros, o con parámetros discutibles), sino como alternativas o disyuntivas entre las diversas opciones («particulares») de «Humanidad» realmente existente
.» (G. Bueno: España frente a Europa, 2009, págs. 422-423).

G. Bueno plantea después de esta consideración los siguientes criterios relevantes para tratar de un modo concreto el concepto de «Humanidad»:
- Criterios filosófico abstractos: (1) izquierda/derecha, (2) anarquismo/comunismo/capitalismo planificado/capitalismo liberal, (3) fascismo/democracia, (4) humanismo/racismo, (5) monarquía absoluta/monarquía constitucional/república presidencialista/república parlamentaria, (6) nacionalismo/internacionalismo/ cosmopolita, etc.
- Criterios de orden geopolítico: (7) Europa occidental/Europa oriental, (8) Europa atlántica/Europa mediterránea, (9) América del Norte/Europa, (10) América del Norte anglosajona/América del Sur, (11) Europa/China, (12) India/China, (13) Europa/África, etc.
- Criterios de orden moral: (14) Sociedad budista/sociedades cristianas ortodoxas/sociedades cristianas occidentales (europeas o americanas)/sociedad islámica/sociedades preestatales (tribus amazónicas, algunas repúblicas africanas…), etc.

9.1 Plataformas con actividad y potencia globalizadora

En lugar de una abstracta y metafísica globalización algunos analistas tienden a enfocar el problema de las relaciones globales en términos de la influencia de las grandes plataformas político-culturales. Dos modelos podemos reseñar, según que concedan una importancia estratégica fundamental a Europa o no:

- Modelo basado en la impronta determinante marcada por un Imperio concreto, al cual se trataría de reforzar o relevar: «Las grandes unidades históricas y culturales en las que está hoy repartido el Género humano, aquellas cuyo volumen supera los cuatrocientos millones de habitantes, son las siguientes: el Continente anglosajón, en donde está asentado el único Imperio universal hoy realmente existente; el Continente islámico, que se mantiene al margen de la distinción entre izquierdas y derechas, tal como ella se formó en Europa; el Continente asiático, continuador de la sexta generación de la izquierda, y que es acaso el verdadero antagonista, mayor aún que el Islam, para el imperialismo norteamericano; y el Continente hispánico, que muchos consideran como una plataforma virtual cuyo porvenir, por incierto que sea, no puede ser descartado en cuanto al papel que pueda jugar en el futuro en el concierto universal» (G. Bueno: El mito de la izquierda, 2004, pags.297-298).
- Modelo basado en la opción óptima voluntarista desde un punto de vista jurídico-moral: «Durante muchos años, he abogado por un «eurocentrismo de izquierda» renovado. Hablando sin rodeos: ¿queremos vivir en un mundo en el que la única elección posible sea escoger entre la civilización norteamericana y la emergente civilización autoritario-capitalista china? Si la respuesta es no, entonces la verdadera alternativa es Europa. El Tercer Mundo no puede generar una resistencia lo bastante fuerte a la ideología del Sueño Americano; en la constelación actual, solo Europa es capaz de hacer eso. La verdadera oposición actual no es entre el Primer Mundo y el Tercer Mundo, sino entre la unión del primer y el Tercer Mundo (el Imperio Norteamericano global y sus colonias) y lo que queda del Segundo Mundo (Europa)» (Slavoj Zizek: Irak. La tetera prestada, 2006, págs. 54-55).

El tema de la globalización es de una absoluta actualidad filosófica, por cuanto encierra un grave problema a resolver hoy: con el incremento exponencial de los más de seis mil millones de habitantes del planeta, los problemas de interdependencia económica, política y bélica no parece que hayan encontrado un marco jurídico y legitimado con suficiente potencia y estabilidad. ¿Hay algún modelo mejor que otro cualquiera, que sea factible?
Ha de adquirirse una visión de conjunto y una perspectiva histórica suficiente para no caer en espejismos respecto del futuro político inmediato global de la «Humanidad». Cicerón utilizó ya el vocablo «globus» para traducir el griego «sphairon» (esfera). En la cosmología griega la Tierra empieza a ser considerada por primera vez esféricamente y luego la cartografía renacentista y moderna al compás de las exploraciones marítimas de portugueses y españoles redescubren la esfericidad del Planeta, para finalmente Magallanes y Elcano (entre 1519 y 1522) circunnavegar la Tierra, bajo el reinado de Carlos I, y tener un dominio efectivo, por primera vez del Globo: Primus circumdedisti me. Después vendría todo el proceso del colonialismo americano, africano y asiático; y la revolución industrial (minería, maquinismo y ferrocarril del siglo XVIII-XIX), y la segunda revolución industrial (industria química, eléctrica, y de la automoción y aviación y del teléfono, del siglo XIX-XX), y la tercera revolución, la informática y mediática y de las comunicaciones (satélites, Internet, comunicaciones sin cable, etc.). Las riendas de este complejo proceso no parece que hayan sido tomadas por ahora desde ninguna opción ético-jurídica con suficiente potencia organizadora. Pero es una demanda generalizada promover un sentido civilizatorio fundamental positivo que predomine sobre otras fuerzas degeneradas, inhumanas, reactivas o no emancipatorias. Indicar vías de salida es una urgencia de la filosofía del presente.

Anexo V. La concepción filosófico-jurídica del Estado moderno, en su perspectiva histórica. Profundización.
(Los contenidos de este anexo están tomados del libro de texto Filosofía, 1º bachillerato, Eikasía editorial, 2004, tema 18, apartados 6-10. Autor del tema 18: Román García Fernández. Coordinadores del libro de texto: Silverio Sánchez Corredera y Pablo Huerga Melcón)
1. El Estado Moderno
1.1. La aparición del Estado Moderno

El incremento del comercio y de la economía dineraria, que ya se había producido en la Baja Edad Media, dan lugar a un nuevo estilo de vida en concentraciones urbanas (Burgos), cuyos habitantes (burguesía) reclamaron y fueron obteniendo progresivamente libertad de comercio y de circulación frente a la rigidez del orden feudal, así como administración de justicia nacional y su representación política. El descubrimiento de América, las nuevas rutas comerciales, y la necesidad de una Administración que gestione el tráfico marítimo y comercial serán el último paso hacia el Estado Moderno.
Durante el Siglo XVI pueden considerarse como Estados Modernos la República de Venecia, la primera en emplear embajadas permanentes en las cortes extranjeras, y el Reino de España, que desarrolla enormemente la administración del Estado para poder gestionar sus propiedades en el Nuevo Mundo.

1.1.1. Maquiavelo.

El concepto de Estado en el sentido actual del término fue utilizado por Maquiavelo (1469-1527) quien precisó su nueva acepción y difundió su uso al iniciar con ella su obra El Príncipe. Para Maquiavelo el Estado era una forma política caracterizada principalmente por su estabilidad, por la continuidad en el ejercicio del poder. El acto fundacional de ese Estado debe consistir en la asunción del poder por el Príncipe, quedando a su merced la población políticamente ordenada. El orden estatal no se alcanza con actuaciones esporádicas e inconexas del Príncipe sino con un plan racional y metódico que consiga que aquella pri­mera población dispersa actúe como un ejército, como una unidad colectiva, disciplinada, presta a combatir al enemigo y a vencerlo. Frente al anárquico pluralismo feudal, el Estado debe ser centralizado. Su pensamiento político se seculariza radicalmente de forma que quiere subordinar la religión al Estado, dado que percibe a ésta como instrumento de poder y cohesión social. En definitiva, el fin último del Príncipe es el mantenimiento del poder y para ello debe usar cuantos medios le sean precisos para mantenerlo y agrandarlo, prescindiendo de limitaciones de índole morales y jurídicas («el fin -el Estado- justifica los medios»). El príncipe, en su obrar, debe únicamente tener presente los fines a lograr sin importarle la legalidad u honorabilidad de los medios empleados en su tarea. En consecuencia el orden estatal, como ocurre en el absolutismo, exige y consiste en razón de Estado. Por todo ello Maquiavelo es considerado el teórico del «realismo político» (Realpolitik).

1.1.2. El humanismo cristiano.

El humanismo cristiano cuyo más prestigioso representante es Erasmo de Rotterdam (1469-1536), contemporáneo de Maquiavelo, sigue un orden inverso. Parte de imperativos morales y religiosos para prescribir reglas de acción, criticando las locuras y crueldades cometidas con frecuencia por los gobernantes. En este mismo sentido debe citarse a Tomás Moro (1478-1535) que con su obra Utopía va a tener un influjo decisivo en el S. XVI en la España de Carlos V. También la Reforma protestante con Lutero (1483-1546) y Calvino (1509-1564), al acentuar y complicar las divisiones políticas de Europa, contribuye de manera decisiva a dar término a las ideologías políticas medievales, y a favorecer el surgimiento del Estado Moderno, resultado que sin embargo los reformadores no buscaron de propósito y ni siquiera llegaron a apreciar.

1.2. Los supuestos histórico-doctrinales del Estado Absoluto

Las teorías políticas se forjarán a partir de los siglos XV y XVI con el desarrollo del absolutismo político que se verá reflejado en la filosofía política de la época. Estos cambios se plasman, en Inglaterra, con la aparición del absolutismo de los Tudor, iniciado con Enrique VII (1485-1509), al establecer un poder monárquico centralizado al término de la guerra de las Dos Rosas. En España, el matrimonio de Fernando e Isabel, (1469), reunió los reinos de Castilla y Aragón bajo la misma corona, base del desarrollo del absolutismo español que culmina con Carlos V (1516-1556). También en Francia podemos situar el origen del absolutismo en 1453, al término de la guerra de los Cien Años. A diferencia de lo ocurrido en España, en Inglaterra y Francia los comerciantes apoyaron la centralización del poder, a expensas de la nobleza feudal. Ello no significa, por supuesto, que el despotismo monárquico fuera la única teoría política del Renacimiento, sino que debe interpretarse como la expresión de la necesidad de unidad ante las cambiantes circunstancias económicas e históricas. En este sentido, la defensa del absolutismo político es una consecuencia de la creencia de que sólo un poder centralizado, fuerte y sin apenas limitaciones, es capaz de controlar las fuerzas que tienden a la «disolución» de la sociedad. A medida que el absolutismo político se impone se desarrolla la teorización sobre algunos problemas derivados de la justificación del poder. Entre ellos podemos destacar:

▪La teoría del derecho divino de los Reyes y la limitación de su poder. ▪Las nuevas reflexiones sobre la naturaleza y las bases de la sociedad política. ▪El desarrollo de la conciencia nacional y su fundamento, justificación y límites. ▪Las nuevas reflexiones sobre la ley natural y los derechos naturales. La ley natural implicaría una limitación en el ejercicio del poder político y actuaría como fundamento de los derechos naturales de los individuos (propiedad privada, herencia, etc.) ▪La reconsideración de la relación de la Iglesia con el Estado. ▪El desarrollo de las teorías del contrato como fundamento de la sociedad civil.

La reacción contra el Estado Absolutista va a desarrollar posiciones que consideran que el Estado es una creación de los individuos que a través de un pacto o contrato (implícito o explícito) deciden organizarse estatalmente de una manera determinada, que viene definida de acuerdo a la ideología que se defiende. Como se ha dicho el pensamiento de Maquiavelo parece ya justificar el absolutismo pero mientras el eje de su teoría es el Príncipe y su gloria (proporcionada por el poder), que se busca como medio para la potenciación de una República fuerte en Florencia, en Hobbes el eje es ya el poder por sí mismo. Debemos citar como predecesor del absolutismo de Hobbes, a Jean Bodin (1530-1596).

1.2.1. Jean Bodín y la justificación del Estado Absoluto.

Jean Bodín define la soberanía como «el poder absoluto y perpetuo de la república» y al Estado como «el gobierno justo que se ejerce con un poder soberano». El concepto de soberanía absoluta de Bodin representa la quintaesencia del Estado moderno: es el poder público y absoluto, en la que se expresa la continuidad del Estado. Su doctrina de la soberanía está apoyada en las ideas de la unidad e independencia del Estado, a partir de las cuales se pueden deducir los caracteres de aquélla:
a) Un poder incondicionado. b) No delegado de otro poder ni responsable ante ningún otro que le sea igual, inferior ni superior. c) Indivisible, inalienable, imprescriptible y perpetuo, en la medida que el Estado también lo es. d) Es una soberanía subjetiva, en el sentido de que es personal del mo­narca (por eso es indivisible, porque lo es la persona del monarca, al igual que indivisible es el poder de Dios).
Sin embargo, Bodin concede después que existen límites que condi­cionan la soberanía y, en este sentido, su obra no representa la defensa de la tiranía; si equivale a una defensa del despotismo es sólo en la medida en que el soberano es aquel en quien están concentrados todos los poderes, pero no para ejercerlos arbitrariamente, sino en tanto que encarna el principio de la soberanía única que responde a los intereses del Estado:

• Uno de ellos viene constituido por Dios y la ley natural: el magistrado debe desobedecer las órdenes del monarca que contraríen la ley natural, puesta por Dios.
• Otro es la propiedad privada, cuya intangibilidad justifica en la anterioridad de la familia frente al Estado, ya que considera la República como el justo gobierno de varias familias y lo que les es común, con potestad soberana.

1.2.2. La Teoría Contractual de Hobbes y la justificación del Estado Absolutista.

La Teoría Contractual, al establecer el origen de la sociedad política y el Estado como convencional, fruto de un pacto o acuerdo, supone que existe una situación previa, una situación anterior al Estado, un «Estado de Naturaleza» cuya existencia real es una mera hipótesis de trabajo. En consecuencia, no puede afirmarse que haya existido históricamente, ni siquiera que Thomas Hobbes (uno de los primeros pensadores en expresarse en estos términos en: De cive, 1642; y en: Leviatán, 1651), pensase en su existencia pretérita real. Sin embargo, nos describe de la siguiente manera teórica la situación en este «Estado de Naturaleza»:

a) Todos los hombres son iguales, y no tienen necesidad alguna de «estar juntos». Por lo tanto, Hobbes (1588-1679) defiende el igualitarismo y la no sociabilidad natural del hombre.
b) Como consecuencia se produce un derecho de todos sobre todas las cosas (ius omnium in omni). Todos los hombres gozan del mismo derecho natural: «libertad de usar su propio poder, como se quiera, para preservar la propia naturaleza».
c) Esto provoca una situación de guerra de todos contra todos (bellum omnium in omnes). Las causas que más directamente la provocan son el ánimo competitivo, la situación de inseguridad y el deseo de gloria y de fama. Es evidente que Hobbes tiene una concepción negativa de la naturaleza humana (pesimismo antropológico). Literalmente nos dice que el hombre es un lobo para el hombre (homo homini lupus).
d) La situación es caótica: no hay industria ni agricultura, reina un ambiente de desconfianza permanente y el hombre siente un «temor continuo al peligro y a la muerte violenta».
e) Tampoco hay ley por lo que no tiene sentido hablar de comportamientos «justos» o «injustos».

En efecto, en el «estado de naturaleza» los hombres son básicamente igua­les y egoístas; buscan su seguridad y, como instrumentos para conseguirla, el poder y la riqueza. Pero como todos hacen lo mismo y con fuerzas similares se desencadena una guerra de todos contra todos.
Sólo puede ponerse término a tal situación pactando la instauración de un poder incontestable, al que los individuos ceden todo el suyo. Por consiguiente, es mediante el pacto como surge tanto el Estado como la sociedad. Antes de él, no hay ni lo uno ni lo otro. Es precisamente el contrato el que, al crear un poder irresistible, saca a una multitud de individuos del estado de naturaleza y les confiere una organización social y política. La multitud así unida se llama Estado, el que asume el poder se le llama soberano y cualquier otro es súbdito.
El poder de este soberano es absoluto, ilimitado, inalienable e indivisi­ble, sencillamente porque, si no lo fuera, no podría cumplir la función para la que ha sido instituido: asegurar la paz en la sociedad. El monarca está al margen del pacto, es absoluto.

1.3. La crisis del estado absoluto y los orígenes del estado liberal: Locke

En el siglo XVIII, en un periodo caracterizado por la expansión económica y por la aparición de los primeros signos de la revolución industrial, se produce el crecimiento de la burguesía en toda Europa occidental, hecho éste que va a tener consecuencias evidentes en las ideas políticas. La nueva distribución de la riqueza va a originar, necesariamente, una nueva redistribución del poder ya que las familias burguesas que acceden al poder económico no tardarán en reivindicar el poder político. El Tercer Estado (El Primer Estado es la nobleza, el Segundo la Iglesia y el Tercer Estado el pueblo) que había contribuido con su actuación a la consolidación del poder absoluto, va a ser ahora la causa de su caída. Sin embargo, el advenimiento del Estado Liberal se va a producir de forma diversa en los distintos países: es pionera Inglaterra donde triunfa el liberalismo tempranamente. Locke (1632-1704), en su obra Dos tratados sobre el gobierno civil, refleja las demandas políticas de la sociedad inglesa y la opinión pública que combatía al absolutismo. El filósofo inglés adopta un punto de partida semejante a su compatriota Hobbes: el estado de naturaleza y su total inseguridad. Pero para este autor el hipotético estado de naturaleza no es el reino de la licencia sino que está regido por la ley natural. Conforme a ella, el individuo tiene derecho a castigar el crimen, protegerse a sí mismo y a los demás y obtener la reparación del daño. Pero esto mismo lo hace inseguro.

El único medio de conservar los derechos con seguridad es la unión de los hombres en sociedad, mediante un pacto (igualmente hipotético), con el cual se construye un cuerpo político con suficiente autoridad para salvaguardar los bienes y los derechos de todos. Nadie, a partir de ese momento, puede tomarse la justicia por su mano. La comunidad política resultante tiene como finalidad la seguridad de todos, la defensa de los derechos.
Pero, a diferencia de Hobbes, Locke entiende que no es necesario entre­gar todo el poder a la autoridad constituida sin reservarse los pactantes ninguno sobre ella. Por tanto, el poder está vinculado al fin para el que fue instituido: la sal­vaguarda de los derechos naturales. Éstos son, fundamentalmente, la vida, la liber­tad y la propiedad, entendida ésta unas veces como el conjunto de bienes y derechos propios del hombre, otras como aquellos bienes que el hombre alcanza con su tra­bajo.
De otro lado, el poder se ejerce sobre todo el territorio de la comunidad, que no es otro que las tierras de los pactantes. Para conocer cuando en un territorio dado se ha pasado del estado de naturaleza al civil, Locke se fija en tres elementos: leyes ciertas, jueces conocidos y poder suficiente. Allí donde existen, hay que suponer «celebrado» el pacto e instituida la comunidad política. De lo contrario, se está todavía en el estado de naturaleza; esto último es lo que ocurre con el Estado absoluto. Así, pues, Locke distingue tres funciones o poderes en un Estado consti­tuido: legislativo, judicial y ejecutivo; en ocasiones habla de legislativo, ejecutivo y federativo, este último encargado de las relaciones exteriores. Las ideas de Locke tendrán una amplia repercusión política a lo largo de todo el siglo XVII en Inglaterra. El siglo XVII inglés es el del reinado de los Estuardo (1603-1688) interrumpido por la única experiencia republicana del país y liquidado por la «Gloriosa revolución», que instaura la dinastía Orange, de la que Locke será un activista. Supone la conquista de determinados derechos por parte de los hombres libres (los propietarios), paralela a la emergencia del Parlamento como poder político equiparado al Rey y, dentro de él, el ascenso de la Cámara de los Comunes hasta el nivel de la de los Lores. Pero sigue manteniéndose una Cámara de extracción nobiliaria.

1.4. El avance del liberalismo en el siglo XVIII.

No puede entenderse el avance del liberalismo, sin la Revolución Francesa y los filósofos de habla francesa que contribuyeron a ella. Además de Montesquieau (1689-1755) y de Rousseau 1712-1778) son muchos los «philosophes» que, como Diderot (1713-1784), D'Alembert (1717-1783), Condillac (1715-1780), Voltaire (1694-1778), Helvetius (1715-1771) y Condorcet (1743-1794), forman parte de la Ilustración.
Otro paso fundamental en el proceso del desarrollo del liberalismo fue la Independencia de los Estados Unidos de Norteamérica. Algunas colonias formaron una confederación y se dotaron de una Constitución, bajo documento: los «Artículos de la Confederación», que firmaron en 1787. La Constitución de Estados Unidos fue saludada con entusiasmo. La independencia de los EE.UU., suponía la prueba palpable de que un pueblo podía celebrar un pacto constituyente con respeto del Derecho Natural, y por tanto, la prueba que necesitaba la filosofía política liberal sobre su objetividad.

1.5. La teoría contractualista de Rousseau

Nuestra sociedad actual, piensa Rousseau (1712-1778), está basada en la desigualdad. Por eso es injusta y ha pervertido al hombre. Todo está establecido como si hubiera tenido lugar un pacto desigual y leonino, en virtud del cual los poderosos y ricos toman lo poco que todavía les quedaba a los débiles y pobres a cambio de las molestias que sufrirán gobernándolos. «Todos corrieron hacia sus grilletes creyendo encontrar su libertad».
Ahora bien, la igualdad es indisociable de la libertad, y una y otra, dere­chos humanos inalienables. Por eso, una sociedad como la nuestra basada en la desigualdad y en la servidumbre, es ilegítima. La sociedad deseable es la que se cimienta en aquellos valores. Para ello hace falta una transformación de la existente sobre un pacto social igualitario (nuevamente imaginario), conforme al cual cada uno cede sus derechos a la comunidad, sin reservarse ninguno, porque ni lo necesita ni sería permisible que nadie se lo reservara con intención de utilizarlos en su particular provecho a expensas del interés común.

La diferencia entre el pacto roussoniano y el hobbesiano reside en que el pri­mero no instaura un soberano diferente de la propia comunidad. El pueblo es el soberano. La voluntad general se expresa mediante la ley. Aunque en los dos, los particulares deben ceder sus derechos originarios, bien al Estado (Hobbes) bien a la comunidad (Rousseau). En el ginebrino, los particulares retienen sus derechos (su soberanía) en cuanto parte de la comunidad pero no a título individual.
En estas condiciones, la voluntad general —y su expresión, la ley— es infalible. La voluntad general transforma los derechos naturales en derechos civiles, esto es positivados por la ley y garantizados por las instituciones del Estado, por la propia comunidad.

1.6. Montesquieu y la división de poderes del Estado

Montesquieau va a estudiar la política y las leyes en su relación con causas físicas (el clima, la naturaleza del suelo), morales (el carácter de la nación, las costumbres), socio-económicas (el comercio, la moneda, la población), a las que hay que añadir las armas y la religión. Sin embargo, no va a pasar a la historia por estos análisis que hoy algunos considerarán ligados a la ideología decimonónica determinista-racista, de Gobineau (1816-1882. Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, 1855). El nombre de Montesquieu viene unido a su teoría de la separación de poderes entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial. Existen dos tipos de gobierno: los moderados y los que no lo son. Para que un gobierno sea moderado es necesario que establezca una división de poderes. El poder tiende a extralimitarse, tiende al abuso. Por eso hace falta que otro poder lo frene. Sólo así puede haber libertad.
El poder del Estado se diversifica en tres: legislativo, ejecutivo y judicial. De ellos, el judicial es casi nulo, dice Montesquieu: el juez debe ser la boca que pronuncia palabras de la ley. Son los órganos de los otros dos los que han de limitarse y moderarse recíprocamente, controlando el Legislativo (Parlamento), al Ejecutivo (Gobierno), a lo que éste responde convocando y disolviendo el Parlamento. El Rey, que encabeza el Ejecutivo, participa en la legislación con su iniciativa y veto.
La ley, por estar hecha por poderes moderados, engendra seguridad; y la seguridad, libertad (para un ciudadano la libertad consiste en la tranquilidad de ánimo proveniente de su creencia en su seguridad). Porque, si se adopta el modelo político descrito, hay garantías de que la ley responda al espíritu general del pueblo y a la justicia. La ley se erige, así, en la garantía de la libertad y de la igualdad. La igualdad es igualdad ante la ley. La libertad consiste en poder hacer lo que la ley permite y no estar obligado a hacer lo que la ley no ordena.
Pero estos principios no se completarán hasta que no se introduzca la idea de respeto a las minorías en la teoría de la democracia por parte del asociacionismo inglés. La democracia no consiste en que una mayoría imponga sus criterios a las minorías, sino en el respeto a éstas aún desde mayorías absolutas.

2. La Revolución Francesa

La Revolución Francesa de 1789 es considerada la revolución por antonomasia, significa el origen, más allá de los precedentes inglés y estadounidense, del régimen constitucional.

2.1. Sieyès y la soberanía nacional

El pensamiento de E. J. Sieyès (1748-1836) se manifiesta en plena revolución. Su obra más conocida, ¿Qué es el tercer estado? (1789) señala que la nación está constituida por el «tercer estado», esto es por los ciudada­nos no privilegiados. La nación es soberana y, como tal, es titular del poder constituyente, es decir de la facultad de dotarse de la forma política que quiera y de cam­biarla sin límite alguno y la nación no se despoja de la soberanía sino que sólo delega su ejercicio. La declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, hecha en Francia en 1789, está formulada con pretensiones de universalidad e intemporalidad y recoge fundamentalmente los planteamientos de Sieyès. En ella se marcan las ideas esenciales del régimen constitucional liberal que será repetido en multitud de constituciones:
1) Soberanía nacional. 2) Estado representativo, la Declaración está hecha por los representantes del pueblo francés. 3) División de poderes. 4) Garantías de la libertad. 5) Derechos individuales frente a los poderes públicos: libertad, propiedad, seguridad y resistencia a la opresión, pero no el derecho de asociación. 6) Principio de legalidad: la ley, como expresión de la voluntad general, es el criterio de la libertad, de la igualdad y de la seguridad.
En España el pensamiento político de Jovellanos (1744-1811) corre muy parejo en sus principios al de Sieyès, si bien mientras el francés coopera a la instauración de la primera ideología política de izquierdas (la revolución jacobina) el español, que ha de defenderse a la vez del dominio galo, prepara el segundo modelo de ideología política de izquierdas: el liberalismo de las Cortes de Cádiz. Las circunstancias históricas harán que el modelo francés resulte el primer referente revolucionario basado en la toma del poder de forma violenta, mientras que el modelo español represente la segunda versión revolucionaria (porque pretende invertir el orden anterior) pero basada en una transición e inversión pacífica que promueven las leyes.

3. Las teorías contra el Estado

El Estado no siempre ha sido visto como necesario ni como positivo. Para los pensadores anarquistas y socialistas el Estado es uno de los elementos de los que se basa la explotación del Hombre. Si bien Marx comparte con Hegel y sus discípulos la denuncia de la escisión entre sociedad civil y sociedad política, critica a Hegel su concepción idealista y reaccionaria del Estado, y critica las posiciones de los hegelianos de izquierda, a los que considera como meramente liberales. Considera que no basta con una profundización de la democracia, sino que es preciso un cambio radical emancipatorio: la humanidad, que ha sido dominada por el Estado alienante, debe recuprarse a sí misma. Para terminar no sólo con la explotación, sino con toda la historia basada en la propiedad privada, propugna la necesidad de la toma del poder político por parte del proletariado, a fin de ir extinguiendo progresivamente el Estado. Si para los anarquistas el fin de la lucha contra el capitalismo es la eliminación del Estado y la vuelta al Estado mítico de Naturaleza, Marx ya en la Crítica al programa de Gotha, escrito en 1875, defendió la tesis de la dictadura del proletariado como forma transitoria que debe adoptar el Estado antes de superar plenamente la sociedad capitalista y acceder al comunismo. En todo caso, el anarquismo (que representa el tercer modelo de izquierda política, tras el jacobinismo y el liberalismo, según las tesis de G. Bueno: El mito de la izquierda, 2003) y el socialismo marxista (la cuarta izquierda) aspiran a la destrucción del Estado, el primero de forma directa y el segundo a través de un paso intermedio.


4. El neocontractualismo

El carácter a-histórico del contrato social y, sobre todo, como ya mencionaba Hume, la dificultad para fundamentar la obligación personal de mantener las promesas (que es la base de la obligación política de obedecer al gobierno), constituyeron escollos insalvables para el contractualismo clásico. Sin embargo, en el siglo XX aparecen nuevas teorías del contrato social, que, prescindiendo ya de toda base natural o divina, subrayan lo convencional de todo tipo de obligaciones sin por ello negar su utilidad de cara a promover y garantizar importantes intereses humanos.
Las teorías neocontractualistas de inspiración hobbesiana niegan que el hombre posea per se status moral alguno, No hay nada inherentemente malo en que alguien dañe o perjudique al prójimo ni inherentemente bueno en que le beneficie o favorezca. Ahora bien, si perjudico a alguien puedo esperar en justa correspondencia que él me lesione o me damnifique. Por lo tanto, será conveniente para ambos que decidamos ayudarnos y cooperar. Un convenio así establecido es mutuamente beneficioso.

Ciertamente, esta perspectiva contractual genera comportamientos parcialmente coincidentes con los códigos morales tradicionales. Por ejemplo, no me es conveniente mentir ya que nada provechoso puede depararme que me mientan los demás. Sin embargo, las coincidencias desaparecen a poco que profundicemos. La lógica de la argumentación hobbesiana me lleva a rechazar cualquier acuerdo que no me produzca beneficio o que me cause perjuicio. Así, por ejemplo, ¿qué motivos puedo tener para establecer un «pacto de no agresión» con aquél cuya debilidad le incapacite para dañarme? ¿Qué venganza o represalia he de temer de quien no tiene poder para lesionarme?
Por lo tanto, sólo cabe hablar de igualdad de derechos entre los miembros de una sociedad en la medida en que entre ellos exista una igualdad física - en sentido amplio. La condición de posibilidad de la «moralidad» radica, pues, en la igualdad natural de fuerza física, es decir, en una equivalencia entre la posibilidad de dañar y ser dañado.
En realidad, los márgenes de la «moralidad» son muy estrechos en esta concepción. A la escasa probabilidad de que se dé la igualdad antedicha, se une la circunstancia de que con dicha igualdad puede coexistir una desigualdad artificial, que puede ser de raíz muy diversa - económica, militar, tecnológica, intelectual-. En estos casos, vuelven a ser los poderosos quienes legítimamente establecen las «reglas de juego», las leyes de la interacción social. Y lo harán, obviamente, en su propio provecho, puesto que tienen poco que perder.

4.1.- John Rawls

La publicación en el año 1971 de Una Teoría de la Justicia de John Rawls supuso una revolución en el campo de la filosofía moral y política cuyas consecuencias se dejan sentir aún hoy en día. Aunque Rawls ha ido modificando paulatinamente su punto de vista sobre las cuestiones allí dirimidas, el texto mencionado sigue siendo el texto básico. En realidad, sus reflexiones ulteriores son más bien retoques o aclaraciones que auténticas rectificaciones. Especialmente ilustrativo en este sentido sería su artículo «Justice as Fairness: Political not Metaphysical» (1985) («Justicia como imparcialidad: Política no Metafísica»).
Polemizando con la filosofía moral utilitarista y con toda la corriente filosófica postmoderna, Rawls pretende resolver lo que es el problema básico de la filosofía política: la legitimación, justificación y fundamentación racional del orden político, del poder, de las instituciones sociales.
Parte de una concepción de la sociedad como un sistema de cooperación entre personas libres e iguales que persigue la perfecta satisfacción de los intereses de todos y cada uno de sus componentes. La cuestión es, entonces, encontrar unos principios que maximicen las ventajas de la colaboración social y minimicen los inevitables riesgos y perjuicios derivados de la diversificación social, que contribuyan a plasmar en la mayor y mejor medida posible los viejos ideales ilustrados de la libertad y la igualdad. La elección de unos principios u otros vendrá determinada por la asunción de una u otra concepción de injusticia. Dicha concepción, que ha de ser aceptable para todos los miembros de la sociedad, dibujará el telón de fondo sobre el que tendrán lugar todas las interacciones sociales. Insiste Rawls en que su teoría de la justicia está pensada y diseñada, no para cualquier tipo de sociedad, sino para aquéllas en las que haya una democracia constitucional moderna.
Siguiendo una estrategia que él mismo califica como «kantiana», se propone inferir los principios de justicia que han de regular una sociedad bien ordenada a partir de una concepción de la persona. Las personas son, al mismo tiempo, libres e iguales. Constituyen un ente moral en el que están presentes dos dimensiones: la racional y la razonable. Son acciones racionales aquéllas que persiguen la satisfacción de los intereses del agente, lo que es «bueno» para mí. Los deseos o fines de los otros son tenidos en cuenta en la medida en que pueden afectar a la consecución o promoción de mi propio interés. Las acciones razonables introducen un componente moral. Ya no se trata simplemente de buscar estrategias que me permitan satisfacer mis propios intereses manejando los de los demás como me resulte conveniente. Ahora mis acciones están presididas por un principio de equidad o imparcialidad desde el que colaboro con los demás en condiciones de igualdad. Existe una reciprocidad y mutualidad que comporta el que haya una distribución de cargas y beneficios consensuada por todos.
Pues bien, los principios de la justicia aludidos resultarán de la sabia armonización de estas dos dimensiones de la personalidad moral. Pero, ¿están ambas en un plano de igualdad o ha de existir algún tipo de subordinación entre ellas? La respuesta rawlsiana es clara: lo «racional» ha de subordinarse a lo «razonable». Es decir, lo justo ha de prevalecer sobre lo bueno. En la práctica esto supone que la promoción del propio interés - lo racional, lo «bueno» para mí - ha de estar sujeto a determinadas restricciones o limitaciones de carácter formal que permitan garantizar la consecución de unos principios de justicia imparciales. Este marco de actuación es el que define lo que Rawls llama la posición original (relativamente similar al «estado de naturaleza» del contractualismo clásico) que también para él es una simple hipótesis de trabajo.
Nos encontramos, pues, en una situación en la que las distintas partes intentan promover sus propios intereses pero se encuentran condicionadas por unas normas que buscan garantizar la imparcialidad. En esta coyuntura eligen unánimemente un modelo de justicia. Para explicar cómo tiene lugar esta elección Rawls recurre a las teorías de decisión racional y a la teoría de los juegos.
Un elemento clave para garantizar la unanimidad y la imparcialidad en esta posición original es el «velo de la ignorancia». Su función es que a la hora de elegir los principios de la Justicia se haga tabula rasa de todos los intereses particulares que afectan a las partes.

¿Cómo hacer compatibles estas limitaciones y restricciones con la tendencia ineluctable hacía el propio interés? ¿Cómo decidir qué concepción de la Justicia es más ventajosa? Para responder a estos interrogantes Rawls introduce la teoría de los bienes primarios. Son bienes de este tipo aquéllos que resultan imprescindibles para realizar los proyectos o planes vitales. Se actúa racionalmente cuando se persigue la satisfacción de estos bienes, cuando se eligen las estrategias más adecuadas para alcanzar los fines que nos hemos propuesto. Ahora bien, ¿cuáles son estos bienes? Aparte de los derechos, libertades, &c., Rawls insiste fundamentalmente en uno: el autorrespeto.

Introducidos todos estos conceptos y premisas ya estamos en condiciones de enunciar los principios de justicia. Serían los siguientes:
«Primer Principio: Cada persona ha de tener un derecho igual al más amplio sistema total de libertades básicas, compatible con un sistema similar de libertad para todos.
Segundo principio: Las desigualdades económicas y sociales han de ser estructuradas de manera que sean para: a) mayor beneficio de los menos aventajados, de acuerdo con un principio de ahorro justo, y b) unido a que los cargos y las funciones sean asequibles a todos bajo condiciones de justa igualdad de oportunidades» (Rawls, John.: Teoría de la justicia, Barcelona, FCE, 1997, págs. 340- 341)
La concepción general aquí presente parece evidente: bienes tales como la libertad, la igualdad de oportunidades y el respeto mutuo han de ser distribuidas de un modo igual. Únicamente cabe una distribución desigualitaria cuando dicha distribución redunda en beneficio de los más desfavorecidos. Ha de reservarse esta última posibilidad sobre todo en lo relativo a los bienes socioeconómicos.
A los principios antedichos Rawls añade unas reglas de prioridad. Según éstas el primer principio tiene preferencia sobre el segundo y la segunda parte de éste - igualdad de oportunidades- tiene preferencia con respecto a la primera.

5. Más allá de Rawls

La teoría de Rawls aporta, sin duda, muchos elementos de interés, la mayor parte recogidos de la tradición político-moral anterior. Sin embargo, comete un error de carácter general: confunde la ética con la moral y ésta con la política, porque transita de una a otra sin mostrar sus conexiones materiales, limitándose a plantear puentes ideales (el «velo de ignorancia», la «situación original», &c.). Como teoría política elabora una «teoría de la justicia», que es una teoría moral.
Pero ¿qué importancia tienen las diferencias meramente nominativas? El hecho trascendente reside en que al idear su teoría de la justicia la construye sobre el parámetro de la persona y, mientras tanto, se olvida (pone entre paréntesis) de la lógica con la que funcionan los estados y las ideologías, que son los agentes principales de la política. Pero una vez que ha construido su «teoría de la justicia», que tiene un radio de aplicación moral, vemos que los conceptos con los que trabaja (libertad e igualdad de todos ante la ley) no están referidos a los dos planos que inmediatamente hay que distinguir: el ético (de los derechos individuales, que se rige con su lógica propia, una lógica distributiva que afecta a todos por igual) y el moral (de la lucha por la justicia, que se rige mediante una lógica diversa, atributiva, y, a su vez, de forma compleja, por una parte según procesos combinatorios –grupales- y de otra según una estructura porfiriana –ideológica y partidista-.
El caso es que Rawls no distingue convenientemente entre ética, moral y política, lo que le lleva a una teoría de los derechos éticos (libertad, igualdad, &c.) elevados a carácter moral, como si todos los seres humanos morales concibieran de la misma manera la libertad y la igualdad que deben gestionar las instituciones de justicia. Sí es verdad que podemos convenir universalmente en ciertos criterios éticos, pero no es verdad que vengamos a coincidir en principios morales, porque la moral es esencialmente una lucha: la lucha por la justicia, concebida de muy diversas maneras y sin posibilidad de que pueda sustraerse en una «situación original» a las diferencias ideológicas. A la moral sólo le queda de universal su capacidad de encontrarse con los principios éticos, pero con esto no se hace directamente política, sólo se forjan ideas (como la de imparcialidad) que podrán operar en medio de las desigualdades en una lucha continua no por la igualdad sino más bien por la anulación de desigualdades concretas que nacen de situaciones injustas, es decir de incumplimientos de las leyes políticas, del desprecio de los derechos éticos o del juego sucio –que incumple alguna norma del juego- entre los distintos enfrentamientos ideológicos. En suma, Rawls aporta muchas ideas acertadas consideradas aisladamente, pero no respeta los planos efectivos en donde ellas se dan, incurriendo por tanto en idealismo político. No hay un camino recto –ni racional ni razonable- por el que transitar para encontrar el lugar de la justicia. La justicia recorre un tránsito abrupto que sólo en cuanto enlaza con la ética puede esperar ver materializados algunos de sus objetivos (libertad de prensa, libertad religiosa, &c.) pero siempre delimitado en un curso histórico concreto y no de forma abstracta («posición original»); pero, a la vez, la justicia no se resuelve en ser pura igualdad de oportunidades o imparcialidad, porque para ello debería haber «un juez imparcial» con poder de imponerse; la justicia, en cuanto limita con los problemas políticos deja de ser universal y personal y se transmuta en parcial y grupal. No hay un principio universal sustantivado de justicia para todas las personas sino que hay una guerra de unas justicias contra otras (en el seno de estados, de ideologías y de intereses políticos diferentes) sobre un fondo histórico universalizable de color ético.

Anexo VI. Justicia, Libertad e Igualdad en las democracias contemporáneas. Profundización.
(Los contenidos de este anexo están tomados del libro de texto Filosofía, 1º bachillerato, Eikasía editorial, 2004, tema 19, apartado 5. Autor del tema 19: Emilio Ángel García García. Coordinadores del libro de texto: Silverio Sánchez Corredera y Pablo Huerga Melcón)

1. Justicia, Libertad e Igualdad en las democracias contemporáneas

El debate sobre la justicia en las democracias contemporáneas fuertemente industrializadas, se centra en el modo de articular en la práctica política y jurídica las nociones de igualdad y libertad. Las teorías comunitaristas (igualdad como valor guía) y liberales (la libertad sería para ellos el valor prioritario) polarizan la discusión sobre el asunto.

1.1. El contexto del debate contemporáneo sobre la justicia

Hemos dicho en repetidas ocasiones que cualquier debate sobre el derecho y la justicia se da en una determinada situación histórica, al margen de la cual no puede entenderse. Pues bien, en la actualidad, ese debate se genera en el interior de ciertas sociedades con un fuerte desarrollo de la industria, la productividad, el mercado y el consumo, en un contexto económico cada vez más globalizado. Tales características permiten, por ejemplo, posibilidades inéditas de acceso a ciertos servicios o a los beneficios de sistemas de protección social pero, también, generan problemas nuevos. Pensemos tan sólo en los efectos económicos, políticos y sociales de los movimientos migratorios hacia los países industrializados, o las consecuencias para el empleo del llamado proceso de «deslocalización», por el cual las empresas trasladan sus plantas productivas a países pobres con menores costes de producción. A su vez, la velocidad de los desarrollos científico-tecnológicos, vinculados a esta actividad económica abre, además de expectativas esperanzadoras, riesgos nuevos (medioambientales, sanitarios…) de los que no siempre el ciudadano está adecuadamente informado y, por tanto, en condiciones de decidir si desea o no asumirlos como contrapartida al servicio recibido.
Las democracias contemporáneas son el modelo político que corresponde a ese estado de desarrollo económico, tecnológico, cultural y social. Con ello queremos decir que no existe la «Democracia» entendida como forma política intemporal y pura que se «aplica» sobre el mundo, si bien a consta de perder un tanto su «pureza» original en el trato con las cosas reales. Al contrario, estos sistemas de organización de las sociedades políticas sólo existen conectados con las condiciones concretas de esta época. Entre las características que más comúnmente suelen citarse como constitutivas de las democracias, destacamos la existencia de constituciones reconocidas como normas supremas que orientan la elaboración y aplicación del derecho, el funcionamiento bicameral y la elección de representantes por sufragio universal, la separación, al menos formalmente, entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, o la creciente influencia del llamado «cuarto poder» de los medios de comunicación.
Es en este contexto donde el debate sobre lo justo adquiere perfiles y matices nuevos. En general, parece que se parte de un acuerdo básico en cuanto a la aceptación de algún referente valorativo, aunque sea mínimo, como fundamento del derecho positivo. A ello contribuyó, sin duda, la experiencia de los regímenes totalitarios y dictatoriales de este siglo, pues convierte en sospechosa e inaceptable aquella tesis del positivismo jurídico según la cual sólo existe la ley positiva, y ésta es «justa» porque expresa el mandato del gobernante.

1.2. Derechos Humanos, libertad e igualdad como valores guía de los ordenamientos jurídicos

Es común señalar los Derechos Humanos como contenidos mínimos de un cierto «derecho natural» que puede funcionar como fundamento del derecho positivo. En ese caso, se argumenta, los ordenamientos jurídicos de los distintos países deberían garantizar y proteger tales Derechos. El problema es que, como también se ha denunciado, al no existir fuerza coercitiva alguna que asegure su cumplimiento, la única manera de que los Derechos Humanos puedan hacerse efectivos es a través de los mismos ordenamientos jurídicos que deben garantizarlos; como, de hecho, no obligan a nadie, se mantienen por entero en un plano ideal y meramente abstracto.
Estrechamente conectado a estas cuestiones, el debate contemporáneo sobre la justicia se organiza en torno a las ideas de libertad e igualdad, como valores guía de las organizaciones políticas y de sus sistemas jurídicos. Pero como las relaciones entre ambas son problemáticas y en ocasiones contradictorias, el asunto que se discute es si el ordenamiento en cuestión debe priorizar alguna de las dos para ser tenido por justo, y en qué grado debe hacerlo.

1.2.1. Justicia como libertad: el liberalismo conservador de Robert Nozick

En general, las teorías que colocan el valor de la libertad como bien jurídico fundamental tienden a entender la sociedad como un agregado de átomos individuales «libres», provistos de una «esencia humana» propia que, además, contendría ciertos derechos para cuya salvaguarda existe el Estado.
Desde estos supuestos, Robert Nozick ha llegado a afirmar que en una organización justa el Estado debe preocuparse exclusivamente de asegurar la llamada «libertad negativa» de las personas, esto es, que nadie atente contra los derechos básicos de cada individuo (vida, propiedad…). Carecería por completo de sentido hablar de derechos colectivos y resultaría injusto, por ejemplo, un Estado que recaudara impuestos como mecanismo equilibrador y de reparto de la riqueza, pues tal cosa se consideraría un atentado contra el derecho a la propiedad privada.
La primera falacia de esta concepción consiste en suponer esa «esencia humana» al margen de la sociedad. Es suficiente un conocimiento elemental del proceso evolutivo de nuestra especie para comprender que las propiedades que entendemos como humanas sólo pueden aparecer en el contexto de grupos de organización cada vez más compleja. Parece obvio, pues, que no se puede interpretar la libertad como «libertad negativa», como ausencia de restricciones procedentes del grupo social, aunque sólo sea porque al margen de ellas ni siquiera sería posible el individuo humano.

1.2.2. Justicia como igualdad: el liberalismo igualitario de John Rawls

Desde la misma tradición liberal, John Rawls procura reconciliar la idea de libertad con la de igualdad como exigencias de una organización justa. Frente al liberalismo conservador de Nozick, podemos decir que Rawls representa un cierto «liberalismo igualitario». Ciertamente, cualquier liberal podría incorporar la noción de igualdad como criterio de una organización justa, pero sólo como «igualdad de oportunidades». Parece claro que tal forma de entender la igualdad es una trampa ideológica para ocultar que la posición de partida de las personas depende, como dice Rawls, de la «lotería natural». Nacer en una clase social más o menos adinerada, con un ambiente cultural más o menos estimulante, amplía o restringe muy notablemente la «libertad de oportunidades» de una persona.
Los principios organizativos de una organización justa, dice, deberían asegurar que nadie pudiera verse beneficiado o perjudicado por las circunstancias de la «lotería natural» de las que él no es responsable, pero, ¿qué principios serían esos? Pues, dice Rawls, los que deriven de un contrato originario, donde todos los pactantes, en virtud de lo que llama «velo de ignorancia», desconozcan cuáles son las circunstancias naturales que pueden beneficiarles o perjudicarles (supuesta la naturaleza egoísta del hombre, si conocemos cuál es nuestra «lotería natural» trataríamos de acordar principios de organización ventajosos para nosotros). Como no saben cuáles son sus condiciones originarias y, en función de ellas, qué les deparará el pacto, tratarán de minimizar riesgos y asegurarse unos «bienes primarios» indispensables para poder desarrollar cualquier proyecto de vida. En último término se comprometería con dos principios básicos, uno relativo a la libertad y otro a la igualdad. Por el primero, se acordaría dotar a cada persona del mayor grado posible de libertades civiles y políticas que fuera compatible con el mismo grado de libertad para el resto de personas. En cuanto al segundo, sólo serían aceptables las desigualdades sociales y económicas si de ellas pueden esperarse ventajas para el conjunto.
Pero la visión rawlsiana sigue presuponiendo aquella «esencia humana libre y racional» que se daría, supuestamente, con independencia de la comunidad política. Pero, según creemos, tal posición originaria no es posible ni siquiera como hipótesis, no ya porque tal grado de perfección pudiera parecer imposible, sino, como hemos procurado mostrar, porque no sería «humano». No es posible pensar un individuo humano si no es situado de cierta manera en un grupo social, formando parte de un «nudo» de intereses compartidos con otros y enfrentados a terceros. La hipótesis de unos «decididores» puros, libres y racionales, desvinculados unos de otros en una situación imaginaria que se define, precisamente, por ser la negación de toda situación, resulta, según nuestro punto de vista, metafísica e insostenible. Partiendo de esa igualdad puramente abstracta difícilmente podrían surgir principios organizativos para una sociedad justa que no fueran tan abstractos y carentes de contenido real como ella.
En efecto, suponiendo que fueran éticamente válidos aquellos principios básicos relativos a la libertad y a la igualdad, ¿cómo podrían derivarse de ellos criterios concretos que orienten las prácticas políticas, jurídicas y morales? Pero es que, además, Rawls abraza el «credo» liberal con la misma ligereza que sus correligionarios al atribuir a la libertad la condición de «variable independiente» de toda organización social: ¿por qué no invertir los términos y solicitar que se dote a cada persona del mayor grado posible de igualdades civiles, políticas, económicas y ético-morales y aceptando sólo la falta de libertades si de ello puede esperarse ventajas para el conjunto? O ¿por qué no dotando a cada persona del mayor grado posible de igualdades y libertades, simplemente? Pero quién evalúa ese «mayor grado posible», ¿aplicado en qué contextos?

1.2.3. Justicia como igualdad: teorías comunitaristas
Desde finales de la década de los 70, un grupo bastante heterogéneo de autores conocido como comunitaristas como Charles Taylor, Michel Sandel, Michael Walter y Alasdair MacIntyre vienen proyectando fuertes críticas a las teorías liberales de la justicia. La idea de partida niega esa naturaleza humana portadora de derechos y anterior a la sociedad. La sociedad, dicen contra los liberales, no es un mero agregado de individuos, ni el Estado un instrumento para la garantía de sus derechos «naturales». Muy al contrario, dicen, no es posible el hombre al margen de las sociedades políticas, y éstas, lejos de ser meros agregados de individuos, son constitutivas de lo que entendemos por «humanidad». No somos «átomos» independientes unos de otros, sino, como decía Aristóteles, «animales políticos», y sólo podemos ser hombres entre otros hombres. La idea de sujeto «libre» portador de derechos y anterior a la sociedad es absurda, pues tal individuo, para empezar, es sólo posible en una sociedad política tardía y muy desarrollada.
Pero esta asunción del carácter «político» del ser humano comporta un cierto modelo organizativo de la sociedad: Si aceptamos que vamos adquiriendo nuestra «humanidad» en el interior de una organización política, ésta deberá asegurar las condiciones para que tal cosa sea posible. Esto significa que el Estado deberá comprometerse con la promoción de ciertas prácticas o modelos de vida frente a otros, precisamente por considerar que permiten mejor el desarrollo de las sociedades políticas y de sus miembros. Así, por ejemplo, será de importancia vital asegurar una política cultural adecuada, fomentar el compromiso político de los ciudadanos, o estimular la formación de foros de discusión.
Partiendo de aquí, se entiende que su idea de la justicia se aleje tanto del ideal iusnaturalista como del positivismo. Si hay alguna idea de justicia debería surgir de las prácticas comunes de la colectividad que define cuáles son los bienes sociales y, en virtud de ellos, los reparte.


ACTIVIDADES

I. COMENTARIOS DE TEXTO:

Cualquier capítulo, apartado o fragmento significativo puede ser comentado, debiendo aclararse 1) los conceptos fundamentales, 2) el significado del texto en su contexto general y 3) el problema que subyace al problema planteado.

II. RESÚMENES Y ESQUEMAS

El tema completo, junto con cada temática diferenciada, ha de ser resumido, teniendo en cuenta los distintos apartados. En paralelo a los resúmenes, algunos esquemas de las ideas fundamentales que se van desplegando acabarán por fijar lo fundamental de los contenidos.


III. CONCEPTOS Y AUTORES

III.1. Conceptos que han de ser definidos aisladamente o puestos en la relación conveniente:

Sociedad natural. Sociedad política. La ciudad, el Estado y la civilización. Intraestructura convergente. Intraestructura divergente. Poder. Poder político. Imperialismo depredador. Imperialismo generador. Capa conjuntiva del poder. Capa basal del poder. Capa cortical del poder. Poder ejecutivo, poder legislativo y poder judicial. Eutaxia y justicia. Justicia política y justicia social. Globalización.

III.2. Autores y corrientes a identificar y glosar:

K. Marx, M. Harris, G. Bueno. Frans de Waal.


IV: TEMÁTICAS (han de ser desarrollos completos, hilvanados y argumentados sobre el tema propuesto):

1) La sociedad natural y la sociedad política: su génesis histórica.


V. CREACIÓN FILOSÓFICA.

Reflexión crítica sobre el problema de la justicia en el contexto de la política de cada estado y de la política internacional, en la perspectiva de la globalización.

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